Amazon Prime

Kindle

martes, 11 de enero de 2022

Los grandes personajes de la historia: ARISTÓTELES

 

 

 

ARISTÓTELES

 

 

 

El maestro de filósofos

 

Con frecuencia tendemos a pensar que personajes como Aristóteles se

encuentran muy lejos de nuestra vida cotidiana. Nadie duda en reconocer

en él a uno de los más importantes filósofos de la Antigüedad junto con

Platón y Sócrates, pero la impresión de que su obra como tal tiene una

presencia limitada al ámbito de la filosofía es asimismo general. Y, sin

embargo, nada más lejos de la realidad. ¿Quién no ha dicho alguna vez

que el fin que busca todo ser humano para su vida es la felicidad? ¿O

que el hombre es un ser sociable por naturaleza? Todos identificamos a

un virtuoso como a alguien capaz de hacer algo del mejor modo posible, y

en más de una ocasión habremos afirmado convencidos que en el término

medio está la virtud. La obra filosófica de Aristóteles es sin duda una

de las más valiosas del mundo clásico tanto por su magnitud como por su

profundidad. Pero es su trascendencia histórica la que explica el lugar

que todos, conscientes o no de ello, atribuimos a su autor en el

pensamiento occidental. La filosofía aristotélica está sutilmente

encajada en nuestra forma de ver el mundo, es un recurso inconsciente de

nuestro modo de analizar la realidad y razonar sobre ella. Quizá la

figura idealizada del filósofo de blancas y largas barbas, vestido con

una túnica y portando algún libro mientras enseña a sus discípulos que

hemos visto representada hasta la saciedad en cuadros y libros nos sea

lejana, pero lo cierto es que acercarnos a Aristóteles es hacerlo a

nosotros mismos.

 

Aristóteles nació en el año 384 a. C. en Estagira, en la zona nordeste

de Grecia denominada Tracia que por entonces se hallaba bajo la

influencia política del reino de Macedonia. La Grecia del siglo IV a. C.

en que vivió Aristóteles era aquella a la que había dado paso la guerra

del Peloponeso que entre los años 431 y 404 a. C. enfrentó a Esparta y

Atenas y que finalizó con la derrota de esta última. Si el siglo V a. C.

había sido la gran época del esplendor ateniense representado con la

obra política de Pericles, el embellecimiento de la Acrópolis, el

clasicismo artístico de Fidias y la filosofía laica y relativista de los

sofistas, el fin de la guerra marcó el inicio del declive político de

Atenas y el principio de una etapa de crisis en que ninguna

ciudad-estado griega lograría consolidarse como poder hegemónico

estable, para finalmente ceder el paso a un poder extranjero, el macedonio.

 

Grecia no era pues una única realidad política. Las ciudades-estado

griegas eran entidades políticamente independientes con desarrollos

institucionales y legales diferentes y sistemas sociales diversos. Pese

a ello existía una comunidad cultural determinada por la proximidad

geográfica, los intercambios comerciales y especialmente la lengua

común. A lo largo del tiempo algunas de estas polis (nombre con el que

se denomina a las ciudades-estado griegas) habían ejercido períodos de

hegemonía política, comercial y cultural sobre las restantes

—particularmente Atenas, Esparta y Tebas—, pero la guerra del Peloponeso

y sus consecuencias pondría de manifiesto la incapacidad de todas ellas

para mantener una paz estable en aras de un cierto panhelenismo que

hasta entonces sí había funcionado. Consecuencia directa de tal

situación fue la quiebra del ideal de la polis y, con ella, la crisis

del sistema político y económico griego. Como no podría ser de otro

modo, la crisis del siglo IV a. C. también encontraría reflejo en las

artes, la literatura, la religión y la filosofía en las que, frente a la

serenidad clásica y la expresión del sentimiento comunitario del siglo

precedente, comenzó a abrirse paso una preocupación por la expresión de

lo individual y sus circunstancias que preludiaba el helenismo. Sin

embargo, como ha indicado el historiador de la Grecia antigua Víctor

Alonso Troncoso, «la crisis de la polis, no obstante, concitó en Atenas

una reacción en los medios intelectuales y filosóficos, que dio vida a

nuevas corrientes de pensamiento y reflexión política. Como el tiempo

del Quijote, época de decadencia, el siglo IV fue un período de máxima

creación y florecimiento del genio crítico, a veces evasivo. Nombres

como los de Platón, Aristóteles, Isócrates y Demóstenes están

íntimamente unidos al espíritu de la época, y su obra enriquece para

siempre lo mejor del humanismo occidental».

 

 

 

De Macedonia a Atenas: la Academia de Platón

 

El nombre de Aristóteles siempre se vincula a Atenas dado que fue en esa

ciudad donde desarrolló su labor más importante como filósofo, pero no

era originario de ella ni por tanto ciudadano ateniense. Aunque

carecemos de datos que permitan confirmarlo, parece que Aristóteles pasó

su infancia y los primeros años de su adolescencia en la corte del rey

macedonio Amintas situada en la ciudad de Pella. Su padre, Nicómaco, era

amigo personal y médico de Amintas, por lo que cabe suponer que, al ser

huérfano de madre, debió de crecer junto a éste. Además, el hecho de que

el hijo de Amintas, Filipo —de la misma edad de Aristóteles—, le llamase

años más tarde para que se hiciese cargo de la educación de su hijo

(Alejandro Magno), parece confirmar la presencia del futuro filósofo en

Pella durante sus primeros años. La vida en la corte macedonia así como

la dedicación a la medicina de Nicómaco debieron de favorecer el interés

de Aristóteles por el estudio y la ciencia, de modo que cuando tras la

muerte de su padre se hizo cargo de su tutela un pariente llamado

Próxeno, éste no dudó en enviarle a estudiar a la Academia de Platón en

Atenas.

 

La formación intelectual de los jóvenes griegos, aunque presentaba

diferencias en las distintas polis, comenzaba sobre los seis años,

cuando se les separaba de sus madres para confiarlos a un maestro o

pedagogo que, en las escuelas o palestras, les iniciaba en el estudio de

las letras griegas a través de los textos de Homero y Hesíodo. Además se

les instruía en música y gimnasia, básicamente en las cinco pruebas del

péntatlon, es decir, carrera, salto de longitud, lanzamiento de disco,

jabalina y lucha. Esta etapa solía prolongarse hasta los dieciocho años,

edad con la que los jóvenes solían ingresar en el servicio militar

obligatorio. Sólo los miembros de las clases sociales más altas o los

estudiantes más brillantes continuaban con posterioridad su formación

intelectual en las instituciones creadas por los pensadores más

destacados de su época y que, desde los cambios introducidos de mano de

los sofistas, se orientaba claramente al ejercicio de la política.

Aristóteles, cuya familia gozaba de una posición económica desahogada y

con tradición en la formación académica de sus miembros (también su

abuelo había sido médico), llegó hacia el año 367 a. C. a Atenas, con

diecisiete años, para completar sus estudios. La capital del Ática era

reconocida por sus contemporáneos como el más importante centro cultural

de toda Grecia, lo que en parte se debía al gran prestigio intelectual

de sus dos grandes centros educativos superiores, la Escuela de

Isócrates y la Academia de Platón.

 

Ambas instituciones se habían creado casi al mismo tiempo (la primera en

el 390 a. C. y la segunda en el 386 a. C.) y mantenían una fuerte

rivalidad pues, aunque en las dos se formaba a sus alumnos para ejercer

la política, en la Escuela de Isócrates se concedía para ello atención

preferente a la Retórica mientras que en la Academia de Platón el acento

formativo se ponía en la Filosofía. Aristóteles ingresó en la Academia

platónica posiblemente atraído tanto por la formación filosófica que

ésta ofrecía como por la gran reputación de su fundador. Platón,

discípulo aventajado de Sócrates, había fundado su Academia tras la

muerte de éste, acusado de impiedad y condenado a muerte por motivos

políticos. El desengaño hacia la democracia ateniense que supuso la

muerte de su maestro determinaría en buena parte la orientación

filosófica de su Academia consagrada al pensamiento puro, y en la que el

ejercicio de la política se entendía como puesta en práctica del mismo y

no como el fin de la formación académica.

 

Aristóteles permaneció en la Academia durante veinte años, entre los

diecisiete y los treinta y siete años, iniciando su andadura en ella

como estudiante y finalizándola como maestro. La Academia era una

institución caracterizada por ofrecer una formación amplia en todas las

disciplinas del pensamiento científico y por estar abierta al libre

ejercicio de la crítica, de modo que Aristóteles pudo disentir

abiertamente de la teoría de la Ideas defendida por Platón e incluso

discutir acerca de ella con su maestro. Como indica el catedrático de

Filosofía griega Tomás Calvo Martínez, «durante su larga estancia en la

Academia tuvo ocasión de participar en el ejercicio vivo de la

filosofía, en largas e intensas discusiones sobre la ciencia, sobre

matemáticas y astronomía, sobre las Ideas y la dialéctica, sobre

retórica, ética y política». A esta etapa pertenecen sus escritos

denominados exotéricos, es decir, aquellos de carácter divulgativo, no

destinados a un público especializado y que publicó él mismo. Estos

escritos de juventud se han perdido y sólo se conservan de ellos sus

títulos y algunas referencias a su contenido procedentes de autores

griegos y latinos. El análisis de estos indicios ha permitido establecer

la enorme influencia del pensamiento platónico en los primeros escritos

filosóficos de Aristóteles tanto por lo que a su contenido se refiere

(en ellos Aristóteles aún acepta la teoría de las Ideas de Platón y

otras cuestiones esenciales de su legado filosófico como la defensa de

la inmortalidad del alma) como por su forma, pues son diálogos. A pesar

de las importantes analogías de estos escritos filosóficos con los

diálogos platónicos, pueden detectarse ya algunos rasgos específicamente

aristotélicos entre los que destaca en especial el progresivo abandono

de la estructura de estos textos en preguntas y respuestas cortas frente

al desarrollo de largas y rigurosas demostraciones teóricas.

 

El peso de la herencia platónica en el pensamiento de Aristóteles es

indiscutible, pero es igualmente cierto que de forma progresiva éste se

fue separando de los principios filosóficos de su maestro para, desde la

crítica, crear su propio sistema filosófico. Las diferencias

intelectuales entre Platón y Aristóteles eran ya sobradamente conocidas

en la época que ambos compartieron en la Academia, y algunos

historiadores han visto en ellas el motivo de que, a la muerte del

maestro, el discípulo no fuese designado como su sucesor al frente de la

institución filosófica. Sin embargo y teniendo en cuenta que el

ejercicio de la crítica no sólo no se rechazaba sino que se alentaba y

era bien recibido en la Academia, parece razonable pensar que otras

razones pudieron influir en su debatida sucesión.

 

Aristóteles formaba junto con Espeusipo y Jenócrates el trío de alumnos

más aventajados de la Academia, de modo que a la muerte de Platón en el

año 347 a. C. los tres eran los más claros candidatos a sucederle. La

elección recayó finalmente en Espeusipo, sobrino de Platón, también

crítico como Aristóteles con la teoría de las Ideas. Quizá la relación

familiar entre ambos pesó en su designación como nuevo director de la

Academia, pero en cualquier caso su elección no sorprendió como tampoco

lo habría hecho la de cualquiera de los otros dos candidatos. Con la

desaparición de Platón y la elección de Espeusipo los alicientes

intelectuales de Aristóteles para permanecer en Atenas eran cada vez

menos. Además había razones políticas que aconsejaban su salida de la

ciudad pues un año antes de la muerte de Platón la ciudad de Olinto

había caído en manos del rey macedonio Filipo II que comenzaba a

extender su poder por toda la Hélade. Como apunta Tomás Calvo, la

esperable «reacción antimacedonia de los atenienses pudo aconsejar a

Aristóteles alejarse de Atenas, dados sus viejos vínculos con Macedonia

y con el propio Filipo». Así, en el año 347 a. C. Aristóteles,

probablemente molesto por la designación de Espeusipo como sucesor de

Platón, deseoso de encontrar nuevos estímulos para su labor intelectual

y consciente de que por su pasado en la corte de Amintas podía ser

sospechoso de simpatizar con el enemigo, salió de Atenas junto con su

amigo y compañero Jenócrates para iniciar una época de viajes que

habrían de llevarle de vuelta a su origen en Macedonia, y convertirse

allí en el maestro del mayor genio político y militar de toda la

Antigüedad, Alejandro Magno.

 

 

 

Un filósofo para educar a un rey

 

Decidido a abandonar Atenas, Aristóteles se dirigió a la ciudad de

Assos, en la costa de Asia Menor frente a la isla de Lesbos. La tiranía

era una de las formas de gobierno personal existentes en la antigua

Grecia, y Assos tenía su propio tirano, Hermias, cuyo interés por la

filosofía platónica le había llevado a invitar como huéspedes

permanentes en su corte a dos miembros de la Academia, Erasto y Corisco,

que le habían sido recomendados por el mismo Platón. En palabras del

profesor William Keithe Guthrie, «Hermias parecía ser en pequeño el rey

filósofo que Platón había buscado en vano en Sicilia», de modo que su

vivo interés por hacer de su corte una pequeña Academia le llevó a

invitar a incorporarse a ella a Aristóteles y Jenócrates una vez que se

hubo enterado de la muerte de su maestro. Durante tres años Aristóteles

desarrolló una intensa labor investigadora y docente en compañía de ese

pequeño círculo de filósofos platónicos y un grupo reducido de

estudiantes, si bien son muy escasas las noticias que se conservan de

esta etapa de su vida.

 

En Assos, Aristóteles contrajo matrimonio con Pitias, hija adoptiva de

Hermias con la que tendría una hija llamada como su madre. Aunque nada

se sabe de la relación de Aristóteles con Pitias, debió de tratarse de

un matrimonio feliz pues, a pesar de que Aristóteles convivió con

Herpilis (madre del hijo al que dedicó su conocida Ética a Nicómaco)

después de morir Pitias, dejó dispuesto en su testamento que se trajeran

los restos de su esposa y se les diera sepultura junto a los suyos. De

Assos Aristóteles pasó a Mitilene (en Lesbos) donde continuó trabajando

hasta que en el año 343 a. C. fue llamado por Filipo II a Macedonia para

que se hiciese cargo de la educación de su hijo, Alejandro Magno, que

por entonces contaba trece años.

 

Tras la guerra del Peloponeso Atenas había cedido a Esparta su papel

hegemónico en territorio griego. Sin embargo, el poder de esta polis y

sus aliados no logró afirmarse durante mucho tiempo. La guerra de

Corinto (394-386 a. C.) sería el primero de una sucesión de conflictos

contra la pretendida hegemonía espartana que se vería amenazada por

puntuales recuperaciones del poder ateniense y por el ascenso político

de Tebas. El constante clima bélico terminó colapsando la capacidad

política de las ciudades griegas tanto a título individual como de

conjunto, por lo que, como afirma el profesor Alonso Troncoso, «sería el

nuevo rey de Macedonia, Filipo II (359-336 a. C.), quien, con

clarividencia de gran estadista y un ejército reorganizado, intervendría

con mano de hierro en los asuntos interhelénicos y pondría punto final

al ciclo histórico de la polis griega como ente soberano y creador de

vida internacional». La posibilidad de formar parte de la corte de quien

empezaba a revelarse como soberano más poderoso de Grecia unida a la

inclinación personal hacia Filipo nacida durante la infancia de ambos,

llevaría a Aristóteles a aceptar la propuesta del rey macedonio.

 

Por otra parte, tanto la aristocracia macedonia como la casa real de los

Argéadas, a la que pertenecían Amintas, Filipo y Alejandro Magno,

estaban fuertemente helenizadas puesto que la cultura griega constituía

la única forma admitida de educación superior en Macedonia. El mecenazgo

de poetas y artistas griegos se había convertido en habitual ya en el

siglo V a. C., de forma que reclamar la presencia de uno de los más

reputados miembros de la Academia de Platón —cuya fidelidad hacia la

familia real carecía de toda duda— para educar a un príncipe no era sino

un ejercicio de coherencia. Igualmente coherente fue la aceptación de

Aristóteles, que como discípulo de Platón compartía con éste el ideal

del rey-filósofo y, en consecuencia, la importancia de la formación

filosófica de los príncipes. La oferta de Filipo de alguna manera abría

a Aristóteles la posibilidad de llevar a cabo uno de sus sueños

intelectuales: encargado de la educación de Alejandro Magno podría

formar el espíritu y el intelecto del futuro rey de Macedonia y hacer de

él un hombre sabio (filósofo) que como político gobernase rectamente.

Filosofía, política, realidad y praxis eran para Aristóteles partes de

un todo único e indivisible.

 

A juzgar por la titánica labor política de Alejandro Magno, que como

monarca de Macedonia llegó a crear el mayor imperio de toda la

Antigüedad, la formación recibida de Aristóteles no pudo ser mejor. El

papel desempeñado por éste como preceptor y consejero fue sin duda

determinante en la conformación del carácter y mentalidad del príncipe,

pero a decir verdad, desde el punto de vista político, los ideales del

maestro poco tuvieron que ver con los del discípulo. Como indica Tomás

Calvo, «la teoría política de Aristóteles continuaba aferrada a la

ciudad-estado tradicional como institución política fundamental y como

punto esencial de referencia. Los proyectos y las realizaciones

político-militares de Alejandro, por el contrario, se dirigieron a la

formación de un vasto imperio panhelénico dentro del cual aquellas

pequeñas ciudades-estado perderían definitivamente su significación y

protagonismo políticos». En cualquier caso, Aristóteles desempeñó de

forma inmejorable su labor como maestro de un príncipe, e incluso llegó

a escribir para su pupilo una de sus obras, el tratado De Monarchia, que

a juicio del profesor José Alsina «hay razones para suponer que fue

escrito a la subida al trono de su joven pupilo, lo que supone, por otra

parte, que este tratado (donde el filósofo informaba a los griegos del

espíritu en el que había educado al monarca) sería el norte y guía que

Alejandro se proponía adoptar durante su reinado».

 

La muerte de Filipo II hacia el año 335 a. C. y su sucesión en el trono

de Macedonia por Alejandro Magno supusieron el fin de la tarea como

tutor de Aristóteles, quien, contando con la protección del poderoso

monarca, decidió regresar a Atenas. Tenía cuarenta y nueve años, una

larga experiencia y unas ideas filosóficas propias claras. Como su

maestro Platón, sólo le restaba fundar una institución en la que poder

consagrar a ellas el resto de su vida, y eso fue precisamente lo que

hizo mediante la creación del Liceo.

 

 

 

El Liceo y la plenitud como maestro

 

Aristóteles regresó a Atenas en el año 335 a. C. con la intención de

establecerse allí definitivamente. Había estado ausente de la ciudad

casi trece años, pero Atenas continuaba siendo el centro cultural por

antonomasia de toda Grecia. Disponía de medios materiales suficientes

para hacer lo que quisiera pues, además de su fortuna personal, su

trabajo como preceptor de Alejandro le había reportado importantes

beneficios. Además gozaba de prestigio intelectual ya que no en vano

había sido uno de los más destacados miembros de la Academia de Platón

—todavía en funcionamiento pero bajo la dirección de su amigo

Jenócrates, que había sustituido a Espeusipo tras su muerte— y su

capacidad le había valido la elección como maestro de quien, ante el

asombro de sus contemporáneos, comenzaba a revelarse como el mayor

estratega y político de todos los tiempos. Con ese bagaje y deseoso de

crear una institución formativa en la que desarrollar plenamente su

actividad como filósofo, Aristóteles fundó en Atenas un nuevo centro de

investigación y docencia, el Liceo, cuya trascendencia terminaría

motivando que aún hoy nos refiramos a algunos reputados centros

educativos con ese nombre.

 

La escuela fundada por Aristóteles se ubicó en un recinto extramuros de

Atenas en el que había un santuario consagrado a Apolo Liceo,

probablemente en el lugar donde se encuentra la actual plaza Syntagma (o

de la Constitución). La proximidad a dicho recinto sería la causa de su

denominación como Liceo, al igual que en el caso de la Academia

platónica, pues su cercanía a un santuario consagrado al héroe Academo

había determinado su nombre. El Liceo también fue conocido con el nombre

de Peripato (con frecuencia los libros de historia de la filosofía se

refieren a ella como Escuela Peripatética de Atenas) y aunque

tradicionalmente suele considerarse que el sobrenombre derivó de la

costumbre de Aristóteles de impartir sus clases paseando (el significado

del verbo griego peripatéô es pasear), la mayor parte de autores

coinciden en señalar que en realidad se debió a que maestro y discípulos

solían situarse para recibir las enseñanzas del primero en un peripatos

o paseo cubierto que había en el recinto. Además del peripatos,

Aristóteles hizo instalar en uno de los edificios del santuario una

magnífica biblioteca —la primera en la historia según Estrabón— para la

que pudo contar con ayuda de Alejandro Magno.

 

El Liceo era en muchos sentidos una institución similar a la Academia,

especialmente por lo que a su organización se refiere. A diferencia de

la Escuela de Isócrates y al igual que la Academia de Platón, el Liceo

era antes que una institución jerárquica una suerte de comunidad de

amantes de la actividad intelectual. En palabras del profesor Alsina,

«no se trataba de una mera asociación de alumnos y un maestro sino que

su organización era mucho más complicada. Como director de la escuela

(escolarca) era de hecho Aristóteles una especie de primus inter pares

[primero entre iguales]. Su cargo de escolarca era, digamos, en cierto

modo, accidental, y tenía una serie de deberes de docencia e

investigación similares a los que podían tener otros profesores como

Teofrasto, Eudemo, Dicearco o Aristóxeno de Tarento. (…) El hecho cierto

es que el Liceo fue fundado con una decidida voluntad de investigación

en equipo, lo cual es muy moderno». La división de funciones entre los

miembros del Liceo venía determinada por su mayor o menor grado de

formación, de modo que los veteranos (presbýteroi) se encargaban de las

tareas docentes y la dirección de la investigación y los neófitos

(neanískoi) recibían clases y trabajaban bajo la supervisión de los

primeros. Sin embargo, la permanencia de unos y otros en la institución

era completamente voluntaria, sin que mediase ningún tipo de contrato

que les obligase a formar parte de ella por un tiempo ni a desempeñar

funciones concretas. Asimismo, como en el caso de la Academia, los

integrantes del Liceo no estaban obligados a guardar secreto sobre las

enseñanzas en él impartidas, como sí debían hacerlo en cambio quienes

formaban parte de las comunidades de estudio pitagóricas. Los

principales discípulos y colaboradores de Aristóteles en el Liceo

fueron: Teofrasto, Eudemo, Menón, Diocles, Aristóxeno, Dicearco y

Heráclides Póntico.

 

Desde el punto de vista de la orientación filosófica e intelectual, el

Liceo presentaba importantes diferencias con la Academia platónica, pues

los vastos planes de investigación y estudio diseñados en él por

Aristóteles tuvieron un carácter que hoy tildaríamos de claramente

científico. El quehacer académico de los miembros del Liceo abarcaba una

gran variedad de disciplinas, pero Aristóteles dio a su vasto programa

de estudios un marcado giro hacia aquellas basadas en la observación y

la experimentación. Esto no quiere decir que el cultivo de la filosofía

quedase relegado, sino que la propia actividad filosófica (búsqueda del

conocimiento) se concebía en unos términos prácticos radicalmente

distintos de los planteamientos platónicos que vinculaban el

conocimiento a una realidad ajena a la terrenal, la del mundo de las

Ideas. Como ha indicado el profesor Guthrie, «la filosofía, según le

parecía [a Aristóteles], era un intento de explicar el mundo natural, y

si no logra hacerlo, o sólo consigue explicarlo mediante un mundo

misterioso y trascendental de prototipos (…) hay que pensar que ha

fracasado». La vocación «científica» de la actividad del Liceo también

encontraría reflejo en los escritos en que se recogieron sus trabajos y

así, frente a los diálogos platónicos de evidentes pretensiones

artísticas y estilísticas, la literatura peripatética renunció a éstas

en aras de un estilo conciso y exacto.

 

Durante los doce años que Aristóteles estuvo al frente del Liceo

desarrolló una actividad intelectual ingente que daría como fruto, por

una parte, los escritos de carácter científico y filosófico que recogen

su pensamiento, los denominados Corpus aristotelicum, y por otra, una

serie de grandes colecciones y proyectos de investigación dirigidos por

él o realizados —en colaboración o en solitario— por miembros

aventajados del Liceo. Los escritos de Aristóteles que conforman lo que

hoy consideramos el grueso de su legado filosófico abarcan los campos de

la lógica, la física, la biología, la metafísica (o filosofía primera,

que es como entonces se denominaba), la ética, la política, la retórica

y la poética. Aunque el pensamiento de Aristóteles se ocupó de todas

estas materias, su actividad preferente en el Liceo se centró en los

campos de la zoología y la biología hasta el punto que, como recuerda

José Alsina, «si Aristóteles no es el inventor del término “biología”,

sí es, empero, en rigor, el creador de este campo científico».

Efectivamente, Aristóteles hizo grandes aportaciones en anatomía,

embriología y genética a partir de la simple observación de los seres

vivos, llegando a formular una clasificación taxonómica de éstos que

perduró hasta Linneo. Al mismo tiempo, su preocupación por hacer de

todas las facetas del saber un corpus coherente le llevó a establecer

una clasificación de las ciencias en «teoréticas» (matemáticas, física,

teología y metafísica, de carácter contemplativo), «prácticas» (ética y

política, volcadas a la consecución del bien como fin de la acción) y

«poiéticas» (poética y retórica, creadoras de las condiciones de

producción de la belleza), que pervivió durante siglos.

 

La actividad de Aristóteles al frente del Liceo discurrió plácidamente

hasta que en el año 323 a. C. un hecho cambiaría su situación. La muerte

de Alejandro Magno, que había sometido bajo su poder a todos los pueblos

que encontró a su paso desde Grecia hasta el Indo y desde Egipto hasta

Asia central, desencadenó una reacción antimacedónica en buena parte de

dicho imperio, y sobre todo en Atenas. La relación de Aristóteles con

Alejandro rápidamente le convirtió en un posible objetivo de las iras

atenienses, de modo que tuvo que abandonar la ciudad para proteger su

propia vida. Según Diógenes Laercio, fue amenazado con una acusación por

impiedad, y ante la posibilidad de que volviese a repetirse con él la

historia de Sócrates, Aristóteles abandonó Atenas advirtiendo a sus

habitantes: «No permitiré que pequéis por segunda vez contra la

filosofía». Sea cierta o no la anécdota recogida por Laercio, la verdad

es que ante la situación política Aristóteles dejó Atenas para

refugiarse en unas propiedades que poseía en Calcis, en la isla de

Eubea, donde finalmente murió un año más tarde. Tenía setenta y dos años

y había consagrado su vida a la búsqueda del conocimiento. Su obra

abarcaba todas las disciplinas del saber y lo hacía con una profundidad

y eficacia difícilmente comparables. Si en vida su reputación fue

equiparable a la de su maestro Platón, los siglos venideros, al igual

que harían con éste, le conducirían a la inmortalidad.

 

 

 

El legado histórico del aristotelismo

 

Tras la muerte de Aristóteles su compañero y amigo Teofrasto asumió la

dirección del Liceo que, como institución educativa e investigadora,

continuó abierta durante siglos. Sin embargo, la orientación filosófica

del Liceo comenzó a sufrir ciertas modificaciones motivadas tanto por el

propio carácter de la obra de su fundador como por las circunstancias

culturales del momento. Como apunta el filósofo Tomás Calvo, «la obra

escrita de Aristóteles presentaba, en efecto, dos caras como el dios

Jano. Una de estas caras estaba constituida por los escritos exotéricos,

los diálogos tempranos marcadamente platónicos tanto en su contenido

como en su forma. (…) La otra cara se manifestaba en los tratados más

marcadamente orientados hacia la ciencia natural y la observación

empírica». La mayor parte de los discípulos del Liceo posteriores a

Aristóteles dirigieron su interés hacia los escritos platonizantes de

éste, de modo que en la Antigüedad la obra de Aristóteles se conoció y

popularizó a partir de los citados escritos exotéricos. Por otra parte,

el surgimiento de la escuela filosófica epicúrea, característica de la

época helenística, favoreció el acercamiento de posturas entre las

escuelas estoica, platónica y aristotélica en contra de la primera y, en

consecuencia, un proceso de sincretismo entre ellas.

 

El interés por los escritos platónicos de Aristóteles supuso que su

aportación más personal, la que constituía el Corpus aristotelicum que

se custodiaba en su biblioteca ya que, a diferencia de los primeros, no

había sido publicado, pasase a un segundo plano. Ello unido a los

avatares sufridos por la biblioteca de Aristóteles tras su muerte

terminaría determinando la pérdida del Corpus aristotelicum hasta que a

finales del siglo I a. C. fue recuperado y editado por Andrónico de

Rodas. A partir de la labor de este último comenzaron a florecer los

comentaristas de la obra de Aristóteles, pero el surgimiento de una

fuerte corriente neoplatónica ya en el siglo III d. C. acabaría

motivando que la transmisión del pensamiento aristotélico se realizase

bajo el prisma del neoplatonismo y, una vez más, se centrase en sus

primeros escritos. Las corrientes neoplatónicas que habían surgido en

Oriente fueron penetrando de modo paulatino en el Occidente latino de

suerte que, en los primeros siglos del cristianismo, los llamados Padres

de la Iglesia configuraron un pensamiento cristiano de fortísimo cuño

platónico, labor que san Agustín llevaría a su culminación en el siglo

IV. Mientras, la filosofía propiamente aristotélica permanecía

prácticamente desconocida para Occidente.

 

Sin embargo, el aristotelismo terminaría por irrumpir en el pensamiento

cristiano medieval con una fuerza imparable. El Corpus aristotelicum

seguía vivo en Grecia y de allí pasó a Persia cuando en el 529

Justiniano cerró la Universidad de Atenas, pues los estudiosos griegos

se dirigieron a la entonces culturalmente pujante Persia llevando con

ellos la tradición filosófica griega. La expansión vertiginosa del islam

a partir del siglo VII terminaría siendo la responsable de la

recuperación del legado aristotélico en Occidente ya que la conquista

musulmana de Persia permitió la traducción al árabe de las grandes obras

del pensamiento griego. A partir de ahí, las importantísimas escuelas de

traductores árabes ubicadas durante la Edad Media en Toledo, Salerno y

Sicilia recogerían dichas obras para ofrecer traducciones al latín.

Entre los traductores árabes destacaría especialmente la figura del

cordobés Averroes, en el siglo XII, que se convirtió en uno de los más

destacados comentaristas de las obras de Aristóteles. Así, como afirma

Tomás Calvo, «Averroes transmitía un aristotelismo directo y puro, no

contaminado de platonismo», que se introdujo por fin en Occidente en el

siglo XIII.

 

Pero la filosofía estricta de Aristóteles entraba en conflicto con

algunos importantes principios del cristianismo platonizante

(particularmente negaba la creación del mundo al que consideraba eterno

y tampoco admitía la inmortalidad del alma) que finalmente, de la mano

de la lectura ofrecida por santo Tomás de Aquino, terminaron por

soslayarse. Incorporada así al pensamiento escolástico medieval, la obra

de Aristóteles se convirtió en la referencia de toda actividad

intelectual y científica y pasaría a ser parte esencial de nuestro común

acervo cultural. Los ataques sufridos por la escolástica, muy

especialmente a partir de la revolución científica del siglo XVII,

pondrían en tela de juicio algunos principios del aristotelismo, pero

pese a ello la aportación aristotélica continuó indisolublemente ligada

a la tradición cultural y filosófica occidental. Incluso en el siglo

XIX, cuando Darwin formuló su teoría sobre la evolución de las especies

con la que daba paso a la biología moderna, reconocería abrumado ante el

legado aristotélico: «Linneo y Cuvier han sido mis dos dioses, pero los

dos eran simples escolares comparados con el viejo Aristóteles».

 

Aristóteles es sin duda uno de los más importantes filósofos de la

Historia. Su obra alcanza una variedad tal de disciplinas y lo hace con

tanta profundidad que resulta difícil no perder el habla ante semejante

legado. Discípulo de Platón y maestro de Alejandro Magno, fue, por

encima de todo, un hombre que amó profundamente el saber en todas sus

posibles facetas. La indisoluble unión de su obra filosófica con la

tradición cristiana desde la Edad Media convirtió su pensamiento, junto

con el de Platón, en el sustrato del que bebe la historia de nuestra

ciencia y filosofía. Sus reflexiones sobre política y ética en las que

esta última se considera parte inseparable de la primera, o el valor que

en ellas concede a la convivencia humana leídas hoy resultan tan

actuales y refrescantes como cuando fueron formuladas allá por el siglo

IV a. C. Y es que leer a Aristóteles es redescubrir quiénes somos.

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario