ARISTÓTELES
El maestro de filósofos
Con frecuencia tendemos a pensar que personajes como Aristóteles se
encuentran muy lejos de nuestra vida cotidiana. Nadie duda en reconocer
en él a uno de los más importantes filósofos de la Antigüedad junto con
Platón y Sócrates, pero la impresión de que su obra como tal tiene una
presencia limitada al ámbito de la filosofía es asimismo general. Y, sin
embargo, nada más lejos de la realidad. ¿Quién no ha dicho alguna vez
que el fin que busca todo ser humano para su vida es la felicidad? ¿O
que el hombre es un ser sociable por naturaleza? Todos identificamos a
un virtuoso como a alguien capaz de hacer algo del mejor modo posible, y
en más de una ocasión habremos afirmado convencidos que en el término
medio está la virtud. La obra filosófica de Aristóteles es sin duda una
de las más valiosas del mundo clásico tanto por su magnitud como por su
profundidad. Pero es su trascendencia histórica la que explica el lugar
que todos, conscientes o no de ello, atribuimos a su autor en el
pensamiento occidental. La filosofía aristotélica está sutilmente
encajada en nuestra forma de ver el mundo, es un recurso inconsciente de
nuestro modo de analizar la realidad y razonar sobre ella. Quizá la
figura idealizada del filósofo de blancas y largas barbas, vestido con
una túnica y portando algún libro mientras enseña a sus discípulos que
hemos visto representada hasta la saciedad en cuadros y libros nos sea
lejana, pero lo cierto es que acercarnos a Aristóteles es hacerlo a
nosotros mismos.
Aristóteles nació en el año 384 a. C. en Estagira, en la zona nordeste
de Grecia denominada Tracia que por entonces se hallaba bajo la
influencia política del reino de Macedonia. La Grecia del siglo IV a. C.
en que vivió Aristóteles era aquella a la que había dado paso la guerra
del Peloponeso que entre los años 431 y 404 a. C. enfrentó a Esparta y
Atenas y que finalizó con la derrota de esta última. Si el siglo V a. C.
había sido la gran época del esplendor ateniense representado con la
obra política de Pericles, el embellecimiento de la Acrópolis, el
clasicismo artístico de Fidias y la filosofía laica y relativista de los
sofistas, el fin de la guerra marcó el inicio del declive político de
Atenas y el principio de una etapa de crisis en que ninguna
ciudad-estado griega lograría consolidarse como poder hegemónico
estable, para finalmente ceder el paso a un poder extranjero, el macedonio.
Grecia no era pues una única realidad política. Las ciudades-estado
griegas eran entidades políticamente independientes con desarrollos
institucionales y legales diferentes y sistemas sociales diversos. Pese
a ello existía una comunidad cultural determinada por la proximidad
geográfica, los intercambios comerciales y especialmente la lengua
común. A lo largo del tiempo algunas de estas polis (nombre con el que
se denomina a las ciudades-estado griegas) habían ejercido períodos de
hegemonía política, comercial y cultural sobre las restantes
—particularmente Atenas, Esparta y Tebas—, pero la guerra del Peloponeso
y sus consecuencias pondría de manifiesto la incapacidad de todas ellas
para mantener una paz estable en aras de un cierto panhelenismo que
hasta entonces sí había funcionado. Consecuencia directa de tal
situación fue la quiebra del ideal de la polis y, con ella, la crisis
del sistema político y económico griego. Como no podría ser de otro
modo, la crisis del siglo IV a. C. también encontraría reflejo en las
artes, la literatura, la religión y la filosofía en las que, frente a la
serenidad clásica y la expresión del sentimiento comunitario del siglo
precedente, comenzó a abrirse paso una preocupación por la expresión de
lo individual y sus circunstancias que preludiaba el helenismo. Sin
embargo, como ha indicado el historiador de la Grecia antigua Víctor
Alonso Troncoso, «la crisis de la polis, no obstante, concitó en Atenas
una reacción en los medios intelectuales y filosóficos, que dio vida a
nuevas corrientes de pensamiento y reflexión política. Como el tiempo
del Quijote, época de decadencia, el siglo IV fue un período de máxima
creación y florecimiento del genio crítico, a veces evasivo. Nombres
como los de Platón, Aristóteles, Isócrates y Demóstenes están
íntimamente unidos al espíritu de la época, y su obra enriquece para
siempre lo mejor del humanismo occidental».
De Macedonia a Atenas: la Academia de Platón
El nombre de Aristóteles siempre se vincula a Atenas dado que fue en esa
ciudad donde desarrolló su labor más importante como filósofo, pero no
era originario de ella ni por tanto ciudadano ateniense. Aunque
carecemos de datos que permitan confirmarlo, parece que Aristóteles pasó
su infancia y los primeros años de su adolescencia en la corte del rey
macedonio Amintas situada en la ciudad de Pella. Su padre, Nicómaco, era
amigo personal y médico de Amintas, por lo que cabe suponer que, al ser
huérfano de madre, debió de crecer junto a éste. Además, el hecho de que
el hijo de Amintas, Filipo —de la misma edad de Aristóteles—, le llamase
años más tarde para que se hiciese cargo de la educación de su hijo
(Alejandro Magno), parece confirmar la presencia del futuro filósofo en
Pella durante sus primeros años. La vida en la corte macedonia así como
la dedicación a la medicina de Nicómaco debieron de favorecer el interés
de Aristóteles por el estudio y la ciencia, de modo que cuando tras la
muerte de su padre se hizo cargo de su tutela un pariente llamado
Próxeno, éste no dudó en enviarle a estudiar a la Academia de Platón en
Atenas.
La formación intelectual de los jóvenes griegos, aunque presentaba
diferencias en las distintas polis, comenzaba sobre los seis años,
cuando se les separaba de sus madres para confiarlos a un maestro o
pedagogo que, en las escuelas o palestras, les iniciaba en el estudio de
las letras griegas a través de los textos de Homero y Hesíodo. Además se
les instruía en música y gimnasia, básicamente en las cinco pruebas del
péntatlon, es decir, carrera, salto de longitud, lanzamiento de disco,
jabalina y lucha. Esta etapa solía prolongarse hasta los dieciocho años,
edad con la que los jóvenes solían ingresar en el servicio militar
obligatorio. Sólo los miembros de las clases sociales más altas o los
estudiantes más brillantes continuaban con posterioridad su formación
intelectual en las instituciones creadas por los pensadores más
destacados de su época y que, desde los cambios introducidos de mano de
los sofistas, se orientaba claramente al ejercicio de la política.
Aristóteles, cuya familia gozaba de una posición económica desahogada y
con tradición en la formación académica de sus miembros (también su
abuelo había sido médico), llegó hacia el año 367 a. C. a Atenas, con
diecisiete años, para completar sus estudios. La capital del Ática era
reconocida por sus contemporáneos como el más importante centro cultural
de toda Grecia, lo que en parte se debía al gran prestigio intelectual
de sus dos grandes centros educativos superiores, la Escuela de
Isócrates y la Academia de Platón.
Ambas instituciones se habían creado casi al mismo tiempo (la primera en
el 390 a. C. y la segunda en el 386 a. C.) y mantenían una fuerte
rivalidad pues, aunque en las dos se formaba a sus alumnos para ejercer
la política, en la Escuela de Isócrates se concedía para ello atención
preferente a la Retórica mientras que en la Academia de Platón el acento
formativo se ponía en la Filosofía. Aristóteles ingresó en la Academia
platónica posiblemente atraído tanto por la formación filosófica que
ésta ofrecía como por la gran reputación de su fundador. Platón,
discípulo aventajado de Sócrates, había fundado su Academia tras la
muerte de éste, acusado de impiedad y condenado a muerte por motivos
políticos. El desengaño hacia la democracia ateniense que supuso la
muerte de su maestro determinaría en buena parte la orientación
filosófica de su Academia consagrada al pensamiento puro, y en la que el
ejercicio de la política se entendía como puesta en práctica del mismo y
no como el fin de la formación académica.
Aristóteles permaneció en la Academia durante veinte años, entre los
diecisiete y los treinta y siete años, iniciando su andadura en ella
como estudiante y finalizándola como maestro. La Academia era una
institución caracterizada por ofrecer una formación amplia en todas las
disciplinas del pensamiento científico y por estar abierta al libre
ejercicio de la crítica, de modo que Aristóteles pudo disentir
abiertamente de la teoría de la Ideas defendida por Platón e incluso
discutir acerca de ella con su maestro. Como indica el catedrático de
Filosofía griega Tomás Calvo Martínez, «durante su larga estancia en la
Academia tuvo ocasión de participar en el ejercicio vivo de la
filosofía, en largas e intensas discusiones sobre la ciencia, sobre
matemáticas y astronomía, sobre las Ideas y la dialéctica, sobre
retórica, ética y política». A esta etapa pertenecen sus escritos
denominados exotéricos, es decir, aquellos de carácter divulgativo, no
destinados a un público especializado y que publicó él mismo. Estos
escritos de juventud se han perdido y sólo se conservan de ellos sus
títulos y algunas referencias a su contenido procedentes de autores
griegos y latinos. El análisis de estos indicios ha permitido establecer
la enorme influencia del pensamiento platónico en los primeros escritos
filosóficos de Aristóteles tanto por lo que a su contenido se refiere
(en ellos Aristóteles aún acepta la teoría de las Ideas de Platón y
otras cuestiones esenciales de su legado filosófico como la defensa de
la inmortalidad del alma) como por su forma, pues son diálogos. A pesar
de las importantes analogías de estos escritos filosóficos con los
diálogos platónicos, pueden detectarse ya algunos rasgos específicamente
aristotélicos entre los que destaca en especial el progresivo abandono
de la estructura de estos textos en preguntas y respuestas cortas frente
al desarrollo de largas y rigurosas demostraciones teóricas.
El peso de la herencia platónica en el pensamiento de Aristóteles es
indiscutible, pero es igualmente cierto que de forma progresiva éste se
fue separando de los principios filosóficos de su maestro para, desde la
crítica, crear su propio sistema filosófico. Las diferencias
intelectuales entre Platón y Aristóteles eran ya sobradamente conocidas
en la época que ambos compartieron en la Academia, y algunos
historiadores han visto en ellas el motivo de que, a la muerte del
maestro, el discípulo no fuese designado como su sucesor al frente de la
institución filosófica. Sin embargo y teniendo en cuenta que el
ejercicio de la crítica no sólo no se rechazaba sino que se alentaba y
era bien recibido en la Academia, parece razonable pensar que otras
razones pudieron influir en su debatida sucesión.
Aristóteles formaba junto con Espeusipo y Jenócrates el trío de alumnos
más aventajados de la Academia, de modo que a la muerte de Platón en el
año 347 a. C. los tres eran los más claros candidatos a sucederle. La
elección recayó finalmente en Espeusipo, sobrino de Platón, también
crítico como Aristóteles con la teoría de las Ideas. Quizá la relación
familiar entre ambos pesó en su designación como nuevo director de la
Academia, pero en cualquier caso su elección no sorprendió como tampoco
lo habría hecho la de cualquiera de los otros dos candidatos. Con la
desaparición de Platón y la elección de Espeusipo los alicientes
intelectuales de Aristóteles para permanecer en Atenas eran cada vez
menos. Además había razones políticas que aconsejaban su salida de la
ciudad pues un año antes de la muerte de Platón la ciudad de Olinto
había caído en manos del rey macedonio Filipo II que comenzaba a
extender su poder por toda la Hélade. Como apunta Tomás Calvo, la
esperable «reacción antimacedonia de los atenienses pudo aconsejar a
Aristóteles alejarse de Atenas, dados sus viejos vínculos con Macedonia
y con el propio Filipo». Así, en el año 347 a. C. Aristóteles,
probablemente molesto por la designación de Espeusipo como sucesor de
Platón, deseoso de encontrar nuevos estímulos para su labor intelectual
y consciente de que por su pasado en la corte de Amintas podía ser
sospechoso de simpatizar con el enemigo, salió de Atenas junto con su
amigo y compañero Jenócrates para iniciar una época de viajes que
habrían de llevarle de vuelta a su origen en Macedonia, y convertirse
allí en el maestro del mayor genio político y militar de toda la
Antigüedad, Alejandro Magno.
Un filósofo para educar a un rey
Decidido a abandonar Atenas, Aristóteles se dirigió a la ciudad de
Assos, en la costa de Asia Menor frente a la isla de Lesbos. La tiranía
era una de las formas de gobierno personal existentes en la antigua
Grecia, y Assos tenía su propio tirano, Hermias, cuyo interés por la
filosofía platónica le había llevado a invitar como huéspedes
permanentes en su corte a dos miembros de la Academia, Erasto y Corisco,
que le habían sido recomendados por el mismo Platón. En palabras del
profesor William Keithe Guthrie, «Hermias parecía ser en pequeño el rey
filósofo que Platón había buscado en vano en Sicilia», de modo que su
vivo interés por hacer de su corte una pequeña Academia le llevó a
invitar a incorporarse a ella a Aristóteles y Jenócrates una vez que se
hubo enterado de la muerte de su maestro. Durante tres años Aristóteles
desarrolló una intensa labor investigadora y docente en compañía de ese
pequeño círculo de filósofos platónicos y un grupo reducido de
estudiantes, si bien son muy escasas las noticias que se conservan de
esta etapa de su vida.
En Assos, Aristóteles contrajo matrimonio con Pitias, hija adoptiva de
Hermias con la que tendría una hija llamada como su madre. Aunque nada
se sabe de la relación de Aristóteles con Pitias, debió de tratarse de
un matrimonio feliz pues, a pesar de que Aristóteles convivió con
Herpilis (madre del hijo al que dedicó su conocida Ética a Nicómaco)
después de morir Pitias, dejó dispuesto en su testamento que se trajeran
los restos de su esposa y se les diera sepultura junto a los suyos. De
Assos Aristóteles pasó a Mitilene (en Lesbos) donde continuó trabajando
hasta que en el año 343 a. C. fue llamado por Filipo II a Macedonia para
que se hiciese cargo de la educación de su hijo, Alejandro Magno, que
por entonces contaba trece años.
Tras la guerra del Peloponeso Atenas había cedido a Esparta su papel
hegemónico en territorio griego. Sin embargo, el poder de esta polis y
sus aliados no logró afirmarse durante mucho tiempo. La guerra de
Corinto (394-386 a. C.) sería el primero de una sucesión de conflictos
contra la pretendida hegemonía espartana que se vería amenazada por
puntuales recuperaciones del poder ateniense y por el ascenso político
de Tebas. El constante clima bélico terminó colapsando la capacidad
política de las ciudades griegas tanto a título individual como de
conjunto, por lo que, como afirma el profesor Alonso Troncoso, «sería el
nuevo rey de Macedonia, Filipo II (359-336 a. C.), quien, con
clarividencia de gran estadista y un ejército reorganizado, intervendría
con mano de hierro en los asuntos interhelénicos y pondría punto final
al ciclo histórico de la polis griega como ente soberano y creador de
vida internacional». La posibilidad de formar parte de la corte de quien
empezaba a revelarse como soberano más poderoso de Grecia unida a la
inclinación personal hacia Filipo nacida durante la infancia de ambos,
llevaría a Aristóteles a aceptar la propuesta del rey macedonio.
Por otra parte, tanto la aristocracia macedonia como la casa real de los
Argéadas, a la que pertenecían Amintas, Filipo y Alejandro Magno,
estaban fuertemente helenizadas puesto que la cultura griega constituía
la única forma admitida de educación superior en Macedonia. El mecenazgo
de poetas y artistas griegos se había convertido en habitual ya en el
siglo V a. C., de forma que reclamar la presencia de uno de los más
reputados miembros de la Academia de Platón —cuya fidelidad hacia la
familia real carecía de toda duda— para educar a un príncipe no era sino
un ejercicio de coherencia. Igualmente coherente fue la aceptación de
Aristóteles, que como discípulo de Platón compartía con éste el ideal
del rey-filósofo y, en consecuencia, la importancia de la formación
filosófica de los príncipes. La oferta de Filipo de alguna manera abría
a Aristóteles la posibilidad de llevar a cabo uno de sus sueños
intelectuales: encargado de la educación de Alejandro Magno podría
formar el espíritu y el intelecto del futuro rey de Macedonia y hacer de
él un hombre sabio (filósofo) que como político gobernase rectamente.
Filosofía, política, realidad y praxis eran para Aristóteles partes de
un todo único e indivisible.
A juzgar por la titánica labor política de Alejandro Magno, que como
monarca de Macedonia llegó a crear el mayor imperio de toda la
Antigüedad, la formación recibida de Aristóteles no pudo ser mejor. El
papel desempeñado por éste como preceptor y consejero fue sin duda
determinante en la conformación del carácter y mentalidad del príncipe,
pero a decir verdad, desde el punto de vista político, los ideales del
maestro poco tuvieron que ver con los del discípulo. Como indica Tomás
Calvo, «la teoría política de Aristóteles continuaba aferrada a la
ciudad-estado tradicional como institución política fundamental y como
punto esencial de referencia. Los proyectos y las realizaciones
político-militares de Alejandro, por el contrario, se dirigieron a la
formación de un vasto imperio panhelénico dentro del cual aquellas
pequeñas ciudades-estado perderían definitivamente su significación y
protagonismo políticos». En cualquier caso, Aristóteles desempeñó de
forma inmejorable su labor como maestro de un príncipe, e incluso llegó
a escribir para su pupilo una de sus obras, el tratado De Monarchia, que
a juicio del profesor José Alsina «hay razones para suponer que fue
escrito a la subida al trono de su joven pupilo, lo que supone, por otra
parte, que este tratado (donde el filósofo informaba a los griegos del
espíritu en el que había educado al monarca) sería el norte y guía que
Alejandro se proponía adoptar durante su reinado».
La muerte de Filipo II hacia el año 335 a. C. y su sucesión en el trono
de Macedonia por Alejandro Magno supusieron el fin de la tarea como
tutor de Aristóteles, quien, contando con la protección del poderoso
monarca, decidió regresar a Atenas. Tenía cuarenta y nueve años, una
larga experiencia y unas ideas filosóficas propias claras. Como su
maestro Platón, sólo le restaba fundar una institución en la que poder
consagrar a ellas el resto de su vida, y eso fue precisamente lo que
hizo mediante la creación del Liceo.
El Liceo y la plenitud como maestro
Aristóteles regresó a Atenas en el año 335 a. C. con la intención de
establecerse allí definitivamente. Había estado ausente de la ciudad
casi trece años, pero Atenas continuaba siendo el centro cultural por
antonomasia de toda Grecia. Disponía de medios materiales suficientes
para hacer lo que quisiera pues, además de su fortuna personal, su
trabajo como preceptor de Alejandro le había reportado importantes
beneficios. Además gozaba de prestigio intelectual ya que no en vano
había sido uno de los más destacados miembros de la Academia de Platón
—todavía en funcionamiento pero bajo la dirección de su amigo
Jenócrates, que había sustituido a Espeusipo tras su muerte— y su
capacidad le había valido la elección como maestro de quien, ante el
asombro de sus contemporáneos, comenzaba a revelarse como el mayor
estratega y político de todos los tiempos. Con ese bagaje y deseoso de
crear una institución formativa en la que desarrollar plenamente su
actividad como filósofo, Aristóteles fundó en Atenas un nuevo centro de
investigación y docencia, el Liceo, cuya trascendencia terminaría
motivando que aún hoy nos refiramos a algunos reputados centros
educativos con ese nombre.
La escuela fundada por Aristóteles se ubicó en un recinto extramuros de
Atenas en el que había un santuario consagrado a Apolo Liceo,
probablemente en el lugar donde se encuentra la actual plaza Syntagma (o
de la Constitución). La proximidad a dicho recinto sería la causa de su
denominación como Liceo, al igual que en el caso de la Academia
platónica, pues su cercanía a un santuario consagrado al héroe Academo
había determinado su nombre. El Liceo también fue conocido con el nombre
de Peripato (con frecuencia los libros de historia de la filosofía se
refieren a ella como Escuela Peripatética de Atenas) y aunque
tradicionalmente suele considerarse que el sobrenombre derivó de la
costumbre de Aristóteles de impartir sus clases paseando (el significado
del verbo griego peripatéô es pasear), la mayor parte de autores
coinciden en señalar que en realidad se debió a que maestro y discípulos
solían situarse para recibir las enseñanzas del primero en un peripatos
o paseo cubierto que había en el recinto. Además del peripatos,
Aristóteles hizo instalar en uno de los edificios del santuario una
magnífica biblioteca —la primera en la historia según Estrabón— para la
que pudo contar con ayuda de Alejandro Magno.
El Liceo era en muchos sentidos una institución similar a la Academia,
especialmente por lo que a su organización se refiere. A diferencia de
la Escuela de Isócrates y al igual que la Academia de Platón, el Liceo
era antes que una institución jerárquica una suerte de comunidad de
amantes de la actividad intelectual. En palabras del profesor Alsina,
«no se trataba de una mera asociación de alumnos y un maestro sino que
su organización era mucho más complicada. Como director de la escuela
(escolarca) era de hecho Aristóteles una especie de primus inter pares
[primero entre iguales]. Su cargo de escolarca era, digamos, en cierto
modo, accidental, y tenía una serie de deberes de docencia e
investigación similares a los que podían tener otros profesores como
Teofrasto, Eudemo, Dicearco o Aristóxeno de Tarento. (…) El hecho cierto
es que el Liceo fue fundado con una decidida voluntad de investigación
en equipo, lo cual es muy moderno». La división de funciones entre los
miembros del Liceo venía determinada por su mayor o menor grado de
formación, de modo que los veteranos (presbýteroi) se encargaban de las
tareas docentes y la dirección de la investigación y los neófitos
(neanískoi) recibían clases y trabajaban bajo la supervisión de los
primeros. Sin embargo, la permanencia de unos y otros en la institución
era completamente voluntaria, sin que mediase ningún tipo de contrato
que les obligase a formar parte de ella por un tiempo ni a desempeñar
funciones concretas. Asimismo, como en el caso de la Academia, los
integrantes del Liceo no estaban obligados a guardar secreto sobre las
enseñanzas en él impartidas, como sí debían hacerlo en cambio quienes
formaban parte de las comunidades de estudio pitagóricas. Los
principales discípulos y colaboradores de Aristóteles en el Liceo
fueron: Teofrasto, Eudemo, Menón, Diocles, Aristóxeno, Dicearco y
Heráclides Póntico.
Desde el punto de vista de la orientación filosófica e intelectual, el
Liceo presentaba importantes diferencias con la Academia platónica, pues
los vastos planes de investigación y estudio diseñados en él por
Aristóteles tuvieron un carácter que hoy tildaríamos de claramente
científico. El quehacer académico de los miembros del Liceo abarcaba una
gran variedad de disciplinas, pero Aristóteles dio a su vasto programa
de estudios un marcado giro hacia aquellas basadas en la observación y
la experimentación. Esto no quiere decir que el cultivo de la filosofía
quedase relegado, sino que la propia actividad filosófica (búsqueda del
conocimiento) se concebía en unos términos prácticos radicalmente
distintos de los planteamientos platónicos que vinculaban el
conocimiento a una realidad ajena a la terrenal, la del mundo de las
Ideas. Como ha indicado el profesor Guthrie, «la filosofía, según le
parecía [a Aristóteles], era un intento de explicar el mundo natural, y
si no logra hacerlo, o sólo consigue explicarlo mediante un mundo
misterioso y trascendental de prototipos (…) hay que pensar que ha
fracasado». La vocación «científica» de la actividad del Liceo también
encontraría reflejo en los escritos en que se recogieron sus trabajos y
así, frente a los diálogos platónicos de evidentes pretensiones
artísticas y estilísticas, la literatura peripatética renunció a éstas
en aras de un estilo conciso y exacto.
Durante los doce años que Aristóteles estuvo al frente del Liceo
desarrolló una actividad intelectual ingente que daría como fruto, por
una parte, los escritos de carácter científico y filosófico que recogen
su pensamiento, los denominados Corpus aristotelicum, y por otra, una
serie de grandes colecciones y proyectos de investigación dirigidos por
él o realizados —en colaboración o en solitario— por miembros
aventajados del Liceo. Los escritos de Aristóteles que conforman lo que
hoy consideramos el grueso de su legado filosófico abarcan los campos de
la lógica, la física, la biología, la metafísica (o filosofía primera,
que es como entonces se denominaba), la ética, la política, la retórica
y la poética. Aunque el pensamiento de Aristóteles se ocupó de todas
estas materias, su actividad preferente en el Liceo se centró en los
campos de la zoología y la biología hasta el punto que, como recuerda
José Alsina, «si Aristóteles no es el inventor del término “biología”,
sí es, empero, en rigor, el creador de este campo científico».
Efectivamente, Aristóteles hizo grandes aportaciones en anatomía,
embriología y genética a partir de la simple observación de los seres
vivos, llegando a formular una clasificación taxonómica de éstos que
perduró hasta Linneo. Al mismo tiempo, su preocupación por hacer de
todas las facetas del saber un corpus coherente le llevó a establecer
una clasificación de las ciencias en «teoréticas» (matemáticas, física,
teología y metafísica, de carácter contemplativo), «prácticas» (ética y
política, volcadas a la consecución del bien como fin de la acción) y
«poiéticas» (poética y retórica, creadoras de las condiciones de
producción de la belleza), que pervivió durante siglos.
La actividad de Aristóteles al frente del Liceo discurrió plácidamente
hasta que en el año 323 a. C. un hecho cambiaría su situación. La muerte
de Alejandro Magno, que había sometido bajo su poder a todos los pueblos
que encontró a su paso desde Grecia hasta el Indo y desde Egipto hasta
Asia central, desencadenó una reacción antimacedónica en buena parte de
dicho imperio, y sobre todo en Atenas. La relación de Aristóteles con
Alejandro rápidamente le convirtió en un posible objetivo de las iras
atenienses, de modo que tuvo que abandonar la ciudad para proteger su
propia vida. Según Diógenes Laercio, fue amenazado con una acusación por
impiedad, y ante la posibilidad de que volviese a repetirse con él la
historia de Sócrates, Aristóteles abandonó Atenas advirtiendo a sus
habitantes: «No permitiré que pequéis por segunda vez contra la
filosofía». Sea cierta o no la anécdota recogida por Laercio, la verdad
es que ante la situación política Aristóteles dejó Atenas para
refugiarse en unas propiedades que poseía en Calcis, en la isla de
Eubea, donde finalmente murió un año más tarde. Tenía setenta y dos años
y había consagrado su vida a la búsqueda del conocimiento. Su obra
abarcaba todas las disciplinas del saber y lo hacía con una profundidad
y eficacia difícilmente comparables. Si en vida su reputación fue
equiparable a la de su maestro Platón, los siglos venideros, al igual
que harían con éste, le conducirían a la inmortalidad.
El legado histórico del aristotelismo
Tras la muerte de Aristóteles su compañero y amigo Teofrasto asumió la
dirección del Liceo que, como institución educativa e investigadora,
continuó abierta durante siglos. Sin embargo, la orientación filosófica
del Liceo comenzó a sufrir ciertas modificaciones motivadas tanto por el
propio carácter de la obra de su fundador como por las circunstancias
culturales del momento. Como apunta el filósofo Tomás Calvo, «la obra
escrita de Aristóteles presentaba, en efecto, dos caras como el dios
Jano. Una de estas caras estaba constituida por los escritos exotéricos,
los diálogos tempranos marcadamente platónicos tanto en su contenido
como en su forma. (…) La otra cara se manifestaba en los tratados más
marcadamente orientados hacia la ciencia natural y la observación
empírica». La mayor parte de los discípulos del Liceo posteriores a
Aristóteles dirigieron su interés hacia los escritos platonizantes de
éste, de modo que en la Antigüedad la obra de Aristóteles se conoció y
popularizó a partir de los citados escritos exotéricos. Por otra parte,
el surgimiento de la escuela filosófica epicúrea, característica de la
época helenística, favoreció el acercamiento de posturas entre las
escuelas estoica, platónica y aristotélica en contra de la primera y, en
consecuencia, un proceso de sincretismo entre ellas.
El interés por los escritos platónicos de Aristóteles supuso que su
aportación más personal, la que constituía el Corpus aristotelicum que
se custodiaba en su biblioteca ya que, a diferencia de los primeros, no
había sido publicado, pasase a un segundo plano. Ello unido a los
avatares sufridos por la biblioteca de Aristóteles tras su muerte
terminaría determinando la pérdida del Corpus aristotelicum hasta que a
finales del siglo I a. C. fue recuperado y editado por Andrónico de
Rodas. A partir de la labor de este último comenzaron a florecer los
comentaristas de la obra de Aristóteles, pero el surgimiento de una
fuerte corriente neoplatónica ya en el siglo III d. C. acabaría
motivando que la transmisión del pensamiento aristotélico se realizase
bajo el prisma del neoplatonismo y, una vez más, se centrase en sus
primeros escritos. Las corrientes neoplatónicas que habían surgido en
Oriente fueron penetrando de modo paulatino en el Occidente latino de
suerte que, en los primeros siglos del cristianismo, los llamados Padres
de la Iglesia configuraron un pensamiento cristiano de fortísimo cuño
platónico, labor que san Agustín llevaría a su culminación en el siglo
IV. Mientras, la filosofía propiamente aristotélica permanecía
prácticamente desconocida para Occidente.
Sin embargo, el aristotelismo terminaría por irrumpir en el pensamiento
cristiano medieval con una fuerza imparable. El Corpus aristotelicum
seguía vivo en Grecia y de allí pasó a Persia cuando en el 529
Justiniano cerró la Universidad de Atenas, pues los estudiosos griegos
se dirigieron a la entonces culturalmente pujante Persia llevando con
ellos la tradición filosófica griega. La expansión vertiginosa del islam
a partir del siglo VII terminaría siendo la responsable de la
recuperación del legado aristotélico en Occidente ya que la conquista
musulmana de Persia permitió la traducción al árabe de las grandes obras
del pensamiento griego. A partir de ahí, las importantísimas escuelas de
traductores árabes ubicadas durante la Edad Media en Toledo, Salerno y
Sicilia recogerían dichas obras para ofrecer traducciones al latín.
Entre los traductores árabes destacaría especialmente la figura del
cordobés Averroes, en el siglo XII, que se convirtió en uno de los más
destacados comentaristas de las obras de Aristóteles. Así, como afirma
Tomás Calvo, «Averroes transmitía un aristotelismo directo y puro, no
contaminado de platonismo», que se introdujo por fin en Occidente en el
siglo XIII.
Pero la filosofía estricta de Aristóteles entraba en conflicto con
algunos importantes principios del cristianismo platonizante
(particularmente negaba la creación del mundo al que consideraba eterno
y tampoco admitía la inmortalidad del alma) que finalmente, de la mano
de la lectura ofrecida por santo Tomás de Aquino, terminaron por
soslayarse. Incorporada así al pensamiento escolástico medieval, la obra
de Aristóteles se convirtió en la referencia de toda actividad
intelectual y científica y pasaría a ser parte esencial de nuestro común
acervo cultural. Los ataques sufridos por la escolástica, muy
especialmente a partir de la revolución científica del siglo XVII,
pondrían en tela de juicio algunos principios del aristotelismo, pero
pese a ello la aportación aristotélica continuó indisolublemente ligada
a la tradición cultural y filosófica occidental. Incluso en el siglo
XIX, cuando Darwin formuló su teoría sobre la evolución de las especies
con la que daba paso a la biología moderna, reconocería abrumado ante el
legado aristotélico: «Linneo y Cuvier han sido mis dos dioses, pero los
dos eran simples escolares comparados con el viejo Aristóteles».
Aristóteles es sin duda uno de los más importantes filósofos de la
Historia. Su obra alcanza una variedad tal de disciplinas y lo hace con
tanta profundidad que resulta difícil no perder el habla ante semejante
legado. Discípulo de Platón y maestro de Alejandro Magno, fue, por
encima de todo, un hombre que amó profundamente el saber en todas sus
posibles facetas. La indisoluble unión de su obra filosófica con la
tradición cristiana desde la Edad Media convirtió su pensamiento, junto
con el de Platón, en el sustrato del que bebe la historia de nuestra
ciencia y filosofía. Sus reflexiones sobre política y ética en las que
esta última se considera parte inseparable de la primera, o el valor que
en ellas concede a la convivencia humana leídas hoy resultan tan
actuales y refrescantes como cuando fueron formuladas allá por el siglo
IV a. C. Y es que leer a Aristóteles es redescubrir quiénes somos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario