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lunes, 3 de enero de 2022

Los grandes personajes de la historia: CONFUCIO

  

 

 

CONFUCIO

 

 

 

El sabio que quiso gobernar

 

China es hoy la más importante de las potencias mundiales emergentes, el

país más poblado del planeta y uno de los más extensos y ricos en

recursos naturales. Además, China, a diferencia del resto de las

civilizaciones del planeta, posee una cultura de casi tres mil años, lo

que viene a ser como si en el Egipto actual continuase viva la cultura

faraónica o la mesopotámica en Irak. Esa cultura no puede comprenderse

sin tener en cuenta la aportación fundamental que en ella supuso el

legado filosófico de Confucio. Este hombre sencillo que consagró su vida

a la enseñanza creyó profundamente en la capacidad de los hombres para

elevarse sobre sus propias miserias y en la fuerza revolucionaria de la

educación para construir una nueva sociedad. El siglo V a. C. en que

vivió fue uno de los momentos esenciales para el desarrollo cultural de

las civilizaciones euroasiáticas, pues en cada una de ellas surgirían

figuras que marcarían su evolución posterior durante siglos. Buda en la

India, Sócrates en la antigua Grecia y Confucio en China aportarían el

sustrato filosófico sobre el que se desarrollarían las grandes líneas

del pensamiento de sus respectivos entornos culturales. La vida de

Confucio se confunde entre la leyenda y la historia, pero su pensamiento

continúa siendo hoy fuente de inspiración espiritual para millones de

personas en el mundo.

 

Confucio nació hacia el año 551 a. C. en una época de profundas

convulsiones sociales y políticas que con el tiempo terminarían dando

pie a la China imperial clásica. La historia antigua de China se divide

tradicionalmente en períodos dinásticos cuya denominación alude al

predominio político y cultural de distintos pueblos. Así, tras las

dinastías Xia y Shang, se impuso la llamada dinastía Zhou (1122-221 a.

C.), que sería la de más larga duración de la historia china y bajo cuyo

dominio la cultura clásica china alcanzó sus más altas cotas de

desarrollo. El cultivo de la escritura (existente desde el tercer

milenio antes de Cristo), las artes y especialmente la literatura

motivarían que la época de esplendor cultural por excelencia fuese la

primera de las tres etapas en que suele dividirse la dinastía Zhou, el

período Zhou del Oeste (1122-771 a. C.), que más adelante Confucio lo

consideraría como la edad de oro de la política y cultura chinas y, por

tanto, el modelo a cuya reposición se debía aspirar.

 

En el siglo VIII a. C. la sociedad Zhou comenzó a reflejar una creciente

inestabilidad cuya manifestación más notable sería la enorme

fragmentación política y la multiplicación de pequeños estados feudales

que nominalmente reconocían la soberanía de los reyes de la dinastía

Zhou. Daba así comienzo el segundo período de esta dinastía, el llamado

período de Primavera y Otoño (771-484 a. C.), al final del cual nació

Confucio, que moriría ya en la última etapa de la dinastía, la

denominada de los Reinos Combatientes. La vida de Confucio se desarrolló

por tanto en un tiempo de grandes transformaciones políticas y sociales

pues, como recuerda la historiadora Sue-Hee Kim, «desde el inicio del

período de Primavera y Otoño varios estados feudales tributarios de

Luoyang [capital de la dinastía Zhou] lucharon entre sí para obtener la

independencia. (…) En el siguiente período de los Reinos Combatientes,

los siete estados feudales más fuertes se disputaron la hegemonía hasta

que fueron conquistados y subyugados por el Imperio Quin». En este

contexto de guerra constante nació uno de los mayores defensores de la

paz, Confucio.

 

 

 

Un hijo en el ocaso de la vida

 

Pocos son los datos seguros que se conocen acerca de la vida de

Confucio, pues la relevancia que su figura llegó a alcanzar en el mundo

chino sería la causa de la proliferación de biografías sobre el filósofo

de tintes claramente hagiográficos y en las que, por tanto, lo

legendario se mezcla con lo real. La mayor parte de ellos proceden de

los escritos en los que, con posterioridad a su muerte, sus seguidores

recogieron su legado filosófico (los llamados Cuatro libros) y de lo que

el primer gran historiador chino, Sima Qian, relató en su obra Shi-Ji

(Crónica de la historia). Todos estos datos se hallan en la tradición

popular china acerca de Confucio mezclados con otros quizá menos fiables

pero fuertemente enraizados en el imaginario común chino.

 

Confucio nació en el estado de Lu, en la península de Shangdong, en el

seno de una familia perteneciente a la pequeña nobleza pero venida a

menos. Según la tradición china, su padre, Shu-Liang Ho, era un temible

guerrero que al final de su carrera recibió como premio el gobierno del

pequeño territorio de Lu (a unos 560 kilómetros del actual Pekín) en el

que se afincó junto con su familia. Shu-Liang Ho tenía dos esposas y era

padre de nueve niñas y un niño que había nacido enfermo. El guerrero,

pese a lo avanzado de su edad, pues tenía setenta años, deseaba ser

padre de un varón plenamente sano. Por esta razón decidió tomar como

concubina a Cheng-Tsai, una joven de dieciséis años con la que

finalmente vio cumplido su deseo. Como recuerda la profesora Julia

Ching, una leyenda popular narra la concepción de Confucio como un hecho

extraordinario: «Según esta leyenda, la madre de Confucio salió un día

al campo y tuvo un sueño en el que vio a un personaje llamado el

Emperador Negro. Parece que se trataba de un figura divina, y que en su

sueño se unieron. Después de eso ella despertó y supo que estaba

embarazada». Pero a decir verdad, cuando se produjo el nacimiento de

Confucio su aspecto no recordaba al de una divinidad, pues si hay algo

en lo que concuerdan todos los relatos es en su escasa belleza.

 

El pequeño recibió el nombre de Qiu, al que se unió el de familia que

llevaba su padre, Kong; por tanto, su nombre completo según el orden

habitual chino era Kong Qiu. Cuando muchos años después se convirtió en

maestro, se le conoció como Kong Fuzi, que quiere decir «maestro Kong»;

a partir de esta denominación, los misioneros jesuitas que llegaron a

China en el siglo XVII crearon la forma latinizada Confucio. Pese a la

gran alegría con que recibió su nacimiento Shu-Liang Ho, el viejo

guerrero apenas pudo disfrutar de su hijo ya que falleció cuando

Confucio contaba sólo tres años. Cheng-Tsai quedó entonces completamente

desamparada pues la pequeña herencia de Shu-Liang Ho apenas si llegaba

para pagar las dotes de sus hijas y el cuidado de su hijo enfermo.

Consciente de que en el mismo lugar que residía la familia del difunto

guerrero poco podrían esperar ella y su hijo, decidió buscar un sitio en

el que comenzar una nueva vida, y así llegó a la ciudad de Chu Fu.

 

La vida en Chu Fu era dura, pues a la escasez en que vivían las clases

más pobres había que sumar las penalidades de criar a un hijo sola; así,

desde su infancia Confucio conoció de cerca la pobreza y los problemas

sociales asociados a la convulsa situación política china, algo que

marcaría su sensibilidad para siempre. Su madre procuró pese a todo

ofrecerle una educación esmerada y aunque Confucio pronto tuvo que

trabajar para que ambos pudiesen salir adelante, Cheng-Tsai no permitió

que la necesidad le apartase de los estudios. Como indica el director

del Instituto Yengching de Harvard, «Confucio probablemente sirvió en

toda clase de trabajos mundanos, como barrer el suelo, limpiar casas

ajenas, repartir comida del mercado, y también todo tipo de trabajos

manuales, de forma que estaba en contacto con la vida diaria de quienes

le rodeaban. Una cosa que le diferenciaba era su increíble curiosidad

por aprender; su madre fue muy perseverante en crear para él un entorno

en el que pudiera prosperar como estudiante y, en el mejor de los casos,

que le permitiera llegar a destacarse en el gobierno, de modo que tenía

grandes aspiraciones para su hijo». El enorme deseo de saber, que el

propio Confucio reconocería como principal rasgo de su carácter, creció

todavía más cuando a partir de los quince años pudo empezar a leer los

grandes textos clásicos chinos. Su formación hasta entonces debió de

centrarse en el necesario aprendizaje de los caracteres de la escritura

china, pues como recuerda la sinóloga Dolors Folch, «es a partir de los

quince años, con la comprensión de unos cuatro mil caracteres que

permiten ya enfrentarse al noventa y nueve por ciento de los textos,

cuando el joven puede iniciar el estudio propiamente dicho».

 

El encuentro con los clásicos fue para Confucio como una revelación,

pues a partir de su lectura y de la observación de la realidad que le

rodeaba adquirió el firme convencimiento de que en la antigüedad, y más

concretamente en el período Zhou del Oeste, se encontraba el modelo

perfecto de cultura china en el que debía inspirarse la educación de los

individuos y el gobierno de la sociedad. Así, mientras devoraba con

avidez los libros de historia, música, poesía y literatura, cristalizaba

en él un modo de ver el mundo en que la educación surgía como el

instrumento más eficaz para el ennoblecimiento espiritual y la

renovación social y política. Confucio se convirtió en un joven

instruido, con un talento e inteligencia extraordinarios que

progresivamente le hicieron ganar el reconocimiento de sus vecinos. Sin

embargo su felicidad se vería truncada por el fallecimiento de su madre.

Confucio tenía entonces diecisiete años, pero a pesar de su juventud se

empeñó en cumplir con las tradiciones chinas de culto familiar y

encargarse de que Cheng-Tsai fuese enterrada junto a su padre. Muchos

relatos describen la desesperación del joven al desconocer el lugar en

el que se había dado sepultura a su padre, por lo que, ataviado con las

ropas de duelo, cargó con el ataúd de su madre hasta un cruce de caminos

donde se arrodilló y, haciendo reverencias a quienes pasaban, les

preguntaba si sabían dónde habían enterrado al guerrero Shu-Liang Ho.

Finalmente, una anciana le proporcionó la información que necesitaba y

de este modo Confucio pudo rendir el homenaje merecido a su madre al

darle sepultura junto a su padre. El joven filósofo se había quedado

solo por completo, pero cuando aún lloraba la muerte de su madre su

fortuna cambió súbitamente.

 

 

 

El gran maestro del Estado de Lu

 

Chu Fu, la ciudad donde vivía Confucio, era la capital del estado de Lu,

que por entonces estaba gobernado por el duque de Lu. Sin embargo, las

largas luchas internas por el poder entre los aspirantes al ducado de Lu

terminaron motivando que en la práctica el gobierno del estado se

dividiese entre las tres grandes familias que se disputaban el poder

aunque uno de sus miembros ostentase el título de duque de Lu. Uno de

ellos, Ji Sun Shi, gobernaba en Chu Fu en el tiempo en que Confucio

había quedado huérfano, y preocupado como estaba por la necesidad de

administrar mejor los recursos naturales del territorio que tenía a su

cargo, algunos de sus consejeros le hicieron notar que en la ciudad

había un joven cuya inteligencia era alabada por todos. Confucio fue

entonces llamado ante el gobernador de Chu Fu, quien le ofreció el

puesto de inspector de graneros de la ciudad, cargo que desempeñaría

durante varios años y en el que daría muestras de su gran capacidad.

 

Poco tiempo después de haber iniciado su nueva vida, cuando tenía

diecinueve años, Confucio contrajo matrimonio. Nada se sabe sobre la

identidad de su esposa ni tampoco sobre el número de hijos que tuvo, si

bien parece que su matrimonio no resultó especialmente bien avenido y

que, en efecto, fue padre. En palabras de la profesora Julia Ching,

«sabemos que Confucio además de un hijo tuvo al menos una hija porque

encontramos referencias de que su hija se casó con uno de sus

discípulos; hay quien considera que incluso tuvo una segunda hija, pero

es muy poco lo que se sabe sobre su relación con su esposa. De hecho una

leyenda cuya fiabilidad no podemos contrastar cuenta que Confucio y su

mujer se divorciaron, de modo que por lo que sabemos es posible que

Confucio y su mujer no se llevaran bien». Sea como fuere, lo cierto es

que durante más de diez años Confucio se entregó al desempeño de su

cargo de inspector de graneros y a su vida familiar, aunque continuó

leyendo incesantemente las grandes obras clásicas chinas. Conforme

avanzaba el tiempo y en la medida en que por su empleo continuaba en

contacto con los grandes problemas sociales de la época, fue creciendo

en él la necesidad de consagrar su vida a la mejora del mundo en que

vivía. Convencido de la decadencia social y política de su época,

comenzó a pensar que se imponía la necesidad de renovación y que para

ello el mejor instrumento era la educación sin distinciones de todos los

miembros de la sociedad, independientemente de su origen o clase. Había

nacido su verdadera vocación, la de ser maestro, y por ella terminaría

abandonando todos sus lazos personales.

 

Guiado por sus ideas revolucionarias, Confucio abrió una escuela en Chu

Fu en la que aceptaba a discípulos de todas las clases sociales, sin

tener en cuenta si se trataba de hijos de nobles o de familias pobres

pues estaba absolutamente persuadido de que la educación era la única

base verdadera sobre la que construir cambios y mejorar la sociedad. Sus

estudios y su experiencia le habían dotado de una profunda comprensión

de los problemas derivados de la actuación social del ser humano, de

forma que estaba convencido de que la excelencia de una sociedad

dependía en buena medida de la de sus individuos, de ahí la importancia

de hacer extensiva la educación a todas las clases sociales. En

consecuencia, la educación de sus alumnos no buscaba convertirlos en

eruditos, sino hacerlos cultivar su espíritu, mejorarlos como seres

humanos para que mejorasen su sociedad. Así, en su escuela se formaba a

los discípulos bajo el ideal confuciano de «hombre noble» o junzi,

término chino equivalente a «aristócrata» al que Confucio dio un nuevo

sentido: el hombre noble no era el de alta cuna, sino el de noble moral.

 

La fama de Confucio creció al compás que lo hacía el número de sus

discípulos. Nadie antes que él había hecho nada parecido. Como señala

Dolors Folch, «la originalidad de Confucio —que no era nada obvia ya que

en Occidente tardaría milenios en introducirse— es haber proclamado que

era necesario enseñar a todo el mundo. Se trata de una concepción

totalmente innovadora que incluye la idea de que lo importante es la

capacidad intelectual y no el árbol genealógico, y de que lo que

diferencia a los hombres entre sí no es el nacimiento sino la

educación». Los planteamientos de Confucio dieron pie a la formulación

de toda una filosofía educativa y ética que se aplicaba rigurosamente en

su escuela. Esto suponía un alto grado de exigencia para sus pupilos a

los que el maestro exigía verdadero interés por el estudio y el cultivo

perseverante de las virtudes confucianas: el amor filial (Xiao), la

humanidad (Ren) y el respeto y práctica de las costumbres o ritos (Li).

 

Pero para Confucio la educación era, ante todo, un instrumento de

cambio, de reforma social y política, de tal suerte que formaba a sus

alumnos para convertirlos en funcionarios públicos, es decir, en los

responsables de la administración social y política y, por tanto, en

agentes del cambio. Él mismo deseaba llegar a ser un alto funcionario de

algún estado chino ya que de ese modo pensaba que podría cumplir su

sueño de cambiar la realidad para recuperar los principios que se habían

perdido después del período Zhou del Oeste. Por esa razón ofreció sus

servicios una y otra vez a los gobernantes del estado de Lu, pero una y

otra vez fue rechazado. Sin embargo, cuando creía que jamás tendría la

oportunidad de poner en práctica sus ideas más allá del entorno de sus

discípulos, su suerte cambió bruscamente. Corría el año 501 a. C. y

Confucio tenía ya cincuenta años.

 

 

 

Camino del desengaño

 

A finales del siglo VI a. C., el estado de Lu estaba gobernado por un

nuevo y joven duque de nombre Ting; deseoso de fortalecer su poder

frente a las familias dominantes, pensó que si contaba con un ministro

sabio podría lograrlo. Así, hizo llamar a Confucio cuya reputación de

hombre sabio y gran maestro era conocida en todo el territorio y le

ofreció convertirle en su consejero y gobernador de Lu. El filósofo

aceptó feliz de poder realizar por fin su sueño reformador, y con tanta

diligencia como perseverancia comenzó a aplicar sus ideas al gobierno de

Lu. Según la tradición popular china, bajo su administración Lu alcanzó

una prosperidad que nunca antes había conocido. Confucio puso en

práctica sus principios de igualdad y justicia social, tomando medidas

tan avanzadas para su tiempo como que la alimentación y bienestar de los

niños y ancianos más desfavorecidos corriesen a cargo del estado.

Paralelamente aseguró la educación inspirada en el modelo de hombre

noble para todos aquellos que deseasen acceder a ella y procuró que

todas las medidas adoptadas para la mejor administración de la sociedad

y el combate de sus grandes problemas bebiesen en la aplicación práctica

de las virtudes confucianas, pues como él mismo reconocería, «cualquiera

puede juzgar un caso criminal tan bien como yo. Lo que deseo hacer es

enmendar las condiciones en las que tales delitos aparecen».

 

Gracias a su buen hacer Confucio comenzó a prosperar como funcionario

público, y el duque Ting, cuya reputación crecía debido a la influencia

de su consejero en el gobierno, fue confiándole de forma progresiva

mayores y más importantes responsabilidades. Sin embargo, las ventajas

políticas que Ting estaba obteniendo no pasaron desapercibidas para sus

rivales, que, según describen diversas leyendas, decidieron tender una

trampa al joven duque para socavar la influencia de Confucio: mandaron

reunir a las mujeres más bellas de sus dominios y las enviaron como

regalo al duque Ting en una espectacular comitiva de carruajes

ornamentados con todo cuidado. Subyugado por la belleza de las jóvenes,

Ting se entregó a disfrutar de los placeres que se le ofrecían de modo

tan tentador y así olvidó durante varios días sus responsabilidades y

obligaciones de gobierno. Confucio, decepcionado por su comportamiento,

pensó que el duque no poseía las cualidades morales necesarias para ser

un buen gobernante y decidió abandonar Lu seguido por sus discípulos. De

este modo el filósofo dio comienzo a una vida itinerante que mantendría

durante trece años.

 

En el año 497 a. C., Confucio dejó el estado de Lu pues no estaba

dispuesto a renunciar a sus ideales ni a traicionarlos acomodándose a

una vida cortesana construida de espaldas a éstos. El amor por el

estudio y el cultivo interior se convertiría en la fuente de la que,

tanto él como los discípulos que le siguieron, beberían para encontrar

la fuerza necesaria con que hacer frente a las duras condiciones de vida

que desde entonces les rodearon. Aspiraba a encontrar un príncipe o

gobernante digno al que ofrecer sus servicios y por ello comenzó un

peregrinar constante por el vastísimo territorio del este de China.

Durante todo ese tiempo Confucio pudo entrar en contacto directo con el

sufrimiento y las privaciones que miles de chinos padecían bajo la

opresión de unos gobernantes ávidos de poder y más preocupados por

lograr imponerse sobre los restantes estados feudales que por paliar las

duras condiciones de vida de sus súbditos; esta nueva perspectiva

contribuyó a hacer aún más fuerte su vocación de participar en el cambio

profundo de la política y la sociedad de su tiempo. La experiencia de

Confucio y sus discípulos en aquellos años queda perfectamente reflejada

en una de las leyendas más conocidas sobre su vida errante. En cierta

ocasión, Confucio y aquellos que le seguían se encontraron con una mujer

sentada en el camino que lloraba desconsolada pues un tigre había

devorado a su esposo y a su hijo. Sorprendidos por su actitud, le

preguntaron por qué continuaba en un lugar en el que podía ser atacada

por la fiera, a lo que ella les replicó: «¿Y a qué lugar podría ir? Si

me voy de aquí probablemente encontraré un gobernante más cruel».

Entonces Confucio miró a sus discípulos y les dijo: «Eso es cierto; un

gobernante tirano es mucho peor que un tigre devorador de hombres».

 

Con esas profundas convicciones sobre el modo en que debía conducirse

cualquiera que tuviese a su cargo el gobierno de un lugar, Confucio fue

de corte en corte exponiendo sus ideas, pero nadie parecía querer

escucharle. Éstas resultaban incómodas pues para el filósofo la clave de

todo gobierno residía en el ejemplo dado por los gobernantes, en su

capacidad para ser hombres nobles. Sólo aquellos que mediante la

educación cultivaban las virtudes estaban a su juicio capacitados para

regir sabiamente la sociedad. Confucio defendía de este modo la creación

de un ideal ético-político que, con el simple hecho de que un buen

gobernante se lo propusiera, podría hacerse realidad. En palabras del

historiador Morris Rossabi, «los ministros pondrían en práctica la

filosofía de Confucio en sus propias vidas y así servirían de modelo

para la gente común. Se trataba de una especie de teoría de la “virtud

de la gripe” en la que creía Confucio: primero se tiene al gobernante

que pone en práctica los ideales, después a sus ministros y luego a la

gente común. Es como contagiarse la virtud, del mismo modo que uno se

contagia un resfriado».

 

En las ideas políticas y sociales de Confucio había una potencia

revolucionaria que el filósofo no se molestó en disimular y que,

obviamente, no debió de pasar inadvertida para los muchos gobernantes

que rechazaron tomarlo a su servicio. Con ellas no se abrían las puertas

de una revolución cruenta, sino de una profunda y progresiva

transformación de la sociedad china en la que el modelo impuesto por las

luchas de estados feudales no tenía cabida. Por otra parte y como

recuerda el profesor de Filosofía china Roger Ames, el propio carácter

de Confucio, su alto nivel de exigencia personal y su inflexibilidad

ante la debilidad moral, terminarían siendo factores que coadyuvaron a

su fracaso: «Confucio no contenía fácilmente sus críticas. Se conoce una

anécdota según la cual vio a un anciano tumbado desgarbadamente en una

esterilla y con la ropa a medio poner de forma indecorosa. Confucio se

le acercó, le golpeó con su bastón y le dijo: “Bien lo sabes, como

hombre joven no hiciste nada, como hombre maduro fracasaste en sacar

adelante a tu familia, y como anciano no sabes cuándo es el momento de

morir. Usted, señor mío, es una vergüenza”, y lo volvió a golpear con su

bastón».

 

Trece años después de haber abandonado Lu, Confucio no había logrado

encontrar ningún gobernante dispuesto a ofrecerle un cargo en su

administración. La convulsa situación de China en esa época se

convertiría en el caldo de cultivo adecuado para el surgimiento de otras

grandes corrientes filosóficas además del confucianismo, entre las que

ocuparon un lugar preeminente el taoísmo y el legalismo, pero la

filosofía de Confucio, a diferencia de éstas, puso el acento en la

búsqueda de un equilibrio entre las necesidades de los individuos y las

de la sociedad de tal modo que, frente a la exaltación de la libertad

individual que conducía al retiro de la sociedad defendida por el

taoísmo, Confucio consagró el ideal de hombre como ser social y en esa

medida su pensamiento se orientó a la búsqueda de los parámetros en

torno a los que la sociedad y el individuo dentro de ella debía

definirse y reformarse. El paso de los años y la experiencia, lejos de

debilitarle en sus ideas le hicieron más fuerte en ellas, pero el tiempo

no pasaba en balde y Confucio sentía que el suyo finalizaba sin haber

logrado convencer de ellas a quienes poseían suficiente poder como para

ponerlas en práctica. Justo entonces recibió un mensaje procedente de Lu

que le hizo concebir una última esperanza.

 

 

 

Los últimos años de un maestro

 

En el año 484 a. C., Confucio recibió una inesperada invitación. Uno de

sus antiguos discípulos que, a la sazón, trabajaba como funcionario del

gobierno de Lu había logrado persuadir al nuevo gobernante del estado

para que le invitase a regresar. El anciano filósofo creyó que por fin

sus sueños se iban a realizar y, esperanzado, emprendió el regreso a Chu

Fu. Una vez allí fue convocado por los hombres más poderosos del

gobierno de Lu y uno de ellos, queriendo saber si era cierto que sus

consejos podrían ser de ayuda para su tarea, le preguntó de qué forma

podía lograr que sus subalternos fuesen honestos. Confucio, sin dudarlo,

respondió que el modo de conseguirlo era siendo honesto él mismo. Una

vez más su sinceridad le había condenado y sus ideas resultaban

demasiado peligrosas para quienes aspiraban a detentar el poder a toda

costa.

 

Ante la imposibilidad de ocupar un alto cargo del gobierno, el filósofo

decidió proseguir con sus estudios y consagrar el resto de su vida a su

tarea de maestro. Algunos relatos aseguran que llegó a tener más de tres

mil alumnos, aunque algo menos de un centenar fueron los que siguieron

sus enseñanzas con auténtica devoción. Entre ellos, Mencio y Xunzi

serían los más importantes en la transmisión de la filosofía confuciana,

pero Yen Hui fue el favorito del maestro. Yen Hui era un joven

perteneciente a una de las familias más pobres de Chu Fu cuya pasión por

aprender y elevarse espiritualmente motivó la admiración y el cariño de

Confucio. El hombre que había roto con sus lazos familiares y había

consagrado su vida a la consecución de un ideal, se encontraba en su

vejez con un muchacho que le recordaba a sí mismo y renovaba sus

esperanzas en el ser humano. En palabras de la profesora Ching,

«Confucio contaba con su discípulo favorito Yen Hui que siempre estaba

alegre. Aun cuando era tan pobre que apenas tenía qué comer y vivía en

una casa en un callejón, siempre estaba contento. Las dos cosas que

caracterizaban a Yen Hui eran su alegría en la pobreza y su amor por el

estudio». Sin embargo, el consuelo que Yen Hui proporcionaba al maestro

se vio truncado por la muerte del discípulo. Confucio lloró su pérdida

como la de un hijo, y sobreponiéndose al dolor continuó con la tarea de

enseñar a sus demás alumnos.

 

Confucio nunca puso por escrito sus enseñanzas. Serían algunos de sus

alumnos quienes, tras la muerte del maestro, recogiesen las

conversaciones que mantenían con él y que servían de vehículo a su

magisterio en una obra titulada Lunyu, que en el siglo XVII los jesuitas

traducirían como Analectas. Como apunta la sinóloga Dolors Folch, a

diferencia de otros textos que sirven de pauta para el comportamiento

moral de los individuos como la Biblia o los Upanishads (libros sagrados

del hinduismo), las Analectas «no son en ningún caso un texto

carismático. Ni es un libro revelado, ni rezuma ningún tipo de anhelo

místico». Se trata de un libro en que se recogen los principios del

pensamiento de Confucio y el modo sutil con que concibió su tarea como

maestro: «No descubro las verdades a quien no tiene ganas de

descubrirlas, ni intento sacar de nadie aquello que la propia persona no

sea capaz de exhalar. Yo levanto uno de los lados del problema, pero si

el individuo con el que trato no es capaz de descubrir los otros tres a

partir del primero, ya no se lo vuelvo a repetir». Además de las largas

conversaciones con sus discípulos, Confucio dedicó gran parte de su

tiempo a recopilar y editar cuidadosamente las grandes obras clásicas de

la antigüedad china, los llamados Libro de historia (Shu Ching), Libro

de canciones o de odas (Shih Ching), Libro de las mutaciones (I Ching),

Libro de ritos (Li Ching) y los Anales de primavera y verano (Ch’un

Ch’iu), lo que terminaría convirtiendo a sus seguidores en los

principales depositarios y conocedores de esta tradición.

 

Dedicado hasta su último aliento al estudio, Confucio murió a los

setenta y tres años en el 479 a. C. Estaba convencido de su fracaso

porque pese a sus muchos intentos y desvelos no había logrado cambiar el

mundo en que vivía. Sin embargo, su gran reputación como maestro y

hombre sabio habría de sobrevivirle y la filosofía de Confucio difundida

por sus discípulos acabaría por ser una de las corrientes dominantes del

pensamiento chino en el período de los Reinos Combatientes. Más tarde,

durante la etapa imperial Han que puso fin a las luchas entre estados

feudales que tanto habían entristecido y preocupado a Confucio, su

legado filosófico se convirtió en la referencia cultural del mundo

chino. Desde entonces y hasta nuestros días, Confucio y su obra forman

parte indisoluble del imaginario cultural chino y aún hoy sorprenden a

quienes encuentran en ellos ideas que resulta difícil creer que las

formulara un hombre en el siglo VI a. C. Su revolucionaria confianza en

el poder transformador de la educación y su visión radicalmente

optimista de la capacidad humana para mejorar, convierten el pensamiento

de Confucio en un legado de valor incalculable para todo el género

humano. En la breve autobiografía que legó por medio de sus discípulos

se condensa toda una forma de entender la vida que aún marca el camino

para millones de personas: «A los quince años me dediqué de todo corazón

al estudio. A los treinta años tenía opiniones formadas. A los cuarenta

años ya no tenía incertidumbres. A los cincuenta años sabía cuál era la

voluntad del cielo. A los sesenta años mis oídos sabían escuchar la

verdad. A los setenta años puedo seguir los deseos de mi corazón sin

dejar de hacer nunca lo que es bueno».

 

 

 

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