Ambrose Bierce
I En relación con el deseo de morir
Dos hombres estaban sentados,
conversando. Uno era el gobernador del estado. Corría el año 1861; la guerra
estaba en pleno apogeo y el gobernador era ya famoso por la inteligencia y el
afán con que disponía el poder y los recursos de su estado para el servicio de
la Unión.
-¡Cómo! ¿Usted? -exclamó el
gobernador, con evidente sorpresa-. ¿También usted quiere un nombramiento de
oficial? Verdaderamente, el toque de los pífanos y los tambores debe haber
alterado profundamente sus convicciones. Supongo que, desde mi condición de
oficial de reclutamiento, no tendría que ser muy escrupuloso -había un destello
de ironía en sus palabras-, pero, bueno, ¿olvida usted que va a exigírsele un
juramento de lealtad?
-No he cambiado ni mis
convicciones ni mis simpatías -respondió el otro hombre con tranquilidad-.
Aunque mis simpatías están con, el Sur, como usted me hace el honor de
recordar, nunca he dudado de que el Norte tenga la razón. Soy sudista por
origen y por sentimientos, pero en cuestiones de importancia, tengo el hábito
de actuar por lo que pienso y no por lo que siento.
El gobernador golpeteó con un
lápiz su escritorio con aire ausente y permaneció unos instantes sin responder.
Después dijo:
-He oído decir que en el
mundo hay hombres de toda clase, y supongo que algunos constituyen la categoría
que acaba usted de describir, a la que, sin duda, cree pertenecer. Pero le
conozco desde hace mucho tiempo y -perdóneme usted- no le creo.
-Entonces, ¿debo entender que
deniega mi solicitud?
-A menos de que me convenza
de que sus simpatías por el Sur no son un impedimento, sí. No dudo de su buena
fe y sé que está sobradamente dotado, por inteligencia y por formación, para
cumplir los deberes de un oficial. Dice usted que sus convicciones le llevan a
favorecer la causa de la Unión, pero yo prefiero a un hombre que lo sienta en
lugar de creerlo. Los hombres luchan con el corazón.
-Escuche, gobernador -dijo el
más joven, con una sonrisa más luminosa que cálida-. Guardo una carta en la
manga. Una cualificación que había esperado que no fuera necesario mencionar.
Una alta autoridad militar ha dado una receta muy sencilla para ser un buen
soldado: «Intenta siempre hacerte matar». Con ése propósito es con el que deseo
ingresar en el ejército. No soy, seguramente, demasiado patriota, pero deseo
morir.
El gobernador le miró
fijamente a los ojos y luego dijo, con cierta frialdad:
-Existe un modo más sencillo
y más claro.
-En mi familia, señor -fue la
réplica-, no hacemos esto. Ningún Armisted lo ha hecho nunca.
Sobrevino un prolongado
silencio en el que ambos hombres evitaron mirarse. Después, el gobernador
levantó la vista del lápiz, con el que había vuelto a tabletear sobre el
escritorio, y preguntó:
-¿Quién es ella?
-Mi esposa.
El gobernador tiró el lápiz
encima del escritorio, se puso en pie y dio dos o tres vueltas por la
habitación. Después se volvió hacia Armisted, quien también se había puesto en
pie, le miró todavía más fríamente y dijo:
-Pero ese hombre… No sería
mejor que él… ¿No podría nuestro país prescindir mejor de él que de usted? ¿O
los Armisted se oponen también a las «leyes no escritas»?
Los Armisted, aparentemente,
eran capaces de acusar un insulto: el joven enrojeció y luego palideció, pero
se contuvo para persistir en su propósito.
-Desconozco la identidad del
hombre en cuestión -dijo, guardando la calma.
-Discúlpeme -repuso el
gobernador, con menos contrición visible de la que suele acompañar comúnmente a
esa palabra. Reflexionó un instante y añadió-: Mañana le enviaré un
nombramiento de capitán en el Décimo Regimiento de Infantería, que ahora se
halla en Nashville, Tennessee. Buenas noches.
-Buenas noches, señor.
Gracias.
Cuando el gobernador se quedó
solo, permaneció un rato inmóvil, apoyado en su escritorio. Luego se encogió de
hombros, como desechando una preocupación.
-Es un mal asunto -dijo.
Se sentó junto a una mesa
para leer que había junto a la chimenea, tomó el libro que tenía más a mano y
lo abrió con aire distraído. Sus ojos cayeron casualmente sobre la siguiente
frase: ,
«Cuando Dios obligó a una
mujer infiel a mentir a su esposo para justificar sus culpas, tuvo la compasión
de infundir en los hombres la necedad de creerla».
Miró el título del libro: Su
majestad el necio.
Arrojó el volumen al fuego.
II Cómo decir lo que debe
oírse
El enemigo, derrotado en dos
días de lucha en Pittsburg Landing, había regresado con resentimiento a
Corinth, de donde había salido. Por manifiesta incompetencia Grant había sido
relevado del mando. En la derrota, su ejército se había salvado de ser
capturado y aniquilado por la hábil actuación militar de Buell. Pero el mando
no le había sido otorgado a Buell sino a Halleck, un hombre de experiencia no
probada, teórico, de carácter indolente e indeciso.
Sus tropas, siempre
desplegadas en línea de batalla para resistir las escaramuzas de los tiradores
enemigos, siempre atrincherándose contra columnas que nunca llegaban,
atravesaron treinta millas de bosques y pantanos, dirigiéndose hacia un enemigo,
presto a desvanecerse al primer contacto, como un fantasma con el canto del
gallo. Fue una campaña de «excursiones y alertas», de reconocimientos y
contramarchas, de despropósitos y contraórdenes.
Durante semanas, esta solemne
farsa mantuvo la atención e impulsó a destacados civiles a abandonar los
ámbitos de la ambición política para ver, de cerca y a salvo, todo lo que
podían de los horrores de la guerra. Entre estas personalidades se encontraba
nuestro amigo el gobernador.
Tanto en los estados mayores
del ejército como en los campamentos de las tropas de su estado se convirtió en
una figura familiar, siempre escoltado por varios miembros de su equipo,
vistosamente amontonados, impecablemente ataviados y tocados con sombreros de
copa. Eran figuras de ensueño, sugeridoras de pacíficas y tranquilas tierras
tras un océano de lucha.
El soldado embarrado los
miraba pasar desde su trinchera, apoyado en su pala, y les insultaba en voz
alta para demostrar su opinión sobre la inoportunidad de aquella ostentación
ante los sacrificios de su oficio.
-Opino, señor gobernador -dijo
el general Masterson un día, cuando se dirigía a caballo a una reunión
informal, sentado en su postura favorita, con una pierna cruzada sobre el pomo
de su silla-, opino, que yo no seguiría más en esa dirección, si estuviera en
su lugar. Fuera de aquí no tenemos más que una línea de tiradores. Supongo que
por eso me han ordenado emplazar aquí estos cañones; si nuestros tiradores
deben replegarse, el enemigo se desesperará al ver que no pueden llevárselos;
son «un poquito» pesados.
Hay motivo para temer que
esta espontánea muestra de humor militar no cayera como una brisa del cielo
sobre el sombrero de copa del gobernador. Pero no perdió un ápice de su
dignidad.
-Tengo entendido -dijo, con
gravedad- que algunos de mis hombres están allí; una compañía del Décimo
Regimiento, comandada por el capitán Armisted. Me gustaría reunirme con él, si
a usted no le importa.
-Merece la pena ir a verle.
Pero más allá hay un trozo de jungla bastante incómodo, por lo que le
aconsejaría que dejara su caballo -lanzó una mirada a la escolta del gobernador-
y su otro acompañamiento.
El gobernador, por tanto,
emprendió el viaje solo y a pie. Durante media hora avanzó por una enredada
maleza que cubría todo un suelo pantanoso, hasta que alcanzó un terreno más
abierto y seguro. Allí encontró a media compañía de infantería descansando tras
una línea de fusiles alineados. Los hombres llevaban su equipo completo:
cinturones, cartucheras , mochilas y cantimploras. Algunos dormían
profundamente tendidos a todo lo largo sobre un montón de hojas secas; otros
charloteaban ociosamente sobre unas cosas u otras; unos pocos jugaban a las
cartas; ninguno estaba apartado de la línea de fusiles alineados. Para un civil
era una escena de despreocupación, desorden y descuido; un soldado hubiera
adivinado en ella expectación y espera.
A poca distancia, un oficial
vestido con uniforme de fajina y armado, sentado sobre el tronco de un árbol
caído, observaba acercarse al visitante. Un sargento, que se había levantado de
uno de los grupos, se dirigía hacia él.
-Deseo ver al capitán
Armisted -indicó el gobernador.
El sargento escrutó al
visitante sin decir palabra, señaló al oficial y, después de coger un rifle de
los alineados, le acompañó hacia su jefe.
-Este hombre quiere verle, mi
capitán -dijo, haciendo el saludo de rigor.
El oficial se levantó.
Se hubiera necesitado una
mirada muy perspicaz para reconocerle. El cabello, que sólo pocos meses antes
era moreno, estaba ahora cruzado de canas. El rostro, bronceado por la vida al
aire libre, tenía arrugas de más edad. Una larga y pálida cicatriz sobre la
frente señalaba la huella de una estocada. Una de las mejillas estaba doblada y
arrugada por la obra de una bala. Sólo una leal mujer del Norte le hubiera
encontrado guapo.
-Armisted… capitán -dijo el
gobernador tendiéndole la mano-, ¿no me reconoce?
-Le reconozco, señor, y le
saludo… como gobernador de mi Estado.
Alzó la mano izquierda a la
altura de la sien y efectuó el saludo reglamentario. El código militar no prevé
el saludo de estrecharse las manos. Por tanto, el civil dejó caer la suya. Si
el gobernador sintió sorpresa o decepción, su rostro no lo expresó.
-Ésta es la mano que firmó su
nombramiento -dijo.
-Y es la mano…
La frase quedó en suspenso.
De la dirección del frente llegó la sonora detonación de un fusil, seguida de
otra y otra más. Una bala atravesó el bosque silbando y se incrustó en un árbol
cercano. Los hombres se levantaron de un salto del suelo y, antes de que la
clara y potente voz del capitán pronunciara la orden «¡¡Atención!!», se habían
tirado ya a la retaguardia, tras la hilera de armas alineadas. De nuevo,. ahora
a través del estruendo de una restallante descarga de fusilería, sonó la
pausada y precisa cantinela militar: «A… las armas», a la que siguió el
golpeteo del calado de las bayonetas.
Las balas del enemigo
invisible les llovían ahora encima, veloces y en denso círculo, aunque la
mayoría se perdían, emitiendo el zumbido característico del choque con las
ramas y el desvío de la trayectoria. Dos o tres hombres habían caído ya en la
retaguardia. Un grupo de heridos del puesto de escaramuza del frente surgió de
la maleza cojeando con dificultad; casi todos se encaminaron directamente a la
retaguardia sin detenerse, con el rostro pálido y apretando los dientes.
Súbitamente, se produjo un
profundo y chirriante estampido en el frente, al que siguió el sobrecogedor
ataque de un obús, que, sobrevolándoles, fue a explotar en el borde de la
espesura, incendiando las hojas secas. Penetrando el estruendo, flotando por
encima de él como la melodía de un pájaro en lo alto, resonaban las lentas y
monótonas órdenes del capitán, sin acento ni énfasis, musicales y tranquilas
como un cántico en las noches de cosechas.
Familiarizados con aquel
sonido tranquilizador en los momentos de inminente peligro, aquellos soldados
inexpertos, con menos de un año de entrenamiento, cedían al hechizo y
ejecutaban las órdenes con la precisión y la compostura de unos veteranos.
Incluso el distinguido civil que se protegía tras un árbol, oscilando entre el
orgullo y el terror, era sensible a su encanto y su seducción. Sintió que su
valor se fortalecía, y sólo corrió cuando los tiradores de vanguardia, tras
recibir órdenes de unirse a la reserva, salieron del bosque como liebres
acosadas y formaron a la izquierda de la línea de tropa, sin resuello, dando
gracias por poder recuperar el aliento.
III Combate de un hombre que
no lucha con el corazón
Guiado en su retirada por los
soldados heridos, el gobernador llegó valientemente a la retaguardia,
atravesando otra vez aquel «trozo de jungla bastante incómodo». Estaba sin
aliento y, un poco confuso. Excepto algún que otro disparo aislado, no había
ninguna señal de lucha tras él. El enemigo estaba reuniéndose para efectuar un
nuevo ataque a un adversario cuyo número de fuerzas y cuya situación
estratégica desconocía.
El civil fugitivo pensó que
probablemente iba a conservar la vida para el servicio de su patria y encomendó
a la Providencia las disposiciones adecuadas a este fin. Pero al saltar un
pequeño arroyo, en un terreno más abierto, una de estas disposiciones incluyó
la desgracia de una desagradable torcedura de tobillo. No pudo continuar la
retirada, pues estaba demasiado gordo para andar saltando sobre un solo pie,
por lo que, tras varios intentos inútiles, que le causaron un gran dolor, se
sentó en el suelo, cuidando su humillante invalidez y lamentando aquella
situación militar.
De nuevo el fuego se renovó,
con más intensidad, y las balas perdidas volaron, zumbando a su alrededor.
Después le llegó el estrépito de dos salvas rotundas y nítidas, a las que
siguió un crepitar continuo a través del cual le llegaban los gritos y las
exclamaciones de los combatientes, sobre el fondo de los truenos de los
cañones. Esto le indicó que la pequeña compañía al mando del capitán Armisted
había sido violentamente atacada y la lucha era cuerpo a cuerpo.
Los heridos que iban tras él
comenzaron a aparecer por cada lado, y su número había aumentado por nuevas
levas de soldados de la reserva. En solitario, o de dos en dos, o tres en tres,
algunos sujetando a otros camaradas más gravemente heridos, pero todos
encerrados en si mismos, sordos a los gritos de auxilio, se internaban en la
maleza y desaparecían allí. El ruido del fuego del combate aumentaba y se hacía
más nítido, y pronto a los fugitivos heridos les sucedieron hombres que
caminaban con paso firme, se volvían de vez en cuando para descargar sus armas
y reanudaban el camino de retirada recargándolas mientras andaban.
Dos o tres cayeron mientras
él les miraba, y quedaron inmóviles sobre el suelo. Uno, que conservaba todavía
el aliento de vida suficiente, hizo un intento lastimoso de arrastrarse para
ocultarse. Un camarada que pasaba por el lado y se detenía para disparar, le
miró apreciando de una ojeada la gravedad del pobre diablo, y prosiguió su
camino con expresión hosca, mientras insertaba un cartucho en su fusil.
Allí no había nada de la
pompa de la guerra, ninguna huella de gloria. Incluso en medio de todo aquel
peligro y aquel dolor, el desamparado civil no pudo evitar contrastar esto con
las paradas magníficas y los desfiles organizados en su honor, con
resplandecientes uniformes, música, banderas y paso marcial. Aquello era algo
feo y nauseabundo: para su gusto artístico era desagradable, repugnante,
brutal.
-¡Uf! -exclamó, estremeciéndose-.
¡Esto es abominable! ¿Dónde está el encanto de todo? ¿Los nobles sentimientos,
la fe, el heroísmo, el…?
Desde un punto cercano, en la
dirección del enemigo que los perseguía, se elevó la clara y pausada cantinela
del capitán Armisted: «Caaal-ma, chicos … caaal-ma. ¡Aaalto! ¡Abraaan… fuego!».
El crepitar de poco más de
doce rifles se destacó entre el tumulto general, y luego, otra vez, el
penetrante falsete: «¡Aaalto… el fuego! ¡Reeetirada! ¡Maaarchando!».
En pocos momentos, el resto
de la tropa se había replegado lentamente a la derecha del gobernador,
encarando la retirada, desplegados los hombres a seis pasos unos de otros. Por
el lado izquierdo, unos metros atrás, venía el capitán. El gobernador gritó su
nombre, pero el capitán no le oyó. Un tropel de soldados con uniforme gris
salieron de la espesura corriendo y se dirigieron directamente hacia donde
yacía el gobernador. Un accidente del terreno les había llevado a converger con
los otros en aquel punto, con lo que la línea se convirtió en una muchedumbre
revuelta. En un último esfuerzo por salvar la vida y la libertad, el gobernador
intentó levantarse y, en ese momento, el capitán se volvió y le vio. En
seguida, pero con la misma precisión que antes, entonó su cantinela:
-«¡Tiradores… alto!».
Los hombres se detuvieron y,
obedeciendo la orden, se volvieron al enemigo.
-«¡Derecha… Formen!».
Se reunieron corriendo,
apuntando con sus bayonetas, y formaron en fila cerrada a partir del primer
hombre que empezaba la línea.
-«¡Aaadelante… salvar al gobernador
del Estado…, Reeedoblen paso… Maaarch…!»
Sólo un hombre desobedeció
esta sorprendente orden: estaba muerto.
Con un grito, los tiradores
salvaron los veinte o treinta pasos que los separaban de su misión. El capitán,
que estaba más cerca, llegó antes, al mismo tiempo que el enemigo. Le lanzaron
seis disparos precipitados y un soldado de avanzadilla, un tipo de formidable
estatura, sin gorra y con el pecho descubierto, intentó romperle la cabeza con
la culata del rifle.
El capitán paró el golpe,
rompiéndose el brazo al hacerlo, y clavó su espada hasta la empuñadura en el
pecho del gigante. Al caer, el cuerpo le arrancó la espada de las manos y,
antes de que pudiera sacar el revólver de la cartuchera, otro hombre se
abalanzó sobre él como un tigre, le aferró el cuello con las manos y le lanzó
sobre el postrado gobernador, que todavía luchaba por incorporarse. Un sargento
federal atravesó rápidamente al hombre con su bayoneta y con una patada en las
muñecas le obligó a aflojar del cuello del capitán la presión de sus manos
agonizantes. Cuando el capitán se puso en pie estaba ya en la retaguardia de
sus tiradores, que habían pasado alrededor de él y atacaban fieramente a sus
enemigos, más numerosos pero menos organizados. Prácticamente todos los rifles
estaban descargados por ambas partes y, en la pelea, no había tiempo ni ocasión
de recargarlos. Los confederados estaban en desventaja porque la mayoría de
ellos no. tenía bayonetas; luchaban a garrotazos, y un rifle como porra es un
arma formidable.
El ruido de la batalla
semejaba el entrechocar de los cuernos de los toros luchando entre sí: aquí o
allá el estallido de un cráneo, una maldición, el chirrido de la boca del rifle
contra el abdomen ya traspasado por la bayoneta. El capitán Armisted se
precipitó hacia una hondonada producida por la caída de uno de sus hombres, con
el brazo izquierdo roto pendiendo al costado. En la mano derecha llevaba un
revólver, cuya completa carga vació rápidamente, con terribles efectos, sobre
el grueso de las tropas uniformadas de gris. Pero los sobrevivientes de la
primera fila fueron empujados hacia delante, por encima de los cadáveres, por
sus compañeros de la retaguardia, hasta que enfrentaron de nuevo su, pecho a
las bayonetas incansables. Sin embargo, cada vez quedaban menos bayonetas;
media docena a lo sumo. Unos minutos más de aquel salvaje enfrentamiento -una
pequeña escaramuza cuerpo a cuerpo- y todo habría acabado.
De repente, unas fuertes
detonaciones resonaron a derecha e izquierda. A la carrera llegaba un nuevo
destacamento de tiradores federales, arrasando las partes de la línea
confederada que habían quedado separadas por el avance del centro. Y a unos
doscientos o trescientos metros detrás de estos nuevos combatientes, se veía,
confusamente, entre los árboles, ¡una línea de combate!
Instintivamente, antes de
emprender la retirada, el grupo de soldados de gris realizó un último ataque
salvaje contra sus adversarios, arrollándoles con el mero impulso de su
velocidad, y, al no poder usar sus armas, en el tumulto, aplastándolos y
pisoteándolos brutalmente en los miembros, el cuerpo, el cuello, las caras.,,
Después, se retiraron pisando con sus pies ensangrentados a sus propios muertos
y se unieron a la desbandada general. Con ello, la escaramuza finalizó.
IV Los grandes honran a los
grandes
El gobernador, que había
perdido el conocimiento, abrió los ojos, miró a su alrededor y recordó,
lentamente, los hechos ocurridos aquel día. Un soldado con uniforme de mayor
estaba arrodillado a su lado, era un cirujano. Cerca se encontraban los
miembros civiles de su equipo de gobierno, que expresaban en sus rostros una solicitud
muy natural, teniendo en cuenta sus cargos. Un poco más alejado, el general
Masterson se dirigía a otro oficial gesticulando con un puro. En aquel momento,
decía:
-Ha sido la batalla más
hermosa que se ha visto nunca. ¡Por Dios, señor, ha sido magnífica!
La hermosura y la
magnificencia las atestiguaba una hilera de muertos cuidadosamente alineados, y
otra hilera de heridos, más informalmente colocados, angustiados y
semidesnudos, pero elegantemente vendados.
-¿Cómo se encuentra, señor? -inquirió
el médico-. No le hallo ninguna herida.
-Creo que estoy bien -respondió
el paciente, sentándose-. Es ése tobillo.
El cirujano dirigió su
atención al tobillo y rasgó la bota. Todos los ojos siguieron el movimiento del
cuchillo.
Al mover la pierna, quedó al
descubierto un papel doblado. El paciente lo cogió y lo abrió distraídamente.
Era una carta escrita tres meses antes y firmada con el nombre de «Julia». Al
ver por casualidad su nombre en ella, la leyó. No era nada interesante: era
sólo la confesión de una esposa infiel y arrepentida de un pecado inútil,
abandonada por su seductor. La carta había caído del bolsillo del capitán
Armisted; el lector la guardó con calma en su bolsillo.
Un ayudante de campo llegó en
ese momento a caballo y desmontó. Avanzó hacia el gobernador y le saludó.
-Señor gobernador -dijo-,
lamento encontrarle herido. El general en jefe lo ignoraba. Le presenta sus
saludos y me ordena informarle que ha dispuesto para mañana, en su honor, un
gran desfile de los cuerpos de reserva. Me permito añadir que el coche del
general está a su disposición, en caso de que pueda usted asistir.
-Tenga la amabilidad de
comunicar al general en jefe que le agradezco profundamente su cortesía. Si
tiene la paciencia de aguardar unos minutos, podrá transmitirle una respuesta
más concreta.
Esbozó una radiante sonrisa
y, mirando al cirujano y a sus ayudantes, añadió:
-En estos momentos -si me
permiten ustedes una alusión a los horrores de la paz-, estoy «en manos de, mis
amigos».
El humor de los grandes es
contagioso. Todos rieron, sus palabras.
-¿Dónde está el capitán
Armisted? -preguntó el gobernador ya no tan distraídamente.
El cirujano alzó la vista del
trabajo que realizaba y señaló con el dedo en silencio el cuerpo más próximo de
la hilera de muertos. Le habían cubierto discretamente el rostro con un
pañuelo. Estaba tan cerca que el gran hombre hubiera podido posar la mano
encima. Pero no lo hizo. Posiblemente tuvo miedo de que sangrara.
FIN
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