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jueves, 2 de diciembre de 2021

Un emperador y un poeta.

 

 

Trincheras de la primera guerra mundial, Francia, 1916

 

 

A los veintiún años estaba muerto. Las heridas en los pulmones eran definitivas. Sí, lo dieron por muerto. Emitieron el informe. Y lo enviaron. Como tantos otros informes parecidos tras la batalla del Somme. En veinticuatro horas, más de cincuenta y siete mil británicos cayeron en el frente. Unos diecinueve mil estaban muertos. Nunca en la historia del ejército británico había ocurrido algo parecido.

El Times de Londres recogió su muerte, una más de aquella tragedia de magnitudes desconocidas, y publicó su nombre entre los caídos en el frente continental. La Gran Guerra se cobraba otra víctima. Sólo eran unas letras de tinta negra sobre un papel de periódico. Y una carta anunciando su muerte llegó a su casa. Sus padres la leyeron con lágrimas en los ojos.

Fuera llovía, como tantos otros días, pero aquélla era una lluvia amarga y desoladora.

Sin embargo, él regresó. Pese a los informes de los médicos, pese a las cartas de los oficiales y pese a las noticias en el Times, él decidió, contra todo pronóstico, recuperarse y regresar vivo a casa. Nunca fue convencional.

Él fue siempre, también, un hombre metódico y, seguramente indignado por aquella cadena de errores que tanto sufrimiento innecesario habían causado en su familia, fue a la redacción del Times. El diálogo debió de ser surrealista, digno del mejor Buñuel.

—Ustedes han publicado que he muerto —diría.

—¿Y? —preguntarían.

—Estoy vivo —respondería él. Y como el redactor seguiría sin comprender, se explicaría de manera más precisa—. Como es indudable por mi presencia aquí, esa noticia, la de mi muerte en el frente, fue un error, y exijo una rectificación.

—¿Perdón? ¿Quiere que publiquemos en el periódico que no está muerto, que nos equivocamos al ponerlo en la lista de caídos en el frente? ¿Es eso?

Él era un hombre persistente.

—Sí.

El redactor carraspeó.

—Publicar una rectificación tiene un coste.

Así fue. Le pidieron dinero por rectificar, por desdecirse de haber publicado que estaba muerto cuando no era cierto. Sin comentarios. Otro lo habría dejado ahí o, por el contrario, habría perdido la compostura y clamado a gritos contra el periódico, pero nuestro escritor hizo gala de la mejor flema inglesa y pagó. Hasta se guardó el recibo.

La vida siguió su curso. La guerra terminó, dejando toda Europa repleta de cadáveres y sin haber resuelto nada sobre las pretensiones de unos u otros. Aquello había sido sólo el primer macabro asalto de una pelea descarnada y brutal a dos rounds. El segundo sería aún más terrible, pero nadie pensaba entonces en ello.

Él, entretanto, se hizo poeta y traductor de textos clásicos, latinos y griegos. Dominaba estas lenguas y era un consumado experto en el mundo antiguo, pero terminó por sentirse incómodo con su vida en Inglaterra y buscó un refugio, un paraíso, un lugar tranquilo donde escribir alejado de la eterna lluvia gris del norte. Lo encontró en Mallorca.

Compró unos terrenos y edificó una hermosa casa, pero se quedó sin dinero y la poesía o la traducción no bastaban para mantener su pequeño refugio. Él siempre se consideró un poeta, pero la necesidad apremiaba y aceptó, quizá suspirando, escribir algo diferente: una novela. Se suponía que con una novela sí era posible ganar el dinero que necesitaba para salir de la asfixiante situación económica en la que se encontraba. No era la idea que más lo emocionara, pero, eso sí, una vez se puso manos a la obra fue concienzudo en el proceso de documentación, pues iba a hacer una novela de esas que se apellidan históricas. Sólo hay que ver hoy día su antiguo despacho, plagado aún de todos los libros imaginables e inimaginables sobre el mundo antiguo. Aunque él no quisiera reconocerlo, era, además de poeta, un magnífico narrador de historias. Simplemente, tenía ese don.

El libro se publicó y vendió miles, centenares de miles y, finalmente, millones de ejemplares. Con todo el dinero recaudado por los derechos de autor de aquel relato, salvó la casa. Todo marchaba bien, pero entonces llegó una nueva guerra: era el preludio al segundo macabro round que quedaba por lucharse y que la historia dio en llamar la guerra civil española.

Nuestro poeta y ahora popular escritor de novela histórica tuvo que abandonar su refugio. ¿Por qué, si él no había tomado partido de forma definida? Lo detuvieron por tener una imprenta. ¡Ah, ese peligroso invento de Gutenberg! El cónsul británico tuvo que intervenir y consiguió sacarlo de Mallorca. Tardaría, para su pesar, años en volver, pero cuando lo hizo todo estaba tal y como lo había dejado. Los que lo apreciaban en la pequeña población de Deià, en Mallorca, habían cuidado de su casa con cariño, quizá en agradecimiento a que el escritor financió el primer motor que dio algo de luz eléctrica a la población, o quizá porque simplemente sentían que se había integrado tanto que era uno de los suyos.

Vinieron entonces más novelas y más poemas, pero aquel libro que escribió para salvar su vivienda se convirtió en un bestseller internacional. Hasta se estaba rodando una película con Charles Laughton como protagonista. Al final, no obstante, el largometraje se truncó al accidentarse una de las actrices principales. Quedan escenas memorables grabadas donde Laughton, como siempre, deslumbra.

Pero la vida seguía. La buena y, por supuesto, la mala: faltaba el segundo round mortal en Europa y el mundo entero, y los zarpazos de aquella nueva conflagración, la segunda guerra mundial, iban a llegar hasta las cálidas aguas que bañaban las playas y calas de Mallorca.

En la isla, durante el brutal desarrollo de la segunda guerra mundial, se recibió una nueva carta que anunciaba una nueva muerte: uno de sus hijos, de veintiún años, había caído en Birmania. Nuestro escritor albergó la esperanza de que fuera otro error, como le había ocurrido a él en el pasado. Ya se habían equivocado antes; ¿por qué no podría tratarse de una nueva equivocación? Pero la vida es inmisericorde a veces, y esta vez la noticia, la maldita carta, era cierta.

Su fama, mientras tanto, crecía: la novela histórica tuvo un antes y un después de su popular libro. A Ca n’Alluny, que así se llamaba la casa que se construyó, venía gente de todo el mundo: Camilo José Cela, Jorge Luis Borges, Ava Gardner... Todos querían conocerlo.

Entre cartas, libros y poemas se hizo mayor, siempre allí, junto al Mediterráneo. Y un día empezó a no recordar cosas. Y un día olvidaba recuerdos. Y una noche no recordaba nada. El alzhéimer se cebó en él. Y, de nuevo, el dinero hacía falta. Los cuidados que precisa una persona mayor que lo ha olvidado todo son muy costosos. ¡Qué lástima que al final nunca terminaran aquella película sobre el libro que lo hizo célebre! Los réditos que, sin duda, habría dado esa producción cinematográfica podrían rescatarlo ahora de una creciente penuria económica justo en el momento en que más lo necesitaba. Pero a veces la vida tiene piedad: la BBC decidió rodar una serie de televisión basada en aquella novela y en su segunda parte, que había escrito al poco tiempo.

La serie de la BBC tuvo un éxito arrollador en el Reino Unido y en todo el mundo. Supuso un antes y un después, como sus novelas, pero ahora en la realización de series de televisión. Aún recuerdo haber implorado para quedarme a verla por la noche, en casa, cuando yo sólo era un adolescente y el contenido de algunas escenas se suponía no apto para muchachos de mi edad. En España también marcó época aquella serie que se convirtió en mítica. Y sus beneficios fueron tan descomunales que permitieron pagar los costes de los lentos años de enfermedad y olvido de Robert Graves en Mallorca.

La casa de Graves puede visitarse hoy día en las afueras de Deià, gracias a que su hijo William y su esposa Elena la mantienen abierta como museo (a falta de financiación por parte de unas instituciones públicas que siempre hablan de desestacionalizar el turismo de sol y playa con actividades culturales y luego, cuando tienen una ya preparada, ni siquiera ayudan a financiarla): son muchos los turistas británicos y de otras nacionalidades que sienten enorme curiosidad por visitar la casa de Robert Graves.

Si uno entra, puede visitar el jardín y las habitaciones de la casa y aprender mucho más sobre este británico que quiso refugiarse en una isla y que siempre renegó de todo reconocimiento que no viniera directamente de la reina de Inglaterra y dijo que no a todo lo demás. En el museo —toda la residencia lo es— se puede ver hasta el recibo que le cobró el Times por publicar la rectificación de que no había muerto. Incluso es posible visitar su despacho, luminoso, repleto de los libros sobre Grecia y Roma, y ver el escritorio, su particular scriptorium, donde concibió y redactó Yo, Claudio y Claudio el dios, las novelas que salvaron primero su casa y que luego le proporcionaron los ingresos para cuidarlo en su dura enfermedad final. El emperador Claudio salvó así dos veces a su poeta del siglo XX.

William y Elena, infinitamente generosos, retiraron las cuerdas que impiden el acceso al escritorio y me permitieron sentarme allí unos minutos, en la mismísima mesa donde Graves escribió Yo, Claudio. ¿Se imaginan cómo me sentí?

—Coge su pluma si quieres —me invitó Elena.

No me atreví a tanto.

 

 

* Tomado de “La sangre de los libros” de Santiago Posteguillo.

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