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miércoles, 29 de diciembre de 2021

Los grandes personajes de la historia: LEONOR DE AQUITANIA

 LEONOR DE AQUITANIA.

 

La mujer que gobernó en un mundo de hombres.

 

Con frecuencia la presencia de las mujeres en la Historia resulta

borrosa, difícil de rescatar, y esta falta de claridad aumenta cuanto

más hacia atrás se va en el tiempo. Deliberadamente oscurecidas por sus

contemporáneos y después olvidadas por quienes escribían la Historia

durante siglos, la imagen finalmente transmitida las presenta relegadas

a un segundo plano, como sujetos pacientes de una acción protagonizada

en exclusiva por hombres. Hoy, gracias al trabajo de muchos

historiadores, esta imagen se ha corregido y las mujeres empiezan a

ocupar el lugar que les corresponde en la Historia, el de

coprotagonistas de su tiempo. Leonor de Aquitania es la gran

protagonista femenina del siglo XII europeo: impulsora de la literatura

cortesana de los trovadores, participante en la Segunda Cruzada a Tierra

Santa, esposa de Luis VII de Francia y luego de Enrique II de

Inglaterra, divorciada por su voluntad, madre de Ricardo Corazón de

León, instigadora de la conspiración de sus hijos contra su segundo

marido, encarcelada durante quince años… Leonor ni permaneció en un

segundo plano, ni quiso dejar que otros tomasen decisiones por ella. Por

su compleja personalidad, ya en vida comenzó a rodearla la leyenda y,

con el paso de los siglos, una Leonor seductora, frívola, culta,

maquiavélica y apasionada nacida de ella se ha instalado en la

imaginación colectiva. Los relatos del cine y la literatura han

consagrado al personaje, pero es la historia de su vida la que nos

desvela en realidad quién fue esta mujer fascinante.

 

Leonor de Aquitania nació probablemente en Poitiers entre 1120 y 1122.

Era hija de Guillermo X, duque de Aquitania, y Leonor de Châtellerault,

y la única heredera del duque dado que su hermano mayor, Guillermo,

murió siendo aún un niño. Como tal le correspondía la soberanía del

condado de Poitu y del ducado de Aquitania, un amplio territorio

extendido entre Poitiers y Burdeos que pronto convertiría a Leonor en

una pieza esencial en el equilibrio político entre las dos fuerzas en

tensión en la Europa del siglo XII, Francia e Inglaterra. Prácticamente

no se sabe nada de su infancia, pues las fuentes de la época no se

ocuparán de ella hasta que entre al escenario político mediante su

primer matrimonio, ya con quince años. Pese a ello, todo parece indicar

que Leonor recibió una esmerada educación como correspondía, por una

parte, a la importante tradición cultural de la corte aquitana y, por

otra, a una heredera llamada a convertirse en señora feudal de los

grandes barones del ducado. Así, bajo la atenta mirada de su padre,

Leonor no sólo aprendió a leer y escribir, algo muy poco frecuente para

la educación de una mujer en la época, sino que estudió filosofía,

literatura y música, y llegó a dominar al menos tres lenguas: provenzal,

francés y latín. Además, practicaba las principales actividades de ocio

propias de la corte aquitana: la equitación, la cetrería y, por

supuesto, la poesía.

 

Leonor creció en el ambiente cálido, desenfadado y culto que rodeaba a

los duques de Aquitania. Su abuelo, Guillermo IX, apodado el Trovador,

había sido uno de los personajes más singulares de su tiempo. Hombre

culto y temperamental, se hizo tan famoso por su comportamiento

libertino como por su capacidad para componer y declamar poesía. En

torno a él floreció un rico mundo cortesano en el que poetas y

trovadores se convirtieron en seña de identidad y los cantos de amor

cortés inspirados en damas de leyenda marcaron el inicio de una

revolución literaria en toda Europa. Al tiempo, Guillermo IX desafiaría

las normas morales imperantes con su desordenada vida sentimental.

Repudió a su esposa, Felipa de Toulouse, para vivir con su amante, la

vizcondesa de Châtellerault, y llegó a ser excomulgado por ello. Su

relación dio pie a todo tipo de fabulaciones (como el supuesto retrato

de la vizcondesa desnuda que Guillermo llevaba en el interior de su

escudo) que no hicieron sino crecer cuando impuso a su propio hijo,

Guillermo X, el matrimonio con la hija de su amante, Leonor de

Châtellerault. Fruto de esa unión nacería Leonor de Aquitania, quien,

educada en ese ambiente, demostraría a lo largo de su vida ser su digna

heredera.

 

 

 

Reina de Francia

 

Cuando en 1137 Leonor contrajo matrimonio con el rey de Francia, Luis

VII, tanto la casa ducal de Aquitania como la dinastía real francesa,

los Capeto, sellaban un acuerdo de importantes ventajas políticas para

ambas partes. La corona francesa lograba incorporar a sus dominios los

territorios feudalmente vinculados a los duques de Aquitania,

fortaleciendo de ese modo su poder frente a los cada vez más poderosos

duques de Normandía, mientras que Guillermo X se aseguraba evitar los

problemas que podían surgir tras su muerte al ser su heredera una mujer.

Leonor, como duquesa de Aquitania y por tanto señora feudal de su

ducado, debía recibir homenaje y obediencia de los múltiples señores de

sus dominios y que eran sus vasallos, pero como mujer, aunque la

soberanía sobre sus posesiones le pertenecía, no podía ejercerla y era

necesario que la delegase en un varón a través del matrimonio. De esta

forma, Leonor continuaba siendo señora de Aquitania y Poitu y su marido,

Luis VII, sólo sería reconocido como señor en tanto que esposo de ella.

La fidelidad de sus vasallos pertenecía a Leonor, pero en pleno siglo

XII habría sido impensable que una mujer en solitario pudiera detentar

semejante poder político.

 

El matrimonio entre Luis VII y Leonor fue, como entonces eran todos los

matrimonios de la aristocracia, un instrumento político al servicio de

la consolidación del poder de dos dinastías en que la relación personal

entre los contrayentes no jugaba papel alguno. Leonor contaba entonces

unos quince años y Luis VII tenía la misma edad, sin embargo no podían

ser más distintos, lo que a la larga terminaría minando su unión y, con

ella, el equilibrio político establecido. Según las crónicas de la

época, por lo general muy críticas con Leonor, cuando ésta llegó a París

desconcertó a todos en la corte. Su desenfado, su gusto por la vida

cortesana, por el lujo, sus extrañas costumbres a la mesa —empleaba

cubiertos— o sus ropas escotadas y de vivos colores parecían frívolos e

inapropiados para las austeras normas de la corte de los Capeto, de modo

de Luis VII observaba sin comprender a una mujer que, según dichas

fuentes, prácticamente nubló sus sentidos por causa de su belleza. Sea

como fuere, lo cierto es que las costumbres de la corte aquitana y

francesa eran por entonces muy distintas y la educación que ambos

esposos habían recibido había hecho de ellos dos personas de carácter

radicalmente opuesto. El profesor Gerardo Vidal Guzmán lo describe con

toda precisión: «Luis VII se había educado entre los muros de Saint

Denis, bajo la mirada atenta de su abad, invirtiendo años de formación

en las disciplinas del trivium y del quadrivium. Por algún tiempo había

incluso ambicionado convertirse en monje y sólo la desgraciada muerte de

su hermano mayor lo había forzado a asumir las responsabilidades de

Estado, la primera de las cuales era el matrimonio. Tenía, por lo tanto,

un tono austero, medido y monacal que chocaba con el talante gozador de

su mujer. La joven reina en cambio se había educado en la corte más

refinada de Europa; amaba la poesía, la música, los torneos, los

banquetes. Soñaba con aventuras heroicas de caballeros andantes y con

hermosas doncellas que hacían suspirar el corazón de sus amados; era

incapaz de concebir la vida sin el brillo de la cortesía. No se trataba

de una diferencia fácil de sobrellevar. Aunque con el tiempo Luis

llegaría a amarla, a Leonor siempre le aburriría ese marido chato y sin

desplante. Envuelto en jaculatorias y rodeado de clérigos, el rey era a

sus ojos un hombre beato y pusilánime; el exacto reverso del caballero

ideal que había nutrido sus fantasías románticas desde que era una niña».

 

Durante los primeros años de matrimonio, Luis, deseando complacer la

voluntad de su esposa, se embarcó en más de una ocasión en aventuras

bélicas menos aconsejables para la corona francesa que para los

intereses familiares de la duquesa de Aquitania. Aunque las fuentes

acusan directamente a Leonor de emplear arteramente sus encantos para

manejar al rey y lograr apartarle de la benéfica influencia de sus

consejeros, ambos eran entonces demasiado jóvenes y por tanto su

experiencia política era todavía muy limitada, lo que se tradujo en

decisiones de gobierno no siempre afortunadas. Entre todas ellas una

terminaría pesando especialmente a Luis, la campaña militar emprendida

contra el conde de Champagne, Teobaldo II, en 1143. La hermana menor de

Leonor, Petronila, se había enamorado perdidamente de un hombre mucho

mayor que ella, el senescal Raúl de Vermandois, que estaba casado con

una sobrina del conde de Champagne. Petronila y Vermandois hicieron uso

de sus influencias sobre algunos prelados para lograr la nulidad del

matrimonio del senescal y poder casarse, lo que irritó terriblemente al

conde de Champagne, que no dudó en acudir al Papa para que mediase en el

asunto. La excomunión del nuevo matrimonio así como de los prelados

cómplices agravó aún más la situación de enfrentamiento entre Teobaldo

II y Raúl de Vermandois, que terminó dirimiéndose por las armas. Fue

entonces cuando Leonor, aprovechando la existencia de otros motivos

políticos que también enfrentaban al rey francés con el conde de

Champagne, influyó en su esposo para que emprendiese una campaña militar

contra éste. Durante su curso, las tropas de Luis VII atacaron

violentamente la ciudad de Vitry-le-François cuyos habitantes se

refugiaron en la iglesia. El fuego que se había iniciado en algunas

casas saqueadas alcanzó el templo y, ante el espanto del rey, el tejado

del edificio se desplomó sobre sus ocupantes. El hecho conmocionó

durante días a Luis VII, que se negó a comer, hablar y moverse de su

lecho. Era un hombre profundamente religioso, y la idea de ser

responsable de la muerte de un gran número de cristianos refugiados en

la casa de Dios le atormentaría hasta el fin de sus días. Este tipo de

episodios serían finalmente la causa de que el monarca, aconsejado por

sus más fieles servidores —en especial el abad de Saint-Denis, Suger—,

tratase de mantener a Leonor al margen de las tareas de gobierno, algo

que, como demostraría el tiempo, su independiente mujer no estaba

dispuesta a tolerar.

 

 

 

La segunda cruzada

 

En 1145 Leonor dio a luz a la primera de sus hijas, María. Hacía varios

años que el matrimonio esperaba con impaciencia la llegada de un

heredero y cuando por fin la reina quedó en estado, el resultado de su

embarazo fue una niña. Leonor era joven, de modo que nada hacía

presagiar por el momento que no pudiese dar al rey de Francia el deseado

heredero varón, así que la primogénita fue recibida con alegría. Sin

embargo no sería su nacimiento el hecho más importante para los reyes de

Francia aquel año, sino la decisión tomada por ambos de encabezar una

Segunda Cruzada a Tierra Santa.

 

Las Cruzadas fueron una serie de campañas militares llevadas a cabo por

algunos monarcas de los reinos de la cristiandad occidental junto con

buena parte de la nobleza feudal. Apoyándose en el concepto agustiniano

de «guerra justa», es decir, la legitimidad del empleo de la guerra para

la defensa de la Iglesia, pretendieron contener el avance turco en el

Mediterráneo oriental que suponía una amenaza para el Imperio bizantino

(cristiano) y recuperar para la cristiandad los Santos Lugares,

especialmente Jerusalén. La Primera Cruzada se desarrolló entre los años

1096 y 1099, y fruto de la misma nacerían en Tierra Santa diversos

reinos feudales independientes: Jerusalén, Antioquía y Edesa. Las

Cruzadas reforzaban el poder de la Iglesia en relación con las

monarquías europeas y al tiempo servían a éstas de válvula de escape de

la numerosa nobleza feudal cuya actividad militar había decrecido con la

consolidación política de los distintos reinos medievales. Por otra

parte, la dimensión de la Cruzada como instrumento de salvación y

redención de pecados caló profundamente en una sociedad en la que el

peso de la religión era determinante para su propia definición, de forma

que desde que el papa Urbano II predicó la primera, el ideal de Cruzada

impregnó el ambiente en toda la cristiandad occidental.

 

En 1144 cayó en manos de los turcos selyúcidas el primer principado

fundado por los cruzados en Oriente, Edesa. La noticia, traída a Europa

a través de los peregrinos que retornaban de Tierra Santa, causó una

gran conmoción en la cristiandad occidental, lo cual unido al deseo de

Luis VII de hacer realidad el voto de ir a la Cruzada que la muerte

había impedido cumplir a su hermano y al interés personal de Leonor, que

tenía lazos familiares con algunos príncipes de aquellos reinos, motivó

que en la Navidad del año 1145 Luis VII anunciase ante los grandes

barones de Francia reunidos en Bourges su intención de encabezar una

Segunda Cruzada. Pero en aquella asamblea no sólo el rey tomó la cruz en

señal de su empeño, sino que ante la sorpresa de todos Leonor también lo

hizo. Como señora de Aquitania, Leonor no estaba dispuesta a abandonar a

sus vasallos en la sagrada empresa que les conduciría a Tierra Santa y

tomando la cruz lo afirmó públicamente. Tras el asombro inicial, varias

damas de la nobleza francesa —entre ellas, las condesas de Flandes y

Tolosa— se sumaron al entusiasmo de la reina y, emulándola, decidieron

partir con los cruzados cuando llegase el momento. A comienzos de 1146,

el papa Eugenio III aprobó la propuesta y ordenó a Bernardo de Claraval

la predicación de la nueva Cruzada. El fabuloso entusiasmo que despertó

el discurso del monje cisterciense en la asamblea reunida al efecto en

el mes de marzo en Vézelay es descrito del siguiente modo por la

historiadora Régine Pernoud: «Una vasta asamblea se había congregado

para la fiesta pascual en la colina de Vézelay, donde Bernardo, el abad

de Claraval, que de algún modo era la conciencia viva de la cristiandad

de la época, había acudido para lanzar un brillante llamamiento para

sumarse a la Cruzada, renovando el del papa Urbano II en el Concilio de

Clermont cincuenta años antes. Sus palabras habían provocado una

profunda sacudida en toda la cristiandad. Y se contaba que había tenido

que recortar de su propia túnica las pequeñas cruces que todos tenían

que ponerse en el hombro como signo de su voto de cruzado». Finalmente,

dos grandes ejércitos formados tras el emperador alemán, que también

había atendido a la llamada de la Cruzada, y el rey de Francia, salieron

hacia Tierra Santa entre finales de mayo y junio de 1147.

 

Desde el punto de vista militar, la Segunda Cruzada fue un rotundo

fracaso pues las tropas cristianas fueron engarzando una derrota tras

otra frente a los turcos. Aunque oficialmente se justificó el fracaso

por la falta de apoyo decidido de Bizancio, lo cierto es que se

cometieron importantes errores tácticos y que los ejércitos formados por

multitud de peregrinos, que en muchos casos carecían de formación

militar, no resultaron lo eficaces que debían haber sido. La presencia

femenina también se convertiría en objeto de las críticas por la

derrota, pues la lentitud de movimientos de los convoyes se achacó a su

causa y se afirmó que las mujeres con su presencia habían convertido la

empresa religiosa en un viaje de recreo. En palabras de Régine Pernoud,

«se murmuraba que en muchos de los pesados convoyes, cubiertos con

forros de cuero o con una tela fuerte, se amontonaban, además de las

tiendas indispensables para las etapas, muchos cofres con herraduras que

contenían los abrigos, trajes y velos de las damas. Es decir, además de

jarros, jofainas y demás enseres imprescindibles, gran cantidad de ropa

de casa y accesorios de aseo —palanganas, jabones y espejos, peines,

cepillos, tarros de polvos y cremas hechas con la más fina manteca de

cerdo, la de las manos— que esas damas que habían tomado la cruz junto a

sus esposos juzgaban indispensables para su periplo, así como sus

alhajas, pulseras, collares, fíbulas y diademas. (…) Ninguna de las

damas que formaban parte de la expedición tenía intención de prescindir

de la mayor comodidad posible; tampoco ninguna había renunciado al

número que le parecía indispensable de doncellas y sirvientes». Luis VII

era consciente de las críticas motivadas por la iniciativa de su esposa,

y su incomodidad por ellas fue creciendo al tiempo que también lo hacía

la decepción de Leonor por las decisiones del rey francés. Sin embargo,

el mayor punto de fricción entre los esposos se produciría antes de las

derrotas militares, a raíz de la llegada del ejército francés a Antioquía.

 

Raimundo de Poitiers, tío de Leonor, era príncipe de Antioquía, uno de

los reinos fundados por los cruzados. Cuando tras un duro viaje la

expedición militar francesa llegó a las costas de Antioquía, en marzo de

1148, Raimundo los recibió feliz por el reencuentro con su sobrina y,

sobre todo, con la esperanza de establecer con Luis VII una estrategia

de ataque a las posiciones turcas. El príncipe, que conocía la situación

de la zona perfectamente, deseaba atacar Alepo y así se lo hizo saber al

rey francés. Pero éste parecía estar más interesado en cumplir primero

con su promesa de peregrinar hasta Jerusalén que en iniciar las

maniobras militares que tan necesarias consideraba Raimundo, por lo que

éste decidió buscar apoyo en su sobrina. Según las fuentes, la intimidad

entre tío y sobrina fue más allá de lo estrictamente familiar, o desde

luego así lo creyó Luis, quien, cuando vio a su esposa amenazarle con

negarse a seguirle si no cambiaba de estrategia, lo que suponía que los

vasallos de Leonor tampoco lo harían, e incluso con divorciarse de él

alegando consanguinidad entre ambos, no dudó de que su frívola mujer le

estaba engañando. Siguiendo las recomendaciones de sus consejeros, Luis

partió precipitadamente de Antioquía, llevándose por la fuerza a Leonor.

Se trataba de evitar a toda costa el descrédito que para el monarca

suponía tanto la sospecha de adulterio de su esposa como la posible

ruptura del contingente militar francés en caso de que ella cumpliese

con sus amenazas. Tanto si lo engañó como si no, Leonor estaba

convencida del error táctico de Luis, y los hechos de Antioquía

supondrían la quiebra irreparable de su matrimonio.

 

Tras el fracaso de la expedición, cuyos errores, entre otras cosas,

costarían la vida a Raimundo de Poitiers, el contingente francés regresó

a Europa. En el camino de retorno, en octubre de 1149, Luis VII y

Leonor, más distanciados que nunca, se detuvieron en la ciudad italiana

de Tusculum para presentarse ante el Papa después de su peregrinación.

Eugenio III supo entonces de las desavenencias entre ambos y de lo

sucedido en Antioquía. Luis amaba a su mujer pese a todo y, además, no

podía permitirse el lujo de perder el poder que suponía mantener unidos

a su corona los territorios patrimoniales de Leonor. Ella estaba

decepcionada y quizá resignada a la falta de entendimiento con su

esposo. Y Eugenio III estaba inquieto, muy inquieto por su posible

separación. El Papa se hallaba en Tusculum porque poco antes había sido

expulsado de Roma por los seguidores del movimiento reformista

encabezado por Arnaldo de Brescia, y más que nunca necesitaba el apoyo

de un rey francés poderoso, no mermado en sus capacidades políticas y

militares, razón por la que hizo todo lo posible por que ambos se

reconciliasen. Tal y como lo describió entonces Jean de Salisbury, «el

Papa les aquietó después de atender por separado las quejas de los

cónyuges. (…) El matrimonio no debía romperse so pretexto alguno.

Decisión que pareció complacer infinitamente al rey. El Papa les hizo

yacer en el mismo lecho, adornado con las vestiduras más preciadas.

Durante los días que permanecieron allí se empeñó, mediante entrevistas

privadas, en hacer renacer su mutuo afecto». Fuese o no exagerada la

descripción de Salisbury, Eugenio III no debió de hacerlo mal del todo,

pues cuando los reyes de Francia abandonaron Tusculum, Leonor estaba

nuevamente embarazada. El tiempo demostraría, sin embargo, que sus

desvelos iban a servir de poco.

 

 

 

Reina de Inglaterra

 

El nacimiento en 1150 de la segunda hija de Leonor de Aquitania y Luis

VII, Alix, no contribuyó a acortar la distancia entre el matrimonio

real. En casi trece años, la reina sólo había dado a Luis dos hijos, que

además eran mujeres, de modo que la cuestión sucesoria se convirtió en

una grave preocupación para el rey y sus consejeros. Las desavenencias

entre ambos eran cada vez mayores cuando, en el verano de 1151, un

encuentro cambiaría para siempre la vida de Leonor.

 

El vasallo más poderoso de Luis VII era Godofredo el Hermoso, conde de

Anjou y duque de Normandía, y que en nombre de su mujer Matilde, hija de

Enrique I de Inglaterra, luchaba por el trono inglés que le había sido

arrebatado a ésta por su primo Esteban de Blois. Luis veía con enorme

recelo las pretensiones de Godofredo sobre Inglaterra, pues temía que el

poder que podían llegar a acumular los Anjou pudiera poner el suyo en

peligro. Por esa razón había tomado parte en el conflicto a favor del

rey inglés, y en el verano de 1150 envió un ejército en apoyo de

Eustaquio de Boulogne, hijo de Esteban de Blois, para atacar Normandía.

Con ese conflicto de fondo pero con la excusa que ofrecía la captura por

parte del duque de Anjou de uno de sus vasallos (Giraud Bellay) sin

tener derecho a ello, se produjo en agosto de 1151 un encuentro en París

entre Godofredo el Hermoso y Luis VII. A él también asistieron Enrique

Plantagenet, hijo del conde de Anjou, y Leonor. La reunión se saldaría

con la liberación del prisionero y la aceptación de un equilibrio

pacífico entre las partes simbolizado en el homenaje rendido al rey de

Francia por parte de Enrique Plantagenet como nuevo duque de Normandía,

quien ostentaba el título por abdicación de su padre desde 1150, pero

también supondría el punto final de la relación entre Leonor de

Aquitania y Luis VII. La reina se había enamorado del joven duque al que

sacaba diez años.

 

Decidida a poner fin a su matrimonio, Leonor apeló a la consanguinidad

con su marido para obtener el divorcio, pues la Iglesia entendía como

incesto todas las uniones entre parientes hasta el séptimo grado. Como

recuerda el medievalista Georges Duby, «en la aristocracia lo eran

todos. Lo cual permitía a la autoridad eclesiástica, y de hecho al Papa

cuando se trataba del matrimonio de reyes, intervenir a capricho para

atar o desatar y convertirse de este modo en dueño del gran juego

político». Resulta obvio que el parentesco entre Luis y Leonor era

notoriamente conocido, tanto por los cónyuges como por la sociedad

europea de la época, y hasta entonces no había supuesto ningún obstáculo

para su unión. La apelación de Leonor a la consanguinidad no podía

resultar más escandalosa, ni más efectiva. El concilio reunido para

dictaminar sobre el asunto en marzo de 1152 en Beaugency no podía

resolver otra cosa que la nulidad del matrimonio. Luis VII, avergonzado

por la situación y convencido además de que Leonor no sería capaz de

darle un hijo varón, cedió ante lo inevitable. El divorcio solicitado y

obtenido por una mujer que no sólo olvidaba su obligación de sumisión

como tal, sino también la discreción a que estaba obligada como reina

por dar satisfacción a sus pasiones, constituyó un escándalo de primer

orden que se recordaría durante siglos.

 

El 21 de marzo de 1152, Leonor obtuvo la nulidad matrimonial, abandonó

Beaugency y se dirigió a Poitiers donde instaló su corte como duquesa de

Aquitania. Menos de dos meses después, el 18 de mayo, Leonor y Enrique

Plantagenet contraían matrimonio en la catedral de Saint-Pierre. Poco

antes del inicio del proceso de divorcio, la inesperada muerte de

Godofredo el Hermoso había convertido a Enrique en conde de Anjou además

de duque de Normandía, de modo que la unión con Leonor convertía a los

nuevos esposos en señores de un vastísimo territorio. Ambos eran

conscientes del valor político de la nueva situación, así como de las

posibilidades de construcción de un verdadero imperio que con ello se

abrían, y ambos estaban dispuestos a convertir en realidad sus

aspiraciones. Como apunta el historiador Alain-Gilles Minella, «para

comprender la historia de esta pareja no hay que perder nunca de vista

que su misma unión influyó en el curso de la Historia y que, si bien es

cierto que se trata de un hombre y una mujer, el poder creado con la

unión de sus respectivos territorios hizo concebir posibilidades hasta

entonces inimaginables. Al servicio de la desmedida ambición de Enrique,

compartida en gran parte por Leonor, esta unión permitirá la creación de

lo que en ocasiones se ha llamado el “imperio Plantagenet”».

 

Como señores feudales, los dominios territoriales de Enrique y Leonor en

el continente superaban a los de los Capeto, pero además el Plantagenet

estaba dispuesto a pelear por sus derechos al trono de Inglaterra como

nieto de Enrique I y no tenía intención de esperar mucho tiempo para

hacerlo. Así, tras unos meses en que se dedicó a recorrer junto a Leonor

los territorios feudales de ésta, y que en virtud de su matrimonio

pasaba a administrar, Enrique, apoyado y alentado por su mujer, regresó

a Normandía para preparar la invasión de Inglaterra. A comienzos de

1153, las tropas bajo su mando desembarcaban en la isla y ponían rumbo a

Londres. La situación de guerra civil asolaba el suelo inglés desde

hacía décadas, pues los partidarios de la madre de Enrique frente al rey

Esteban de Blois se hallaban enfrentados en una lucha que parecía no

tener fin y que había arrastrado al país a un estado de auténtico caos.

Aunque en un primer momento el rey reunió a su ejército para hacer

frente a la invasión, cuando ambos contingentes se encontraron a las

orillas del Támesis no se produjo el enfrentamiento. El tiempo era malo

y el río estaba crecido, por lo que había que esperar para atravesarlo.

Sin embargo, al cabo de unos días Esteban ordenó la retirada de sus

tropas. La calma obligada de esas jornadas había permitido reflexionar

al monarca inglés. Consciente del enorme poder que Enrique había

acumulado en sus manos y, por tanto, de la gran capacidad económica y

militar de que disponía, optó por proponer una salida negociada al

conflicto que, cuando pocos días después murió su único heredero, se

reveló como la mejor solución posible. Por el Tratado de Wallingford

firmado el 6 de noviembre de 1153, Esteban reconocía a Enrique como su

heredero aunque conservaría su corona mientras viviese. Finalmente la

guerra civil inglesa se resolvía sin ninguna batalla y asimismo

convertía a Enrique y Leonor en los soberanos más poderosos de Europa.

 

Mientras Enrique peleaba por sus derechos en Inglaterra, Leonor daba a

luz al primero de los muchos hijos que tendrían y esta vez, como si se

tratase de una burla para Luis VII, sería un varón, Guillermo. Las cosas

no podían ir mejor para el nuevo matrimonio y el año 1154 confirmaría la

tendencia. Así, en el mes de octubre falleció Esteban de Blois y unos

flamantes Enrique y Leonor fueron coronados reyes de Inglaterra por el

arzobispo de Canterbury el 19 de diciembre. A partir de ese momento

ambos se dedicarían en cuerpo y alma a consolidar su obra política,

manteniendo el statu quo en el continente con la corona francesa y

reconstruyendo el poder de la monarquía en Inglaterra. Ante la enorme

extensión de los territorios que debían gobernar, Enrique y Leonor

establecieron un sistema de reparto de responsabilidades, de modo que

mientras el rey estaba ausente de sus dominios continentales, la reina

permanecía en ellos para supervisar su administración y viceversa. Como

afirma el profesor Gerardo Vidal Guzmán, «fue una época dorada en la que

todo pareció salir bien a la joven pareja. Hacia 1158 Enrique era el

monarca más poderoso de Europa, y Leonor llevaba una vida activa,

fecunda y triunfante. Cuando su esposo se ocupaba de los asuntos

continentales, ella hacía de reina de Inglaterra, y sólo volvía a

ocuparse de Aquitania cuando su marido era requerido en la isla. Estaba

ocupada en labrar el destino de la más alta dinastía de Occidente».

Aunque ambos pasaban gran parte del tiempo alejados, se reunían siempre

para las grandes celebraciones anuales, especialmente Navidad y Pascua,

y pese a sus prolongadas separaciones, tuvieron ocho hijos entre 1153 y

1166: Guillermo —fallecido a la edad de tres años—, Enrique, Matilde,

Ricardo, Godofredo, Leonor, Juana y Juan. A su alrededor floreció un

mundo cortesano de gran riqueza en el que cristalizaron los ideales del

mundo de la caballería y de las composiciones poéticas del amor cortés.

Vivían entregados a su obra y compartían la pasión con que la abordaban.

Pero si la corriente de entendimiento entre Enrique y Leonor había

cimentado un imperio, la quiebra de su relación estaría a punto de

hacerlo saltar por los aires.

 

 

 

Independiente hasta el final

 

A finales de 1166, poco después de que Leonor diese a luz al último de

sus hijos, la reina sufriría un revés que marcaría el resto de su vida.

Enrique había conocido a la hija de un caballero normando llamada

Rosamunda Clifford de la que se había enamorado y con la que no ocultaba

su condición de amantes. El orgullo y el corazón de Leonor no podían

aceptarlo, por lo que la reina decidió trasladarse a vivir a Poitiers y

se llevó con ella al favorito de sus hijos, Ricardo, que por entonces

contaba diez años. Enrique aceptó sin poner trabas la nueva situación ya

que de ese modo quedaba libre para entregarse a su idilio y, al fin y al

cabo, la separación física de su mujer había sido una tónica habitual

desde el inicio de su matrimonio. Leonor por su parte buscó refugio en

sus tierras, allí donde verdaderamente se sentía feliz, y en poco tiempo

convirtió su corte en reflejo de la que en ese mismo lugar había

conocido en su infancia. En palabras de Gerardo Vidal, «bajo su mirada,

Poitiers no tardó en convertirse en el centro de la vida cortés y

caballeresca del tiempo. Con más libertad que nunca floreció la música,

la poesía amorosa, las cortes de amor, los torneos, los banquetes… Se

trataba del mundo que Leonor siempre había soñado». Y en ese mundo

crecería el futuro Ricardo Corazón de León.

 

Al compás que la relación de Enrique con Rosamunda Clifford se hacía más

sólida, la distancia entre el rey y su esposa crecía. Sus encuentros se

fueron distanciando y la capacidad que habían tenido para entenderse fue

desapareciendo poco a poco. Al tiempo sus hijos se hacían adultos y un

nuevo problema comenzaba a perfilarse en el horizonte: el reparto de la

compleja herencia de Leonor y Enrique II. Tras varios meses de

reflexión, Enrique tomó una decisión al respecto: su hijo mayor, Enrique

el Joven, heredaría las posesiones de los Plantagenet (la corona

inglesa, el ducado de Normandía y los condados de Anjou y Maine);

Ricardo recibiría las posesiones feudales de Leonor (Aquitania y Poitu);

Godofredo, Bretaña, y Juan, el menor, no recibiría nada (desde entonces,

según algunos autores, se le conocería por ese motivo como «Juan sin

Tierra»). El reparto era difícil pues no resultaba posible complacer las

aspiraciones de todos sus hijos y Leonor, consciente de ello, decidió

que desde ese momento ésa sería su mejor arma contra su marido. Como

afirma Alain-Gilles Minella, «Enrique hace de ellos [sus hijos]

instrumentos al servicio de su política, Leonor instrumentos al servicio

de su venganza y para arrebatar el poder al Plantagenet». En junio de

1170 el monarca inglés hizo coronar a Enrique el Joven como heredero del

trono de Inglaterra; la coronación no suponía la abdicación de su padre

sino su asociación al trono como forma de garantizar la continuidad

dinástica. Dos años más tarde, mientras Enrique II estaba embarcado en

plena campaña para conquistar Irlanda y conseguir así el perdón

pontificio tras el asesinato del arzobispo de Canterbury, Thomas Becket,

Leonor hacía coronar a Ricardo en una ceremonia fastuosa como heredero

de sus territorios feudales. La reina recordaba así a su esposo que, en

Aquitania y Poitu, él no era más que un simple administrador.

 

En la Navidad de 1172, Enrique, Leonor y sus hijos se reunieron en

Chinon. Hacía más de dos años que los monarcas no se habían visto, pero

la reina tenía preparada una sorpresa que Enrique no podía ni imaginar.

El monarca, obsesionado por ostentar un poder centralizado sobre todos

sus territorios, se negaba a ceder ninguna parcela de poder a sus hijos,

y Leonor aprovechó la situación para conspirar junto a ellos en contra

de su propio padre. Los hechos se precipitaron a partir de la

concertación del futuro matrimonio de Juan sin Tierra con la hija del

conde de Maurienne cuya negociación había comenzado en 1171. En aquella

Navidad, Enrique y Leonor accedieron al matrimonio y establecieron como

dote para su hijo la entrega de algunas posesiones —Loudun, Mirabeau y

Chinon— que formaban parte de la herencia de Enrique el Joven. El

conflicto estaba servido pues éste, furioso, no sólo se negó a

desprenderse de lo que le correspondía, sino que reclamó a su padre el

usufructo de su herencia. Enrique II, que no tenía intención alguna de

abandonar el poder hasta su muerte, se negó a las exigencias de su hijo.

Sólo se trataba de un estallido de cólera de un heredero demasiado

joven, nada que debiese preocuparle. Sin embargo, varios días más tarde,

cuando creía que el conflicto había pasado, el rey de Inglaterra

descubrió que tanto Enrique el Joven como Ricardo y Godofredo habían

huido de Chinon para refugiarse en Francia. Mientras tanto, por todos

sus dominios se extendía la sublevación de unos vasallos que reclamaban

a sus jóvenes herederos. Una mente había diseñado todo, Leonor, y estaba

en Poitiers.

 

Con el apoyo de Luis VII, se formó con rapidez una coalición de fuerzas

en torno a Enrique el Joven, y en junio de 1173 comenzó el

enfrentamiento armado entre el rey de Inglaterra y sus herederos. Pero

el Plantagenet era un hueso duro de roer. Empleando hasta la última

moneda de su fortuna reunió un ejército de cerca de veinte mil

mercenarios y con él plantó cara a los sublevados hasta derrotarlos. En

el otoño de 1173, Enrique II había recuperado el control de la

situación, había llegado a un acuerdo con sus hijos y cercaba a su

esposa Leonor en sus dominios. Una noche de noviembre, mientras trataba

de escapar disfrazada de hombre, fue capturada por los partidarios del

monarca. Leonor fue conducida al castillo de Chinon y allí comenzaría un

encierro que habría de mantenerse durante quince largos años.

 

En 1189, tras la muerte de su padre, Ricardo Corazón de León se

convertía en rey de Inglaterra pues sus hermanos mayores, Enrique y

Godofredo, fallecieron en 1183 y 1186, respectivamente. El favorito de

Leonor se convertía en el gran heredero del imperio que con tanto afán

había construido junto a su marido, y su primera decisión como monarca

sería liberar a su madre. Ella tenía entonces casi setenta años pero aún

daría muestras del temple y el carácter que habían sido su signo de

identidad. Leonor se convertiría en la gran valedora de Ricardo frente a

las pretensiones de Juan sin Tierra, logrando ponerles fin. En 1191,

cuando Ricardo se encontraba camino de Tierra Santa, Leonor llevaría

hasta Sicilia a su futura esposa, Berenguela de Navarra, y mientras

Ricardo se hallaba inmerso en la Tercera Cruzada, se erigiría en cabeza

de la resistencia a las pretensiones del rey de Francia, Felipe Augusto,

y de su hijo menor. Dirigió la organización del rescate de Ricardo

cuando éste estuvo preso, y lo llevó personalmente a Colonia en enero de

1194 para liberarlo. Sólo con la muerte de Ricardo, en 1199, Leonor dejó

de defender su derecho al trono para situarse entonces detrás del nuevo

heredero, Juan sin Tierra. Retirada al final de sus días en el

monasterio de Fontevraud, Leonor aún sacaría fuerzas con casi ochenta

años para viajar en 1200 hasta Toledo para recoger a su nieta Blanca de

Castilla y entregarla como esposa a Luis VIII de Francia. Su

extraordinaria fortaleza terminaría por quebrarse el 1 de abril de 1204.

 

Leonor de Aquitania dibujó junto con Enrique II las líneas maestras por

las que discurrió la historia de la Edad Media europea. Su inteligencia

política y su resolución dieron pie a la creación del gran imperio

Plantagenet en el que cristalizaría la cultura de la caballería que

serviría de alimento a la sociedad posterior. En torno a Leonor se

desarrolló la poesía de los trovadores y la lírica del amor cortés que

en la siguiente generación daría lugar a la rica literatura del ciclo

artúrico. Pero, además, Leonor fue una mujer que, contrariamente a los

usos de su época, optó ser dueña de su vida y sus decisiones y supo

buscar para ello los huecos que la sociedad medieval dejaba. En pleno

siglo XII logró su nulidad matrimonial para poder casarse con quien

deseaba, y en pleno siglo XII se volvió contra su esposo para afirmar su

independencia. Apasionada o calculadora, enamorada o ambiciosa, no puede

negarse que Leonor de Aquitania a nadie dejó indiferente ni en el siglo

XII ni en la actualidad.

 

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