LEONOR DE AQUITANIA.
La mujer que gobernó en un mundo de hombres.
Con frecuencia la presencia de las mujeres en la Historia resulta
borrosa, difícil de rescatar, y esta falta de claridad aumenta cuanto
más hacia atrás se va en el tiempo. Deliberadamente oscurecidas por sus
contemporáneos y después olvidadas por quienes escribían la Historia
durante siglos, la imagen finalmente transmitida las presenta relegadas
a un segundo plano, como sujetos pacientes de una acción protagonizada
en exclusiva por hombres. Hoy, gracias al trabajo de muchos
historiadores, esta imagen se ha corregido y las mujeres empiezan a
ocupar el lugar que les corresponde en la Historia, el de
coprotagonistas de su tiempo. Leonor de Aquitania es la gran
protagonista femenina del siglo XII europeo: impulsora de la literatura
cortesana de los trovadores, participante en la Segunda Cruzada a Tierra
Santa, esposa de Luis VII de Francia y luego de Enrique II de
Inglaterra, divorciada por su voluntad, madre de Ricardo Corazón de
León, instigadora de la conspiración de sus hijos contra su segundo
marido, encarcelada durante quince años… Leonor ni permaneció en un
segundo plano, ni quiso dejar que otros tomasen decisiones por ella. Por
su compleja personalidad, ya en vida comenzó a rodearla la leyenda y,
con el paso de los siglos, una Leonor seductora, frívola, culta,
maquiavélica y apasionada nacida de ella se ha instalado en la
imaginación colectiva. Los relatos del cine y la literatura han
consagrado al personaje, pero es la historia de su vida la que nos
desvela en realidad quién fue esta mujer fascinante.
Leonor de Aquitania nació probablemente en Poitiers entre 1120 y 1122.
Era hija de Guillermo X, duque de Aquitania, y Leonor de Châtellerault,
y la única heredera del duque dado que su hermano mayor, Guillermo,
murió siendo aún un niño. Como tal le correspondía la soberanía del
condado de Poitu y del ducado de Aquitania, un amplio territorio
extendido entre Poitiers y Burdeos que pronto convertiría a Leonor en
una pieza esencial en el equilibrio político entre las dos fuerzas en
tensión en la Europa del siglo XII, Francia e Inglaterra. Prácticamente
no se sabe nada de su infancia, pues las fuentes de la época no se
ocuparán de ella hasta que entre al escenario político mediante su
primer matrimonio, ya con quince años. Pese a ello, todo parece indicar
que Leonor recibió una esmerada educación como correspondía, por una
parte, a la importante tradición cultural de la corte aquitana y, por
otra, a una heredera llamada a convertirse en señora feudal de los
grandes barones del ducado. Así, bajo la atenta mirada de su padre,
Leonor no sólo aprendió a leer y escribir, algo muy poco frecuente para
la educación de una mujer en la época, sino que estudió filosofía,
literatura y música, y llegó a dominar al menos tres lenguas: provenzal,
francés y latín. Además, practicaba las principales actividades de ocio
propias de la corte aquitana: la equitación, la cetrería y, por
supuesto, la poesía.
Leonor creció en el ambiente cálido, desenfadado y culto que rodeaba a
los duques de Aquitania. Su abuelo, Guillermo IX, apodado el Trovador,
había sido uno de los personajes más singulares de su tiempo. Hombre
culto y temperamental, se hizo tan famoso por su comportamiento
libertino como por su capacidad para componer y declamar poesía. En
torno a él floreció un rico mundo cortesano en el que poetas y
trovadores se convirtieron en seña de identidad y los cantos de amor
cortés inspirados en damas de leyenda marcaron el inicio de una
revolución literaria en toda Europa. Al tiempo, Guillermo IX desafiaría
las normas morales imperantes con su desordenada vida sentimental.
Repudió a su esposa, Felipa de Toulouse, para vivir con su amante, la
vizcondesa de Châtellerault, y llegó a ser excomulgado por ello. Su
relación dio pie a todo tipo de fabulaciones (como el supuesto retrato
de la vizcondesa desnuda que Guillermo llevaba en el interior de su
escudo) que no hicieron sino crecer cuando impuso a su propio hijo,
Guillermo X, el matrimonio con la hija de su amante, Leonor de
Châtellerault. Fruto de esa unión nacería Leonor de Aquitania, quien,
educada en ese ambiente, demostraría a lo largo de su vida ser su digna
heredera.
Reina de Francia
Cuando en 1137 Leonor contrajo matrimonio con el rey de Francia, Luis
VII, tanto la casa ducal de Aquitania como la dinastía real francesa,
los Capeto, sellaban un acuerdo de importantes ventajas políticas para
ambas partes. La corona francesa lograba incorporar a sus dominios los
territorios feudalmente vinculados a los duques de Aquitania,
fortaleciendo de ese modo su poder frente a los cada vez más poderosos
duques de Normandía, mientras que Guillermo X se aseguraba evitar los
problemas que podían surgir tras su muerte al ser su heredera una mujer.
Leonor, como duquesa de Aquitania y por tanto señora feudal de su
ducado, debía recibir homenaje y obediencia de los múltiples señores de
sus dominios y que eran sus vasallos, pero como mujer, aunque la
soberanía sobre sus posesiones le pertenecía, no podía ejercerla y era
necesario que la delegase en un varón a través del matrimonio. De esta
forma, Leonor continuaba siendo señora de Aquitania y Poitu y su marido,
Luis VII, sólo sería reconocido como señor en tanto que esposo de ella.
La fidelidad de sus vasallos pertenecía a Leonor, pero en pleno siglo
XII habría sido impensable que una mujer en solitario pudiera detentar
semejante poder político.
El matrimonio entre Luis VII y Leonor fue, como entonces eran todos los
matrimonios de la aristocracia, un instrumento político al servicio de
la consolidación del poder de dos dinastías en que la relación personal
entre los contrayentes no jugaba papel alguno. Leonor contaba entonces
unos quince años y Luis VII tenía la misma edad, sin embargo no podían
ser más distintos, lo que a la larga terminaría minando su unión y, con
ella, el equilibrio político establecido. Según las crónicas de la
época, por lo general muy críticas con Leonor, cuando ésta llegó a París
desconcertó a todos en la corte. Su desenfado, su gusto por la vida
cortesana, por el lujo, sus extrañas costumbres a la mesa —empleaba
cubiertos— o sus ropas escotadas y de vivos colores parecían frívolos e
inapropiados para las austeras normas de la corte de los Capeto, de modo
de Luis VII observaba sin comprender a una mujer que, según dichas
fuentes, prácticamente nubló sus sentidos por causa de su belleza. Sea
como fuere, lo cierto es que las costumbres de la corte aquitana y
francesa eran por entonces muy distintas y la educación que ambos
esposos habían recibido había hecho de ellos dos personas de carácter
radicalmente opuesto. El profesor Gerardo Vidal Guzmán lo describe con
toda precisión: «Luis VII se había educado entre los muros de Saint
Denis, bajo la mirada atenta de su abad, invirtiendo años de formación
en las disciplinas del trivium y del quadrivium. Por algún tiempo había
incluso ambicionado convertirse en monje y sólo la desgraciada muerte de
su hermano mayor lo había forzado a asumir las responsabilidades de
Estado, la primera de las cuales era el matrimonio. Tenía, por lo tanto,
un tono austero, medido y monacal que chocaba con el talante gozador de
su mujer. La joven reina en cambio se había educado en la corte más
refinada de Europa; amaba la poesía, la música, los torneos, los
banquetes. Soñaba con aventuras heroicas de caballeros andantes y con
hermosas doncellas que hacían suspirar el corazón de sus amados; era
incapaz de concebir la vida sin el brillo de la cortesía. No se trataba
de una diferencia fácil de sobrellevar. Aunque con el tiempo Luis
llegaría a amarla, a Leonor siempre le aburriría ese marido chato y sin
desplante. Envuelto en jaculatorias y rodeado de clérigos, el rey era a
sus ojos un hombre beato y pusilánime; el exacto reverso del caballero
ideal que había nutrido sus fantasías románticas desde que era una niña».
Durante los primeros años de matrimonio, Luis, deseando complacer la
voluntad de su esposa, se embarcó en más de una ocasión en aventuras
bélicas menos aconsejables para la corona francesa que para los
intereses familiares de la duquesa de Aquitania. Aunque las fuentes
acusan directamente a Leonor de emplear arteramente sus encantos para
manejar al rey y lograr apartarle de la benéfica influencia de sus
consejeros, ambos eran entonces demasiado jóvenes y por tanto su
experiencia política era todavía muy limitada, lo que se tradujo en
decisiones de gobierno no siempre afortunadas. Entre todas ellas una
terminaría pesando especialmente a Luis, la campaña militar emprendida
contra el conde de Champagne, Teobaldo II, en 1143. La hermana menor de
Leonor, Petronila, se había enamorado perdidamente de un hombre mucho
mayor que ella, el senescal Raúl de Vermandois, que estaba casado con
una sobrina del conde de Champagne. Petronila y Vermandois hicieron uso
de sus influencias sobre algunos prelados para lograr la nulidad del
matrimonio del senescal y poder casarse, lo que irritó terriblemente al
conde de Champagne, que no dudó en acudir al Papa para que mediase en el
asunto. La excomunión del nuevo matrimonio así como de los prelados
cómplices agravó aún más la situación de enfrentamiento entre Teobaldo
II y Raúl de Vermandois, que terminó dirimiéndose por las armas. Fue
entonces cuando Leonor, aprovechando la existencia de otros motivos
políticos que también enfrentaban al rey francés con el conde de
Champagne, influyó en su esposo para que emprendiese una campaña militar
contra éste. Durante su curso, las tropas de Luis VII atacaron
violentamente la ciudad de Vitry-le-François cuyos habitantes se
refugiaron en la iglesia. El fuego que se había iniciado en algunas
casas saqueadas alcanzó el templo y, ante el espanto del rey, el tejado
del edificio se desplomó sobre sus ocupantes. El hecho conmocionó
durante días a Luis VII, que se negó a comer, hablar y moverse de su
lecho. Era un hombre profundamente religioso, y la idea de ser
responsable de la muerte de un gran número de cristianos refugiados en
la casa de Dios le atormentaría hasta el fin de sus días. Este tipo de
episodios serían finalmente la causa de que el monarca, aconsejado por
sus más fieles servidores —en especial el abad de Saint-Denis, Suger—,
tratase de mantener a Leonor al margen de las tareas de gobierno, algo
que, como demostraría el tiempo, su independiente mujer no estaba
dispuesta a tolerar.
La segunda cruzada
En 1145 Leonor dio a luz a la primera de sus hijas, María. Hacía varios
años que el matrimonio esperaba con impaciencia la llegada de un
heredero y cuando por fin la reina quedó en estado, el resultado de su
embarazo fue una niña. Leonor era joven, de modo que nada hacía
presagiar por el momento que no pudiese dar al rey de Francia el deseado
heredero varón, así que la primogénita fue recibida con alegría. Sin
embargo no sería su nacimiento el hecho más importante para los reyes de
Francia aquel año, sino la decisión tomada por ambos de encabezar una
Segunda Cruzada a Tierra Santa.
Las Cruzadas fueron una serie de campañas militares llevadas a cabo por
algunos monarcas de los reinos de la cristiandad occidental junto con
buena parte de la nobleza feudal. Apoyándose en el concepto agustiniano
de «guerra justa», es decir, la legitimidad del empleo de la guerra para
la defensa de la Iglesia, pretendieron contener el avance turco en el
Mediterráneo oriental que suponía una amenaza para el Imperio bizantino
(cristiano) y recuperar para la cristiandad los Santos Lugares,
especialmente Jerusalén. La Primera Cruzada se desarrolló entre los años
1096 y 1099, y fruto de la misma nacerían en Tierra Santa diversos
reinos feudales independientes: Jerusalén, Antioquía y Edesa. Las
Cruzadas reforzaban el poder de la Iglesia en relación con las
monarquías europeas y al tiempo servían a éstas de válvula de escape de
la numerosa nobleza feudal cuya actividad militar había decrecido con la
consolidación política de los distintos reinos medievales. Por otra
parte, la dimensión de la Cruzada como instrumento de salvación y
redención de pecados caló profundamente en una sociedad en la que el
peso de la religión era determinante para su propia definición, de forma
que desde que el papa Urbano II predicó la primera, el ideal de Cruzada
impregnó el ambiente en toda la cristiandad occidental.
En 1144 cayó en manos de los turcos selyúcidas el primer principado
fundado por los cruzados en Oriente, Edesa. La noticia, traída a Europa
a través de los peregrinos que retornaban de Tierra Santa, causó una
gran conmoción en la cristiandad occidental, lo cual unido al deseo de
Luis VII de hacer realidad el voto de ir a la Cruzada que la muerte
había impedido cumplir a su hermano y al interés personal de Leonor, que
tenía lazos familiares con algunos príncipes de aquellos reinos, motivó
que en la Navidad del año 1145 Luis VII anunciase ante los grandes
barones de Francia reunidos en Bourges su intención de encabezar una
Segunda Cruzada. Pero en aquella asamblea no sólo el rey tomó la cruz en
señal de su empeño, sino que ante la sorpresa de todos Leonor también lo
hizo. Como señora de Aquitania, Leonor no estaba dispuesta a abandonar a
sus vasallos en la sagrada empresa que les conduciría a Tierra Santa y
tomando la cruz lo afirmó públicamente. Tras el asombro inicial, varias
damas de la nobleza francesa —entre ellas, las condesas de Flandes y
Tolosa— se sumaron al entusiasmo de la reina y, emulándola, decidieron
partir con los cruzados cuando llegase el momento. A comienzos de 1146,
el papa Eugenio III aprobó la propuesta y ordenó a Bernardo de Claraval
la predicación de la nueva Cruzada. El fabuloso entusiasmo que despertó
el discurso del monje cisterciense en la asamblea reunida al efecto en
el mes de marzo en Vézelay es descrito del siguiente modo por la
historiadora Régine Pernoud: «Una vasta asamblea se había congregado
para la fiesta pascual en la colina de Vézelay, donde Bernardo, el abad
de Claraval, que de algún modo era la conciencia viva de la cristiandad
de la época, había acudido para lanzar un brillante llamamiento para
sumarse a la Cruzada, renovando el del papa Urbano II en el Concilio de
Clermont cincuenta años antes. Sus palabras habían provocado una
profunda sacudida en toda la cristiandad. Y se contaba que había tenido
que recortar de su propia túnica las pequeñas cruces que todos tenían
que ponerse en el hombro como signo de su voto de cruzado». Finalmente,
dos grandes ejércitos formados tras el emperador alemán, que también
había atendido a la llamada de la Cruzada, y el rey de Francia, salieron
hacia Tierra Santa entre finales de mayo y junio de 1147.
Desde el punto de vista militar, la Segunda Cruzada fue un rotundo
fracaso pues las tropas cristianas fueron engarzando una derrota tras
otra frente a los turcos. Aunque oficialmente se justificó el fracaso
por la falta de apoyo decidido de Bizancio, lo cierto es que se
cometieron importantes errores tácticos y que los ejércitos formados por
multitud de peregrinos, que en muchos casos carecían de formación
militar, no resultaron lo eficaces que debían haber sido. La presencia
femenina también se convertiría en objeto de las críticas por la
derrota, pues la lentitud de movimientos de los convoyes se achacó a su
causa y se afirmó que las mujeres con su presencia habían convertido la
empresa religiosa en un viaje de recreo. En palabras de Régine Pernoud,
«se murmuraba que en muchos de los pesados convoyes, cubiertos con
forros de cuero o con una tela fuerte, se amontonaban, además de las
tiendas indispensables para las etapas, muchos cofres con herraduras que
contenían los abrigos, trajes y velos de las damas. Es decir, además de
jarros, jofainas y demás enseres imprescindibles, gran cantidad de ropa
de casa y accesorios de aseo —palanganas, jabones y espejos, peines,
cepillos, tarros de polvos y cremas hechas con la más fina manteca de
cerdo, la de las manos— que esas damas que habían tomado la cruz junto a
sus esposos juzgaban indispensables para su periplo, así como sus
alhajas, pulseras, collares, fíbulas y diademas. (…) Ninguna de las
damas que formaban parte de la expedición tenía intención de prescindir
de la mayor comodidad posible; tampoco ninguna había renunciado al
número que le parecía indispensable de doncellas y sirvientes». Luis VII
era consciente de las críticas motivadas por la iniciativa de su esposa,
y su incomodidad por ellas fue creciendo al tiempo que también lo hacía
la decepción de Leonor por las decisiones del rey francés. Sin embargo,
el mayor punto de fricción entre los esposos se produciría antes de las
derrotas militares, a raíz de la llegada del ejército francés a Antioquía.
Raimundo de Poitiers, tío de Leonor, era príncipe de Antioquía, uno de
los reinos fundados por los cruzados. Cuando tras un duro viaje la
expedición militar francesa llegó a las costas de Antioquía, en marzo de
1148, Raimundo los recibió feliz por el reencuentro con su sobrina y,
sobre todo, con la esperanza de establecer con Luis VII una estrategia
de ataque a las posiciones turcas. El príncipe, que conocía la situación
de la zona perfectamente, deseaba atacar Alepo y así se lo hizo saber al
rey francés. Pero éste parecía estar más interesado en cumplir primero
con su promesa de peregrinar hasta Jerusalén que en iniciar las
maniobras militares que tan necesarias consideraba Raimundo, por lo que
éste decidió buscar apoyo en su sobrina. Según las fuentes, la intimidad
entre tío y sobrina fue más allá de lo estrictamente familiar, o desde
luego así lo creyó Luis, quien, cuando vio a su esposa amenazarle con
negarse a seguirle si no cambiaba de estrategia, lo que suponía que los
vasallos de Leonor tampoco lo harían, e incluso con divorciarse de él
alegando consanguinidad entre ambos, no dudó de que su frívola mujer le
estaba engañando. Siguiendo las recomendaciones de sus consejeros, Luis
partió precipitadamente de Antioquía, llevándose por la fuerza a Leonor.
Se trataba de evitar a toda costa el descrédito que para el monarca
suponía tanto la sospecha de adulterio de su esposa como la posible
ruptura del contingente militar francés en caso de que ella cumpliese
con sus amenazas. Tanto si lo engañó como si no, Leonor estaba
convencida del error táctico de Luis, y los hechos de Antioquía
supondrían la quiebra irreparable de su matrimonio.
Tras el fracaso de la expedición, cuyos errores, entre otras cosas,
costarían la vida a Raimundo de Poitiers, el contingente francés regresó
a Europa. En el camino de retorno, en octubre de 1149, Luis VII y
Leonor, más distanciados que nunca, se detuvieron en la ciudad italiana
de Tusculum para presentarse ante el Papa después de su peregrinación.
Eugenio III supo entonces de las desavenencias entre ambos y de lo
sucedido en Antioquía. Luis amaba a su mujer pese a todo y, además, no
podía permitirse el lujo de perder el poder que suponía mantener unidos
a su corona los territorios patrimoniales de Leonor. Ella estaba
decepcionada y quizá resignada a la falta de entendimiento con su
esposo. Y Eugenio III estaba inquieto, muy inquieto por su posible
separación. El Papa se hallaba en Tusculum porque poco antes había sido
expulsado de Roma por los seguidores del movimiento reformista
encabezado por Arnaldo de Brescia, y más que nunca necesitaba el apoyo
de un rey francés poderoso, no mermado en sus capacidades políticas y
militares, razón por la que hizo todo lo posible por que ambos se
reconciliasen. Tal y como lo describió entonces Jean de Salisbury, «el
Papa les aquietó después de atender por separado las quejas de los
cónyuges. (…) El matrimonio no debía romperse so pretexto alguno.
Decisión que pareció complacer infinitamente al rey. El Papa les hizo
yacer en el mismo lecho, adornado con las vestiduras más preciadas.
Durante los días que permanecieron allí se empeñó, mediante entrevistas
privadas, en hacer renacer su mutuo afecto». Fuese o no exagerada la
descripción de Salisbury, Eugenio III no debió de hacerlo mal del todo,
pues cuando los reyes de Francia abandonaron Tusculum, Leonor estaba
nuevamente embarazada. El tiempo demostraría, sin embargo, que sus
desvelos iban a servir de poco.
Reina de Inglaterra
El nacimiento en 1150 de la segunda hija de Leonor de Aquitania y Luis
VII, Alix, no contribuyó a acortar la distancia entre el matrimonio
real. En casi trece años, la reina sólo había dado a Luis dos hijos, que
además eran mujeres, de modo que la cuestión sucesoria se convirtió en
una grave preocupación para el rey y sus consejeros. Las desavenencias
entre ambos eran cada vez mayores cuando, en el verano de 1151, un
encuentro cambiaría para siempre la vida de Leonor.
El vasallo más poderoso de Luis VII era Godofredo el Hermoso, conde de
Anjou y duque de Normandía, y que en nombre de su mujer Matilde, hija de
Enrique I de Inglaterra, luchaba por el trono inglés que le había sido
arrebatado a ésta por su primo Esteban de Blois. Luis veía con enorme
recelo las pretensiones de Godofredo sobre Inglaterra, pues temía que el
poder que podían llegar a acumular los Anjou pudiera poner el suyo en
peligro. Por esa razón había tomado parte en el conflicto a favor del
rey inglés, y en el verano de 1150 envió un ejército en apoyo de
Eustaquio de Boulogne, hijo de Esteban de Blois, para atacar Normandía.
Con ese conflicto de fondo pero con la excusa que ofrecía la captura por
parte del duque de Anjou de uno de sus vasallos (Giraud Bellay) sin
tener derecho a ello, se produjo en agosto de 1151 un encuentro en París
entre Godofredo el Hermoso y Luis VII. A él también asistieron Enrique
Plantagenet, hijo del conde de Anjou, y Leonor. La reunión se saldaría
con la liberación del prisionero y la aceptación de un equilibrio
pacífico entre las partes simbolizado en el homenaje rendido al rey de
Francia por parte de Enrique Plantagenet como nuevo duque de Normandía,
quien ostentaba el título por abdicación de su padre desde 1150, pero
también supondría el punto final de la relación entre Leonor de
Aquitania y Luis VII. La reina se había enamorado del joven duque al que
sacaba diez años.
Decidida a poner fin a su matrimonio, Leonor apeló a la consanguinidad
con su marido para obtener el divorcio, pues la Iglesia entendía como
incesto todas las uniones entre parientes hasta el séptimo grado. Como
recuerda el medievalista Georges Duby, «en la aristocracia lo eran
todos. Lo cual permitía a la autoridad eclesiástica, y de hecho al Papa
cuando se trataba del matrimonio de reyes, intervenir a capricho para
atar o desatar y convertirse de este modo en dueño del gran juego
político». Resulta obvio que el parentesco entre Luis y Leonor era
notoriamente conocido, tanto por los cónyuges como por la sociedad
europea de la época, y hasta entonces no había supuesto ningún obstáculo
para su unión. La apelación de Leonor a la consanguinidad no podía
resultar más escandalosa, ni más efectiva. El concilio reunido para
dictaminar sobre el asunto en marzo de 1152 en Beaugency no podía
resolver otra cosa que la nulidad del matrimonio. Luis VII, avergonzado
por la situación y convencido además de que Leonor no sería capaz de
darle un hijo varón, cedió ante lo inevitable. El divorcio solicitado y
obtenido por una mujer que no sólo olvidaba su obligación de sumisión
como tal, sino también la discreción a que estaba obligada como reina
por dar satisfacción a sus pasiones, constituyó un escándalo de primer
orden que se recordaría durante siglos.
El 21 de marzo de 1152, Leonor obtuvo la nulidad matrimonial, abandonó
Beaugency y se dirigió a Poitiers donde instaló su corte como duquesa de
Aquitania. Menos de dos meses después, el 18 de mayo, Leonor y Enrique
Plantagenet contraían matrimonio en la catedral de Saint-Pierre. Poco
antes del inicio del proceso de divorcio, la inesperada muerte de
Godofredo el Hermoso había convertido a Enrique en conde de Anjou además
de duque de Normandía, de modo que la unión con Leonor convertía a los
nuevos esposos en señores de un vastísimo territorio. Ambos eran
conscientes del valor político de la nueva situación, así como de las
posibilidades de construcción de un verdadero imperio que con ello se
abrían, y ambos estaban dispuestos a convertir en realidad sus
aspiraciones. Como apunta el historiador Alain-Gilles Minella, «para
comprender la historia de esta pareja no hay que perder nunca de vista
que su misma unión influyó en el curso de la Historia y que, si bien es
cierto que se trata de un hombre y una mujer, el poder creado con la
unión de sus respectivos territorios hizo concebir posibilidades hasta
entonces inimaginables. Al servicio de la desmedida ambición de Enrique,
compartida en gran parte por Leonor, esta unión permitirá la creación de
lo que en ocasiones se ha llamado el “imperio Plantagenet”».
Como señores feudales, los dominios territoriales de Enrique y Leonor en
el continente superaban a los de los Capeto, pero además el Plantagenet
estaba dispuesto a pelear por sus derechos al trono de Inglaterra como
nieto de Enrique I y no tenía intención de esperar mucho tiempo para
hacerlo. Así, tras unos meses en que se dedicó a recorrer junto a Leonor
los territorios feudales de ésta, y que en virtud de su matrimonio
pasaba a administrar, Enrique, apoyado y alentado por su mujer, regresó
a Normandía para preparar la invasión de Inglaterra. A comienzos de
1153, las tropas bajo su mando desembarcaban en la isla y ponían rumbo a
Londres. La situación de guerra civil asolaba el suelo inglés desde
hacía décadas, pues los partidarios de la madre de Enrique frente al rey
Esteban de Blois se hallaban enfrentados en una lucha que parecía no
tener fin y que había arrastrado al país a un estado de auténtico caos.
Aunque en un primer momento el rey reunió a su ejército para hacer
frente a la invasión, cuando ambos contingentes se encontraron a las
orillas del Támesis no se produjo el enfrentamiento. El tiempo era malo
y el río estaba crecido, por lo que había que esperar para atravesarlo.
Sin embargo, al cabo de unos días Esteban ordenó la retirada de sus
tropas. La calma obligada de esas jornadas había permitido reflexionar
al monarca inglés. Consciente del enorme poder que Enrique había
acumulado en sus manos y, por tanto, de la gran capacidad económica y
militar de que disponía, optó por proponer una salida negociada al
conflicto que, cuando pocos días después murió su único heredero, se
reveló como la mejor solución posible. Por el Tratado de Wallingford
firmado el 6 de noviembre de 1153, Esteban reconocía a Enrique como su
heredero aunque conservaría su corona mientras viviese. Finalmente la
guerra civil inglesa se resolvía sin ninguna batalla y asimismo
convertía a Enrique y Leonor en los soberanos más poderosos de Europa.
Mientras Enrique peleaba por sus derechos en Inglaterra, Leonor daba a
luz al primero de los muchos hijos que tendrían y esta vez, como si se
tratase de una burla para Luis VII, sería un varón, Guillermo. Las cosas
no podían ir mejor para el nuevo matrimonio y el año 1154 confirmaría la
tendencia. Así, en el mes de octubre falleció Esteban de Blois y unos
flamantes Enrique y Leonor fueron coronados reyes de Inglaterra por el
arzobispo de Canterbury el 19 de diciembre. A partir de ese momento
ambos se dedicarían en cuerpo y alma a consolidar su obra política,
manteniendo el statu quo en el continente con la corona francesa y
reconstruyendo el poder de la monarquía en Inglaterra. Ante la enorme
extensión de los territorios que debían gobernar, Enrique y Leonor
establecieron un sistema de reparto de responsabilidades, de modo que
mientras el rey estaba ausente de sus dominios continentales, la reina
permanecía en ellos para supervisar su administración y viceversa. Como
afirma el profesor Gerardo Vidal Guzmán, «fue una época dorada en la que
todo pareció salir bien a la joven pareja. Hacia 1158 Enrique era el
monarca más poderoso de Europa, y Leonor llevaba una vida activa,
fecunda y triunfante. Cuando su esposo se ocupaba de los asuntos
continentales, ella hacía de reina de Inglaterra, y sólo volvía a
ocuparse de Aquitania cuando su marido era requerido en la isla. Estaba
ocupada en labrar el destino de la más alta dinastía de Occidente».
Aunque ambos pasaban gran parte del tiempo alejados, se reunían siempre
para las grandes celebraciones anuales, especialmente Navidad y Pascua,
y pese a sus prolongadas separaciones, tuvieron ocho hijos entre 1153 y
1166: Guillermo —fallecido a la edad de tres años—, Enrique, Matilde,
Ricardo, Godofredo, Leonor, Juana y Juan. A su alrededor floreció un
mundo cortesano de gran riqueza en el que cristalizaron los ideales del
mundo de la caballería y de las composiciones poéticas del amor cortés.
Vivían entregados a su obra y compartían la pasión con que la abordaban.
Pero si la corriente de entendimiento entre Enrique y Leonor había
cimentado un imperio, la quiebra de su relación estaría a punto de
hacerlo saltar por los aires.
Independiente hasta el final
A finales de 1166, poco después de que Leonor diese a luz al último de
sus hijos, la reina sufriría un revés que marcaría el resto de su vida.
Enrique había conocido a la hija de un caballero normando llamada
Rosamunda Clifford de la que se había enamorado y con la que no ocultaba
su condición de amantes. El orgullo y el corazón de Leonor no podían
aceptarlo, por lo que la reina decidió trasladarse a vivir a Poitiers y
se llevó con ella al favorito de sus hijos, Ricardo, que por entonces
contaba diez años. Enrique aceptó sin poner trabas la nueva situación ya
que de ese modo quedaba libre para entregarse a su idilio y, al fin y al
cabo, la separación física de su mujer había sido una tónica habitual
desde el inicio de su matrimonio. Leonor por su parte buscó refugio en
sus tierras, allí donde verdaderamente se sentía feliz, y en poco tiempo
convirtió su corte en reflejo de la que en ese mismo lugar había
conocido en su infancia. En palabras de Gerardo Vidal, «bajo su mirada,
Poitiers no tardó en convertirse en el centro de la vida cortés y
caballeresca del tiempo. Con más libertad que nunca floreció la música,
la poesía amorosa, las cortes de amor, los torneos, los banquetes… Se
trataba del mundo que Leonor siempre había soñado». Y en ese mundo
crecería el futuro Ricardo Corazón de León.
Al compás que la relación de Enrique con Rosamunda Clifford se hacía más
sólida, la distancia entre el rey y su esposa crecía. Sus encuentros se
fueron distanciando y la capacidad que habían tenido para entenderse fue
desapareciendo poco a poco. Al tiempo sus hijos se hacían adultos y un
nuevo problema comenzaba a perfilarse en el horizonte: el reparto de la
compleja herencia de Leonor y Enrique II. Tras varios meses de
reflexión, Enrique tomó una decisión al respecto: su hijo mayor, Enrique
el Joven, heredaría las posesiones de los Plantagenet (la corona
inglesa, el ducado de Normandía y los condados de Anjou y Maine);
Ricardo recibiría las posesiones feudales de Leonor (Aquitania y Poitu);
Godofredo, Bretaña, y Juan, el menor, no recibiría nada (desde entonces,
según algunos autores, se le conocería por ese motivo como «Juan sin
Tierra»). El reparto era difícil pues no resultaba posible complacer las
aspiraciones de todos sus hijos y Leonor, consciente de ello, decidió
que desde ese momento ésa sería su mejor arma contra su marido. Como
afirma Alain-Gilles Minella, «Enrique hace de ellos [sus hijos]
instrumentos al servicio de su política, Leonor instrumentos al servicio
de su venganza y para arrebatar el poder al Plantagenet». En junio de
1170 el monarca inglés hizo coronar a Enrique el Joven como heredero del
trono de Inglaterra; la coronación no suponía la abdicación de su padre
sino su asociación al trono como forma de garantizar la continuidad
dinástica. Dos años más tarde, mientras Enrique II estaba embarcado en
plena campaña para conquistar Irlanda y conseguir así el perdón
pontificio tras el asesinato del arzobispo de Canterbury, Thomas Becket,
Leonor hacía coronar a Ricardo en una ceremonia fastuosa como heredero
de sus territorios feudales. La reina recordaba así a su esposo que, en
Aquitania y Poitu, él no era más que un simple administrador.
En la Navidad de 1172, Enrique, Leonor y sus hijos se reunieron en
Chinon. Hacía más de dos años que los monarcas no se habían visto, pero
la reina tenía preparada una sorpresa que Enrique no podía ni imaginar.
El monarca, obsesionado por ostentar un poder centralizado sobre todos
sus territorios, se negaba a ceder ninguna parcela de poder a sus hijos,
y Leonor aprovechó la situación para conspirar junto a ellos en contra
de su propio padre. Los hechos se precipitaron a partir de la
concertación del futuro matrimonio de Juan sin Tierra con la hija del
conde de Maurienne cuya negociación había comenzado en 1171. En aquella
Navidad, Enrique y Leonor accedieron al matrimonio y establecieron como
dote para su hijo la entrega de algunas posesiones —Loudun, Mirabeau y
Chinon— que formaban parte de la herencia de Enrique el Joven. El
conflicto estaba servido pues éste, furioso, no sólo se negó a
desprenderse de lo que le correspondía, sino que reclamó a su padre el
usufructo de su herencia. Enrique II, que no tenía intención alguna de
abandonar el poder hasta su muerte, se negó a las exigencias de su hijo.
Sólo se trataba de un estallido de cólera de un heredero demasiado
joven, nada que debiese preocuparle. Sin embargo, varios días más tarde,
cuando creía que el conflicto había pasado, el rey de Inglaterra
descubrió que tanto Enrique el Joven como Ricardo y Godofredo habían
huido de Chinon para refugiarse en Francia. Mientras tanto, por todos
sus dominios se extendía la sublevación de unos vasallos que reclamaban
a sus jóvenes herederos. Una mente había diseñado todo, Leonor, y estaba
en Poitiers.
Con el apoyo de Luis VII, se formó con rapidez una coalición de fuerzas
en torno a Enrique el Joven, y en junio de 1173 comenzó el
enfrentamiento armado entre el rey de Inglaterra y sus herederos. Pero
el Plantagenet era un hueso duro de roer. Empleando hasta la última
moneda de su fortuna reunió un ejército de cerca de veinte mil
mercenarios y con él plantó cara a los sublevados hasta derrotarlos. En
el otoño de 1173, Enrique II había recuperado el control de la
situación, había llegado a un acuerdo con sus hijos y cercaba a su
esposa Leonor en sus dominios. Una noche de noviembre, mientras trataba
de escapar disfrazada de hombre, fue capturada por los partidarios del
monarca. Leonor fue conducida al castillo de Chinon y allí comenzaría un
encierro que habría de mantenerse durante quince largos años.
En 1189, tras la muerte de su padre, Ricardo Corazón de León se
convertía en rey de Inglaterra pues sus hermanos mayores, Enrique y
Godofredo, fallecieron en 1183 y 1186, respectivamente. El favorito de
Leonor se convertía en el gran heredero del imperio que con tanto afán
había construido junto a su marido, y su primera decisión como monarca
sería liberar a su madre. Ella tenía entonces casi setenta años pero aún
daría muestras del temple y el carácter que habían sido su signo de
identidad. Leonor se convertiría en la gran valedora de Ricardo frente a
las pretensiones de Juan sin Tierra, logrando ponerles fin. En 1191,
cuando Ricardo se encontraba camino de Tierra Santa, Leonor llevaría
hasta Sicilia a su futura esposa, Berenguela de Navarra, y mientras
Ricardo se hallaba inmerso en la Tercera Cruzada, se erigiría en cabeza
de la resistencia a las pretensiones del rey de Francia, Felipe Augusto,
y de su hijo menor. Dirigió la organización del rescate de Ricardo
cuando éste estuvo preso, y lo llevó personalmente a Colonia en enero de
1194 para liberarlo. Sólo con la muerte de Ricardo, en 1199, Leonor dejó
de defender su derecho al trono para situarse entonces detrás del nuevo
heredero, Juan sin Tierra. Retirada al final de sus días en el
monasterio de Fontevraud, Leonor aún sacaría fuerzas con casi ochenta
años para viajar en 1200 hasta Toledo para recoger a su nieta Blanca de
Castilla y entregarla como esposa a Luis VIII de Francia. Su
extraordinaria fortaleza terminaría por quebrarse el 1 de abril de 1204.
Leonor de Aquitania dibujó junto con Enrique II las líneas maestras por
las que discurrió la historia de la Edad Media europea. Su inteligencia
política y su resolución dieron pie a la creación del gran imperio
Plantagenet en el que cristalizaría la cultura de la caballería que
serviría de alimento a la sociedad posterior. En torno a Leonor se
desarrolló la poesía de los trovadores y la lírica del amor cortés que
en la siguiente generación daría lugar a la rica literatura del ciclo
artúrico. Pero, además, Leonor fue una mujer que, contrariamente a los
usos de su época, optó ser dueña de su vida y sus decisiones y supo
buscar para ello los huecos que la sociedad medieval dejaba. En pleno
siglo XII logró su nulidad matrimonial para poder casarse con quien
deseaba, y en pleno siglo XII se volvió contra su esposo para afirmar su
independencia. Apasionada o calculadora, enamorada o ambiciosa, no puede
negarse que Leonor de Aquitania a nadie dejó indiferente ni en el siglo
XII ni en la actualidad.
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