NELSON MANDELA.
El liberador de un pueblo
Nelson Rolihlahla Mandela, fue un hombre que
lleva marcadas en la piel y en la memoria las huellas del sufrimiento.
Al final de su vida (de la que casi un tercio transcurrió en la cárcel)
se puede hacer balance de su trayectoria como una de las más llamativas,
conmovedoras y esperanzadoras de todo el siglo XX y comienzos del XXI.
Nació en un país en el que la mayoría negra salió de la pesadilla del
colonialismo para caer en el infierno del apartheid, el cruel sistema
que mantuvo la supremacía blanca a costa de los derechos humanos de
millones de personas. De joven fue el responsable de que el Congreso
Nacional Africano, principal partido político de la comunidad negra,
abandonase su política de protesta dentro del sistema para adoptar
estrategias más próximas a las de quienes luchaban por la
descolonización de las tierras de África y Asia, lo que terminaría por
llevarle a prisión. Una vez que fue liberado, con más de setenta años,
pudo trabajar para hacer realidad su sueño, la instauración de un
régimen democrático y no discriminatorio en Sudáfrica. Sin duda el hecho
de que ese sueño fuese compartido por sus compatriotas de nación y raza
es la clave para entender por qué este hombre se elevó a la categoría de
símbolo de lo que el ser humano quiere superar para lograr un futuro
mejor, de libertad y justicia para todos.
Sudáfrica es uno de los territorios africanos en los que la presencia
colonial europea fue más temprana. Frecuentada ya por los portugueses en
su camino hacia la India, los primeros en instalarse de forma permanente
fueron los holandeses en el siglo XVII. Fueron sustituidos
paulatinamente por los británicos, que vieron reconocida su soberanía
sobre la colonia en el Congreso de Viena de 1815. Desde entonces
hicieron del extremo meridional de África objeto de la codicia de sus
comerciantes e industriales, ya que era una tierra rica como pocas en
recursos naturales y de un gran valor geoestratégico, donde podían
obtener materias primas baratas y grandes mercados para su creciente
industrialización, relegando a un plano secundario la voluntad y la
situación de sus habitantes. Aunque algunos de éstos no se mostraron muy
conformes con la nueva situación. La población descendiente de los
colonos holandeses, los bóers, protagonizaron una guerra contra Gran
Bretaña entre 1899 y 1902 en la que salieron perdiendo y sólo lograron
que el control británico se cerrase todavía más sobre ellos.
Aunque desde entonces las relaciones de Sudáfrica con la metrópoli
británica fueron encauzándose, esto se hizo sobre la base de un pacto de
autonomía política (consagrada por la creación de la Unión Sudafricana
en 1910 como dominio dentro del Imperio británico) a cambio de un
respeto escrupuloso de los intereses económicos de la élite europea que
dirigía los negocios de la colonia. La contrapartida de este arreglo con
la minoría blanca que controlaba todos los resortes del poder fue la
construcción progresiva de un sistema que consagraba el racismo como
base de las relaciones sociales y económicas que se iría agravando con
el paso del tiempo. En ese país en el que la mayoría negra vivía
marginada de la riqueza, el bienestar y la participación política, pero
en el que todo se sustentaba en su trabajo, fue en el que nació el
hombre llamado a acabar con semejante injusticia.
El que empuja la rama de un árbol
El 18 de julio de 1918 nació en Mvezo, un pueblo de una idílica región
rural de Transkei (uno de los departamentos orientales de Sudáfrica), el
hijo de Henry Mgadla Mandela y su esposa Nonqaphi Nosekeni, Rolihlahla;
el nombre significa literalmente en lengua isiXhosa «el que empuja la
rama de un árbol», pero coloquialmente quiere decir «que causa
alboroto». Su padre era el consejero principal del regente de los Tembu,
grupo tribal al que pertenecían y en cuyo seno transcurrió la infancia
del niño. Como señala Rick Stengel, biógrafo de Mandela: «Creció en un
mundo aparte. Básicamente era un mundo africano. No creció entre blancos
y no tenía el sentimiento de inferioridad que tenían muchos africanos
porque aquél era todo su mundo, el mundo de su padre y de su madre, el
mundo de su aldea. Era una sociedad ritualista en la que la familia era
muy importante. Era un vaquero, llevaba a pastar las vacas por las
mañanas, bebía la leche de las ubres de las vacas. Era la existencia más
simple que se pueda imaginar… un mundo idílico». Su padre disfrutaba de
una posición acomodada con ganado, cuatro esposas y trece hijos, pero
aquello no significaba que Rolihlahla no conociese a los blancos
colonizadores que dominaban el país, ya que ocasionalmente visitaban la
aldea para tratar asuntos con los Tembu. En palabras del propio Stengel,
«siendo niño veía a los blancos como dioses que venían de otro sitio que
él no conocía y que ocasionalmente los visitaban. Los miraba con temor y
respeto porque veía la forma en que los mayores, incluido su padre,
trataban a los blancos y supo, de la forma que intuyen los niños, que
algo ocurría».
A la edad de siete años comenzó a acudir a una escuela rural cerca de
Qunu, y el primer día vivió una experiencia que le acercaría un poco más
al mundo exterior. Su maestra, miss Mdingane, le puso otro nombre, uno
británico, siguiendo la extendida costumbre de dar a los nativos un
nombre que pudiesen entender con facilidad los colonos blancos, que no
mostraban mucho interés por aprender las lenguas sudafricanas. El nombre
elegido fue Nelson, sin que se sepa a ciencia cierta cuál fue la razón
de esta elección. Sin embargo, el hecho que dio realmente un vuelco
tanto a su educación como a su vida entera fue el fallecimiento de su
padre en 1927; a partir de entonces fue acogido como pupilo del regente
Jongintaba Dalidyebo, que se encargó de que recibiese la formación
necesaria para sustituir a su padre en el cargo de consejero. Dejó su
aldea natal para trasladarse a la residencia del jefe, «el gran lugar».
Para Stengel, esta etapa en la infancia de Mandela le dejó una huella
imborrable, especialmente las reuniones del consejo de la tribu, adonde
lo llevaban para que aprendiera. «Observaba todo con admiración y
respeto porque todos esos jefes eran grandes hombres, elocuentes y
fuertes, y cuando tenían estos encuentros cada uno de ellos hablaba por
turno, muchos de ellos criticaban al regente con severidad, lo que a
Nelson le sorprendía mucho… para él todo esto quedó grabado como un
modelo de democracia.»
Pero aquella formación no descuidaba la educación reglada del niño, que
siguió sus estudios y desde 1934 acudió a diferentes instituciones
educativas: al instituto en Engcobo, al college en Fort Beaufort y, por
fin, a la Universidad de Fort Hare, un centro especializado en ofrecer
educación universitaria a la población negra. Allí dio sus primeras
muestras de rebeldía. Cuando lo eligieron como representante de los
estudiantes, se sumó a una campaña de boicot contra la política de la
universidad, lo que le valió su expulsión en 1940, al año de haber
ingresado. De vuelta a Transkei se encontró con que el regente había
concertado para él un matrimonio de conveniencia, algo por lo que no
estaba dispuesto a pasar, por lo que decidió huir e ir a la ciudad junto
con su primo Justin, para quien habían buscado una esposa también sin su
consentimiento. Así es como llegó Nelson Mandela a Johannesburgo y entró
en contacto por primera vez de forma directa con la discriminación que
vivían los negros en su país. Como señala Stengel, «de alguna forma
extraña el racismo de la ciudad le definió como un hombre negro y de
alguna forma comenzó el fuego interno del resentimiento que finalmente
condujo a una rebelión en toda regla». Fue la toma de contacto con
aquella sociedad controlada por blancos, en la que los negros estaban
segregados en todos los ámbitos de la vida desde la cuna hasta la tumba,
lo que hizo que empezara a tomar conciencia de su propia condición y de
la discriminación que vivían los suyos. El sentimiento de rebeldía
contra esta situación iría produciendo un cambio en el interior del
joven Nelson, y «el que empuja la rama de un árbol» iría dando paso a un
rebelde.
Un abogado interesado en la política
En 1941 se produjo un encuentro que marcó la vida de Nelson Mandela.
Cuando no llevaba ni un año en Johannesburgo le presentaron a Walter
Sisulu, uno de los más desatacados activistas del Congreso Nacional
Africano (ANC), el partido político fundado en 1912 con el objetivo de
acabar con la discriminación de la comunidad negra y lograr para ella
una representación política en el Parlamento. Sisulu recuerda bien la
primera impresión que le causó Mandela: «Me impresionó al instante su
porte, su manera de acercarse… era brillante, un joven muy despierto», y
enseguida se dio cuenta de su potencial para el partido. Según él mismo
ha declarado, «tenía al hombre adecuado y si podía, quería desarrollarlo
al máximo posible». Quizá como un primer paso para lograrlo le brindó la
oportunidad de tener una mayor estabilidad laboral. Desde su llegada a
la ciudad había ejercido como guardia en unas instalaciones mineras,
pero de la mano de Sisulu comenzó a trabajar para un bufete de abogados.
En esta época combinó el trabajo con la continuación de sus estudios,
siguiendo la carrera de leyes en la Universidad de Sudáfrica, y con sus
primeras actividades en el Congreso Nacional Africano. Como señala Rick
Stengel, «Walter [Sisulu] comenzó a llevarle a reuniones y, tal y como
había hecho de jovencito, observaba y callaba, escuchaba los discursos,
captó la variedad de opiniones y comenzó a politizarse. En la
organización fue subiendo muy despacio, era muy tímido y se daba cuenta
de que su inglés no era muy bueno, así que en la primera etapa no habló
demasiado». También en esta época comenzó a construir su vida familiar
apartado de los Tembu. En Johannesburgo entró en contacto con la familia
de Sisulu y enseguida captó su atención su prima, Evelyn Ntoko Mase, con
la que contrajo matrimonio en 1944 en una ceremonia civil porque no
podían permitirse una boda tradicional. Juntos tendrían cuatro hijos
antes de su divorcio en 1958.
Su perfil político se fue reforzando con el tiempo. La Segunda Guerra
Mundial fue un tiempo de sacrificios para Sudáfrica, que había adquirido
su independencia en el seno de la Commonwealth británica en 1934 y, por
tanto, había entrado en la guerra en apoyo de Gran Bretaña. La población
negra no vio recompensado su esfuerzo y, en cambio, adquirió una mayor
conciencia política durante esos años. Fue por entonces cuando Mandela
comenzó a frecuentar a un grupo de jóvenes militantes del partido,
reunido en torno a Anton Lembede, que se propusieron replantear las
tácticas de la dirección, basadas en el respeto al marco institucional
vigente y la solicitud de un cambio dentro de los estrechos cauces que
permitía. Frente a esto, el grupo de jóvenes comenzó a desarrollar un
mensaje de nacionalismo africano radical, muy en la línea de los
movimientos descolonizadores que fraguaron en África en esa década, y
consideraban como base de su acción el principio de autodeterminación
nacional frente a los colonizadores. En el grupo, además de Mandela,
también estaban Sisulu y un viejo compañero suyo de Fort Hare, Oliver
Tambo, que se convertiría desde entonces en su íntimo amigo. En
septiembre de 1944 fundaron en el seno del partido la Liga Juvenil del
Congreso Nacional Africano (ANCYL). En palabras del periodista Allister
Sparks, «en la comunidad negra se seguía dando la actitud de “sí, amo;
no, amo” y creo que ese tipo de comportamiento se había extendido a la
mayoría de los miembros del CNA y eso es lo que Mandela estaba
desafiando y cambiando con la militancia que él, Sisulu y otros trajeron
mediante la Liga Juvenil».
Sin embargo, los años siguientes de la Liga y del Congreso Nacional
Africano se verían marcados por un ambiente cada vez más siniestro. En
1948 el Partido Nacional ganó las elecciones (en las que participaban
sólo blancos) con un programa de institucionalización de la segregación
racial completa en Sudáfrica. La puesta en marcha de este programa tuvo
como resultado la construcción en los años siguientes de un régimen que
consagraba en las leyes y en la práctica la discriminación para la
comunidad negra, llegando incluso a la segregación física de ésta. El
nuevo sistema político recibió el nombre de apartheid, voz neerlandesa
que significa «apartamiento, separación» y que en afrikáans (variedad
del neerlandés hablada en Sudáfrica por los descendientes de los colonos
holandeses) adquirió el sentido concreto de «segregación racial». Ante
la nueva situación el auditorio del discurso radicalizado de la Liga
Juvenil se amplió de forma exponencial, y ésta comenzó a proponer
campañas no violentas de boicot, nocooperación, desobediencia civil y
huelgas como instrumentos para presionar al gobierno y entorpecer la
aplicación de las leyes segregacionistas. Mandela tuvo un papel
destacado y creciente en la organización de estas acciones. Sorprendió a
sus compañeros por su disciplina y su inagotable capacidad de trabajo,
empezando a adquirir por ello cierta relevancia pública. Como asevera
Sparks, «Mandela representaba la línea divisoria, el cambio del viejo
enfoque constitucional a otro más desafiante, fortalecido y agresivo,
eso le dio una imagen muy particular, se convirtió en el símbolo de la
militancia para la juventud de aquella época y eso lo transmitió al
Congreso Nacional Africano».
Gradualmente fue escalando puestos en la organización: en 1948 fue
elegido secretario nacional de la Liga Juvenil y en 1951, su presidente.
Para entonces la militancia del Congreso Nacional Africano había llevado
a los principales cargos directivos a miembros de la Liga (con Sisulu a
la cabeza como secretario general) para adecuar el partido a la nueva
situación, y desde esta última se diseñó (en un comité del que formaban
parte Mandela, Sisulu, Tambo y otros) el nuevo programa del partido, más
radical y cercano a los postulados de la organización juvenil. La nueva
estrategia del partido no tardó en acarrear problemas legales a sus
dirigentes y militantes. En 1952 el Congreso lanzó una «campaña de
desafío» al apartheid que fue coordinada por Mandela en todo el país,
por lo que el gobierno le encausó junto con Sisulu y otros dieciocho
militantes con la acusación de haber violado la legislación
anticomunista. El tribunal dictaminó que los acusados habían promovido
entre los militantes sólo acciones pacíficas, así pues fueron absueltos,
un golpe de fortuna que no se repetiría más adelante. Pese a ello se
restringió su libertad de movimientos y de comunicación, y no se le
permitía acudir siquiera a las celebraciones de cumpleaños de sus hijos.
En momentos tan difíciles superó el examen de admisión a la abogacía
profesional, y a continuación abría junto a Tambo el primer bufete de
abogados de Sudáfrica para población negra. Para Rick Stengel, «se
convirtió en La Meca de todas las personas negras que tenían problemas
legales en Sudáfrica. Sólo existía ese bufete de abogados y la gente
acudía a visitarles. Para entrar todos los días en su despacho tenía que
abrirse paso entre docenas de personas que esperaban en el vestíbulo
para verle».
Al año siguiente, el Congreso Nacional Africano comenzó a temer
seriamente que el gobierno lo ilegalizara, por lo que encargó a Mandela
que preparase un plan para que el partido pudiese continuar su actividad
en la clandestinidad. Tomando como referencia su apellido, se le llamó
«Plan M». Durante la década de los cincuenta se le prohibió aparecer en
público varias veces (la primera en 1953 por dos años y la segunda en
1956 por cinco años más), prohibiciones hacia las que progresivamente
fue desarrollando una actitud menos beligerante ya que, como él mismo
afirmó con posterioridad, no estaba dispuesto a convertirse en su propio
carcelero. Por eso continuó organizando actividades para el ANC en el
ámbito privado y trabajando en su despacho de abogado. Pero todas sus
prevenciones no sirvieron para aliviar el cerco en torno a su persona.
En diciembre de 1956 fue arrestado junto a otros ciento cincuenta y
cinco miembros del partido acusados de traición. Aunque fue liberado más
tarde, quedaba pendiente de la celebración de un juicio que le podía
costar muy caro.
Semejante vorágine política y personal fue demasiado para su matrimonio
con Evelyn, que tuvo que sufrir privaciones y soledad por la actividad
de su marido. Se separaron en 1955 y se divorciaron oficialmente tres
años más tarde. Pero poco después encontraría a quien se convertiría en
su segunda esposa, Winifred Nomzamo Zanyiwe Madikizela, conocida entre
sus amigos como «Winnie». Con ella contrajo matrimonio en junio de 1958,
poco después de formalizar el divorcio con Evelyn. A diferencia de su
boda anterior, ésta se celebró siguiendo el estilo tradicional, en una
iglesia de Bizana, aunque no tuvieron ni tiempo ni dinero para hacer una
luna de miel, ya que el novio tenía que comparecer de nuevo ante los
tribunales para hacer frente a su procesamiento por traición. Los
escasos momentos de felicidad que pudo vivir tras la boda se verían
pronto empañados por los nubarrones que se cernían sobre su futuro.
Prisionero 466/64
La década de los sesenta comenzó en Sudáfrica con un ambiente de
inestabilidad, agitación social y fragilidad política. Mientras el
gobierno preparaba una nueva Constitución por la que el país quedaría
definido como república, se concluyó el macrojuicio a los dirigentes del
Congreso Nacional Africano por traición, que venía desarrollándose desde
hacía cuatro años. Por fin, en 1961, el tribunal decidió exculpar a los
acusados, pero dicha sentencia apenas tuvo repercusiones porque el
ambiente se había degradado a pasos agigantados. En marzo de 1960, en
Sharpeville, una ciudad de Transvaal, tras varios días de protestas la
policía se vio superada por los manifestantes negros y abrió fuego
indiscriminadamente matando a sesenta y nueve personas. La ola de
protestas que desató en el país la masacre fue abrumadora, lo que obligó
al gobierno a decretar el estado de emergencia y dar el arriesgado paso
de ilegalizar el Congreso Nacional Africano. Ahora la lucha contra el
apartheid tendría que desarrollarse en la clandestinidad. Mandela se vio
forzado a vivir separado de Winnie y de las dos hijas que habían tenido,
cambiando de residencia a menudo y disfrazándose para sortear los
controles policiales. Su popularidad en aquella época fue inmensa. En
opinión de Allister Sparks, «cuando Mandela pasó a la clandestinidad su
figura de hombre se adornó de una imagen romántica, se convirtió en un
ídolo, en una figura heroica y gloriosa particularmente para todos los
jóvenes negros sudafricanos». Entre los opositores al régimen se le
comenzó a conocer como «la Pimpinela Negra».
El resultado político de la represión creciente hacia los activistas por
los derechos de la población negra fue la radicalización de su discurso
y sus tácticas. Mandela, junto con otros dirigentes del ANC, fundaron
una nueva agrupación dentro del partido, Umkhonto we Sizwe
(literalmente, «arpón del pueblo», y abreviado usualmente como MK), un
brazo armado encabezado por Mandela con el que combatir al gobierno. La
decisión de emprender el camino de la lucha armada partía de la
convicción de que la violencia ya existía en el país, de que era
inevitable y de que el gobierno no dejaba otro camino que el de tomar
las armas al desatender sus peticiones pacíficas. Según el criterio de
Sparks, la trayectoria en sólo dos años del Congreso Nacional Africano
obedecía a una lógica sencilla: «La combinación de la masacre y la
prohibición de la resistencia pacífica fue realmente la gota que colmó
el vaso y entonces el ANC, liderado por Mandela, que era más su cerebro
que su líder, llevó a la organización a adoptar una estrategia de
guerrilla violenta».
En 1962 Mandela, con el nombre falso de David Motsamayi, viajó durante
varios meses fuera del país. Acudió a la Conferencia del Movimiento de
Liberación Panafricano celebrada en Etiopía, recibió adiestramiento
militar junto a otros miembros del MK en dicho país y Argelia y viajó
también a Londres, donde mantuvo encuentros con numerosos exiliados. En
julio regresó a Sudáfrica, donde se le detuvo, juzgó y condenó a cinco
años de prisión por abandono ilegal del país. Fue en esta ocasión cuando
pisó por primera vez la prisión de Robben Island, una isla en el océano
a varios kilómetros de Ciudad del Cabo donde pasaría la mayor parte de
sus años de internamiento. Allí tuvo noticia de que la estructura
clandestina del ANC había sido descubierta y desmantelada por la
policía, siendo acusado formalmente, junto con otros nueve miembros del
partido, de sabotaje y de conspiración para derrocar al gobierno. El
proceso (llamado «proceso de Rivonia» por ser en esta localidad al norte
de Johannesburgo donde se produjeron las detenciones de la cúpula del
ANC) duró ocho largos meses. Los acusados plantearon una estrategia de
acción basada en considerar el juicio como un proceso político, y
tomaron la decisión dramática de que si la condena era a muerte no
recurrirían. Como señala Rick Stengel al valorar su actitud ante el
proceso, «lo que intentaban hacer era condenar todo el sistema
sudafricano. Mandela dijo: “Quisiera llevar a juicio a Sudáfrica,
quisiera llevar a juicio a los opresores”. Se declararon culpables de
las acusaciones, pero diciendo: “Vosotros sois los auténticos criminales”».
La expectativa de la pena capital no era en absoluto descabellada y
Mandela consideró que tanto él como sus compañeros debían estar
preparados para cualquier desenlace. Como recuerda uno de los
encausados, Ahmed Kathrada, «así es como fuimos a juicio, esperando lo
peor. Su actitud durante el proceso fue prepararnos para esa
posibilidad. Tanto que, como el proceso era muy rígido, nos persuadió
para que no presentásemos una apelación si nos sentenciaban a muerte».
El alegato final de Mandela, de cuatro horas de duración, fue una
acusación contra el apartheid en bloque, que terminó con las siguientes
palabras: «He luchado contra la dominación blanca y he luchado contra la
dominación negra. He amado el ideal de una sociedad libre y democrática
en la que todas las personas vivan juntas en armonía y con las mismas
oportunidades. Es un ideal por el que espero vivir y que espero
alcanzar. Pero si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a
morir». En junio de 1964 todos los acusados menos dos fueron condenados
a cadena perpetua. Los condenados fueron conducidos inmediatamente a
Robben Island, donde Mandela fue clasificado como el «prisionero
466/64». Estaría en aquella isla dieciocho años de los veintisiete y
medio totales que pasaría privado de libertad.
Todos sus biógrafos coinciden en señalar la importancia de los años de
prisión en la maduración de la personalidad de Mandela. En primer lugar,
por la privación del contacto con el exterior, ya que durante su
encarcelamiento apenas le fue permitido recibir visitas y cartas. Los
condenados por el proceso de Rivonia, como presos políticos, fueron
separados de los prisioneros comunes, aislados y tratados con
inferioridad de condiciones que al resto. En la prisión no había
relojes, las luces estaban encendidas las veinticuatro horas del día, no
había acceso a ningún medio de comunicación y se les obligó a trabajar
en una cantera en la isla durante trece años. La relación con sus
carceleros fue muy difícil inicialmente, aunque con el tiempo Mandela se
ganó su respeto e incluso el afecto de algunos, como por ejemplo James
Gregory, Christo Brand y Jack Swart, con los que ha mantenido una
relación cercana tras su puesta en libertad.
Durante su estancia en Robben Island murieron su madre y su hijo
Thembekile, víctima de un accidente de tráfico. No se le permitió
asistir al entierro de ninguno de los dos. Su esposa Winnie trabajó duro
para mantener viva la memoria de su marido y el resto de los
encarcelados como parte esencial del activismo contra el apartheid, lo
que le valió todo tipo de represalias de las autoridades, incluyendo
prohibiciones, arrestos y acoso continuo, algo que se convirtió en una
de las fuentes fundamentales de preocupación para Mandela durante sus
años de cárcel. Según comenta Rick Stengel, «esto fue motivo de gran
angustia para él, a sus hijos tuvieron que mandarles lejos a la escuela.
No tenían dinero, Winnie fue perseguida y tuvo que vivir alejada de sus
hijos. Eso realmente lo torturó».
Con posterioridad sería trasladado de prisión sólo con algunos de sus
compañeros. La primera vez fue en 1982, cuando lo llevaron a la prisión
de Pollsmoor, y posteriormente en 1988, cuando lo trasladaron a la
prisión Victor Verster, en la región de El Cabo. Para entonces la
actitud del gobierno sudafricano había variado hacia los presos
políticos del Congreso Nacional Africano, y sobre todo hacia Mandela, ya
que las perspectivas de perpetuar el régimen indefinidamente eran cada
vez menos realistas.
La libertad en el horizonte
En la década de 1970 algunos hechos internos e internacionales hicieron
que el apartheid comenzase a dar sus primeros síntomas de debilidad.
Mientras la oposición interna continuaba, aunque debilitada desde el
encarcelamiento de la cúpula del Congreso Nacional Africano, las
potencias occidentales lo tenían cada vez más difícil para mirar hacia
otro lado. Aunque habían rechazado formalmente el régimen sudafricano,
lo toleraban por los fuertes intereses económicos de sus compañías en la
zona y por considerarlo un bastión de la lucha contra el comunismo en
África, que se había hecho presente en las guerras por la independencia
de las antiguas colonias portuguesas de Angola y Mozambique, ambas
fronterizas en aquel entonces con territorio sudafricano. Pero el
rechazo de las opiniones públicas de las sociedades occidentales se dejó
sentir especialmente a partir de 1976. En junio de aquel año se
produjeron importantes disturbios protagonizados por estudiantes en la
ciudad de Soweto, que fueron duramente reprimidos por la policía,
ocasionando ciento setenta y seis muertos. El acontecimiento fue el
detonante de un levantamiento popular anti-apartheid en el interior como
no se producía desde los años cincuenta, y la cruenta represión policial
fue el motivo de que cientos de miles de personas se movilizaran en
Europa y Norteamérica.
Cada año que pasaba el gobierno sudafricano estaba más convencido de que
no podía prolongar la situación sin el apoyo occidental. En 1985 se
produjo un acuerdo internacional por el que se imponían sanciones
económicas al país por la segregación racial, que en el contexto de
crisis económica que entonces vivía supuso un duro golpe para el
gobierno. El ascenso de Gorbachov al poder en la URSS y el deshielo de
la Guerra Fría le privaba, además, de su última coartada a nivel
internacional. No les quedaba más remedio que negociar con la oposición
para llegar a una salida. Para Rick Stengel, Mandela fue consciente
desde prisión de que algo estaba cambiando, de que de repente los presos
del Congreso Nacional Africano eran más valiosos. «Mandela vio el
ambiente de cambio, vio el rechazo que producía el apartheid en los
demás, vio que cambiaba la situación y que cambiaba a su favor, porque
el gobierno abría algo la mano, el gobierno buscaba una manera para
salir de ese lío.»
En 1985 se produjeron los primeros contactos del ministro de Justicia
Kobie Coetsee con Mandela, que poco después rechazó la propuesta que le
hizo el gobierno de dejarle en libertad si renunciaba a la violencia.
Pese a ello las negociaciones no se interrumpieron. Mientras tanto en el
interior Mandela se había convertido en el símbolo de los opositores. El
eslogan «Liberad a Mandela» junto con sus últimas fotos de los años
sesenta, justo antes de ingresar en prisión, se volvieron omnipresentes
en los actos de protesta. Para Ciryl Ramaphosa, activista del Congreso
Nacional Africano de aquellos años, «Nelson Mandela iba más allá de la
vida, era un símbolo para todos nosotros. Era una inspiración. Nos
manifestábamos por él, con su nombre. Queríamos ser como él, darlo todo
por esta lucha». Ese liderazgo desde la cárcel se volvió otro factor de
presión para el gobierno, que estaba preocupado por la maltrecha salud
de Mandela después de dos décadas en prisión (en sus últimos cinco años
de cárcel tuvo que ser hospitalizado tres veces por problemas de
próstata y tuberculosis). Si Mandela llegaba a morir en prisión se
convertiría en un mártir que, usado por la oposición, podía tener
efectos devastadores.
El cambio definitivo comenzó a llegar en septiembre de 1989, cuando ganó
las elecciones el moderado Frederik Willem de Klerk que, como nuevo
presidente, comenzó a desmantelar las leyes del apartheid y a liberar a
los presos políticos. El ambiente de cambio y esperanza que se apoderó
del país durante los siguientes meses renovó a la sociedad sudafricana
con un aliento de libertad. El 2 de febrero de 1990 se legalizó de nuevo
el Congreso Nacional Africano, y ocho días más tarde el presidente en
persona anunció que al día siguiente se liberaría a Mandela. Por fin el
11 de febrero salía de prisión acompañado de su esposa y, trasladado a
Ciudad del Cabo, se dirigió a una multitud de medio millón de personas.
Según Ciryl Ramaphosa, «oír a ese hombre que había estado apartado de
nosotros todos esos años fue una de las sensaciones más fuertes que
sentimos la mayoría de nosotros. Para mucha gente fue un sueño hecho
realidad». Desmond Tutu, antiguo arzobispo anglicano de Ciudad del Cabo
y Premio Nobel de la Paz en 1984 por su oposición al apartheid desde los
disturbios de Soweto, recuerda sobre aquel día que «parecía como si la
primavera hubiese llegado en mitad del invierno, creo que nuestra gente
pensaba: “Dios nos ama, nos ha oído y nos ha permitido entrar en la
tierra prometida”. Él representaba todo lo que esperábamos, significaba
que íbamos a cruzar el Jordán». El propio Mandela se mostró sorprendido
por la acogida que le brindaron sus compatriotas y declaró: «Yo estaba
totalmente abrumado, no esperaba semejante entusiasmo. Si le dijese que
soy capaz de describir mis sentimientos estaría sencillamente
desvariando. Me dejó sin aliento».
El impacto todavía era mayor porque se trataba de un hombre del que no
se tenía una sola imagen en treinta años, toda una generación había
crecido sin verle ni oírle, se ignoraba cuál sería su aspecto o su
estado físico cuando saliese de la cárcel. Como apunta Allister Sparks,
«ahora sabemos que, de hecho, Mandela fue llevado por todo el país
preparándolo silenciosamente para su liberación ya que había sido
apartado de la vista de toda una generación. Nadie sabía cómo era,
apareció en playas, entró en tiendas, pero nadie le reconoció. Fue una
de las más extraordinarias situaciones. Todas las personas del mundo
conocían su nombre pero él podía caminar por Ciudad del Cabo sin ser
reconocido». Ese hombre había recuperado su libertad y se enfrentaba,
con setenta y un años, al reto más importante de su vida: lograr que el
sueño por el que tanto había luchado y sufrido se hiciese realidad en
los siguientes meses.
Construir la democracia
Un año después de su salida de prisión, en 1991, la primera Conferencia
Nacional del recientemente legalizado Congreso Nacional Africano eligió
a Nelson Mandela como presidente del partido. Había comenzado antes una
fase de negociación con el gobierno para poner los cimientos de uno de
los procesos de transición a la democracia más difíciles vividos en el
siglo XX. Ambas partes, oposición y gobierno, llegaron a un acuerdo de
cambio pacífico. El gobierno lograba así su objetivo de evitar una
guerra civil y la comunidad negra veía por fin colmadas sus aspiraciones
de libertad, igualdad civil y representación política. Como
reconocimiento a esta ingente labor, el Comité Nobel noruego decidió
otorgar el Premio Nobel de la Paz conjuntamente a Nelson Mandela y a
Frederik Willem de Klerk en el año 1993, en palabras de la Fundación
Nobel, «por su trabajo para acabar pacíficamente con el régimen del
apartheid y por sentar las bases de una nueva Sudáfrica democrática».
Mandela declaró públicamente que aceptaba el premio en nombre de todos
los sudafricanos que habían sufrido y sacrificado tanto para llevar la
paz a su tierra.
Esa nueva Sudáfrica fue una realidad el 27 de abril de 1994, cuando toda
la población adulta sudafricana sin discriminación de raza ni sexo pudo
votar en las primeras elecciones realmente democráticas del país. Los
meses anteriores habían sido de una frenética campaña electoral en la
que Mandela fue cabeza de lista por el Congreso Nacional Africano. En la
campaña, como en los meses que habían transcurrido desde su
excarcelación, llamó mucho la atención su discurso únicamente enfocado
hacia un futuro de reconciliación y trabajo en común, en el que no había
que dejar lugar para el rencor y el resentimiento si se quería culminar
con éxito el cometido que se había comenzado. Como señala Rick Stengel,
«creo que se dio cuenta a tiempo de que para crear una Sudáfrica unida y
no racial tenía que hacerse de forma que estuviese desprovista de
amargura, no podía mostrar resentimiento, debía ser más fuerte que todo
eso». Mandela fue el gran vencedor de aquella jornada electoral y el 10
de mayo siguiente, a los setenta y cinco años, se convirtió en el primer
presidente de la Sudáfrica democrática, cargo en el que continuaría
hasta 1999.
Sus años de mandato estuvieron marcados por la redacción de una nueva
Constitución democrática para el país y por el desarrollo de políticas
que pusiesen las bases del bienestar y la igualdad de oportunidades para
la población negra del país. En lo personal lo más destacado fue su
divorcio de su esposa Winnie, cuya trayectoria se había ido
radicalizando en los últimos años de prisión de su marido, y además en
la década de 1990 se vio implicada en varios escándalos judiciales. En
1998, el día de su octogésimo cumpleaños contrajo terceras nupcias con
la activista mozambiqueña a favor de los derechos de la infancia Graça
Machel, con la que sigue casado en la actualidad.
Desde que dejó la presidencia de su país, su actividad pública ha sido
intensa y se ha centrado en las tres fundaciones que ha creado. El
Centro de la Memoria Nelson Mandela-Fundación Nelson Mandela es una
institución dedicada a la preservación de la memoria de la lucha contra
el apartheid como un requisito ineludible para guiar los pasos de
Sudáfrica en el siglo XXI; el Fondo Nelson Mandela para los Niños se
ocupa de promover la salud y las oportunidades educativas para los más
pequeños en el país, y la Fundación Mandela-Rhodes es una iniciativa que
busca potenciar a estudiantes universitarios para la creación de futuros
líderes africanos. Ha dedicado también importantes esfuerzos a la lucha
contra el sida en África, donde los efectos de la pandemia son
devastadores, como él mismo pudo padecer ya que su hijo mayor Makgatho
murió en 2005 a causa de dicha enfermedad.
El legado que deja Nelson Mandela al final de su vida es admirable. Su
trayectoria es una de las más sorprendentes, apasionantes y ejemplares
de todo el siglo y un referente y una esperanza para el futuro de
África. Como señala Allister Sparks, «Mandela deja un poderoso legado
que es una especie de cimiento para la nueva sociedad. Puede que vaya
mal, pero estoy seguro de que nos ha dado una gran oportunidad, este
país podía haber acabado en un baño de sangre de no ser por un hombre
que ha sufrido más que ningún otro saliendo de la cárcel diciendo “no
siento rencor”». El criterio de Ciryl Ramaphosa se encamina en la misma
dirección: «No habríamos podido negociar el final del apartheid sin
Nelson Mandela». Pero más allá de su significación para su país y su
continente, su obra supone un mensaje para toda la humanidad. Su
capacidad de dejar a un lado su dolor y resentimiento personales para
lograr una meta guiada por el interés colectivo es un ejemplo que va más
allá de las fronteras. Con personas que pudieran imitar su conducta
sacrificada y entregada a la consecución de un mundo mejor, la humanidad
tendría garantizada, por lo menos, una convivencia en paz. Ahí reside la
grandeza de su figura, su significación universal, en que en un tiempo
de incertidumbre y amenazas que nublan el futuro del planeta, él es el
ejemplo viviente de que se pueden alcanzar acuerdos entre posturas a
priori irreconciliables que traigan para todos un horizonte de esperanza.
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