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martes, 21 de diciembre de 2021

Los grandes personajes de la historia: RAMSÉS II

 RAMSÉS II

 

El gran faraón.

 

Si hubiese que escoger un solo personaje que representase el poder alcanzado por el antiguo Egipto ése sería sin duda Ramsés II. Gobernador durante más de sesenta años, promotor de la mayor extensión territorial y cultural de Egipto, protagonista de la mítica batalla de Qadesh, constructor sin precedentes de colosales templos y monumentos, esposo de la bella Nefertari, padre de más de noventa hijos… Los cuatro magníficos colosos que le representan a la entrada de Abu-Simbel parecen contemplar la eternidad seguros de su reconocimiento. Y no se equivocan pues el eco de su voz aún resuena en la Historia tres mil años después de su muerte.

 

La historia de Ramsés II es la del esplendor de la civilización egipcia, la que todos, mudos por la grandiosidad del espectáculo, evocamos al contemplar los restos de una de las más fascinantes culturas de la historia de la humanidad, la del Egipto de los faraones.

 

Ramsés II («nacido de Ra, querido de Amón») fue el más importante de los faraones del llamado Imperio Nuevo. Resulta difícil establecer con exactitud el momento en que se inició su reinado, pues las fuentes existentes para determinarlo (fundamentalmente las listas de faraones que se depositaban en los templos) son imprecisas. Aunque los egipcios medían el tiempo a partir de un calendario solar de 365 días casi perfecto complementado con otro lunar y con un tercero que tomaba como referencia el ciclo de la estrella Sirio, su forma de concebir el tiempo, y en particular la historia, no era como la nuestra. Las listas de reyes son sucesiones de nombres en las que se indica el número de año de reinado (primero, segundo…) junto con algunas informaciones consideradas relevantes en el mismo. Por esa misma razón tampoco los egipcios sintieron la necesidad de escribir su historia en los términos en que hoy en día lo hacemos. Lo esencial en su mentalidad era el concepto de continuidad y, por tanto, no había por qué relatar los acontecimientos remontándose a un origen sino continuarlos añadiendo los nuevos hechos. La primera historia del antiguo Egipto escrita desde su origen fue la redactada por el sacerdote Manetón, que en el siglo III a. C. recibió el encargo de hacerlo del sucesor de Alejandro Magno, Ptolomeo II. A él se debe la división de la historia de Egipto en dinastías que aún hoy manejamos. Ya en el siglo XIX, con el inicio de la egiptología, la historia de Egipto se dividiría en tres grandes períodos Imperio Antiguo, Medio y Nuevo— separados por varias etapas de inestabilidad denominadas «períodos intermedios». Todos ellos engloban varias dinastías. Ramsés II accedió al trono egipcio en algún momento entre 1304 a. C. y 1279 a. C. (fechas extremas contempladas por los especialistas), es decir, durante el Imperio Nuevo, cuando la cultura egipcia ya conocía casi dos mil años.

 

Toda la historia de Egipto está marcada por el marco geográfico en el que se desarrolló, la llanura aluvial del Nilo encajonada a ambos lados por el desierto. Esta situación determinó dos cuestiones esenciales en la conformación de su cultura: por una parte, el aislamiento respecto de otros pueblos y, por otra, la dependencia de las crecidas anuales del río. El principal punto de contacto con otros pueblos fue la zona del delta del Nilo, en el llamado Bajo Egipto, especialmente con los que habitaban en las actuales Siria y Palestina siendo ésta el área fundamental de conflicto de intereses con pueblos como los hititas.

 

Durante el Imperio Nuevo, Egipto se abrió como nunca antes al contacto con las culturas del exterior, por razones tanto bélicas como comerciales. El reinado de Ramsés II sería el paradigma de ello y en buena medida son estos contactos los que explicarían el bienestar material que caracterizó su imperio.

 

Las crecidas del río Nilo permitieron el florecimiento de la cultura egipcia que de otro modo habría estado condenada a desarrollarse en unas condiciones parecidas a la beduina. El desbordamiento anual de las aguas del río favorecía el depósito de lodo en sus márgenes fertilizando una tierra que, de no haber sido así, no podría haberse cultivado. La importancia de estas crecidas era tal que en las listas de reyes se consignaba anualmente el nivel de cada una de ellas. Este vínculo entre los faraones y las crecidas estaba en la misma base de la concepción de la sociedad egipcia. Los antiguos egipcios nunca conocieron una forma de gobierno diferente de la monarquía pues en su concepción del mundo sólo la monarquía podía garantizar el orden de las cosas tal y como se había dado en la creación. Cuando en época predinástica surgió la realeza entre los caudillos territoriales, ésta se legitimó mediante la vinculación de dicho surgimiento con el origen mítico de los dioses Osiris, Horus y Seth. De este modo la realeza quedaba incluida en la misma creación y era parte esencial de su religión. Según este entendimiento de las cosas, los dioses habían establecido en la creación a los reyes (faraones) como medio imprescindible para preservar el orden dado al mundo. El faraón creaba orden con su sola presencia, y parte esencial del «orden» en el mundo egipcio era la regularidad de las crecidas del Nilo.

 

Por otra parte, sólo los faraones podían hacer de mediadores entre los múltiples dioses del panteón egipcio y los hombres. Sólo ellos, o los sacerdotes en que delegaban sus funciones religiosas, podían rendir culto a los dioses en el interior de los templos puesto que únicamente ellos tenían la facultad de poder ponerse en contacto con el mundo divino. Los faraones eran por tanto la cúspide de una sociedad que se concebía a sí misma en términos religiosos. En palabras del profesor de Egiptología Antonio Pérez Lagacha, «los egipcios necesitaban de algo que estuviera por encima de sus fuerzas y conocimiento para sentirse seguros: unas divinidades que velasen por sus intereses mediante un intermediario, el rey». De los faraones dependía la protección del pueblo egipcio de todo aquello que representaba el «caos» y el «desorden», es decir, todo lo que podía poner en peligro el orden conocido, como la ausencia de crecidas o los ataques de otros pueblos.

 

Pocos faraones mantuvieron tanto a raya el «caos» como lo hizo Ramsés II en sus casi sesenta y siete años de gobierno.

 

 

 

Una nueva dinastía.

 

A diferencia de muchos de sus predecesores, Ramsés II procedía de una familia que no era de origen real. Horemheb, el último faraón de la dinastía XVIII, hacia el final de su reinado (1323-1295 a. C.), al carecer de descendencia, decidió nombrar príncipe regente a un hombre de su confianza que pertenecía a la casta militar, el abuelo de Ramsés II, Paramessu. Cuando Horemheb murió, Paramessu le sucedió en el trono con el nombre de Ramsés I y con ello se inició la dinastía XIX, aquella que se identifica con la época dorada de la cultura egipcia. Ramsés I no llegaría a gobernar ni dos años; le sucedió su  hijo Seti I, al que antes de morir, y siguiendo los pasos de Horemheb, había asociado al trono nombrándole corregente. Aunque las fuentes no permiten establecerlo de forma inequívoca, todo parece indicar que incluso cuando Ramsés I accedió al trono ya había nacido su nieto, por lo que cabe figurarse que el futuro faraón debió de recibir una fuerte influencia de sus antecesores.

 

Seti I fue por encima de todo el «faraón restaurador». Entre las muchas convulsiones sufridas por Egipto a lo largo de su historia, la que supuso una mayor ruptura con el orden tradicional tuvo lugar al final de la dinastía XVIII bajo el gobierno de Amenofis IV durante la llamada «herejía amarniense». En su quinto año de reinado, Amenofis IV decidió romper con la tradición religiosa egipcia que hacía de Amón el centro de su culto y, en consecuencia, otorgaba a sus sacerdotes un papel predominante en la vida política, para poner en su lugar al dios Atón (el disco solar). La práctica proscripción d todos los dioses del panteón egipcio en favor de Atón vino acompañada de toda una serie de cambios radicales en la vida egipcia. Para empezar, el propio Amenofis IV cambió su nombre por el de Akhenatón («el que actúa efectivamente en bien de Atón») y trasladó la capital de Menfis a una nueva ciudad que llamó Akhetatón («horizonte de Atón»). Se cerraron los antiguos templos, se confiscaron sus riquezas, se suprimió la clase sacerdotal y la vieja oligarquía fue apartada del poder en favor de seguidores del dios Atón. Además, Atón como dios único era considerado universal, creador de todos los hombres y criaturas a las que iluminaba por igual y que, en consecuencia, eran iguales ante él. Que estas consideraciones estuviesen acompañadas de una política exterior pacifista no es por tanto extraño, y tampoco que esa política fuese aprovechada militarmente por los eternos enemigos hititas para avanzar en el norte de Egipto. Las consecuencias políticas, económicas y dinásticas del período amarniense precipitaron el final de la dinastía XVIII. Cuando Seti I accedió al trono tenía claro que la recuperación de la tradición se convertiría en la principal fuente de legitimación de su poder y, por tanto, de su fortalecimiento político.

 

Así, durante la infancia de Ramsés, Seti I llevó a cabo una intensa política de reconstrucción de los antiguos templos, para lo cual realizó varias incursiones en Nubia, al sur de Egipto, con el fin de obtener recursos materiales —sobre todo oro— y mano de obra barata. La carencia de los recursos que antiguamente llegaban por el norte debido a la pérdida de los territorios egipcios en Siria y Palestina era otro de los frentes que el faraón, en su faceta de recuperador del orden, debía atender. Se hacía necesario reafirmar la autoridad egipcia en aquellas zonas y el faraón, consciente de lo que eso significaba, encabezó una campaña en el sur de Palestina ya en el primer año de su reinado. A esta campaña le seguirían varias más en las que las tropas victoriosas de Seti I derrotaron a los libios en la parte occidental del delta del Nilo y a los hititas avanzando hacia el norte, incluso reconquistaron la ciudad de Qadesh, algo que su hijo no olvidaría aunque posteriormente volviera a perderse. El significado simbólico de estas campañas tenía una enorme trascendencia para la sociedad egipcia del momento, por lo que, como indica el profesor Pérez Lagacha, durante el Imperio Nuevo todos los faraones reproducirían este patrón: «En el Reino Nuevo una de sus primeras acciones de gobierno será realizar una campaña militar en el exterior simbolizando que nada había cambiado, que el orden seguía existiendo y que los enemigos de Egipto seguían siendo derrotados».

 

Ramsés creció sabiéndose futuro faraón de Egipto y recibió una educación acorde a ello. Se le instruyó cuidadosamente en lectura, escritura, religión y, por supuesto, en todo lo relativo a disciplina y táctica militares, especialmente el manejo de los dos instrumentos de guerra más avanzados del momento, el arco y el carro, con los que los hititas eran auténticos maestros. La experiencia adquirida a través de su abuelo y su padre le enseñaría además la importancia que para la estabilidad interna de Egipto tenían el mantenimiento de un cuidadoso equilibrio con los miembros del clero de Amón, el cultivo de la tradición en todo su esplendor y el control de los hititas. La importancia de la faceta militar en su formación como futuro gobernante de Egipto está directamente relacionada con su nombramiento como «comandante en jefe del ejército» egipcio cuando se acercaba a la adolescencia, aunque probablemente el cargo tendría sobre todo carácter honorífico ya que resulta difícil imaginar a un niño tomando parte en un enfrentamiento armado con guerreros adultos y específicamente formados para la guerra. Aun así, la participación en acciones militares del heredero comenzaba muy temprano dada su consideración como una de las tareas propias de la realeza más importantes en la misión que como garante del orden debía desempeñar el faraón. Cuando contaba unos quince años, Ramsés II acompañó a su padre en una de sus campañas contra los libios del delta occidental y un año después conoció los enfrentamientos armados de la zona de Siria. Debía rondar los veinte años cuando se embarcó en su primera campaña militar en solitario, una acción destinada a sofocar una rebelión en Nubia de la que regresaría victorioso. Parece lógico pues que, como apunta el egiptólogo Ian Shaw, «casi sin excepciones, cada príncipe heredero ramésida ostentó el título, honorífico o real, de “comandante en jefe del ejército”, que vemos por primera vez en Horemheb, el fundador de la dinastía».

 

Cada paso, cada decisión que Seti I tomaba en relación con su hijo Ramsés lo hacía pensando en que más tarde o más temprano debería sucederle. Su designación como príncipe corregente aun siendo sólo un niño, tal y como su propio padre Ramsés I había hecho con él, formaba parte de ese programa. Por otro lado, la ramésida era una dinastía nueva y como tal era natural que buscase afianzarse en el terreno sucesorio, más aún teniendo en cuenta los importantes problemas que en ese ámbito se habían vivido en la fase final de la dinastía XVIII. La designación de Ramsés como príncipe corregente era una forma de asegurar que la sucesión en la realeza egipcia volvía a ser hereditaria. La cuestión sucesoria era de la máxima relevancia en la consolidación del poder real, de ahí la importancia dada a que el faraón pudiese asegurarse de tener un heredero de su sangre. El abultado número de esposas reales con las que contaban los faraones no era más que un mero reflejo de ello. Cuantas más mujeres en edad fértil pasasen por el lecho del faraón, más posibilidades había de garantizar su sucesión, especialmente en una sociedad en la que la mortalidad infantil se situaba en torno a un tercio de los nacidos. Por esta razón, Seti I le regaló un nutrido harén siendo todavía corregente. Tener un heredero formaba parte de las obligaciones inherentes a la realeza y, según parece, Ramsés II se encargó de cumplir holgadamente con este cometido.

 

Ya durante el reinado de Seti I puede documentarse la existencia de al menos diez hijos varones y múltiples hijas. Ramsés II llegó a tener seis esposas principales, varias secundarias e innumerables concubinas, lo que le permitió alcanzar la increíble cifra de más de noventa hijos. La preocupación por la sucesión durante el período ramésida también encontró su reflejo en las expresiones artísticas de la época como atestiguan entre otros muchos los relieves del templo de Beit-elWali en los que se representa la primera campaña militar de Ramsés en solitario. En ellos puede contemplarse al futuro faraón combatiendo a los enemigos que caen abatidos por una lluvia de flechas bajo las ruedas de su carro en el que dos de sus hijos (Amunherwenemef, el heredero, y Khaemwaset) disfrutan del espectáculo. Como ha indicado el profesor Shaw, «durante todo el período ramésida los príncipes herederos, que durante la dinastía XVIII sólo ocasionalmente aparecen representados en las tumbas de sus profesores y niñeras, que no pertenecen a la familia real, aparecen de forma destacada en los monumentos reales de sus progenitores, quizá con la intención de enfatizar que la realeza de la nueva dinastía era completamente hereditaria de nuevo». De este modo y conforme a lo previsto cuando hacia el año 1279 a. C. falleció Seti I, Ramsés II le sucedió como faraón. Tenía poco más de veinte años y lo habían preparado para desempeñar su papel antes incluso de tener uso de razón. Era un joven culto, con inteligencia política, habilidad militar y todo lo necesario para acometer la ingente tarea de garantizar el orden del universo egipcio. El modo en que la llevó a cabo le garantizó un lugar en la Historia.

 

 

 

Combatir el caos: la batalla de Qadesh.

 

Durante los tres primeros años de su reinado, Ramsés II no llevó a cabo ninguna campaña militar y centró todos sus esfuerzos en asegurar su recién adquirida posición mediante el inicio de una intensa política de construcción de templos y monumentos que se convertiría en seña de su reinado. Pero entre esas medidas una revelaba las intenciones expansionistas del nuevo faraón, el traslado de su residencia de Tebas, en el valle medio del Nilo, a Avaris, en la frontera oriental del delta, que desde ese momento pasó a denominarse Pi-Ramsés («casa de Ramsés»). Si bien es cierto que de allí procedían sus antepasados, las razones fundamentales para decidir el traslado fueron de orden político y táctico. Desde la zona oriental del delta Ramsés II podía controlar de cerca el siempre preocupante escenario asiático y las campañas militares, en caso de ser necesarias, podían llegar a sus objetivos con mucha más rapidez, puesto que Pi-Ramsés se encontraba situada estratégicamente cerca del camino que conducía tanto a la fortaleza fronteriza de Sile como a Siria y Palestina.

 

Por otra parte, al abandonar Tebas Ramsés II hacía una inteligente apuesta económica, pues asegurando la presencia egipcia en la zona favoreció el intercambio comercial y cultural con los ricos pueblos de Próximo Oriente, lo que terminó haciendo del reinado del tercer faraón de la dinastía XIX una de las épocas más prósperas y culturalmente cosmopolitas de la historia de Egipto. Como afirma el egiptólogo Ian Shaw, Pi-Ramsés «no tardó en convertirse en el centro comercial y base militar más importante del país». La propia ciudad fue reflejo de la riqueza de este intercambio pues, como explica el historiador Joaquín Muñiz, «se hallaba dividida en dos grandes barrios, uno consagrado a la gran diosa madre del Asia Anterior, Ishtar, y el otro dedicado y patrocinado a la antigua diosa madre del delta, Uadjet».

 

Instalado en Pi-Ramsés, el nuevo faraón no tardó en dejar claro al rey hitita Muwatali cuáles eran sus objetivos como gobernante de Egipto. En el cuarto año de su reinado organizó una primera campaña militar con el fin de recuperar el vasallaje del país de los amorritas (Amurru) que estaba bajo control hitita y resultaba esencial para asegurar el control de la costa de Siria y, en consecuencia, de la comunicación marítima de Egipto. El regreso victorioso de las tropas del faraón apenas tuvo ocasión de celebrarse pues rápidamente Muwatali respondió con una ofensiva que le permitió recuperar las posiciones perdidas. La perspectiva de una respuesta egipcia en forma de avance armado hacia el norte llevó a Muwatali a tomar las disposiciones diplomáticas necesarias para formar una gran coalición de hasta veinte tribus y pequeños estados aliados de Anatolia y Siria con la que hacer frente al faraón. Las dos potencias políticas y militares más importantes del momento estaban listas para tener un enfrentamiento definitivo por el dominio del Mediterráneo oriental, y éste tuvo lugar en la batalla de Qadesh.

 

Al inicio del quinto año de su reinado, Ramsés II comenzó a preparar un potente ejército con el que enfrentarse a Muwatali. Cuatro grandes cuerpos armados de militares egipcios, el de Amón procedente de Tebas y a cuyo frente iba el propio Ramsés II, y los de Re, Ptah y Seth (de Heliópolis, Menfis y Pi-Ramsés, respectivamente) acompañados de mercenarios shardanos y amorritas, se dirigieron al encuentro de las tropas del rey hitita. Su número era cercano a los veinte mil hombres, pero la coalición comandada por Muwatali no era menor. Como ha indicado el profesor José María Santero, «en ambos bloques puede calcularse un equilibrio numérico de fuerzas y un equilibrio de técnicas bélicas, porque el elemento guerrero más decisivo del momento, el carro de guerra, era conocido y utilizado en los dos bandos. La única diferencia era que el carro egipcio llevaba dos hombres —un conductor y un guerrero—, mientras que el hitita llevaba tres un conductor y dos guerreros».

 

Lo sucedido en el enfrentamiento de ambos bandos en Qadesh constituye uno de los pasajes mejor conocidos y documentados de la Antigüedad, en parte por la increíble labor de propaganda emprendida por Ramsés II tras los hechos mediante inscripciones y relieves relativos a la batalla en templos y monumentos, y en parte porque se ha conservado un relato oficial de lo sucedido, el llamado Poema de Pentaur. Obviamente se trata de fuentes que transmiten la versión oficial egipcia de los hechos, es decir, aquella que convenía a sus intereses, por lo que presentan como una gran victoria de Ramsés II lo que en realidad fue un enfrentamiento que finalizó en tablas.

 

Hacia finales del mes de abril del quinto año de su reinado, Ramsés II abandonó la fortaleza de Tharu al frente de la división de Amón. Tras él iba la de Re y en la retaguardia las de Ptah y Seth. Atravesaron Palestina hasta llegar a Amurru y, transcurrido un mes, se hallaron en el valle del río Orontes desde el que se divisaba la ciudad de Qadesh, el lugar en que el faraón suponía reunido el ejército de Muwatali. Según las fuentes, que quizá de este modo justifican el posterior error táctico de Ramsés II, dos beduinos shasu espías del rey hitita llegaron al campamento egipcio haciéndose pasar por desertores y dieron información falsa al faraón sobre la situación y las características de las supuestas tropas enemigas. Aseguraron que Muwatali, impresionado por la magnitud del ejército egipcio, había decidido retroceder por el norte hacia Alepo para evitar el enfrentamiento. Pero la realidad era muy diferente. Las poderosas tropas de la coalición asiático-hitita esperaban que el ardid surtiese efecto escondidas tras la fortaleza de Qadesh, a buen recaudo de los ojos de su enemigo.

 

Ninguna noticia como la de la retirada del enemigo aterrorizado podía disponer más para la batalla el ánimo guerrero del joven Ramsés II. Sin pensarlo dos veces tomó el mando de la división de Amón tras acordar con las restantes un punto de reunión cercano a Qadesh y cruzó el Orontes para dar caza al ejército hitita. Pero cuando la división de Re, sin sospechar peligro alguno, se encontraba en camino del punto acordado, sufrió la carga devastadora de los carros del ejército hitita. Sin capacidad para reaccionar por la sorpresa, las filas de la división de Re se quebraron y sucumbieron irremediablemente bajo las flechas enemigas. Los que lograron sobrevivir huyeron hacia el lugar donde se encontraba la división de Amón perseguidos por los hititas.

 

 Ramsés II no había podido reaccionar pues la colina y la fortaleza de Qadesh le impedían ver la maniobra de las tropas enemigas. Cuando tras capturar y apalear a unos espías logró hacerlos confesar la verdad ya era demasiado tarde, las divisiones de Ptah y de Seth se encontraban excesivamente lejos, pero los carros hititas estaban por todas partes.

 

Y entonces ocurrió el milagro. El momento se describe así en el Poema de Pentaur: «Entonces apareció Su Majestad [Ramsés II], parecido a su padre el dios Montu. Cogió sus armas y se ciñó la coraza (…) se lanzó al galope, y se hundió en las entrañas de los ejércitos de esos miserables hititas, completamente solo, sin nadie con él. Al dirigir la mirada hacia atrás vio que dos mil quinientos carros le habían cortado toda salida, con todos los guerreros del miserable país de los hititas, así como de los numerosos países confederados (…)». En ese instante, según el Poema, Ramsés II exclama: «¡Yo te imploro Amón, padre mío!», y con la fuerza sobrehumana de un dios acaba con los enemigos: «Y entonces los dos mil quinientos carros en medio de los cuales estaba son derribados en tierra ante mis caballos, ninguno de ellos sabe batirse (…) los precipito al agua como si fuesen cocodrilos; caen unos encima de otros, y los voy matando a mi antojo».

 

Más allá de la descripción mítica de la batalla, lo cierto es que la valiente acción de Ramsés II permitió contener el ataque hitita hasta que llegó la división de Ptah en su auxilio. No es de extrañar que finalizado el combate Ramsés II hiciese comer pienso en su presencia a los dos caballos que tiraban de su carro, Victoria de Tebas y Nut la Satisfecha, en señal de agradecimiento. Aunque las fuentes atribuyen la intervención egipcia a Ramsés II en solitario, sólo gracias a la llegada de refuerzos el ejército egipcio pudo rechazar al hitita. Tanto Muwatali como Ramsés II presentarían el conflicto como una gran victoria frente a sus enemigos, pero no puede decirse que hubiese un vencedor claro de la batalla. Las pérdidas habían sido terribles en ambos bandos y tanto egipcios como hititas renunciaron a continuar avanzando. Los ejércitos se retiraron y el campo para la elaboración de una interpretación a la medida de quien hacía el relato quedó abonado.

 



Una sola cosa había quedado clara tras la batalla, tanto hititas como

egipcios eran poderosos enemigos, por lo que se imponía la necesidad de

lograr una paz de equilibrio que evitase un estallido bélico general de

gravísimas consecuencias para todos los pueblos de Próximo Oriente. Por

esta razón, en los años que siguieron a la batalla de Qadesh y pese a no

haberse firmado ningún acuerdo formal de paz por las partes en

conflicto, egipcios e hititas renunciaron a continuar con su política de

hostigamiento mutuo. Qadesh había supuesto una lección que difícilmente

podrían olvidar. Así, cuando tiempo después el hijo de Muwatali,

Mursilli III, se refugiase en Egipto tras ser depuesto por su tío

Hattusilli III, el nuevo monarca hitita en lugar de atacar a Egipto, por

negarse a entregarle al exiliado, optaría por asegurar la situación de

paz. Fruto de ello, Ramsés II y Hattusilli III firmaron un tratado de

paz dieciséis años después del terrible encuentro de Qadesh.



Por fortuna han llegado hasta nuestros días ejemplares del tratado de

paz tanto egipcios como hititas lo cual, a diferencia de lo que ocurre

con Qadesh, permite hacerse una idea bastante fidedigna de lo que en él

se acordó. El contenido del acuerdo revela la madurez política de Ramsés

II y su visión de futuro como gobernante: se hacía una declaración

formal de paz que obligaba a las futuras generaciones, ambas partes

renunciaban a intervenir militarmente en la zona siria, se establecía

una alianza defensiva de ayuda mutua en caso de ataques extranjeros… Con

todo ello se fortalecía la base del crecimiento económico que para

Egipto suponía el desarrollo de la actividad comercial en condiciones

pacíficas en la zona nordeste del delta del Nilo. La prosperidad sin

precedentes que alcanzó la sociedad egipcia bajo el gobierno de Ramsés

II fue sin duda consecuencia de la hábil política exterior que éste

desarrolló. En palabras de Ian Shaw, «la paz trajo una nueva estabilidad

en el frente norte y, con las fronteras abiertas al Éufrates, el Mar

Negro y el Egeo oriental, el comercio internacional no tardó en florecer

como no lo había hecho desde los tiempos de Amenhotep III».



Las relaciones pacíficas con los hititas se convirtieron en una de las

claves de la política exterior y económica de todo el reinado de Ramsés

II, de ahí que trece años después de la firma del tratado de paz, y como

símbolo de la continuidad de las intenciones de las dos potencias, se

concertase un matrimonio entre una de las hijas de Hattusilli III y el

faraón. Maa-Hor-Nefrure («Nefura quien completa a Horus»), que así pasó

a llamarse, fue entregada personalmente por su padre a Ramsés II en

Damasco y llegó a ser una de las siete mujeres que ostentó el título de

«gran esposa real».



Ramsés II se había revelado como uno de los más grandes gobernantes de

su tiempo y quizá el más brillante de la historia egipcia. Otros

faraones antes que él también habían logrado importantes cotas de

desarrollo para su pueblo, pero Ramsés II logró combinar con acierto

todas las facetas posibles del crecimiento. Estabilidad política y

religiosa, potencia militar, ampliación de los límites exteriores y

prosperidad económica de la mano de un creciente intercambio comercial y

cultural, y todo ello durante un larguísimo período de tiempo, pues

Ramsés II gobernó casi sesenta y siete años, algo que para la época

constituía todo un récord. Nada tiene entonces de raro que este faraón,

consciente como pocos antes de la trascendencia de su propia obra,

quisiese dejar memoria de ello. A juzgar por la imagen que aún hoy se

conserva de él, logró su objetivo.







Gobernar para el presidente y reinar para la eternidad



Todos los especialistas coinciden en señalar a Ramsés II como el mayor

constructor de la historia de Egipto. La costumbre faraónica de levantar

grandes monumentos religiosos y funerarios como forma de preservar la

continuidad de las tradiciones egipcias y de exaltar los más destacados

logros de cada gobernante, llegó con Ramsés II a su más esplendoroso

apogeo. Tanto por el número como por el colosalismo de las

construcciones llevadas a cabo durante las casi siete décadas que ocupó

el trono egipcio, puede afirmarse sin miedo al error que ni antes ni

después faraón alguno llegó a igualarle. Ya en sus primeros años de

gobierno dio muestras de hasta qué punto estaba dispuesto a desarrollar

una política propagandística de prestigio personal usurpando a sus

verdaderos promotores monumentos ya existentes. La apropiación de éstos

era práctica habitual entre los faraones, pero, una vez más, Ramsés II

la practicó con una intensidad verdaderamente frenética. Como indica el

profesor Shaw, «apenas hay un lugar de Egipto donde sus cartuchos

(representación jeroglífica del nombre) no aparezcan en los monumentos».



En sus muchas usurpaciones Ramsés II mostró un especial gusto por las

estatuas de reyes y dioses de época de Amenofis III —último faraón antes

del período amarniense— y los conjuntos monumentales de la dinastía XII.

Estas expresiones artísticas se caracterizaban por su marcado clasicismo

y se las considera como algunas de las mejores expresiones de la

tradición cultural egipcia. Ramsés II buscaba con ellas vincular su

reinado con el período clásico frente a la ruptura con la tradición que

había supuesto la etapa amarniense. Desde que su abuelo iniciase la

dinastía XIX, la realeza del Imperio Nuevo encontraba sus modelos en

todo aquello que supusiese una afirmación de la tradición pues los

peligros de hacer lo contrario habían quedado a la vista tras el

convulso período de Amenofis IV y sus sucesores. Desde luego Ramsés II

había aprendido bien sus lecciones de infancia.



La huella constructora del faraón quedaría en innumerables lugares

(Abydos, Luxor, Karnak, Heracleópolis, Menfis, Saqqara…) en los que

erigió un sinfín de templos dedicados a la veneración de los dioses del

panteón egipcio y a la propia. En ellos dejaría testimonio de los hechos

de su reinado y muy en especial de sus victorias militares entre las que

la batalla de Qadesh ocupó un lugar más que destacado. Largas

inscripciones jeroglíficas y maravillosos relieves profusos en detalles

cubrieron sus paredes dejando un legado de incalculable valor para la

Historia y el Arte. Pero si una de esas construcciones destaca entre

todas las demás es sin lugar a dudas el templo de Abu-Simbel. Como ha

apuntado el catedrático de Historia Antigua Francisco José Presedo, «de

todos los templos de Nubia, y para algunos de todo el Egipto antiguo,

Abu-Simbel es la obra más extraordinaria».



En realidad fue Seti I quien inició su construcción, aunque Ramsés II,

que prosiguió con ella tras su llegada al trono, no dejó memoria de ello

en ninguna de sus numerosas inscripciones. El templo, de unos 63 metros

de profundidad, está completamente excavado en la roca. En su interior

las paredes de las salas sorprenden por una rica decoración de relieves

de temas militares y escenas de culto entre los que destaca por su

grandiosidad el que reproduce con todo lujo de detalles la batalla de

Qadesh. Sin embargo es en el exterior donde el templo ofrece su imagen

más conocida, la de la inmensa fachada a cuyo frente se sitúan cuatro

colosales estatuas del propio Ramsés II de veinte metros de altura. A

sus pies pequeñas figuras retratan a su amada esposa Nefertari y a

algunos de sus hijos. En ningún templo como en éste la deificación del

faraón, que en el interior aparece prestándose culto a sí mismo, ha

resultado tan escandalosamente explícita. En Abu-Simbel, Ramsés II es

mediador entre los dioses y los hombres y un dios en sí mismo. El pasmo,

la admiración, la sorpresa y el temor que semejantes representaciones

del faraón debían de infundir tanto en el pueblo egipcio, que jamás

tenía ocasión de contemplarle directamente, como en cualquier visitante

o representante extranjero llegado a su corte, constituyeron un arma

política que Ramsés II manejó con habilidad de auténtico maestro.



Para la construcción de estos fabulosos monumentos, Ramsés II empleó,

además de arquitectos y obreros especializados, una gran cantidad de

mano de obra procedente en no pocos casos de los prisioneros de sus

campañas militares, razón por la que hasta los libros bíblicos del

Génesis y el Éxodo se hicieron eco de su reinado. Entre los muchos

obreros que trabajaron en las obras de construcción de Pi-Ramsés parece

que pudieron encontrarse los hebreos que habían sido deportados a

Egipto. El Génesis recoge su presencia en lo que denomina como «tierra

de Ramsés» al este del delta y que según los especialistas probablemente

se trataría de Pi-Ramsés. La imagen transmitida por el Éxodo del pueblo

de Israel esclavizado por un faraón tirano de cuyo yugo finalmente

consiguió escapar también contribuiría a inmortalizar la memoria de

Ramsés II. Pero nada como los increíbles templos funerarios levantados

en su nombre contribuyó a proyectar en la Historia la imagen de este

faraón de leyenda.







Morir para seguir viviendo



Todos los monumentos erigidos por los faraones buscaban hacer perdurar

su memoria para la eternidad, pero en el caso de las grandes tumbas

reales lo que se pretendía sobre todo era garantizar la vida de sus

ocupantes aun después de la muerte. Los egipcios creían firmemente en la

vida en el más allá, por lo que toda su religiosidad giraba en torno a

una cultura funeraria que hacía del culto a los muertos uno de sus

principales pilares. En la concepción egipcia el cuerpo humano no sólo

poseía una dimensión material sino que en él también se hallaba el «Ka»

o elemento espiritual. Para que una persona pudiese vivir en el más allá

su «Ka» necesitaba continuar teniendo un soporte físico, razón por la

cual el cuerpo de momificaba. Pero al igual que en vida, el cuerpo y su

«Ka» debían seguir proveyéndose de cuidados y comida. La presencia en

las tumbas de ofrendas en forma de alimentos, joyas, perfumes o vestidos

se explica por esta razón, a la que también obedece la representación de

estos elementos mediante pinturas y relieves; es decir, lo representado

cobraba vida en el más allá. Cuanto más rica era una tumba, mejor vida

se garantizaba para el fallecido después de la muerte, de ahí los

lujosísimos ajuares funerarios de los faraones y miembros de la familia

real y la magnificencia de sus sepulturas.



Como no podía ser de otro modo, Ramsés II ordenó construir fantásticas

tumbas tanto para sí mismo como para sus esposas e hijos. La devoción de

Ramsés II por la primera de sus «grandes esposas reales», Nefertari,

resulta evidente con la sola contemplación de las bellísimas pinturas

murales que decoran la tumba que hizo excavar para ella a doce metros

bajo tierra en el Valle de las Reinas en Tebas. No cabe duda de que

deseaba que su vida en el más allá fuese inmejorable. Por lo que se

refiere a la del propio Ramsés II, ubicada en el Valle de los Reyes,

responde a unas dimensiones mucho mayores de las habituales en este tipo

de monumentos aunque aún no se conoce a fondo al haber sido parcialmente

destruida por varias riadas. Por fortuna, parece que la momia del faraón

se extrajo de la tumba antes de que esto sucediera. En 1881 se hallaron

en una misma tumba varias momias reales que, según parece, habrían sido

depositadas en ella por sacerdotes que intentaban protegerlas de los

expolios que padecían las sepulturas dada la riqueza de los ajuares

funerarios. Aunque resulta difícil identificarlas con total seguridad,

todo parece indicar que la que aparecía bajo el nombre de Ramsés II pudo

efectivamente ser la del faraón. Se trata de un hombre de cerca de

noventa años (lo que corresponde con la edad a la que se supone murió)

que debió de padecer algún tipo de enfermedad reumática y que presenta

una gran infección en la mandíbula que pudo motivar su fallecimiento.

Desde luego Ramsés II sobrevivió a buena parte de sus hijos por lo que

no parece raro que quisiese construir para ellos la que es a día de hoy

la mayor tumba del Valle de los Reyes. Los relieves del faraón

ofreciendo a sus hijos muertos a los dioses para que los acojan y

protejan en el más allá hablan, como en el caso de la tumba de

Nefertari, no sólo del rey sino también del hombre.



Se sabe que Ramsés II gobernó Egipto durante casi sesenta y siete años.

De hecho llegaría a celebrar hasta catorce fiestas «Sed» o jubileos

reales, lo cual, teniendo en cuenta que sucedió a su padre con más de

veinte años, quiere decir que vivió mucho más de lo que era frecuente en

su época. A su muerte le sucedió su hijo Merenptah —el cuarto de su

segunda gran esposa Isisnefret— que por entonces debía de tener entre

cincuenta y sesenta años, pero ni él ni ningún otro faraón después pudo

compararse con Ramsés II, que ya en los últimos años de su reinado se

había convertido para propios y extraños en una auténtica leyenda viva.

Su habilidad administrativa, su inteligencia y prudencia políticas, su

gusto por la arquitectura y las artes en general, pero, por encima de

todo, su capacidad para dejar memoria de ello, no volverían a igualarse.

Su muerte supuso el fin de una época. El gran Egipto de los faraones se

llamaría por siempre Ramsés II.

 

 

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