RAMSÉS II
El gran faraón.
Si hubiese que escoger un solo personaje que representase el poder alcanzado por el antiguo Egipto ése sería sin duda Ramsés II. Gobernador durante más de sesenta años, promotor de la mayor extensión territorial y cultural de Egipto, protagonista de la mítica batalla de Qadesh, constructor sin precedentes de colosales templos y monumentos, esposo de la bella Nefertari, padre de más de noventa hijos… Los cuatro magníficos colosos que le representan a la entrada de Abu-Simbel parecen contemplar la eternidad seguros de su reconocimiento. Y no se equivocan pues el eco de su voz aún resuena en la Historia tres mil años después de su muerte.
La historia de Ramsés II es la del esplendor de la civilización egipcia, la que todos, mudos por la grandiosidad del espectáculo, evocamos al contemplar los restos de una de las más fascinantes culturas de la historia de la humanidad, la del Egipto de los faraones.
Ramsés II («nacido de Ra, querido de Amón») fue el más importante de los faraones del llamado Imperio Nuevo. Resulta difícil establecer con exactitud el momento en que se inició su reinado, pues las fuentes existentes para determinarlo (fundamentalmente las listas de faraones que se depositaban en los templos) son imprecisas. Aunque los egipcios medían el tiempo a partir de un calendario solar de 365 días casi perfecto complementado con otro lunar y con un tercero que tomaba como referencia el ciclo de la estrella Sirio, su forma de concebir el tiempo, y en particular la historia, no era como la nuestra. Las listas de reyes son sucesiones de nombres en las que se indica el número de año de reinado (primero, segundo…) junto con algunas informaciones consideradas relevantes en el mismo. Por esa misma razón tampoco los egipcios sintieron la necesidad de escribir su historia en los términos en que hoy en día lo hacemos. Lo esencial en su mentalidad era el concepto de continuidad y, por tanto, no había por qué relatar los acontecimientos remontándose a un origen sino continuarlos añadiendo los nuevos hechos. La primera historia del antiguo Egipto escrita desde su origen fue la redactada por el sacerdote Manetón, que en el siglo III a. C. recibió el encargo de hacerlo del sucesor de Alejandro Magno, Ptolomeo II. A él se debe la división de la historia de Egipto en dinastías que aún hoy manejamos. Ya en el siglo XIX, con el inicio de la egiptología, la historia de Egipto se dividiría en tres grandes períodos Imperio Antiguo, Medio y Nuevo— separados por varias etapas de inestabilidad denominadas «períodos intermedios». Todos ellos engloban varias dinastías. Ramsés II accedió al trono egipcio en algún momento entre 1304 a. C. y 1279 a. C. (fechas extremas contempladas por los especialistas), es decir, durante el Imperio Nuevo, cuando la cultura egipcia ya conocía casi dos mil años.
Toda la historia de Egipto está marcada por el marco geográfico en el que se desarrolló, la llanura aluvial del Nilo encajonada a ambos lados por el desierto. Esta situación determinó dos cuestiones esenciales en la conformación de su cultura: por una parte, el aislamiento respecto de otros pueblos y, por otra, la dependencia de las crecidas anuales del río. El principal punto de contacto con otros pueblos fue la zona del delta del Nilo, en el llamado Bajo Egipto, especialmente con los que habitaban en las actuales Siria y Palestina siendo ésta el área fundamental de conflicto de intereses con pueblos como los hititas.
Durante el Imperio Nuevo, Egipto se abrió como nunca antes al contacto con las culturas del exterior, por razones tanto bélicas como comerciales. El reinado de Ramsés II sería el paradigma de ello y en buena medida son estos contactos los que explicarían el bienestar material que caracterizó su imperio.
Las crecidas del río Nilo permitieron el florecimiento de la cultura egipcia que de otro modo habría estado condenada a desarrollarse en unas condiciones parecidas a la beduina. El desbordamiento anual de las aguas del río favorecía el depósito de lodo en sus márgenes fertilizando una tierra que, de no haber sido así, no podría haberse cultivado. La importancia de estas crecidas era tal que en las listas de reyes se consignaba anualmente el nivel de cada una de ellas. Este vínculo entre los faraones y las crecidas estaba en la misma base de la concepción de la sociedad egipcia. Los antiguos egipcios nunca conocieron una forma de gobierno diferente de la monarquía pues en su concepción del mundo sólo la monarquía podía garantizar el orden de las cosas tal y como se había dado en la creación. Cuando en época predinástica surgió la realeza entre los caudillos territoriales, ésta se legitimó mediante la vinculación de dicho surgimiento con el origen mítico de los dioses Osiris, Horus y Seth. De este modo la realeza quedaba incluida en la misma creación y era parte esencial de su religión. Según este entendimiento de las cosas, los dioses habían establecido en la creación a los reyes (faraones) como medio imprescindible para preservar el orden dado al mundo. El faraón creaba orden con su sola presencia, y parte esencial del «orden» en el mundo egipcio era la regularidad de las crecidas del Nilo.
Por otra parte, sólo los faraones podían hacer de mediadores entre los múltiples dioses del panteón egipcio y los hombres. Sólo ellos, o los sacerdotes en que delegaban sus funciones religiosas, podían rendir culto a los dioses en el interior de los templos puesto que únicamente ellos tenían la facultad de poder ponerse en contacto con el mundo divino. Los faraones eran por tanto la cúspide de una sociedad que se concebía a sí misma en términos religiosos. En palabras del profesor de Egiptología Antonio Pérez Lagacha, «los egipcios necesitaban de algo que estuviera por encima de sus fuerzas y conocimiento para sentirse seguros: unas divinidades que velasen por sus intereses mediante un intermediario, el rey». De los faraones dependía la protección del pueblo egipcio de todo aquello que representaba el «caos» y el «desorden», es decir, todo lo que podía poner en peligro el orden conocido, como la ausencia de crecidas o los ataques de otros pueblos.
Pocos faraones mantuvieron tanto a raya el «caos» como lo hizo Ramsés II en sus casi sesenta y siete años de gobierno.
Una nueva dinastía.
A diferencia de muchos de sus predecesores, Ramsés II procedía de una familia que no era de origen real. Horemheb, el último faraón de la dinastía XVIII, hacia el final de su reinado (1323-1295 a. C.), al carecer de descendencia, decidió nombrar príncipe regente a un hombre de su confianza que pertenecía a la casta militar, el abuelo de Ramsés II, Paramessu. Cuando Horemheb murió, Paramessu le sucedió en el trono con el nombre de Ramsés I y con ello se inició la dinastía XIX, aquella que se identifica con la época dorada de la cultura egipcia. Ramsés I no llegaría a gobernar ni dos años; le sucedió su hijo Seti I, al que antes de morir, y siguiendo los pasos de Horemheb, había asociado al trono nombrándole corregente. Aunque las fuentes no permiten establecerlo de forma inequívoca, todo parece indicar que incluso cuando Ramsés I accedió al trono ya había nacido su nieto, por lo que cabe figurarse que el futuro faraón debió de recibir una fuerte influencia de sus antecesores.
Seti I fue por encima de todo el «faraón restaurador». Entre las muchas convulsiones sufridas por Egipto a lo largo de su historia, la que supuso una mayor ruptura con el orden tradicional tuvo lugar al final de la dinastía XVIII bajo el gobierno de Amenofis IV durante la llamada «herejía amarniense». En su quinto año de reinado, Amenofis IV decidió romper con la tradición religiosa egipcia que hacía de Amón el centro de su culto y, en consecuencia, otorgaba a sus sacerdotes un papel predominante en la vida política, para poner en su lugar al dios Atón (el disco solar). La práctica proscripción d todos los dioses del panteón egipcio en favor de Atón vino acompañada de toda una serie de cambios radicales en la vida egipcia. Para empezar, el propio Amenofis IV cambió su nombre por el de Akhenatón («el que actúa efectivamente en bien de Atón») y trasladó la capital de Menfis a una nueva ciudad que llamó Akhetatón («horizonte de Atón»). Se cerraron los antiguos templos, se confiscaron sus riquezas, se suprimió la clase sacerdotal y la vieja oligarquía fue apartada del poder en favor de seguidores del dios Atón. Además, Atón como dios único era considerado universal, creador de todos los hombres y criaturas a las que iluminaba por igual y que, en consecuencia, eran iguales ante él. Que estas consideraciones estuviesen acompañadas de una política exterior pacifista no es por tanto extraño, y tampoco que esa política fuese aprovechada militarmente por los eternos enemigos hititas para avanzar en el norte de Egipto. Las consecuencias políticas, económicas y dinásticas del período amarniense precipitaron el final de la dinastía XVIII. Cuando Seti I accedió al trono tenía claro que la recuperación de la tradición se convertiría en la principal fuente de legitimación de su poder y, por tanto, de su fortalecimiento político.
Así, durante la infancia de Ramsés, Seti I llevó a cabo una intensa política de reconstrucción de los antiguos templos, para lo cual realizó varias incursiones en Nubia, al sur de Egipto, con el fin de obtener recursos materiales —sobre todo oro— y mano de obra barata. La carencia de los recursos que antiguamente llegaban por el norte debido a la pérdida de los territorios egipcios en Siria y Palestina era otro de los frentes que el faraón, en su faceta de recuperador del orden, debía atender. Se hacía necesario reafirmar la autoridad egipcia en aquellas zonas y el faraón, consciente de lo que eso significaba, encabezó una campaña en el sur de Palestina ya en el primer año de su reinado. A esta campaña le seguirían varias más en las que las tropas victoriosas de Seti I derrotaron a los libios en la parte occidental del delta del Nilo y a los hititas avanzando hacia el norte, incluso reconquistaron la ciudad de Qadesh, algo que su hijo no olvidaría aunque posteriormente volviera a perderse. El significado simbólico de estas campañas tenía una enorme trascendencia para la sociedad egipcia del momento, por lo que, como indica el profesor Pérez Lagacha, durante el Imperio Nuevo todos los faraones reproducirían este patrón: «En el Reino Nuevo una de sus primeras acciones de gobierno será realizar una campaña militar en el exterior simbolizando que nada había cambiado, que el orden seguía existiendo y que los enemigos de Egipto seguían siendo derrotados».
Ramsés creció sabiéndose futuro faraón de Egipto y recibió una educación acorde a ello. Se le instruyó cuidadosamente en lectura, escritura, religión y, por supuesto, en todo lo relativo a disciplina y táctica militares, especialmente el manejo de los dos instrumentos de guerra más avanzados del momento, el arco y el carro, con los que los hititas eran auténticos maestros. La experiencia adquirida a través de su abuelo y su padre le enseñaría además la importancia que para la estabilidad interna de Egipto tenían el mantenimiento de un cuidadoso equilibrio con los miembros del clero de Amón, el cultivo de la tradición en todo su esplendor y el control de los hititas. La importancia de la faceta militar en su formación como futuro gobernante de Egipto está directamente relacionada con su nombramiento como «comandante en jefe del ejército» egipcio cuando se acercaba a la adolescencia, aunque probablemente el cargo tendría sobre todo carácter honorífico ya que resulta difícil imaginar a un niño tomando parte en un enfrentamiento armado con guerreros adultos y específicamente formados para la guerra. Aun así, la participación en acciones militares del heredero comenzaba muy temprano dada su consideración como una de las tareas propias de la realeza más importantes en la misión que como garante del orden debía desempeñar el faraón. Cuando contaba unos quince años, Ramsés II acompañó a su padre en una de sus campañas contra los libios del delta occidental y un año después conoció los enfrentamientos armados de la zona de Siria. Debía rondar los veinte años cuando se embarcó en su primera campaña militar en solitario, una acción destinada a sofocar una rebelión en Nubia de la que regresaría victorioso. Parece lógico pues que, como apunta el egiptólogo Ian Shaw, «casi sin excepciones, cada príncipe heredero ramésida ostentó el título, honorífico o real, de “comandante en jefe del ejército”, que vemos por primera vez en Horemheb, el fundador de la dinastía».
Cada paso, cada decisión que Seti I tomaba en relación con su hijo Ramsés lo hacía pensando en que más tarde o más temprano debería sucederle. Su designación como príncipe corregente aun siendo sólo un niño, tal y como su propio padre Ramsés I había hecho con él, formaba parte de ese programa. Por otro lado, la ramésida era una dinastía nueva y como tal era natural que buscase afianzarse en el terreno sucesorio, más aún teniendo en cuenta los importantes problemas que en ese ámbito se habían vivido en la fase final de la dinastía XVIII. La designación de Ramsés como príncipe corregente era una forma de asegurar que la sucesión en la realeza egipcia volvía a ser hereditaria. La cuestión sucesoria era de la máxima relevancia en la consolidación del poder real, de ahí la importancia dada a que el faraón pudiese asegurarse de tener un heredero de su sangre. El abultado número de esposas reales con las que contaban los faraones no era más que un mero reflejo de ello. Cuantas más mujeres en edad fértil pasasen por el lecho del faraón, más posibilidades había de garantizar su sucesión, especialmente en una sociedad en la que la mortalidad infantil se situaba en torno a un tercio de los nacidos. Por esta razón, Seti I le regaló un nutrido harén siendo todavía corregente. Tener un heredero formaba parte de las obligaciones inherentes a la realeza y, según parece, Ramsés II se encargó de cumplir holgadamente con este cometido.
Ya durante el reinado de Seti I puede documentarse la existencia de al menos diez hijos varones y múltiples hijas. Ramsés II llegó a tener seis esposas principales, varias secundarias e innumerables concubinas, lo que le permitió alcanzar la increíble cifra de más de noventa hijos. La preocupación por la sucesión durante el período ramésida también encontró su reflejo en las expresiones artísticas de la época como atestiguan entre otros muchos los relieves del templo de Beit-elWali en los que se representa la primera campaña militar de Ramsés en solitario. En ellos puede contemplarse al futuro faraón combatiendo a los enemigos que caen abatidos por una lluvia de flechas bajo las ruedas de su carro en el que dos de sus hijos (Amunherwenemef, el heredero, y Khaemwaset) disfrutan del espectáculo. Como ha indicado el profesor Shaw, «durante todo el período ramésida los príncipes herederos, que durante la dinastía XVIII sólo ocasionalmente aparecen representados en las tumbas de sus profesores y niñeras, que no pertenecen a la familia real, aparecen de forma destacada en los monumentos reales de sus progenitores, quizá con la intención de enfatizar que la realeza de la nueva dinastía era completamente hereditaria de nuevo». De este modo y conforme a lo previsto cuando hacia el año 1279 a. C. falleció Seti I, Ramsés II le sucedió como faraón. Tenía poco más de veinte años y lo habían preparado para desempeñar su papel antes incluso de tener uso de razón. Era un joven culto, con inteligencia política, habilidad militar y todo lo necesario para acometer la ingente tarea de garantizar el orden del universo egipcio. El modo en que la llevó a cabo le garantizó un lugar en la Historia.
Combatir el caos: la batalla de Qadesh.
Durante los tres primeros años de su reinado, Ramsés II no llevó a cabo ninguna campaña militar y centró todos sus esfuerzos en asegurar su recién adquirida posición mediante el inicio de una intensa política de construcción de templos y monumentos que se convertiría en seña de su reinado. Pero entre esas medidas una revelaba las intenciones expansionistas del nuevo faraón, el traslado de su residencia de Tebas, en el valle medio del Nilo, a Avaris, en la frontera oriental del delta, que desde ese momento pasó a denominarse Pi-Ramsés («casa de Ramsés»). Si bien es cierto que de allí procedían sus antepasados, las razones fundamentales para decidir el traslado fueron de orden político y táctico. Desde la zona oriental del delta Ramsés II podía controlar de cerca el siempre preocupante escenario asiático y las campañas militares, en caso de ser necesarias, podían llegar a sus objetivos con mucha más rapidez, puesto que Pi-Ramsés se encontraba situada estratégicamente cerca del camino que conducía tanto a la fortaleza fronteriza de Sile como a Siria y Palestina.
Por otra parte, al abandonar Tebas Ramsés II hacía una inteligente apuesta económica, pues asegurando la presencia egipcia en la zona favoreció el intercambio comercial y cultural con los ricos pueblos de Próximo Oriente, lo que terminó haciendo del reinado del tercer faraón de la dinastía XIX una de las épocas más prósperas y culturalmente cosmopolitas de la historia de Egipto. Como afirma el egiptólogo Ian Shaw, Pi-Ramsés «no tardó en convertirse en el centro comercial y base militar más importante del país». La propia ciudad fue reflejo de la riqueza de este intercambio pues, como explica el historiador Joaquín Muñiz, «se hallaba dividida en dos grandes barrios, uno consagrado a la gran diosa madre del Asia Anterior, Ishtar, y el otro dedicado y patrocinado a la antigua diosa madre del delta, Uadjet».
Instalado en Pi-Ramsés, el nuevo faraón no tardó en dejar claro al rey hitita Muwatali cuáles eran sus objetivos como gobernante de Egipto. En el cuarto año de su reinado organizó una primera campaña militar con el fin de recuperar el vasallaje del país de los amorritas (Amurru) que estaba bajo control hitita y resultaba esencial para asegurar el control de la costa de Siria y, en consecuencia, de la comunicación marítima de Egipto. El regreso victorioso de las tropas del faraón apenas tuvo ocasión de celebrarse pues rápidamente Muwatali respondió con una ofensiva que le permitió recuperar las posiciones perdidas. La perspectiva de una respuesta egipcia en forma de avance armado hacia el norte llevó a Muwatali a tomar las disposiciones diplomáticas necesarias para formar una gran coalición de hasta veinte tribus y pequeños estados aliados de Anatolia y Siria con la que hacer frente al faraón. Las dos potencias políticas y militares más importantes del momento estaban listas para tener un enfrentamiento definitivo por el dominio del Mediterráneo oriental, y éste tuvo lugar en la batalla de Qadesh.
Al inicio del quinto año de su reinado, Ramsés II comenzó a preparar un potente ejército con el que enfrentarse a Muwatali. Cuatro grandes cuerpos armados de militares egipcios, el de Amón procedente de Tebas y a cuyo frente iba el propio Ramsés II, y los de Re, Ptah y Seth (de Heliópolis, Menfis y Pi-Ramsés, respectivamente) acompañados de mercenarios shardanos y amorritas, se dirigieron al encuentro de las tropas del rey hitita. Su número era cercano a los veinte mil hombres, pero la coalición comandada por Muwatali no era menor. Como ha indicado el profesor José María Santero, «en ambos bloques puede calcularse un equilibrio numérico de fuerzas y un equilibrio de técnicas bélicas, porque el elemento guerrero más decisivo del momento, el carro de guerra, era conocido y utilizado en los dos bandos. La única diferencia era que el carro egipcio llevaba dos hombres —un conductor y un guerrero—, mientras que el hitita llevaba tres un conductor y dos guerreros».
Lo sucedido en el enfrentamiento de ambos bandos en Qadesh constituye uno de los pasajes mejor conocidos y documentados de la Antigüedad, en parte por la increíble labor de propaganda emprendida por Ramsés II tras los hechos mediante inscripciones y relieves relativos a la batalla en templos y monumentos, y en parte porque se ha conservado un relato oficial de lo sucedido, el llamado Poema de Pentaur. Obviamente se trata de fuentes que transmiten la versión oficial egipcia de los hechos, es decir, aquella que convenía a sus intereses, por lo que presentan como una gran victoria de Ramsés II lo que en realidad fue un enfrentamiento que finalizó en tablas.
Hacia finales del mes de abril del quinto año de su reinado, Ramsés II abandonó la fortaleza de Tharu al frente de la división de Amón. Tras él iba la de Re y en la retaguardia las de Ptah y Seth. Atravesaron Palestina hasta llegar a Amurru y, transcurrido un mes, se hallaron en el valle del río Orontes desde el que se divisaba la ciudad de Qadesh, el lugar en que el faraón suponía reunido el ejército de Muwatali. Según las fuentes, que quizá de este modo justifican el posterior error táctico de Ramsés II, dos beduinos shasu espías del rey hitita llegaron al campamento egipcio haciéndose pasar por desertores y dieron información falsa al faraón sobre la situación y las características de las supuestas tropas enemigas. Aseguraron que Muwatali, impresionado por la magnitud del ejército egipcio, había decidido retroceder por el norte hacia Alepo para evitar el enfrentamiento. Pero la realidad era muy diferente. Las poderosas tropas de la coalición asiático-hitita esperaban que el ardid surtiese efecto escondidas tras la fortaleza de Qadesh, a buen recaudo de los ojos de su enemigo.
Ninguna noticia como la de la retirada del enemigo aterrorizado podía disponer más para la batalla el ánimo guerrero del joven Ramsés II. Sin pensarlo dos veces tomó el mando de la división de Amón tras acordar con las restantes un punto de reunión cercano a Qadesh y cruzó el Orontes para dar caza al ejército hitita. Pero cuando la división de Re, sin sospechar peligro alguno, se encontraba en camino del punto acordado, sufrió la carga devastadora de los carros del ejército hitita. Sin capacidad para reaccionar por la sorpresa, las filas de la división de Re se quebraron y sucumbieron irremediablemente bajo las flechas enemigas. Los que lograron sobrevivir huyeron hacia el lugar donde se encontraba la división de Amón perseguidos por los hititas.
Ramsés II no había podido reaccionar pues la colina y la fortaleza de Qadesh le impedían ver la maniobra de las tropas enemigas. Cuando tras capturar y apalear a unos espías logró hacerlos confesar la verdad ya era demasiado tarde, las divisiones de Ptah y de Seth se encontraban excesivamente lejos, pero los carros hititas estaban por todas partes.
Y entonces ocurrió el milagro. El momento se describe así en el Poema de Pentaur: «Entonces apareció Su Majestad [Ramsés II], parecido a su padre el dios Montu. Cogió sus armas y se ciñó la coraza (…) se lanzó al galope, y se hundió en las entrañas de los ejércitos de esos miserables hititas, completamente solo, sin nadie con él. Al dirigir la mirada hacia atrás vio que dos mil quinientos carros le habían cortado toda salida, con todos los guerreros del miserable país de los hititas, así como de los numerosos países confederados (…)». En ese instante, según el Poema, Ramsés II exclama: «¡Yo te imploro Amón, padre mío!», y con la fuerza sobrehumana de un dios acaba con los enemigos: «Y entonces los dos mil quinientos carros en medio de los cuales estaba son derribados en tierra ante mis caballos, ninguno de ellos sabe batirse (…) los precipito al agua como si fuesen cocodrilos; caen unos encima de otros, y los voy matando a mi antojo».
Más allá de la descripción mítica de la batalla, lo cierto es que la valiente acción de Ramsés II permitió contener el ataque hitita hasta que llegó la división de Ptah en su auxilio. No es de extrañar que finalizado el combate Ramsés II hiciese comer pienso en su presencia a los dos caballos que tiraban de su carro, Victoria de Tebas y Nut la Satisfecha, en señal de agradecimiento. Aunque las fuentes atribuyen la intervención egipcia a Ramsés II en solitario, sólo gracias a la llegada de refuerzos el ejército egipcio pudo rechazar al hitita. Tanto Muwatali como Ramsés II presentarían el conflicto como una gran victoria frente a sus enemigos, pero no puede decirse que hubiese un vencedor claro de la batalla. Las pérdidas habían sido terribles en ambos bandos y tanto egipcios como hititas renunciaron a continuar avanzando. Los ejércitos se retiraron y el campo para la elaboración de una interpretación a la medida de quien hacía el relato quedó abonado.
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