La sangre
¿Qué decir de Istrígala, con quien podía hacer todo lo que yo deseaba porque, desde hacía
ya largo rato, ella había franqueado la invisible frontera entre las prohibiciones y lo
imposible de todos los misterios?
¿Qué decir de cuanto hice para poner a prueba su poder, su terrible feminidad y su
capacidad de resistencia?
Hice de ella una mujer de nieve, capaz de fundirse al sol, pero capaz también de ser más
dura que una hoja de metal. La transformé en sílabas que mezclaba con ecuaciones de
álgebra para verla recrearse, mitad flor, mitad insecto, en algún rincón del jardín. La puse
como en conserva, en unas minas, por el placer de reencontrarla con una pala y un pico,
entre brillantes cristalizaciones de piedras preciosas. La hice tan fluida como el agua, tan
densa como el mercurio, tan transparente como el cristal, tan terrorífica como un
espectro cubierto de hojas de afeitar y, no obstante, siempre sonriente, siempre ávida de
entregarse como si nada pudiera sucederle en este mundo desprovisto de consecuencias
fatales. Hice que llevara la moral al cuello, bien escotada y con los ojos ardientes; hice que
se convirtiera en una enorme mano con la cual yo hacía el amor de todas las formas
posibles. Le transfundí las mezclas químicas de las pasiones más contradictorias hasta
ahogarla bajo un torrente de mil colores. La envié a la nada de su muerte para verla
regresar diáfana, hierática, con un manojo de confusiones inmundas que me traía de
regalo. Y al regreso la veía con su rostro siempre irónico y glacial, al cual ni el terror ni la
pasión habían logrado dotar de alguna suerte de expresividad.
Hasta el día en que, por distracción, se cortó ligeramente un dedo rebanando el pan,
sangró apenas y murió casi en el acto, completamente exangüe.
La tejedora
Nunca la había visto yo sin sus agujas de tejer. Tejer era su pasión, su única inquietud.
Incluso si un rayo caía al pie de su ventana, ella no apartaba los ojos del tejido. Pero yo
conocía sus ojos. Eran verdes, admirables. Porque Ylge era hermosa, extrañamente
hermosa. Y aún más extraño era el contraste entre la belleza de Ylge y la banalidad de esa
labor que ella cumplía con tanta perseverancia.
Me hicieron falta seis meses para convencer a Ylge de que abandonara por un rato el
tejido y las agujas. La conduje a la cama y la desvestí. En su cabeza, entre dos mechones
de pelo, vi un pequeño hilo de lana. Tiré de él. Durante una hora tiré de él. Finalmente
comprendí que había destejido a Ylge y que ahora tenía entre manos una enorme bola de
lana.
La dejé sobre una mesa. ¿Qué otra cosa podría haber hecho?
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