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miércoles, 10 de noviembre de 2021

VEINTISÉIS DÍAS.

 

 

Lo importante de una novela no es la velocidad con la que fue escrita, sin duda, sino su calidad, es decir, que nos conmueva, que nos entretenga o, si es posible, que consiga ambas cosas a la vez. Pero hay ocasiones en las que la velocidad se convierte en la clave de la redacción de una novela. Y sólo un genio es capaz de salir bien parado de semejante locura.

 

En noviembre de 1866, Fiódor Mijáilovich Dostoievski caminaba cabizbajo por una de las grandes avenidas de San Petersburgo. Acababa de perder a su mujer, y su viejo vicio, el juego, se había apoderado, una vez más, de su vida. Dostoievski era un ludópata compulsivo. Había períodos en su vida en que podía controlar aquel terrible hábito, pero la depresión de la muerte de su esposa le había hecho débil. Las deudas eran brutales y sus acreedores llamaban a su puerta a diario. Paradójicamente, en lo literario las cosas iban bien. Seguía publicando capítulos de Crimen y castigo en la revista El Mensajero Ruso, pero la falta de dinero era tal que Dostoievski optó por una solución desesperada. El editor Stellovski le recibió con una sonrisa de dientes escasos que se amplió hasta límites insospechados cuando Dostoievski estampó su firma en aquel maquiavélico contrato: a cambio de una nueva novela recibiría tres mil rublos que él ni siquiera tocaría para que fueran directamente a sus acreedores. Ésa era la única forma de que no se los gastara en la ruleta. Hasta ahí todo bien. La sonrisa de Stellovski tenía que ver con lo que ocurriría si no podía cumplir el plazo pactado: primero una multa, que se añadiría a sus deudas; y si, pasados unos días más, no tenía aquella nueva novela, Dostoievski perdería todos los derechos sobre sus obras anteriores, es decir, los derechos sobre Pobres gentes (1846), El doble (1846) , Noches blancas (1848),

Niétochka Nezvánova (1849), Stepanchikovo y sus habitantes (1849) , Humillados y ofendidos (1861) , Un episodio vergonzoso (1862), Recuerdos de la casa de los muertos (1862) y Memorias del subsuelo (1864). Era una pérdida terrible.

 

Dostoievski tenía claro que Stellovski estaba convencido de que nunca podría entregar la nueva novela a tiempo, pues el plazo marcado era de veintiséis días. Dostoievski, no obstante, no se rindió y, nada más llegar a su casa, se frotó las manos para calentarse y empezar a escribir. Había empeñado su abrigo la semana anterior y apenas tenía leña para la estufa. Todo parecía encaminado al fracaso más absoluto. Además, tenía que seguir enviando más capítulos de Crimen y castigo a El Mensajero Ruso.

 

Pero no, Dostoievski no se arredró. Había superado cinco años en un campo de Siberia. Había sido la condena por tener ideas propias, por pensar. Pero si había podido con eso, podía con todo. Trazó un plan: por las mañanas escribiría los últimos capítulos de Crimen y castigo y por las tardes se dedicaría a la nueva novela. Podía hacerse. Podía hacerlo. Al principio todo iba bien. Su privilegiada mente, dotada como ninguna para la narrativa, elucubraba bien las frases, los diálogos, las descripciones, saltando con habilidad y sin confusiones de una novela a otra, pero a los tres días se dio cuenta de que no podría cumplir el plazo. Su mente iba más rápido que sus manos. Tenía el final de Crimen y castigo tan claro en su cabeza como todo el desarrollo de la nueva novela que escribía por las tardes y que había titulado El jugador, una obra sobre un ludópata igual que él. En su momento le había parecido una justa penitencia escribir sobre su debilidad, pero ahora no se trataba del contenido. La cuestión era que debía entregar los textos escritos en pocos días y no podía. Sus manos eran torpes y, con frecuencia, ateridas por el frío, escribían con una lentitud insoportable. La desesperación se apoderó de él. Dostoievski recurrió entonces a los amigos, pero no les pidió más dinero (nadie se lo habría prestado ya). Sus ruegos tenían otro objetivo y, sorprendentemente, pronto tuvieron éxito, de forma que a los dos días llamaron a la puerta. Dostoievski la abrió y recibió a aquella joven mujer.

 

—Soy Anna Grigorievna Snitkina —dijo la muchacha mirando algo nerviosa al entorno destartalado, lleno de libros y polvo que rodeaba al escritor—, la taquígrafa —completó la joven, aún sin atreverse a entrar en aquella casa; y como fuera que Dostoievski no decía nada, la muchacha preguntó—: Usted quería una taquígrafa, ¿verdad?

—Sí, perfecto, eso es — respondió Dostoievski, y se hizo a un lado para invitar a la muchacha a adentrarse en su mundo.

 

Anna dudó. «Ten cuidado —le habían dicho—, es un genio pero está maldito.» Pero la mirada que Anna encontró en aquel hombre era la de alguien desamparado, no maldito. Eso le pareció entonces. Anna Grigorievna dio unos pasos adelante y la puerta se cerró.

 

Apenas salían de la casa. Dostoievski dictaba Crimen y castigo por las mañanas y El jugador por las tardes. Y no paraba de hablar y hablar. Anna Grigorievna estaba completamente cegada por la admiración: aquel hombre no escribía, sino que recitaba las frases como si fuera una historia que ya estuviera escrita en su cabeza. Era impresionante, demoledor.

 

Sin embargo, el escritor tenía momentos de duda.

 

—No sé si está quedando bien, si se entiende —dijo una tarde tras dictar durante varias horas unos pensamientos de Raskólnikov, el protagonista de Crimen y castigo, en donde se le describía completamente consumido por los remordimientos.

—Sí, se entiende —se atrevió a decir Anna Grigorievna—, pero da mucha pena.

 

Dostoievski la miró.

 

—La vida, a veces, da mucha pena —comentó el escritor, y se quedó observando el contorno de facciones suaves de la joven taquígrafa de veinte años—. A veces no —añadió el escritor; y Anna Grigorievna bajó la mirada, pero no pudo evitar sonrojarse.

 

Siguieron trabajando.

 

A los veintiséis días exactos, Dostoievski fue al encuentro del editor Stellovski, pero éste le rehuyó durante toda la mañana inventando todo tipo de excusas, reuniones y visitas inexistentes. Dostoievski salió entonces de las oficinas de su editor y acudió a paso rápido a una comisaría, donde presentó el fruto de sus interminables jornadas de trabajo y obtuvo el acuse de recibo necesario para dejar constancia de que había cumplido el plazo de aquel contrato endemoniado. Luego regresó a casa y le pidió a Anna que se casara con él. La joven aceptó sin dudarlo. Con el dinero que Stellovski tuvo que pagar, Dostoievski saldó sus deudas y, como fuera que las dos nuevas novelas se vendían bien, aún tuvo dinero extra para llevarse a Anna por Europa.

 

Pero el viejo vicio regresó.

 

La pareja pernoctó en Baden- Baden y Dostoievski fue al casino.

 

—Sólo un momento, sólo un momento —dijo el escritor.

 

Al principio apostó al rojo o negro, al par o impar. Luego sintió que tenía una intuición y apostó a un número. Luego a otro. Y a otro. Él mismo se explicaba, se intentaba justificar ante su joven esposa en una emotiva carta: [...] perdía la tranquilidad, destrozaba mis nervios y comenzaba a arriesgar, me enojaba, apostaba todo ya sin ningún cálculo y perdía (porque quien juega sin calcular, al azar, es un demente). Ángel mío, te repito que no te reprocho nada, que te amo aún más por extrañarme de esa manera. Pero escucha, querida, por ejemplo, lo que me pasó ayer: después de haberte enviado la carta en donde te pedía que me mandaras dinero, fui a la sala de juegos; me quedaban en el bolsillo únicamente veinte florines (para algún imprevisto) y arriesgué diez. Hice esfuerzos sobrehumanos para permanecer tranquilo y poder calcular durante una hora completa y todo terminó en que gané [...] trescientos florines. Estaba tan feliz que sentí unas ganas irreprimibles de ponerle fin hoy mismo a todo esto: quise ganar aunque fuera dos veces más de lo ganado e irme de aquí y, entonces, sin detenerme siquiera a pensarlo, sin descansar un segundo, me lancé hacia la ruleta y comencé a apostar mi oro, y todo, todo lo perdí, hasta el último kópek.*

 

Anna Grigorievna le abandonaba en momentos de desesperación. «No te recrimino, me maldigo», decía Dostoievski en sus cartas. Y ella volvía.

 

A su ludopatía compulsiva debemos que Dostoievski escribiera, una tras otra, una larga serie de obras maestras de la literatura universal. La maldición que perseguía a un hombre supuso, sin embargo, la bendición literaria para millones de lectores. La vida es, cuando menos, contradictoria.

 

* Tomado de “La noche en que Frankenstein leyó el Quijote” de Santiago Posteguillo.

 

 

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