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martes, 2 de noviembre de 2021

El discurso. Por Santiago Posteguillo

 EL DISCURSO

 

Primeros de mayo de 1885. Un amplio salón de una gran casa en Valladolid. Tres hombres, dos de pie, Gaspar y Pedro, y uno en un sillón, José, mantienen un debate airado.

 

—¡Esta vez tiene que aceptar!

 

¡Por Dios, han pasado más de treinta años desde aquello! —exclamó Gaspar con vehemencia.

Su interlocutor permanecía sentado en aquel sillón mirando al vacío, sumido en los recuerdos del pasado, pero aun así respondió y su voz sonó como si viniera desde muy lejos.

 

—Treinta y siete años, Gaspar. Han pasado treinta y siete años.

—Más a mi favor —insistió el interpelado, pero, al contemplar la efigie casi sin expresión de José y ver que no le estaba persuadiendo, miró al otro compañero escritor que había ido para intentar hacer entrar en razón a su amigo común—. Pedro, di algo tú también. Es más testarudo que un mulo.

 

Pedro Antonio de Alarcón, autor de grandes obras como El sombrero de tres picos, había acudido hasta allí junto con su amigo, el también escritor Gaspar Núñez de Arce, para persuadir a José, don José, para ellos, para todos, para que aceptara un reconocimiento que se le quería otorgar, pero parecía que habían pinchado en hueso; o, mejor dicho, habían pinchado en el viejo rencor que da el haberse sentido menospreciado.

 

—Gaspar tiene razón, don José: eso que tanto recuerda pasó hace ya mucho tiempo. Treinta y siete años son toda una vida.

—Exacto —insistió don José—. Toda una vida es lo que han tardado en rectificar.

—Y más que habrían tardado si llegan a imaginar que iba a reaccionar así; seguramente porque imaginaban su rencor no se han atrevido antes a intentar enmendar aquel error — comentó entonces Gaspar Núñez de Arce.

 

Tanto él como Pedro Alarcón habían aceptado ser los padrinos del evento: una recepción oficial en la que su amigo don José ingresaría, por fin, en la Real Academia Española.

 

—Hace treinta y siete años prefirieron a José Joaquín de Mora — insistió don José, que no daba su brazo a torcer—; pues ahora el que no quiere ingresar en la Academia soy yo. Gaspar Núñez y Pedro Alarcón se miraron y suspiraron al tiempo. Todo venía de 1847, cuando, al fallecer Jaime Balmes, se presentaron dos candidaturas para sustituirle en el banco vacío que éste dejaba en la Real Academia. Los candidatos eran, por un lado, Joaquín de Mora y, por otro, don José, y finalmente fue Joaquín de Mora, de mucha mayor edad, el elegido. Al año siguiente, al fallecer Alberto Lista, se propuso que don José remplazara a éste en el sillón vacío de la letra H. Esto se confirmó el 17 de diciembre de 1848, pero don José, que había vivido como un menosprecio hacia su persona su no elección del año anterior, no se pasaba por la Real Academia para aceptar su ingreso oficial en la veterana institución. Ni siquiera preparó el discurso oportuno. Su silencio fue tan mudo como la letra que le había correspondido ocupar. Pero orgullo frente a orgullo. Los académicos también se sintieron ofendidos por el desaire que les hacía don José al no acudir a aceptar el ingreso. Fue entonces, en la reunión del 15 de noviembre de 1849, cuando la Real Academia incluyó en sus estatutos una norma por la que se decidía que, si un académico elegido no aceptaba formalmente ingresar en la Academia, su sillón quedaría vacante. Y como fuera que don José nunca hizo nada por aceptar, una vez más, quedó excluido de la Real Academia. Y así durante decenios.

 

—Joaquín de Mora era mucho más mayor —argumentó Gaspar en un intento por suavizar el rencor de su admirado amigo—. Y, por favor, entonces usted sólo tenía... ¿cuántos? ¿Treinta años?

—Treinta, sí —confirmó don José—, pero mis obras se representaban ya por todos los teatros de España.

 

Gaspar no sabía ya qué decir. Eso era cierto: el éxito de las obras de su amigo había sido precoz e incontestable, le gustara o no a la crítica o a los académicos más vetustos. Quizá hubo envidias en la elección de Joaquín de Mora, pero a fin de cuentas sólo habían retrasado su elección un año. Cierto era que resultaba difícil posponerlo más tiempo con los carteles de las obras de don José por todas las ciudades de España.

 

—Sólo fue un año de retraso — arguyó también Pedro Alarcón, pero don José no parecía escucharlos.

 

Gaspar dio media vuelta y fue junto a la ventana. Varios carruajes pasaban en medio de un fuerte viento de primavera. Su amigo siempre había sido testarudo desde la juventud. Ya se enfrentó con su propio padre cuando éste quería hacer de él un hombre de provecho, de bien, alejado de poetas y teatros, pero don José prefería el arte, la literatura, el teatro y los versos. Se decía que don José robó un mulo y que con el dinero que sacó de la venta escapó de su familia para empezar su carrera artística. No estaba claro que la anécdota fuera cierta, pero el protagonista tampoco se preocupó de desmentirla. Luego llegaron sus primeras obras y, con rapidez, el éxito: la poesía, los versos que declamaban los actores en sus deslumbrantes piezas teatrales llegaban al alma de todos, desde sus majestades reales hasta el pueblo llano, y a nadie dejaban indiferente. Siguieron entonces los viajes por todo el mundo, un matrimonio infeliz con una irlandesa y muchas amantes, eso también, y la amistad de don José con el emperador Maximiliano en México o con los grandes escritores franceses, como Alejandro Dumas o Victor Hugo, que parecían reconocer en él lo que los académicos no parecieron haber querido ver en 1847. Don José no parecía inclinado a olvidar y mucho menos a perdonar. Y, sin embargo, para Gaspar, aquella tozudez en no aceptar entrar en la Academia, propia de un arrebato de juventud rebelde, resultaba más incomprensible en alguien que ya tenía sesenta y ocho años; una edad en la que a todos nos gusta ya recibir premios y reconocimientos, vengan de donde vengan.

 

—¿Hay algo más? —preguntó Gaspar Núñez separándose de la ventana y regresando junto a su amigo, mirando directamente a don José y con la certidumbre de que había dado con la clave—; quiero decir, hay algo más además de la rabia que tiene por lo que pasó. A usted le incomoda algo más. Nos conocemos bien. Háganos el favor al menos de no mentirnos a Pedro y a mí.

 

Don José se encogió de hombros. Ladeó la cabeza. —Está también lo del discurso —dijo al fin.

Pedro y Gaspar se miraron confusos. —¿Qué discurso? —preguntó Pedro.

—¡El discurso de ingreso! — respondió don José algo airado y levantando el tono de voz, molesto por que sus amigos no le entendieran.

—Pero si ha ido por todos los pueblos de España declamando versos de sus obras en teatros abarrotados de público —dijo Gaspar

—. ¿Cómo puede incomodarle ahora hablar ante unos cuantos académicos?

—¿No iba a ir el rey y toda la familia real y el presidente del Consejo de Ministros, Antonio Cánovas? Eso no es hablar ante cualquiera —contraargumentó don José.

—Pero es escritor, las palabras son como... como arcilla para alguien capaz de escribir las obras de teatro que ha creado. No puede ser que...—argüía entonces Gaspar.

—¡Yo soy poeta! —exclamó don José interrumpiéndole—. ¡Mis obras están en verso!

—¡Pues hable en verso! — intervino entonces Pedro—. ¡Pero acepte de una vez y no la liemos más!

—Y para no dar opción a más debate, o a nuevas negativas por parte de don José, añadió—: Y nos vamos. Gaspar y yo vendremos a recogerle unos días antes para el viaje. Todo está preparado para el 31 de este mes.

 

Gaspar le siguió el juego a su compañero y, rápidamente, salió de allí. Antes de que don José pudiera decir esta boca es mía sus amigos le habían dejado a solas. Sus amigos nunca pensaron que fuera a hacerles caso. En todo.

 

 

Eran las dos de la tarde del último día del mes de mayo de 1885. La sede de la Real Academia de la Lengua en el número 26 de la calle Valverde era demasiado pequeña para el revuelo que se había organizado. Además, la presencia confirmada de su majestad el rey Alfonso XI y del resto de la familia real contribuyó a que todo el mundo quisiera estar allí. Con treinta y siete años de retraso la Academia iba a resolver, al fin, un error mayúsculo. Se trasladó todo el evento a los edificios de los que la Universidad Central de Madrid disponía en la calle San Bernardo, mucho más amplios para dar cabida a tantas personalidades como deseaban ser testigos del gran acto de incorporación a la Academia de don José. El testarudo don José, que, por fin, a sus sesenta y ocho años, parecía haber aceptado formar parte de la veterana institución.

 

A las dos de la tarde exactas entró el rey Alfonso XI , engalanado con el correspondiente uniforme de capitán general, en la gran sala que acogía el acontecimiento. Ocupada por el rey la silla presidencial, su majestad la reina doña María Cristina se sentó a su derecha y la reina madre Isabel a su izquierda. Todo el mundo estaba en pie, empezando por el presidente don Antonio Cánovas del Castillo. Se acomodaron también la infanta doña Eulalia, muchos ministros del gobierno, autoridades diversas y el rector de la Universidad Central, el señor don Galdo. El rey abrió la sesión y, al momento, don José, flanqueado por sus padrinos, los escritores Gaspar Núñez de Arce y Pedro de Alarcón, entró en la gran sala. Don José lucía un frac adquirido ex profeso para la ocasión. Si aceptaba, aceptaría a lo grande. Pero también a su manera. Y paseó, exhibiendo una enigmática sonrisa, entre todos los que antes le despreciaron y ahora le rendían admiración o, al menos, eso aparentaban.

 

Su majestad Alfonso XI le concedió la palabra. Don José asintió. Se situó en el estrado desde el que le correspondía dar el discurso de recepción en la Academia. Tosió. Se aclaró la garganta con un sorbo del vaso de agua que a tal efecto habían dispuesto en un extremo del estrado. Saludó a sus majestades, al resto de miembros de la familia real, al presidente del gobierno, a los ministros, al señor rector y al resto de autoridades. Hasta ahí todo bien.

 

Volvió a toser y a aclararse la garganta. Sacó nos papeles del bolsillo y los puso sobre el estrado.

 

Se sabía el texto de memoria, pero siempre era tranquilizador tenerlo delante por si se quedaba en blanco. Y empezó.

 

 

Mi recepción, señores, como todo lo que me sintetiza o me revela, como todas mis obras y mis hechos, para ser natural, va a ser excéntrica;

 

Y calló un instante. Una breve pausa en la que miró al público. Pedro y Gaspar negaban con la cabeza, pero don José los ignoró. Ellos también ignoraron sus negativas. Ahora le tocaba a él. ¿No habíais dicho que en verso? Pues en verso será. El resto de asistentes le observaba entre admirados y atentos. Don José prosiguió:

 

pero excéntrica y lógica

su forma una tan sólo puede ser

 y es ésta. ¿Qué es lo que me ha valido la honra doble

de aceptarme dos veces la Academia?

El bagaje de versos que me sigue

y mi exclusivo nombre de poeta [...]

La poesía fue mi único vicio,

mas son mis versos mi única defensa,

e imponerme la prosa y el discurso,

rigor fuera en vosotros, y en mí mengua.

¿Qué discurso ha de hacer

quien no lo tiene?

¿Sobre qué discurrir podrá aunque quiera

ni sobre qué podrá formar un juicio

quien por vivir sin él hasta aquí llega?

Yo, conculcando vuestras reglas todas,

me hice famoso: de osadía a fuerza,

atropellé y amordacé la crítica;

sofoqué la razón y formé escuela;

inconsciente, es verdad,

justicia hacedme,

jamás cátedra abrí ni fundé secta.

 

 

El 31 de mayo de 1885, don José Zorrilla, autor de decenas de magníficas obras, entre ellas el inolvidable Don Juan Tenorio, aceptó, al fin, después de dos intentos infructuosos anteriores, ingresar en la Real Academia Española de la Lengua. Su discurso de recepción fue íntegramente en verso. Un caso prácticamente único, ciertamente memorable y un discurso impecable que recomiendo a cualquiera que le guste la literatura, la poesía y la fina ironía. No hay uno solo de esos endecasílabos rimados que pronunció don José Zorrilla aquella tarde que tenga desperdicio. Su discurso es una de esas espléndidas piezas oratorias más llamativas aún por lo olvidada y desconocida que es. Queda por aclarar que he dicho que su discurso en verso era caso «prácticamente único», y digo eso en lugar de único a secas porque los puristas podrían recordarme que el 10 de marzo de 1744 el padre maestro fray Juan de la Concepción, carmelita descalzo, también usó el verso en su ingreso en la Academia, aunque, dicho sea con todo el respeto, su discurso no estuvo nunca a la altura de la calidad del de Zorrilla ni levantó tampoco la misma expectación. También parece ser que usó el verso Javier de Quinto en 1850, según Camilo José Cela, aunque el experto en historia de la Real Academia y miembro de ésta don Pedro Álvarez de Miranda destaca que discursos de ingreso en verso, desde que en 1847 se regularizó el uso de este tipo de recepciones, sólo hay dos: el de don José Zorrilla en 1885 y el del poeta José García Nieto en 1983.

 

No es fácil hacer un discurso. Y más difícil aún es hacerlo en verso. Pero Zorrilla no era hombre al uso, sino que, en el sentido literal de la palabra, era hombre extraordinario. Y, pese a orgullos heridos, hombre humilde, tal como da fe el cierre de su mítica intervención de 1885:

 

 

Pero aunque viva siglos, ya mi gloria

no podrás revivir, ¡noble Academia!

Ni en el cielo del Arte hacer de nuevo

brillar la luz de miapagada estrella.

No arrancarán del alma las espinas

las coronas que nimben mi cabeza,

ni me hará creer el pueblo que soy grande,

siendo, cual son, mis obras tan pequeñas.

 

* Tomado de “La noche en que Frankenstein leyó el Quijote” de Santiago Posteguillo.

 

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