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martes, 23 de noviembre de 2021

Demolición.

 

 

El escritor paseaba por entre las columnas de la catedral y su alma se encogía de pena.

—Así habrá mucha más luz. Es más moderno.

Eso habían dicho. Y una a una destrozaron casi todas las magníficas vidrieras medievales de aquella mítica iglesia del centro de la ciudad. Sólo quedaban tres rosetones que quizá se les antojaron demasiado altos como para acceder a ellos con facilidad. En cuanto al resto, sustituyeron el multicolor de cada uno de sus paneles de vidrio por aquel otro vidrio blanco que sí, permitía una mayor entrada de luz, pero... ¡a qué precio! Luz a cambio de borrar los matices de todos los colores del pasado, luz a costa de los recuerdos de la historia: una cegadora claridad donde se esfumaba el origen de las cosas.

—¡Salvajes! —musitó entre dientes.

Tenía que hacer algo: debía implicarse de algún modo para detener aquella barbarie que amenazaba no sólo con destruir las vidrieras de muchas más iglesias y catedrales y edificios de toda condición del país, sino con llevarse por delante toda la arquitectura medieval de Europa.

—¡Bárbaros! —insistió con un rugido contenido, un grito ahogado que no emergía más potente de su garganta por respeto al lugar en el que se encontraba.

Sabía lo que iba a ver, sabía qué había pasado hacía años; pero verlo de nuevo cada vez que entraba allí y, peor aún, saber que estaba pasando en más sitios le hervía la sangre. Sí, muchas veces había pensado que debía tomar cartas en el asunto, pero al final no hacía nada; después de todo, ¿qué podía hacer él? Apenas era un escritor, quizá algo conocido, puede ser, pero sin influencia ni capacidad para detener a aquellos salvajes.

Estaba allí, en el centro de la gran iglesia.

Daba igual. Aunque él no fuera nadie con el renombre suficiente, debía, al menos, intentarlo.

Salió de la iglesia, con el corazón todavía en un puño, y desapareció por las calles de la gran ciudad.

Al poco, llegó a su casa y casi de un tirón escribió «Guerre aux démolisseurs» (Guerra a los demoledores). Se trataba de un auténtico alegato contra la creciente costumbre de destruir todo tipo de edificaciones, religiosas o civiles, del pasado en aras de una modernidad absurda: como si destruir la historia ayudara a borrar nuestro pasado; como si nada de lo hecho anteriormente mereciera la pena que lo conservaran. Empezaban por las vidrieras de las ventanas, luego eran las fachadas y, al final, el edificio entero. Y empezaban por los edificios, pero ¿qué vendría después? ¿Las ideas o ya directamente las personas? Porque él lo sabía: todo era una cadena.

Escribió el artículo. Y consiguió que se lo publicaran.

Nadie le hizo caso.

¿Nadie?

No es exacto. Él escribía bien y era persona docta, culta. El escrito se tradujo a diversos idiomas y se leyó en toda Europa. Hasta Niels Laurits Høyen lo tradujo al danés y basó su restauración de la catedral de Viborg, uno de los monumentos más importantes de toda Dinamarca, en lo que él creía que era tener presentes los comentarios de nuestro indignado protagonista. Digo «creía» porque Høyen no debió de leer aquellos pasajes de «Guerre aux démolisseurs» donde se advertía que tan terrible como destruir era restaurar queriendo recuperar un pasado demasiado lejano en el edificio, como había ocurrido en algunas restauraciones en la Francia de principios del XIX. Høyen debió de saltarse esos párrafos y se empeñó en restaurar la catedral de Viborg eliminando todo lo anterior a 1726 en busca del románico nórdico inicial de la gran iglesia. Como vulgarmente se dice, se pasó de frenada, aunque el edificio sigue siendo impresionante.

Pero volvamos a la catedral de París, que es la ciudad de nuestro protagonista, y a Notre Dame, que es la iglesia cuyo estado lo atormentaba. Nuestro escritor está ahora sentado en un banco en el centro del edificio. Su artículo, más allá de influir a aquel arquitecto danés, apenas ha conseguido concienciar a nadie, y menos aún en su Francia natal.

Medita en silencio.

Entra otro hombre en la iglesia y se sienta a su lado.

—Sabes que me prometiste una nueva novela y aún estoy esperando. —Era Gosselin, su editor, el que le hablaba—. Tus poemas, tus obras de teatro, tus artículos...: todo eso está muy bien, pero lo único que te va a dar dinero de verdad serán tus novelas. —Y se levantó, pero antes de irse añadió un par de frases—: Además, son las novelas las que ahora hacen famosa a la gente. El mundo ha cambiado. —Y el editor miró hacia las vidrieras blancas—. Todo ha cambiado. Como esta iglesia.

Ante el silencio de su interlocutor, que permanecía sentado, inmóvil, como una estatua, Gosselin suspiró y empezó a alejarse.

—Tendrás tu novela —le respondió el escritor al fin.

El editor se volvió un instante y asintió, pero al tiempo hizo una mueca de incredulidad. Eran muchas las veces que aquel hombre le había dicho lo mismo.

—Estamos en verano —dijo Gosselin—. Te doy hasta febrero. Si en febrero no está, será mejor que te busques otro editor.

Y se marchó.

La catedral de Notre Dame permanecía en penumbra. La tarde había caído y aún no habían encendido las velas. Antes de que destruyeran las vidrieras, a última hora de la tarde había un momento multicolor en la gran iglesia. Ahora todo era un lento apagarse. Sí, el mundo cambiaba. Su artículo sobre las iglesias góticas y su valor, sobre las vidrieras medievales y sus colores no había servido de mucho, al menos en Francia, para concienciar a nadie acerca del valor de aquellos edificios. Pero... ¡Dios! ¿Cómo no lo había pensado antes? Gosselin le había dado la respuesta sin querer, pero se la había dado: el mundo cambiaba y de igual forma cambiaban las formas de comunicarse. Las novelas. Una novela era la respuesta. La gente escuchaba de otra forma. Lo había contado para oídos de otros tiempos y no lo habían entendido. Peor aún: ni siquiera lo habían leído. «Guerre aux démolisseurs» era un grito de otro tiempo, para gente de otro tiempo.

Victor Hugo se levantó de un salto. Un sacerdote lo miró con el ceño fruncido.

—Perdón —dijo el escritor, y salió de la catedral de París y se encerró en su casa desde septiembre de 1830 hasta febrero de 1831.

En un esfuerzo titánico del que le costaría recuperarse, escribió Nuestra Señora de París, su primera gran novela. Tenía otras obras anteriores, pero ninguna con aquella fuerza y con aquellos personajes tan inolvidables como el jorobado de Notre Dame, ni con esa historia de amor imposible. La obra fue bien recibida por la crítica y rápidamente se hizo popular. En la novela, Hugo rompía con los moldes literarios tradicionales: situaba un edificio en el centro de la narración, un edificio que veía el paso del tiempo y de la historia a su alrededor, un lugar donde los personajes entraban y salían con sus pasiones, sus alegrías y sus tormentos. Hugo utilizó además como protagonistas a personajes mendigos y del inframundo urbano de una gran ciudad. Luego lo seguirían en ese retrato de los marginados autores como Balzac, Dickens o Flaubert, pero él fue de los que abrieron el camino. Y, por encima de todo, esta vez sí que se escucharon sus palabras, las palabras de Victor Hugo cuando describía con pasión absoluta la grandeza de aquel edificio que parecía estar condenado a desaparecer, a ser demolido y rehecho sin que se recordara lo que había sido:

 

 

Y la catedral no era sólo su compañera, era el universo; mejor dicho, era la Naturaleza en sí misma. Él nunca soñó que había otros setos que las vidrieras en continua floración; otra sombra que la del follaje de piedra siempre en ciernes, lleno de pájaros en los matorrales de los capiteles sajones; otras montañas que las colosales torres de la iglesia; u otros océanos que París rugiendo bajo sus pies.

 

 

El pintor renacentista Rafael calificó el arte gótico de arte bárbaro, de los godos: un arte que debería desterrarse. Para él había que retornar a los clásicos de Grecia y Roma y olvidar la Edad Media. Y así se pensó durante siglos; pero, después de una descripción como la de arriba, ¿quién se atrevería ya a tocar una iglesia gótica para derribarla? Hay un antes y un después en la percepción del gótico por parte del pueblo francés, por parte de toda Europa, a partir de Nuestra Señora de París de Victor Hugo. El escritor francés tuvo la inteligencia de percibir lo relevante que era salvaguardar un arte maltrecho, pero además tuvo la genialidad de encontrar la forma en la que comunicar sus ideas al resto de un mundo que había cambiado. Hugo comprendió que la novela era más poderosa para comunicar, para divulgar, para persuadir que otros medios tradicionales. Notre Dame se restauró (no sin polémica, pero se restauró) y hoy es uno de los edificios más visitados del mundo y uno de los emblemas de París.

Desde aquella novela, el gótico volvió a ser aquel grandioso arte de crear pedazos de cielo en la tierra. El autor se hizo enormemente popular, y sus escritos sobre la educación, o sus discursos contra la miseria, contra la explotación de los niños en el trabajo o a favor de la paz conmovieron a demasiadas conciencias. Sus ideas le costaron el exilio, pero es que él no sólo se preocupaba de los edificios y del arte, sino, por encima de todo, de las personas. Por eso, cuando Victor Hugo falleció, los franceses no se olvidaron de él y dos millones de personas acudieron a su funeral de Estado.

La edición de Edelvives, en dos volúmenes ilustrados por el artista francés Benjamin Lacombe, es una delicia.

 

* Tomado de “La sangre de los libros” de Santiago Posteguillo.

 

 

 

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