Isaac Asimov
El polvo blanco estaba encerrado
dentro de una cápsula transparente de delgadas paredes. A su vez, la cápsula estaba
cerrada por soldadura dentro de una doble lámina de parafilme, dentro de la cual,
y a intervalos de quince centímetros, había encerradas otras cápsulas.
La lámina se deslizaba. Durante
el proceso, cada cápsula reposaba un minuto en una mordaza de metal, inmediatamente
debajo de una ventanilla de mica. En otra porción de la esfera del contador de radiaciones,
un número saltaba sobre un cilindro de papel que se iba desplegando. La cápsula
seguía adelante, y la que venía detrás ocupaba su puesto.
El número marcado a la una cuarenta
y cinco de la tarde era el 308. Un minuto después apareció el 256. Un minuto después,
el 391. Un minuto después, el 477. Un minuto después, el 202. Un minuto después,
el 251. Un minuto después, el 000. Un minuto después, el 000. Un minuto después,
el 000.
Poco después de las dos de la
tarde, Alexander Johannison pasaba junto al contador y el rabillo de un ojo se le
clavó en la hilera de números. Dos pasos más allá del contador se detuvo y retrocedió.
Alexander Johannison hizo retroceder
el rollo de papel luego lo volvió a su posición primitiva y exclamó:
-¡Cáspita!
Lo dijo con vehemencia. Era alto
y delgado, de gruesos nudillos, cabello bermejo y cejas claras. Parecía cansado
y, de momento, perplejo.
Gene Damelli se acercaba, dando
rodeos, con la misma tranquila despreocupación que infundía a todos sus actos. Era
moreno, velloso y más bien bajo. En otro tiempo le aplastaron la nariz, y esta circunstancia
le daba un aspecto curiosamente distinto al que la gente suele imaginar que debe
de tener un físico nuclear. Damelli dijo:
-Mi condenado contador Geiger
no recoge nada en absoluto, y yo no me siento de humor para repasar todos sus alambres.
¿Tienes un pitillo?
Johannison sacó un paquete.
-¿Qué tal están los demás del
edificio?
-No los he probado, pero me figuro
que no se habrán estropeado todos.
-¿Por qué no? El mío tampoco registra
nada.
-No bromees. ¿Ves? Tanto dinero
gastado para nada. Salgamos a beber una «Coca-Cola».
Johannison respondió con más pasión
de lo que se proponía:
-¡No! Voy a ver a George Duke.
Quiero comprobar su máquina. Si aquella también está parada….
Damelli le seguía, pisándole los
talones.
-No lo estará, Alex. No seas tonto.
George Duke escuchaba a Johannison
mirándole con disgusto por encima de unos lentes sin aros. Era un joven viejo con
poco cabello y menos paciencia.
-Estoy ocupado -dijo.
-¿Demasiado ocupado para decirme
si tus aparatos funcionan, por amor de Dios?
Duke se puso en pie, exclamando:
-¡Ah, diablos! ¿Cuándo tiene uno
tiempo para trabajar, por estos contornos? -Al dar la vuelta a la mesa, la regla
de cálculo se le cayó, chocando sordamente con una capa de dispersas hojas de papel
milimetrado.
El hombre se acercó a una mesa
de laboratorio llena de objetos y levantó la pesada tapa de plomo de un pesado recipiente
de plomo. Luego introdujo dentro unas tenazas de sesenta centímetros de longitud
y sacó un pequeño cilindro plateado.
-Quédate donde estás -ordenó con
semblante malhumorado.
Johannison no necesitaba el consejo.
Se mantuvo a distancia. Durante el mes anterior no había estado expuesto a ninguna
dosis anormal de radiactividad, pero habría sido una insensatez acercarse más de
lo necesario al cobalto «caliente».
Siempre utilizando las tenazas,
y con los brazos bien estirados para mantener lejos de su cuerpo el brillante pedazo
de metal cargado de radiactividad concentrada, llevó dicho fragmento metálico junto
a la ventanilla de su contador. A sesenta centímetros de distancia, el contador
habría tenido que vibrar lo suficiente como para hacerse pedazos. Pero no vibró.
-¡Repámpanos! -exclamó Duke, dejando
caer el recipiente de cobalto. Rebuscó alocadamente por el suelo y cuando lo encontró
lo levantó hacia la ventanilla. Esta vez, más cerca.
No se oyó nada. En el contador
de impulsos no aparecieron los puntitos de luz. Los números no aumentaron.
-No se oye ni siquiera un ruido
de fondo -comentó Johannison.
-¡Por Júpiter! -exclamó Damelli.
Duke devolvió el tubo de cobalto
a su funda de plomo, con la misma presteza de siempre, y se quedó plantado, inmóvil,
mirando fijamente.
Johannison irrumpió en la oficina
de Bill Everard, con Damelli pisándole los talones, y habló excitadamente durante
unos minutos, las manos con los nudillos blancos sobre la reluciente mesa escritorio
de Everard. Este escuchaba con las lisas, recién afeitadas mejillas adquiriendo
un tinte rosado y el rollizo cuello dilatándose un poco sobre el duro y blanco cuello
de la camisa.
Everard miró a Damelli y dirigió
un interrogatorio pulgar a Johannison. Damelli se encogió de hombros, levantando
las manos, con las palmas para arriba, y arrugando la frente.
-No entiendo que todos puedan
funcionar mal -dijo Everard.
-Pues han funcionado mal, indiscutiblemente
-insistió Johannison-. Se han quedado todos inertes alrededor de las dos. Hace ya
más de una hora, y ninguno ha vuelto a funcionar bien. Ni el mismo George Duke sabe
cómo resolver el problema. Te lo aseguro, la culpa no la tienen los contadores.
-¡Pero si me estás diciendo que
sí la tienen!
-Lo que digo es que no funcionan.
Pero no es por culpa suya. No hay nada que los haga funcionar.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que en este lugar
no hay radiactividad alguna. No la hay en todo el edificio. En ninguna parte.
-No te creo.
-Oye, si un cilindro de cobalto
«caliente» no pone en marcha un contador, quizá podamos suponer que todos los contadores
con que ensayamos están averiados. Pero si ese mismo cilindro no descarga un electroscopio
de láminas de oro y ni siquiera vela una placa fotográfica, entonces el que está
averiado es el cilindro.
-De acuerdo -admitió Everard-,
se trata de un cartucho sin bala. Alguien cometería un error y se olvidaría de cargarlo.
-Ese mismo cilindro funcionaba
debidamente esta mañana. Pero no me hagas caso: es posible que hayan cambiado unos
cilindros por otros. Sin embargo, he cogido aquel pedazo de pechblenda de la caja
de exposición del cuarto piso, y tampoco produce el menor efecto. No vas a decirme
que alguien se olvidó de meterle el uranio dentro.
Everard se frotó la oreja.
-¿Qué opinas tú, Damelli?
-No lo sé, jefe -respondió el
aludido, meneando la cabeza-. Ojalá lo supiera.
-No es hora de reflexiones -dijo
Johannison-, sino de hechos. Tienes que avisar a Washington.
-Avisar, ¿de qué? -preguntó Everard.
-Avisarles sobre la dotación de
bombas atómicas.
-¿Qué?
-La respuesta podría estar ahí.
Oye, alguien ha ideado una manera de interrumpir la radiactividad; toda, por entero.
Podría tratarse de un fenómeno que se extendiese por todo el país, por todos los
Estados Unidos. Si alguien ha provocado ese fenómeno, sólo puede haberlo hecho para
dejar inservibles nuestras bombas atómicas. Como no saben dónde las guardamos, tienen
que cubrir el país entero. Y si esta hipótesis fuese acertada, ello significa un
ataque inminente. Un ataque que puede desencadenarse en cualquier instante. ¡Utiliza
el teléfono, jefe!
La mano de Everard fue en busca
del teléfono. Sus ojos y los de Johannison se encontraron y se miraron de hito en
hito.
-Conferencia con el exterior,
tenga la bondad -pidió.
Eran las cuatro menos cinco. Everard
dejó el aparato.
-¿Era el comisario? -preguntó
Johannison.
-Si -respondió Everard. Tenía
el ceño fruncido.
-Muy bien. ¿Qué ha dicho?
-«¿Qué bombas atómicas, hijo mío?»,
me ha dicho -contestó Everard.
Johannison parecía estupefacto.
-¿Qué diablos significa eso de
«¿Qué bombas atómicas?» ¡Ah, ya sé! Han descubierto ya que tienen en las manos unos
proyectiles descargados, y no quieren hablar. Ni siquiera con nosotros. ¿Qué hacemos
ahora?
-Ahora, nada -respondió Everard,
volviendo a sentarse y mirando con ojo inflamado al físico-. Alex, comprendo la
tensión que estás sufriendo, y por eso no voy a estallar por este asunto. Pero lo
que me molesta es pensar: ¿cómo me has metido a ml en esa tontería?
Johannison palideció.
-Esto no es una tontería. ¿O acaso
dijo el comisario que lo era?
-Ha dicho que soy un tonto; y
lo soy, efectivamente. ¿Qué diablos te propones al venir aquí con esos cuentos sobre
bombas atómicas? ¿Qué son bombas atómicas? Yo nunca había oído hablar de ellas.
-¿No has oído hablar de bombas
atómicas? ¿Qué es esto? ¿Una broma?
-No las había oído mencionar jamás.
Suenan como algo sacado de un tebeo.
Johannison se volvió hacia Damelli,
cuyo aceitunado cutis parecía oscurecerse por la inquietud.
-Díselo, Gene.
Damelli meneó la cabeza.
-Dejadme al margen de este asunto.
-Está bien. -Johannison se inclinó
para repasar con la mirada la hilera de libros de los estantes próximos a la cabeza
de Everard-. No sé a qué viene todo esto; pero no lo aguanto. ¿Dónde está el Gladstone?
-Ahí mismo -dijo Everard.
-No. No quiero el Libro de texto
de Química y Física, sino su obra Fuentes de la energía atómica.
-No la conozco.
-¿Qué estás diciendo? Desde que
trabajo aquí la has tenido siempre ahí, en ese estante.
-No lo había oído citar jamás
-insistió tercamente Everard.
-Supongo que tampoco habrás oído
citar Rastreadores radiactivos en biología.
-No.
-Muy bien -gritó Johannison-.
Entonces, utilicemos el Libro de texto de Gladstone. Servirá para el caso.
Así diciendo, bajó el grueso volumen
e hizo correr las páginas. Una vez, dos veces. Arrugando la frente, miró la página
del copyright. Decía: Tercera edición, 1956. El hombre repasó los dos primeros capítulos,
página por página. Allí estaba: estructura atómica, números cuánticos, electrones
y sus capas, series de transición…., pero nada sobre radiactividad, nada en absoluto
referente a ella.
Entonces recurrió a la tabla periódica
de elementos de la cara interior de la cubierta delantera. No necesitó más que unos
segundos para ver que sólo anotaba ochenta y uno; los ochenta y un elementos no
radiactivos.
Johannison sentía la garganta
seca como un ladrillo. Con voz ronca, le dijo a Everard:
-Supongo que nunca has oído pronunciar
la palabra uranio.
-¿Qué es eso? -preguntó fríamente
el otro-. ¿Un nombre comercial?
Desesperado, Johannison dejó el
Gladstone y cogió el Manual de Química y Física y utilizó el índice. Buscó: series
radiactivas, uranio, plutonio, isótopos. Sólo encontró esta última palabra. Con
dedos inseguros, nerviosos, acudió a la tabla de isótopos. Le bastó una mirada.
Sólo traía los isótopos estables.
-Muy bien -dijo con acento de
súplica-. Abandono. Ya basta. Has colocado aquí un puñado de libros apócrifos, sólo
para sacarme de mis casillas, ¿verdad que si? -E intentó sonreír.
Everard se puso tieso.
-No seas tonto, Johannison. Será
mejor que te vayas a casa. Consulta a un médico.
-No estoy enfermo.
-Es posible que no lo creas; pero
lo estás. Necesitas unas vacaciones; tómatelas, pues. Hazme un favor, Damelli. Mételo
en un taxi y cuida de que llegue a su casa.
Johannison seguía plantado allí,
irresoluto. De pronto se puso a chillar:
-Entonces, ¿para qué sirven la
multitud de contadores que hay en este establecimiento? ¿Qué función realizan?
-No sé qué quieres decir con eso
de contadores. Si te refieres a las computadoras, están aquí para resolver los problemas
que se nos plantean.
Johannison señaló una placa de
la pared.
-Muy bien, pues. Mira esas Iniciales.
¡C! ¡E! ¡A!
¡Comisión! ¡Energía! ¡Atómica!
-Y espació bien las palabras, separándolas perfectamente una de otra.
Evérard señaló a su vez:
-¡Comisión! ¡Experimental! ¡Aire!,
Llévale a casa, Damellí.
Johannison se volvió hacia Damelli
apenas hubieron llegado a la acera. En tono apasionado, le susurró:
-Oye, Gene, no te hagas cómplice
de ese fulano. Everard se ha vendido. Le han comprado, sea como fuere. Figúrate,
¡haber hecho confeccionar aquellos libros falsos y querer hacerme creer que estoy
loco!
Damelli dijo, sin inmutarse:
-Sosiégate, Alex, muchacho. Estás
un poco excitado, nada más. Everard es un hombre cabal.
-Ya le has oído. No sabe qué son
las bombas atómicas, ni tampoco el uranio.
Damelli levantó un dedo.
-¡Taxi! -El taxi pasó zumbando.
Johannison se libertó de la sensación
de ahogo.
-¡Gene! Tú estabas presente cuando
los contadores han dejado de funcionar. Tú estabas presente cuando la pechblenda
ha quedado inerte. Y has ido conmigo a ver a Everard para resolver el problema.
-Si quieres que te diga la pura
verdad, Alex, tú me has dicho que tenías que hablar de algo con el jefe y me has
pedido que te acompañase, y eso es todo lo que sé. Que yo sepa, no se ha estropeado
nada, y…. ¿qué diablos habíamos de hacer con esa pechblenda? No utilizamos brea
alguna en el centro…. ¡Taxi!
El taxi se paró junto al bordillo.
Damelli abrió la puerta e indicó
a Johannison, con un ademán, que subiera. Este subió; luego, con los ojos enrojecidos
de cólera, arrancó la portezuela de la mano de Damelli, cerró de golpe y le gritó
una dirección al taxista. Y se asomó por la ventanilla mientras el taxi arrancaba,
dejando a Damelli plantado y mirando estupefacto.
-Dile a Everard que no le saldrá
bien -gritó Johannison-. Sé qué os traéis entre manos.
Luego se derrumbó sobre el tapizado,
exhausto. Estaba seguro de que Damelli había oído la dirección que había dado al
taxista. ¿Acudirían los otros al FBI antes que él con algún cuento sobre una pretendida
crisis nerviosa? Y los del FBI, ¿darían más crédito a la palabra de Everard que
a la suya? No podrían negar la Interrupción de la radiactividad. No podrían negar
la presencia de los libros falsificados.
Mas ¿de qué serviría todo ello?
Estaba a punto de producirse un ataque enemigo, y hombres como Damelli y Everard….
¿Hasta qué punto estaba carcomido el país por la traición? De pronto se puso tenso,
rígido.
-¡Chófer! -gritó. Luego, más fuerte-:
¡Chófer! El hombre del volante no volvió la cabeza. El tráfico discurría suavemente
junto a ellos.
Johannison quiso levantarse del
asiento; pero sentía una especie de vértigo.
-¡Chófer! -murmuró. No iban camino
del FBI, sino que el taxista le llevaba a su casa. Pero ¿cómo sabía su dirección?
Claro, sería un taxista comprado.
Johannison apenas divisaba los objetos y en sus oídos zumbaba un estrépito infernal.
¡Santo Dios, qué organización!
¡Era perfectamente inútil luchar! Johannison perdió el conocimiento.
Johannison andaba por la acera
dirigiéndose a la casita de dos pisos, con fachada de ladrillo, donde vivían él
y Mercedes. No recordaba cómo había salido del taxi.
Se volvió, y no había ninguno
a la vista. Automáticamente se palpó la chaqueta en busca de la cartera y las llaves.
Ambas cosas estaban en su sitio. No le habían quitado nada.
Mercedes estaba a la puerta, esperándole.
No parecía sorprendida de verle regresar. Johannison dirigió una mirada rápida al
reloj. Volvía a su casa cerca de una hora antes que de costumbre.
-Mercedes -dijo-, hemos de marcharnos
de aquí para….
-Lo sé todo, Alex -le cortó ella
con voz ronca-. Entra.
Mirándola, el marido creía estar
contemplando el mismísimo cielo. Cabello lacio, tirando a rubio, con la raya en
medio y recogido en forma de cola de caballo; grandes ojos azules, bien separados
y con aquella ligerísima inclinación oriental, orejas pequeñas y pegadas a la cabeza.
Johannison la devoraba con la mirada.
Pero advertía que ella hacia un
esfuerzo mayúsculo por reprimir cierta tensión.
-¿Te ha telefoneado Everard? ¿O
acaso Damelli? -le preguntó.
-Tenemos visita -respondió la
mujer.
«Han llegado hasta ella», pensó
Johannison.
Podía cogerla de la mano y arrancarla
del umbral. Correrían; probarían de ponerse a salvo. Pero ¿lo conseguirían? El visitante
estaría aguardando entre las sombras del pasillo. Sería un hombre siniestro, se
figuraba, de voz recia, brutal y con acento extranjero, plantado allí con una mano
en el bolsillo, aunque formando un bulto mucho mayor que la mano. Atontado, entró
en su casa.
-Espera en la sala -explicó Mercedes,
por cuyo semblante cruzó momentáneamente una sonrisa-. Creo que no hay nada que
temer.
El visitante estaba de pie. Tenía
un aspecto irreal, con la irrealidad de la perfección. Tenía la cara y el cuerpo
sin defecto alguno y completamente desprovistos de individualidad. Habría podido
salir de un cartel publicitario.
Tenía la voz cultivada y desapasionada
del locutor profesional. Una voz completamente desprovista de acento regional.
-Nos ha dado mucho trabajo traerle
a casa, doctor Johannison -dijo el forastero.
El científico aseguró:
-Sea lo que fuere lo que pretenda,
no estoy dispuesto a colaborar.
Mercedes intervino:
-No, Alex, no lo entiendes. Hemos
conversado ya. Ese señor dice que la radiactividad ha quedado interrumpida.
-Sí, lo ha quedado, ¡y me gustaría
que ese anuncio de cuellos de camisa me dijera cómo lo han hecho! ¡Oiga!, ¿es usted
americano?
-Sigues sin comprender, Alex
-dijo la esposa-. La radiactividad ha quedado interrumpida en todo el mundo. Ese
hombre no pertenece a ninguna nación de la Tierra. No me mires así, Alex. Es cierto.
Sé que es cierto. Mírale.
El visitante sonrió. Era una sonrisa
perfecta.
-Este cuerpo bajo el que me presento
-dijo-, ha sido esmeradamente confeccionado por encargo; pero no es más que materia.
Está bajo un control absoluto. -Levantó una mano, y la piel desapareció. Los músculos,
los rectos tendones y las sinuosas venas quedaron al descubierto. Las paredes de
las venas desaparecieron y la sangre manó suavemente sin necesidad de que la contuvieran.
Todo se disolvió para que ahora pudiera aparecer el hueso gris, liso. Que también
se evaporó.
Luego reapareció todo.
-¡Hipnotismo! -murmuró Johannison.
-En modo alguno -negó tranquilamente
el visitante.
Johannison preguntó
-¿De dónde es usted?
-Resulta difícil explicarlo,
-contestó el otro-. ¿Importa realmente?
-He de comprender lo que está
ocurriendo -gritó Johannison-. ¿No se da cuenta?
-Si. Me doy cuenta. Por eso estoy
aquí. En este momento estoy hablando a ciento y pico de personas diseminadas por
todo este planeta de ustedes. Desde dentro de diferentes cuerpos, por supuesto,
dado que diferentes secciones de ustedes tienen preferencias y normas distintas
en lo referente al aspecto del cuerpo.
Fugazmente, Johannison se preguntó
si no estaría loco, después de todo.
-¿Son ustedes de…. Marte? ¿O de
otro sitio parecido? ¿Van a tomar el mundo? ¿Estamos en guerra?
-¿Ve usted? -dijo el visitante-.
Esa clase de actitud es precisamente lo que tratamos de corregir. Su gente está
enferma, doctor Johannison, muy enferma. Desde hace decenas de miles de años, años
de los de ustedes, sabemos que esa especie particular a que pertenecen tiene grandes
posibilidades. Pero nos ha desilusionado mucho observar que su desarrollo se ha
desviado hacia un camino patológico. Claramente patológico. -Meneó la cabeza.
Mercedes se dirigió a su marido.
-Antes de llegar tú, me ha dicho
que trataba de curarnos.
-¿Quién se lo ha pedido? -murmuró
Johannison.
El visitante se limitó a sonreír,
y explicó:
-Me encargaron esta tarea hace
muchísimo tiempo; pero las enfermedades de esa clase siempre son difíciles de tratar.
En primer lugar, está la dificultad de comunicarnos.
-Nos estamos comunicando, ¿no?
-replicó tercamente Johannison.
-Sí. Hasta cierto punto, si. Yo
utilizo los conceptos de ustedes, el código que ustedes adoptaron. Y que es bastante
imperfecto. Ni siquiera podría explicarle la verdadera naturaleza de la enfermedad
de su especie. Utilizando los conceptos de ustedes, la manera más aproximada de
decirlo consistiría en afirmar que se trata de una enfermedad del espíritu.
-¿Eh?
-Es una especie de dolencia social
delicada, escurridiza. Por eso he vacilado tanto tiempo antes de intentar una cura
directa. Sería una pena que, por accidente, una potencialidad tan enorme como la
que representa la raza de ustedes se nos perdiera. Hasta ahora, el recurso que he
empleado durante miles de años ha consistido en actuar indirectamente, a través
de los pocos individuos de cada generación que poseían una inmunidad natural para
esa enfermedad. Filósofos, moralistas, guerreros, políticos. Todos los que poseían
un atisbo de la hermandad universal. Todos los que….
-Muy bien. Y ha fracasado. Dejémoslo
en eso. ¿Y si ahora me hablase de su pueblo, y no del mío?
-¿Qué le diría que usted pudiera
entender?
-¿De dónde procede? Empiece por
ahí.
-Usted carece del concepto adecuado.
Yo no procedo de ninguna parte del recinto.
-¿De qué recinto?
-Del universo, quiero decir. Procedo
de fuera del universo.
Mercedes volvió a intervenir,
inclinándose hacia adelante.
-¿No entiendes qué quiere decir,
Alex? Supón que tú aterrizases en la costa de Nueva Guinea y que hablases a unos
nativos por televisión. Quiero decir a unos nativos que no hubiesen visto ni oído
a nadie de fuera de su tribu. ¿Podrías explicarles cómo funciona la televisión y
cómo te permitía hablar a muchas personas situadas en distintos lugares, a un mismo
tiempo? ¿Podrías explicarles que la imagen no eras tú mismo, sino una ilusión que
podías hacer desaparecer y reaparecer? Si todo el universo que tus oyentes conocieran
quedase limitado a su propia isla, ni siquiera podrías explicarles de dónde procedes.
-Bien. Entonces, para ese individuo
somos salvajes, ¿no es eso? -preguntó Johannison.
-Su esposa habla en metáfora
-dijo el visitante-. Déjeme terminar. No puedo seguir tratando de estimular a la
sociedad de ustedes a que se cure por si misma. La enfermedad ha llegado demasiado
lejos. Tendré que alterar la composición temperamental de la raza.
-¿Cómo?
-Tampoco hay palabras ni conceptos
para explicarlo. Habrá visto usted que poseemos un enorme dominio sobre la materia
física. Nos ha costado muy poco esfuerzo interrumpir toda radiactividad. Ha resultado
algo más difícil cuidar de que todas las cosas, comprendidos los libros, concordaran
ahora con un mundo en el que la radiactividad no existe. Ha sido un poco más difícil
todavía, y ha requerido más tiempo, el borrar toda idea de la radiactividad de las
mentes de los hombres. En estos precisos instantes, en la Tierra no hay uranio.
Y nadie lo ha oído mencionar jamás.
-Yo sí -replicó Johannison-. ¿Y
tú, Mercy?
-Yo también lo recuerdo -contestó
Mercedes.
-Con ustedes dos hemos hecho una
excepción -dijo el visitante-, tal como la hacemos con un centenar y pico de hombres
y mujeres de todas partes del mundo.
-No habrá radiactividad -murmuró
Johanníson-. ¿Nunca más?
-Durante cinco años de los de
ustedes -dijo el visitante-. Se trata de una pausa, nada más. Una pausa, meramente;
o llámelo, si prefiere, un período de anestesia, a fin de que yo pueda actuar sobre
la especie sin el peligro eventual de una guerra atómica. A los cinco años, el fenómeno
de la radiactividad se reanudará y existirán de nuevo el uranio y el torio, que
actualmente han desaparecido. Sin embargo, el conocimiento de los mismos no retornará.
Y ahí es donde entran ustedes. Y los demás tratados como ustedes. Ustedes reeducarán
paulatinamente al mundo.
-Es toda una tarea. Hemos necesitado
cincuenta años para llegar adonde estamos. Aun concediendo que la segunda vez quizá
se tardase menos, ¿por que no devolver los conocimientos, sencillamente? Podrían
hacerlo, ¿verdad que sí?
-Se tratará de una operación muy
seria -replicó el visitante-. Se necesitará hasta un decenio para estar seguros
de si surgen complicaciones o no. Por ello queremos que la reeducación se verifique
despacio.
-¿Cómo sabremos que ha llegado
el momento? -preguntó Johannison-. Quiero decir, que la operación ha terminado.
El visitante sonrió.
-Cuando llegue el momento, lo
sabrán. Esté seguro.
-Bueno, es una maldición eso de
esperar cinco años para que te suene un gong dentro de la cabeza. ¿Y si no suena
nunca? ¿Y si la operación que va a realizar usted no tiene éxito?
-Confiemos en que si lo tendrá
-respondió muy serio el visitante.
-Pero ¿Y si no lo tiene? ¿No podría
borrarnos el recuerdo temporalmente también? ¿No podría dejarnos vivir normalmente
hasta que haya llegado el momento?
-No, y lo siento. Necesito sus
mentes intactas. Si la operación fracasa, si la cura no resulta bien, necesitaré
una pequeña reserva de mentes normales, intactas, para engendrar, a partir de ellas,
una población nueva de este planeta en la que se pueda intentar otra clase de cura.
La especie de ustedes debe conservarse a toda costa. Es muy valiosa. Por eso estoy
dedicando tanto tiempo a explicarles la situación. Si les hubiera dejado en la ignorancia
en que estaban hace una hora nada más, habrían bastado cinco días (no hablemos ya
de cinco años) para arruinarles por completo.
Y sin añadir ni una palabra más,
desapareció.
Mercedes realizó las tareas necesarias
para preparar la cena, y se sentaron a la mesa casi como si acabaran de vivir una
jornada normal y corriente.
-¿Es cierto? -exclamó Johannison-.
¿Es real todo eso?
-Yo también lo he visto -contestó
Mercedes-, Y lo he oído.
-He repasado mis libros. Están
cambiados. Cuando haya terminado esta…. pausa, habremos de trabajar de memoria,
todos los que hemos quedado intactos. Tendremos que volver a construir los instrumentos.
Tardaremos mucho tiempo en metérselo en la cabeza a los que no lo recordarán. -La
cólera le dominó repentinamente-. ¿Y por qué? Me gustaría saber por qué.
-Alex -empezó tímidamente Mercedes-,
ese ser quizá haya estado en la Tierra anteriormente y haya hablado con otras personas.
El ha vivido miles y miles de años. ¿No piensas que acaso sea eso que durante muchísimo
tiempo hemos designado como…. como….?
-¿Como Dios? -concluyó Johannison,
mirándola-. ¿No es eso lo que querías decir? ¿Cómo puedo saberlo? Lo único que sé
es que sus semejantes, sean quienes fueren, están infinitamente más adelantados
que nosotros, y que él nos está curando una enfermedad.
-Entonces -dijo Mercedes-, me
lo imagino como un médico, o el equivalente a médico que exista en su sociedad.
-¿Médico? Lo único que ha repetido
muchas veces ha sido que el gran problema estaba en la dificultad de comunicarnos.
¿Qué médico no podría comunicarse con sus pacientes? ¡Un veterinario! ¡Un médico
de animales! -Y apartó el plato.
Su mujer replicó:
-Aun así. Si trae el fin de las
guerras….
-¿Por qué querría ponerles fin?
¿Qué somos para él? Animales. Para él somos animales. Literalmente. Lo ha dicho
bien claro. Cuando le he preguntado de dónde venía, ha contestado que no venía del
«recinto» ¿Lo ves? El recinto de los animales. Y luego lo ha cambiado por «universo».
No venía del «universo». La dificultad de comunicación le ha delatado. Ha utilizado
el concepto de lo que es nuestro universo para él, y no el de lo que es para nosotros.
De modo que el universo es un corral de animales, y nosotros somos…. caballos, gallinas,
ovejas. Escoge.
-El Señor es mi Pastor. No me
faltará….
-Basta, Mercy. Eso es una metáfora,
y esto es una realidad. Si él es el pastor, entonces nosotros somos unas ovejas
dotadas de un deseo y una habilidad extraños, antinaturales, de matarnos los unos
a los otros. ¿Para qué habrían de interrumpirnos?
-El ha dicho….
-Sé qué ha dicho. Ha dicho que
poseemos grandes potencialidades. Que somos muy valiosos. ¿No es cierto?
-Si.
-Pero ¿qué potencialidades y valores
tienen las ovejas para el pastor? Las ovejas no tienen ni idea. No pueden tenerla.
Si supieran por qué las miman tanto quizá prefiriesen vivir sus propias vidas. Acaso
quisieran correr los peligros que signifiquen los lobos, o los que signifiquen unas
para otras.
Mercedes le miraba desamparada.
El gritó:
-Es lo que me estoy preguntando
yo ahora. ¿Adónde vamos? ¿Adónde vamos? ¿Lo saben las ovejas? ¿Lo sabemos nosotros?
¿Podemos saberlo?
Marido y mujer se quedaron en
silencio, inmóviles, con los ojos fijos en los respectivos platos, sin comer. Fuera
se oía el ruido del tráfico y las voces de los niños que jugaban. La noche se acercaba;
poco a poco, oscureció.
FIN
Título original en inglés: The
Pause © 1954.
Publicado en Time to Come.
Traducción de Baldomero Porta.
Compre Júpiter y otro relatos.
Editorial Bruguera.
Edición digital de Questor. Junio
de 2002.
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