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jueves, 28 de octubre de 2021

LA PAUSA

 


 

Isaac Asimov

 

El polvo blanco estaba encerrado dentro de una cápsula transparente de delgadas paredes. A su vez, la cápsula estaba cerrada por soldadura dentro de una doble lámina de parafilme, dentro de la cual, y a intervalos de quince centímetros, había encerradas otras cápsulas.

La lámina se deslizaba. Durante el proceso, cada cápsula reposaba un minuto en una mordaza de metal, inmediatamente debajo de una ventanilla de mica. En otra porción de la esfera del contador de radiaciones, un número saltaba sobre un cilindro de papel que se iba desplegando. La cápsula seguía adelante, y la que venía detrás ocupaba su puesto.

El número marcado a la una cuarenta y cinco de la tarde era el 308. Un minuto después apareció el 256. Un minuto después, el 391. Un minuto después, el 477. Un minuto después, el 202. Un minuto después, el 251. Un minuto después, el 000. Un minuto después, el 000. Un minuto después, el 000.

Poco después de las dos de la tarde, Alexander Johannison pasaba junto al contador y el rabillo de un ojo se le clavó en la hilera de números. Dos pasos más allá del contador se detuvo y retrocedió.

Alexander Johannison hizo retroceder el rollo de papel luego lo volvió a su posición primitiva y exclamó:

-¡Cáspita!

Lo dijo con vehemencia. Era alto y delgado, de gruesos nudillos, cabello bermejo y cejas claras. Parecía cansado y, de momento, perplejo.

Gene Damelli se acercaba, dando rodeos, con la misma tranquila despreocupación que infundía a todos sus actos. Era moreno, velloso y más bien bajo. En otro tiempo le aplastaron la nariz, y esta circunstancia le daba un aspecto curiosamente distinto al que la gente suele imaginar que debe de tener un físico nuclear. Damelli dijo:

-Mi condenado contador Geiger no recoge nada en absoluto, y yo no me siento de humor para repasar todos sus alambres. ¿Tienes un pitillo?

Johannison sacó un paquete.

-¿Qué tal están los demás del edificio?

-No los he probado, pero me figuro que no se habrán estropeado todos.

-¿Por qué no? El mío tampoco registra nada.

-No bromees. ¿Ves? Tanto dinero gastado para nada. Salgamos a beber una «Coca-Cola».

Johannison respondió con más pasión de lo que se proponía:

-¡No! Voy a ver a George Duke. Quiero comprobar su máquina. Si aquella también está parada….

Damelli le seguía, pisándole los talones.

-No lo estará, Alex. No seas tonto.

George Duke escuchaba a Johannison mirándole con disgusto por encima de unos lentes sin aros. Era un joven viejo con poco cabello y menos paciencia.

-Estoy ocupado -dijo.

-¿Demasiado ocupado para decirme si tus aparatos funcionan, por amor de Dios?

Duke se puso en pie, exclamando:

-¡Ah, diablos! ¿Cuándo tiene uno tiempo para trabajar, por estos contornos? -Al dar la vuelta a la mesa, la regla de cálculo se le cayó, chocando sordamente con una capa de dispersas hojas de papel milimetrado.

El hombre se acercó a una mesa de laboratorio llena de objetos y levantó la pesada tapa de plomo de un pesado recipiente de plomo. Luego introdujo dentro unas tenazas de sesenta centímetros de longitud y sacó un pequeño cilindro plateado.

-Quédate donde estás -ordenó con semblante malhumorado.

Johannison no necesitaba el consejo. Se mantuvo a distancia. Durante el mes anterior no había estado expuesto a ninguna dosis anormal de radiactividad, pero habría sido una insensatez acercarse más de lo necesario al cobalto «caliente».

Siempre utilizando las tenazas, y con los brazos bien estirados para mantener lejos de su cuerpo el brillante pedazo de metal cargado de radiactividad concentrada, llevó dicho fragmento metálico junto a la ventanilla de su contador. A sesenta centímetros de distancia, el contador habría tenido que vibrar lo suficiente como para hacerse pedazos. Pero no vibró.

-¡Repámpanos! -exclamó Duke, dejando caer el recipiente de cobalto. Rebuscó alocadamente por el suelo y cuando lo encontró lo levantó hacia la ventanilla. Esta vez, más cerca.

No se oyó nada. En el contador de impulsos no aparecieron los puntitos de luz. Los números no aumentaron.

-No se oye ni siquiera un ruido de fondo -comentó Johannison.

-¡Por Júpiter! -exclamó Damelli.

Duke devolvió el tubo de cobalto a su funda de plomo, con la misma presteza de siempre, y se quedó plantado, inmóvil, mirando fijamente.

Johannison irrumpió en la oficina de Bill Everard, con Damelli pisándole los talones, y habló excitadamente durante unos minutos, las manos con los nudillos blancos sobre la reluciente mesa escritorio de Everard. Este escuchaba con las lisas, recién afeitadas mejillas adquiriendo un tinte rosado y el rollizo cuello dilatándose un poco sobre el duro y blanco cuello de la camisa.

Everard miró a Damelli y dirigió un interrogatorio pulgar a Johannison. Damelli se encogió de hombros, levantando las manos, con las palmas para arriba, y arrugando la frente.

-No entiendo que todos puedan funcionar mal -dijo Everard.

-Pues han funcionado mal, indiscutiblemente -insistió Johannison-. Se han quedado todos inertes alrededor de las dos. Hace ya más de una hora, y ninguno ha vuelto a funcionar bien. Ni el mismo George Duke sabe cómo resolver el problema. Te lo aseguro, la culpa no la tienen los contadores.

-¡Pero si me estás diciendo que sí la tienen!

-Lo que digo es que no funcionan. Pero no es por culpa suya. No hay nada que los haga funcionar.

-¿Qué quieres decir?

-Quiero decir que en este lugar no hay radiactividad alguna. No la hay en todo el edificio. En ninguna parte.

-No te creo.

-Oye, si un cilindro de cobalto «caliente» no pone en marcha un contador, quizá podamos suponer que todos los contadores con que ensayamos están averiados. Pero si ese mismo cilindro no descarga un electroscopio de láminas de oro y ni siquiera vela una placa fotográfica, entonces el que está averiado es el cilindro.

-De acuerdo -admitió Everard-, se trata de un cartucho sin bala. Alguien cometería un error y se olvidaría de cargarlo.

-Ese mismo cilindro funcionaba debidamente esta mañana. Pero no me hagas caso: es posible que hayan cambiado unos cilindros por otros. Sin embargo, he cogido aquel pedazo de pechblenda de la caja de exposición del cuarto piso, y tampoco produce el menor efecto. No vas a decirme que alguien se olvidó de meterle el uranio dentro.

Everard se frotó la oreja.

-¿Qué opinas tú, Damelli?

-No lo sé, jefe -respondió el aludido, meneando la cabeza-. Ojalá lo supiera.

-No es hora de reflexiones -dijo Johannison-, sino de hechos. Tienes que avisar a Washington.

-Avisar, ¿de qué? -preguntó Everard.

-Avisarles sobre la dotación de bombas atómicas.

-¿Qué?

-La respuesta podría estar ahí. Oye, alguien ha ideado una manera de interrumpir la radiactividad; toda, por entero. Podría tratarse de un fenómeno que se extendiese por todo el país, por todos los Estados Unidos. Si alguien ha provocado ese fenómeno, sólo puede haberlo hecho para dejar inservibles nuestras bombas atómicas. Como no saben dónde las guardamos, tienen que cubrir el país entero. Y si esta hipótesis fuese acertada, ello significa un ataque inminente. Un ataque que puede desencadenarse en cualquier instante. ¡Utiliza el teléfono, jefe!

La mano de Everard fue en busca del teléfono. Sus ojos y los de Johannison se encontraron y se miraron de hito en hito.

-Conferencia con el exterior, tenga la bondad -pidió.

Eran las cuatro menos cinco. Everard dejó el aparato.

-¿Era el comisario? -preguntó Johannison.

-Si -respondió Everard. Tenía el ceño fruncido.

-Muy bien. ¿Qué ha dicho?

-«¿Qué bombas atómicas, hijo mío?», me ha dicho -contestó Everard.

Johannison parecía estupefacto.

-¿Qué diablos significa eso de «¿Qué bombas atómicas?» ¡Ah, ya sé! Han descubierto ya que tienen en las manos unos proyectiles descargados, y no quieren hablar. Ni siquiera con nosotros. ¿Qué hacemos ahora?

-Ahora, nada -respondió Everard, volviendo a sentarse y mirando con ojo inflamado al físico-. Alex, comprendo la tensión que estás sufriendo, y por eso no voy a estallar por este asunto. Pero lo que me molesta es pensar: ¿cómo me has metido a ml en esa tontería?

Johannison palideció.

-Esto no es una tontería. ¿O acaso dijo el comisario que lo era?

-Ha dicho que soy un tonto; y lo soy, efectivamente. ¿Qué diablos te propones al venir aquí con esos cuentos sobre bombas atómicas? ¿Qué son bombas atómicas? Yo nunca había oído hablar de ellas.

-¿No has oído hablar de bombas atómicas? ¿Qué es esto? ¿Una broma?

-No las había oído mencionar jamás. Suenan como algo sacado de un tebeo.

Johannison se volvió hacia Damelli, cuyo aceitunado cutis parecía oscurecerse por la inquietud.

-Díselo, Gene.

Damelli meneó la cabeza.

-Dejadme al margen de este asunto.

-Está bien. -Johannison se inclinó para repasar con la mirada la hilera de libros de los estantes próximos a la cabeza de Everard-. No sé a qué viene todo esto; pero no lo aguanto. ¿Dónde está el Gladstone?

-Ahí mismo -dijo Everard.

-No. No quiero el Libro de texto de Química y Física, sino su obra Fuentes de la energía atómica.

-No la conozco.

-¿Qué estás diciendo? Desde que trabajo aquí la has tenido siempre ahí, en ese estante.

-No lo había oído citar jamás -insistió tercamente Everard.

-Supongo que tampoco habrás oído citar Rastreadores radiactivos en biología.

-No.

-Muy bien -gritó Johannison-. Entonces, utilicemos el Libro de texto de Gladstone. Servirá para el caso.

Así diciendo, bajó el grueso volumen e hizo correr las páginas. Una vez, dos veces. Arrugando la frente, miró la página del copyright. Decía: Tercera edición, 1956. El hombre repasó los dos primeros capítulos, página por página. Allí estaba: estructura atómica, números cuánticos, electrones y sus capas, series de transición…., pero nada sobre radiactividad, nada en absoluto referente a ella.

Entonces recurrió a la tabla periódica de elementos de la cara interior de la cubierta delantera. No necesitó más que unos segundos para ver que sólo anotaba ochenta y uno; los ochenta y un elementos no radiactivos.

Johannison sentía la garganta seca como un ladrillo. Con voz ronca, le dijo a Everard:

-Supongo que nunca has oído pronunciar la palabra uranio.

-¿Qué es eso? -preguntó fríamente el otro-. ¿Un nombre comercial?

Desesperado, Johannison dejó el Gladstone y cogió el Manual de Química y Física y utilizó el índice. Buscó: series radiactivas, uranio, plutonio, isótopos. Sólo encontró esta última palabra. Con dedos inseguros, nerviosos, acudió a la tabla de isótopos. Le bastó una mirada. Sólo traía los isótopos estables.

-Muy bien -dijo con acento de súplica-. Abandono. Ya basta. Has colocado aquí un puñado de libros apócrifos, sólo para sacarme de mis casillas, ¿verdad que si? -E intentó sonreír.

Everard se puso tieso.

-No seas tonto, Johannison. Será mejor que te vayas a casa. Consulta a un médico.

-No estoy enfermo.

-Es posible que no lo creas; pero lo estás. Necesitas unas vacaciones; tómatelas, pues. Hazme un favor, Damelli. Mételo en un taxi y cuida de que llegue a su casa.

Johannison seguía plantado allí, irresoluto. De pronto se puso a chillar:

-Entonces, ¿para qué sirven la multitud de contadores que hay en este establecimiento? ¿Qué función realizan?

-No sé qué quieres decir con eso de contadores. Si te refieres a las computadoras, están aquí para resolver los problemas que se nos plantean.

Johannison señaló una placa de la pared.

-Muy bien, pues. Mira esas Iniciales. ¡C! ¡E! ¡A!

¡Comisión! ¡Energía! ¡Atómica! -Y espació bien las palabras, separándolas perfectamente una de otra.

Evérard señaló a su vez:

-¡Comisión! ¡Experimental! ¡Aire!, Llévale a casa, Damellí.

Johannison se volvió hacia Damelli apenas hubieron llegado a la acera. En tono apasionado, le susurró:

-Oye, Gene, no te hagas cómplice de ese fulano. Everard se ha vendido. Le han comprado, sea como fuere. Figúrate, ¡haber hecho confeccionar aquellos libros falsos y querer hacerme creer que estoy loco!

Damelli dijo, sin inmutarse:

-Sosiégate, Alex, muchacho. Estás un poco excitado, nada más. Everard es un hombre cabal.

-Ya le has oído. No sabe qué son las bombas atómicas, ni tampoco el uranio.

Damelli levantó un dedo.

-¡Taxi! -El taxi pasó zumbando.

Johannison se libertó de la sensación de ahogo.

-¡Gene! Tú estabas presente cuando los contadores han dejado de funcionar. Tú estabas presente cuando la pechblenda ha quedado inerte. Y has ido conmigo a ver a Everard para resolver el problema.

-Si quieres que te diga la pura verdad, Alex, tú me has dicho que tenías que hablar de algo con el jefe y me has pedido que te acompañase, y eso es todo lo que sé. Que yo sepa, no se ha estropeado nada, y…. ¿qué diablos habíamos de hacer con esa pechblenda? No utilizamos brea alguna en el centro…. ¡Taxi!

El taxi se paró junto al bordillo.

Damelli abrió la puerta e indicó a Johannison, con un ademán, que subiera. Este subió; luego, con los ojos enrojecidos de cólera, arrancó la portezuela de la mano de Damelli, cerró de golpe y le gritó una dirección al taxista. Y se asomó por la ventanilla mientras el taxi arrancaba, dejando a Damelli plantado y mirando estupefacto.

-Dile a Everard que no le saldrá bien -gritó Johannison-. Sé qué os traéis entre manos.

Luego se derrumbó sobre el tapizado, exhausto. Estaba seguro de que Damelli había oído la dirección que había dado al taxista. ¿Acudirían los otros al FBI antes que él con algún cuento sobre una pretendida crisis nerviosa? Y los del FBI, ¿darían más crédito a la palabra de Everard que a la suya? No podrían negar la Interrupción de la radiactividad. No podrían negar la presencia de los libros falsificados.

Mas ¿de qué serviría todo ello? Estaba a punto de producirse un ataque enemigo, y hombres como Damelli y Everard…. ¿Hasta qué punto estaba carcomido el país por la traición? De pronto se puso tenso, rígido.

-¡Chófer! -gritó. Luego, más fuerte-: ¡Chófer! El hombre del volante no volvió la cabeza. El tráfico discurría suavemente junto a ellos.

Johannison quiso levantarse del asiento; pero sentía una especie de vértigo.

-¡Chófer! -murmuró. No iban camino del FBI, sino que el taxista le llevaba a su casa. Pero ¿cómo sabía su dirección?

Claro, sería un taxista comprado. Johannison apenas divisaba los objetos y en sus oídos zumbaba un estrépito infernal.

¡Santo Dios, qué organización! ¡Era perfectamente inútil luchar! Johannison perdió el conocimiento.

 

Johannison andaba por la acera dirigiéndose a la casita de dos pisos, con fachada de ladrillo, donde vivían él y Mercedes. No recordaba cómo había salido del taxi.

Se volvió, y no había ninguno a la vista. Automáticamente se palpó la chaqueta en busca de la cartera y las llaves. Ambas cosas estaban en su sitio. No le habían quitado nada.

Mercedes estaba a la puerta, esperándole. No parecía sorprendida de verle regresar. Johannison dirigió una mirada rápida al reloj. Volvía a su casa cerca de una hora antes que de costumbre.

-Mercedes -dijo-, hemos de marcharnos de aquí para….

-Lo sé todo, Alex -le cortó ella con voz ronca-. Entra.

Mirándola, el marido creía estar contemplando el mismísimo cielo. Cabello lacio, tirando a rubio, con la raya en medio y recogido en forma de cola de caballo; grandes ojos azules, bien separados y con aquella ligerísima inclinación oriental, orejas pequeñas y pegadas a la cabeza. Johannison la devoraba con la mirada.

Pero advertía que ella hacia un esfuerzo mayúsculo por reprimir cierta tensión.

-¿Te ha telefoneado Everard? ¿O acaso Damelli? -le preguntó.

-Tenemos visita -respondió la mujer.

«Han llegado hasta ella», pensó Johannison.

Podía cogerla de la mano y arrancarla del umbral. Correrían; probarían de ponerse a salvo. Pero ¿lo conseguirían? El visitante estaría aguardando entre las sombras del pasillo. Sería un hombre siniestro, se figuraba, de voz recia, brutal y con acento extranjero, plantado allí con una mano en el bolsillo, aunque formando un bulto mucho mayor que la mano. Atontado, entró en su casa.

-Espera en la sala -explicó Mercedes, por cuyo semblante cruzó momentáneamente una sonrisa-. Creo que no hay nada que temer.

El visitante estaba de pie. Tenía un aspecto irreal, con la irrealidad de la perfección. Tenía la cara y el cuerpo sin defecto alguno y completamente desprovistos de individualidad. Habría podido salir de un cartel publicitario.

Tenía la voz cultivada y desapasionada del locutor profesional. Una voz completamente desprovista de acento regional.

-Nos ha dado mucho trabajo traerle a casa, doctor Johannison -dijo el forastero.

El científico aseguró:

-Sea lo que fuere lo que pretenda, no estoy dispuesto a colaborar.

Mercedes intervino:

-No, Alex, no lo entiendes. Hemos conversado ya. Ese señor dice que la radiactividad ha quedado interrumpida.

-Sí, lo ha quedado, ¡y me gustaría que ese anuncio de cuellos de camisa me dijera cómo lo han hecho! ¡Oiga!, ¿es usted americano?

-Sigues sin comprender, Alex -dijo la esposa-. La radiactividad ha quedado interrumpida en todo el mundo. Ese hombre no pertenece a ninguna nación de la Tierra. No me mires así, Alex. Es cierto. Sé que es cierto. Mírale.

El visitante sonrió. Era una sonrisa perfecta.

-Este cuerpo bajo el que me presento -dijo-, ha sido esmeradamente confeccionado por encargo; pero no es más que materia. Está bajo un control absoluto. -Levantó una mano, y la piel desapareció. Los músculos, los rectos tendones y las sinuosas venas quedaron al descubierto. Las paredes de las venas desaparecieron y la sangre manó suavemente sin necesidad de que la contuvieran. Todo se disolvió para que ahora pudiera aparecer el hueso gris, liso. Que también se evaporó.

Luego reapareció todo.

-¡Hipnotismo! -murmuró Johannison.

-En modo alguno -negó tranquilamente el visitante.

Johannison preguntó

-¿De dónde es usted?

-Resulta difícil explicarlo, -contestó el otro-. ¿Importa realmente?

-He de comprender lo que está ocurriendo -gritó Johannison-. ¿No se da cuenta?

-Si. Me doy cuenta. Por eso estoy aquí. En este momento estoy hablando a ciento y pico de personas diseminadas por todo este planeta de ustedes. Desde dentro de diferentes cuerpos, por supuesto, dado que diferentes secciones de ustedes tienen preferencias y normas distintas en lo referente al aspecto del cuerpo.

Fugazmente, Johannison se preguntó si no estaría loco, después de todo.

-¿Son ustedes de…. Marte? ¿O de otro sitio parecido? ¿Van a tomar el mundo? ¿Estamos en guerra?

-¿Ve usted? -dijo el visitante-. Esa clase de actitud es precisamente lo que tratamos de corregir. Su gente está enferma, doctor Johannison, muy enferma. Desde hace decenas de miles de años, años de los de ustedes, sabemos que esa especie particular a que pertenecen tiene grandes posibilidades. Pero nos ha desilusionado mucho observar que su desarrollo se ha desviado hacia un camino patológico. Claramente patológico. -Meneó la cabeza.

Mercedes se dirigió a su marido.

-Antes de llegar tú, me ha dicho que trataba de curarnos.

-¿Quién se lo ha pedido? -murmuró Johannison.

El visitante se limitó a sonreír, y explicó:

-Me encargaron esta tarea hace muchísimo tiempo; pero las enfermedades de esa clase siempre son difíciles de tratar. En primer lugar, está la dificultad de comunicarnos.

-Nos estamos comunicando, ¿no? -replicó tercamente Johannison.

-Sí. Hasta cierto punto, si. Yo utilizo los conceptos de ustedes, el código que ustedes adoptaron. Y que es bastante imperfecto. Ni siquiera podría explicarle la verdadera naturaleza de la enfermedad de su especie. Utilizando los conceptos de ustedes, la manera más aproximada de decirlo consistiría en afirmar que se trata de una enfermedad del espíritu.

-¿Eh?

-Es una especie de dolencia social delicada, escurridiza. Por eso he vacilado tanto tiempo antes de intentar una cura directa. Sería una pena que, por accidente, una potencialidad tan enorme como la que representa la raza de ustedes se nos perdiera. Hasta ahora, el recurso que he empleado durante miles de años ha consistido en actuar indirectamente, a través de los pocos individuos de cada generación que poseían una inmunidad natural para esa enfermedad. Filósofos, moralistas, guerreros, políticos. Todos los que poseían un atisbo de la hermandad universal. Todos los que….

-Muy bien. Y ha fracasado. Dejémoslo en eso. ¿Y si ahora me hablase de su pueblo, y no del mío?

-¿Qué le diría que usted pudiera entender?

-¿De dónde procede? Empiece por ahí.

-Usted carece del concepto adecuado. Yo no procedo de ninguna parte del recinto.

-¿De qué recinto?

-Del universo, quiero decir. Procedo de fuera del universo.

Mercedes volvió a intervenir, inclinándose hacia adelante.

-¿No entiendes qué quiere decir, Alex? Supón que tú aterrizases en la costa de Nueva Guinea y que hablases a unos nativos por televisión. Quiero decir a unos nativos que no hubiesen visto ni oído a nadie de fuera de su tribu. ¿Podrías explicarles cómo funciona la televisión y cómo te permitía hablar a muchas personas situadas en distintos lugares, a un mismo tiempo? ¿Podrías explicarles que la imagen no eras tú mismo, sino una ilusión que podías hacer desaparecer y reaparecer? Si todo el universo que tus oyentes conocieran quedase limitado a su propia isla, ni siquiera podrías explicarles de dónde procedes.

-Bien. Entonces, para ese individuo somos salvajes, ¿no es eso? -preguntó Johannison.

-Su esposa habla en metáfora -dijo el visitante-. Déjeme terminar. No puedo seguir tratando de estimular a la sociedad de ustedes a que se cure por si misma. La enfermedad ha llegado demasiado lejos. Tendré que alterar la composición temperamental de la raza.

-¿Cómo?

-Tampoco hay palabras ni conceptos para explicarlo. Habrá visto usted que poseemos un enorme dominio sobre la materia física. Nos ha costado muy poco esfuerzo interrumpir toda radiactividad. Ha resultado algo más difícil cuidar de que todas las cosas, comprendidos los libros, concordaran ahora con un mundo en el que la radiactividad no existe. Ha sido un poco más difícil todavía, y ha requerido más tiempo, el borrar toda idea de la radiactividad de las mentes de los hombres. En estos precisos instantes, en la Tierra no hay uranio. Y nadie lo ha oído mencionar jamás.

-Yo sí -replicó Johannison-. ¿Y tú, Mercy?

-Yo también lo recuerdo -contestó Mercedes.

-Con ustedes dos hemos hecho una excepción -dijo el visitante-, tal como la hacemos con un centenar y pico de hombres y mujeres de todas partes del mundo.

-No habrá radiactividad -murmuró Johanníson-. ¿Nunca más?

-Durante cinco años de los de ustedes -dijo el visitante-. Se trata de una pausa, nada más. Una pausa, meramente; o llámelo, si prefiere, un período de anestesia, a fin de que yo pueda actuar sobre la especie sin el peligro eventual de una guerra atómica. A los cinco años, el fenómeno de la radiactividad se reanudará y existirán de nuevo el uranio y el torio, que actualmente han desaparecido. Sin embargo, el conocimiento de los mismos no retornará. Y ahí es donde entran ustedes. Y los demás tratados como ustedes. Ustedes reeducarán paulatinamente al mundo.

-Es toda una tarea. Hemos necesitado cincuenta años para llegar adonde estamos. Aun concediendo que la segunda vez quizá se tardase menos, ¿por que no devolver los conocimientos, sencillamente? Podrían hacerlo, ¿verdad que sí?

-Se tratará de una operación muy seria -replicó el visitante-. Se necesitará hasta un decenio para estar seguros de si surgen complicaciones o no. Por ello queremos que la reeducación se verifique despacio.

-¿Cómo sabremos que ha llegado el momento? -preguntó Johannison-. Quiero decir, que la operación ha terminado.

El visitante sonrió.

-Cuando llegue el momento, lo sabrán. Esté seguro.

-Bueno, es una maldición eso de esperar cinco años para que te suene un gong dentro de la cabeza. ¿Y si no suena nunca? ¿Y si la operación que va a realizar usted no tiene éxito?

-Confiemos en que si lo tendrá -respondió muy serio el visitante.

-Pero ¿Y si no lo tiene? ¿No podría borrarnos el recuerdo temporalmente también? ¿No podría dejarnos vivir normalmente hasta que haya llegado el momento?

-No, y lo siento. Necesito sus mentes intactas. Si la operación fracasa, si la cura no resulta bien, necesitaré una pequeña reserva de mentes normales, intactas, para engendrar, a partir de ellas, una población nueva de este planeta en la que se pueda intentar otra clase de cura. La especie de ustedes debe conservarse a toda costa. Es muy valiosa. Por eso estoy dedicando tanto tiempo a explicarles la situación. Si les hubiera dejado en la ignorancia en que estaban hace una hora nada más, habrían bastado cinco días (no hablemos ya de cinco años) para arruinarles por completo.

Y sin añadir ni una palabra más, desapareció.

 

Mercedes realizó las tareas necesarias para preparar la cena, y se sentaron a la mesa casi como si acabaran de vivir una jornada normal y corriente.

-¿Es cierto? -exclamó Johannison-. ¿Es real todo eso?

-Yo también lo he visto -contestó Mercedes-, Y lo he oído.

-He repasado mis libros. Están cambiados. Cuando haya terminado esta…. pausa, habremos de trabajar de memoria, todos los que hemos quedado intactos. Tendremos que volver a construir los instrumentos. Tardaremos mucho tiempo en metérselo en la cabeza a los que no lo recordarán. -La cólera le dominó repentinamente-. ¿Y por qué? Me gustaría saber por qué.

-Alex -empezó tímidamente Mercedes-, ese ser quizá haya estado en la Tierra anteriormente y haya hablado con otras personas. El ha vivido miles y miles de años. ¿No piensas que acaso sea eso que durante muchísimo tiempo hemos designado como…. como….?

-¿Como Dios? -concluyó Johannison, mirándola-. ¿No es eso lo que querías decir? ¿Cómo puedo saberlo? Lo único que sé es que sus semejantes, sean quienes fueren, están infinitamente más adelantados que nosotros, y que él nos está curando una enfermedad.

-Entonces -dijo Mercedes-, me lo imagino como un médico, o el equivalente a médico que exista en su sociedad.

-¿Médico? Lo único que ha repetido muchas veces ha sido que el gran problema estaba en la dificultad de comunicarnos. ¿Qué médico no podría comunicarse con sus pacientes? ¡Un veterinario! ¡Un médico de animales! -Y apartó el plato.

Su mujer replicó:

-Aun así. Si trae el fin de las guerras….

-¿Por qué querría ponerles fin? ¿Qué somos para él? Animales. Para él somos animales. Literalmente. Lo ha dicho bien claro. Cuando le he preguntado de dónde venía, ha contestado que no venía del «recinto» ¿Lo ves? El recinto de los animales. Y luego lo ha cambiado por «universo». No venía del «universo». La dificultad de comunicación le ha delatado. Ha utilizado el concepto de lo que es nuestro universo para él, y no el de lo que es para nosotros. De modo que el universo es un corral de animales, y nosotros somos…. caballos, gallinas, ovejas. Escoge.

-El Señor es mi Pastor. No me faltará….

-Basta, Mercy. Eso es una metáfora, y esto es una realidad. Si él es el pastor, entonces nosotros somos unas ovejas dotadas de un deseo y una habilidad extraños, antinaturales, de matarnos los unos a los otros. ¿Para qué habrían de interrumpirnos?

-El ha dicho….

-Sé qué ha dicho. Ha dicho que poseemos grandes potencialidades. Que somos muy valiosos. ¿No es cierto?

-Si.

-Pero ¿qué potencialidades y valores tienen las ovejas para el pastor? Las ovejas no tienen ni idea. No pueden tenerla. Si supieran por qué las miman tanto quizá prefiriesen vivir sus propias vidas. Acaso quisieran correr los peligros que signifiquen los lobos, o los que signifiquen unas para otras.

Mercedes le miraba desamparada. El gritó:

-Es lo que me estoy preguntando yo ahora. ¿Adónde vamos? ¿Adónde vamos? ¿Lo saben las ovejas? ¿Lo sabemos nosotros? ¿Podemos saberlo?

Marido y mujer se quedaron en silencio, inmóviles, con los ojos fijos en los respectivos platos, sin comer. Fuera se oía el ruido del tráfico y las voces de los niños que jugaban. La noche se acercaba; poco a poco, oscureció.

 

FIN

 

Título original en inglés: The Pause ©  1954.

Publicado en Time to Come.

Traducción de Baldomero Porta.

Compre Júpiter y otro relatos. Editorial Bruguera.

Edición digital de Questor. Junio de 2002.

 

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