Clark Ashton Smith
La vieja casa de los Larcom era una
mansión de tamaño y dignidad considerables, situada entre robles y cipreses, en
la colina detrás del barrio chino de Auburn, en lo que una vez fue el barrio
aristocrático del pueblo. En el momento en el que escribo, había estado
deshabitada durante varios años y estaba comenzando a dar las señales de
soledad y mal estado que las casas sin inquilinos pronto empiezan a mostrar.
La casa tenía una historia trágica y se
creía que tenía fantasmas. Yo nunca había conseguido informes de primera mano,
o precisos, respecto a las manifestaciones espectrales que estaban asociadas
con ella. El primer propietario, el juez Peter Larcom, había sido asesinado
debajo del techo trasero en la década de los setenta por un cocinero chino
demente; una de sus hijas se había vuelto loca; y otros dos de los miembros de
su familia habían muerto accidentalmente. Ninguno de ellos había prosperado; su
leyenda era una de penas y de desastres.
Algunos de los ocupantes posteriores,
quienes habían comprado la casa del hijo superviviente de Peter Larcom, se
habían marchado bajo circunstancias de inexplicable premura al cabo de unos
meses, mudándose de una manera permanente a San Francisco. No regresaron, ni
siquiera para la más breve de las visitas; y, más allá de pagar los impuestos,
no prestaron atención alguna a la casa. Todo el mundo había llegado a pensar en
ella como en una especie de ruina histórica, cuando llegó la noticia que había
sido vendida a Jean Averaud, de Nueva Orleans. Mi primer encuentro con el señor
Averaud resultó extrañamente significativo al revelarme, como no lo hubieran
hecho necesariamente años de trato, las peculiares inclinaciones de su mente.
Por supuesto, ya estaba al corriente de algunos extraños rumores que corrían en
torno a él; su personalidad era demasiado carismática; su llegada, demasiado
misteriosa, para escapar a las usuales lucubraciones y cotilleos de los
pueblos.
Me habían dicho que era muy rico, que era
un solitario del tipo más extravagante, que había hecho ciertos cambios muy
raros en la estructura interna de la vieja casa; y, por último, aunque sin ser
lo menos importante, que vivía con una hermosa mulata que nunca hablaba con
nadie y de quien se creía era, además de su amante, su ama de llaves. El
hombre, en concreto, me había sido descrito por algunos como un lunático raro
pero inofensivo, y por otros como un verdadero Mefistófeles.
Le había visto varias veces antes de
nuestro encuentro inicial. Era un criollo delgado, de aspecto melancólico, con
las marcas de su raza en su mejillas huecas y en sus ojos febriles. Me
impresionó su aspecto de inteligencia, y la ardiente manera que tenía de fijar
la mirada de un hombre que está dominado por una única idea que excluye todo lo
demás. Algún alquimista medieval que se creyese a punto de alcanzar su objetivo
después de muchos años de búsqueda incansable, podría haber tenido el aspecto
que él tenía.
Un día, me encontraba en la biblioteca de
Auburn cuando Averaud entró. Había tomado un periódico desde una de las mesas,
y estaba leyendo los detalles de algún crimen atroz…, el asesinato de una mujer
junto a sus dos hijos pequeños por el padre y marido, quien había encerrado a
sus víctimas en un armario ropero, después de empapar las prendas con gasolina.
Había dejado el cordón del delantal de la mujer saliendo de la puerta cerrada y
lo había prendido como si fuese una especie de mecha.
Averaud se detuvo ante la mesa en que yo
estaba leyendo. Levanté la vista y le vi leyendo los titulares del periódico
que yo sostenía. Un momento más tarde, regresó, se sentó junto a mí y me dijo
en voz baja:
-Lo que interesa en un crimen de esta
clase es la sugerencia de una fuerza sobrehumana actuando detrás. ¿Podría algún
hombre, por iniciativa propia, haber planeado y ejecutado algo tan demoníaco?
-No lo sé -repliqué, algo sorprendido
ante la pregunta y por quién me la hacía-. Hay profundidades terroríficas en la
naturaleza humana…, más terribles que las de la jungla.
-Estoy de acuerdo. Pero, ¿cómo semejantes
impulsos, desconocidos para los más brutales ancestros del hombre, pueden
haberse implantado en su naturaleza, a no ser a través de una agencia ulterior?
-¿Cree usted, entonces, en la existencia
de una fuerza o entidad del mal…, en un Satán o en un Ahrimán?
-Creo en el mal. ¿Como podría ser de otra
manera, cuando veo sus manifestaciones por todas partes? Lo considero un poder
que lo controla todo; pero no creo que sea un poder personal, en el sentido que
nosotros entendemos la personalidad. ¿Un Satanás? No. Lo que yo imagino es una
especie de vibración oscura, la radiación de un sol negro, un centro de épocas
malignas…, una radiación que puede penetrar como cualquier otro rayo…, y quizá
más profundamente. Pero, probablemente, no me estoy explicando en absoluto.
Protesté diciendo que le entendía; pero,
después de su explosión comunicativa, parecía extrañamente desinteresado en
continuar con la conversación. Evidentemente, se había visto impulsado a
dirigirse a mí; y, de una manera no menos evidente, lamentaba haberse expresado
con tanta libertad. Se levantó, pero, antes de marcharse, me dijo:
-Soy Jean Averaud. Quizá usted haya oído
hablar de mí. Usted es Philip Hastane, el novelista. He leído sus libros y los
admiro. Venga usted a verme en algún momento… Puede que tengamos ciertos gustos
e ideas en común.
La personalidad de Averaud, los conceptos
que había expuesto, y el intenso interés y valor que había dado a estos
conceptos, causaron una singular impresión en mi mente, y no pude olvidarle.
Cuando, unos días más tarde, me lo encontré en la calle, y repitió su
invitación con una cordialidad que era sincera y sin fingimientos, no pude por
menos que aceptar. Estaba interesado, aunque no por completo atraído, por su
extraña personalidad morbosa, e impulsado por un deseo de saber algo más
concerniente a él. Parecía un misterio de un orden fuera de lo común…, un
misterio con elementos de lo anormal y de lo sobrenatural.
Los contornos de la vieja mansión Larcom
estaban tal y como los recordaba, aunque no había tenido ocasión recientemente
para pasar cerca de ellos. Eran una verdadera jungla de rosales, madroños,
lilas y enredaderas bajo la sombra de los grandes cipreses y los sombríos
robles perennes. Había un salvaje encanto, medio siniestro en su torno…, el
encanto del deterioro y de la ruina. Nada se había hecho para arreglar los
viejos jardines, y no había señales de reparaciones externas de la casa, donde
la pintura blanca de años anteriores estaba siendo reemplazada lentamente por
musgos y líquenes que florecían debajo de la eterna sombra de los árboles.
Había señales de deterioro en el techo y en las columnas del porche de la
entrada; y me pregunté por qué el propietario, que tenía fama de ser tan rico,
no había realizado ya las necesarias restauraciones.
Levanté la aldaba con forma de gárgola y
la dejé caer con un sonido metálico lúgubre y apagado. La casa permaneció en
silencio; y yo estaba a punto de levantar la aldaba de nuevo, cuando la puerta
se abrió lentamente y vi, por primera vez, a la mulata sobre la que me habían
llegado tantos rumores del pueblo.
La mujer era más exótica que hermosa, con
finos ojos tristes y facciones de color de bronce de una irregularidad a medias
negroide. Su tipo era, sin embargo, verdaderamente perfecto, con las líneas
curvadas de una lira y la gracia ágil de algún animal felino. Cuando pregunté
por Jean Averaud, ella se limitó a sonreír y me hizo señales para que entrase.
Supuse al instante que era muda.
Esperando en la tenebrosa biblioteca, no
pude resistir la tentación de mirar los libros con los que estaban abarrotadas
las estanterías. Eran un tremendo revoltijo de volúmenes que trataban sobre
antropología, religiones, demonología, ciencias modernas, historia,
psicoanálisis y ética. Salpicados entre estos, había algunas novelas y libros
de poesía, la monografía de Breau sobre el maniqueísmo estaba flanqueada con
Poe y Byron, y Las Flores del Mal empujaba a un reciente tratado de química.
Averaud
entró al cabo de unos minutos, disculpándose profusamente por su retraso. Me
dijo que se había encontrado en medio de ciertos trabajos cuando yo había
llegado; pero no especificó la naturaleza de los mismos. Parecía todavía más
animado y con la mirada más ardiente que la última vez que le había visto.
Estaba claramente alegre de verme y deseoso de hablar.
-Ha estado mirando mis libros -comentó
inmediatamente-, aunque puede que no lo piense así a primera vista, a causa de
su aparente diversidad, los he seleccionado con un único objetivo: el estudio
del mal en todos los aspectos: antiguo, medieval y moderno. Lo he estudiado en
todas las religiones y en todas la demonologías de todos los pueblos; y, lo que
es más, en la propia historia de la humanidad. Lo he encontrado en la
inspiración de los poetas y de los novelistas que han tratado con los impulsos
más oscuros del hombre, sus emociones y sus actos. Sus novelas me han
interesado por este motivo: usted está consciente de las fuertes influencias
que nos rodean y que, tan a menudo, nos influyen o nos dominan He seguido la
actuación de estos agentes, incluso en las reacciones químicas, en el
crecimiento y en la decadencia de los árboles, flores y minerales. Siento que
los procesos de descomposición, así como procesos mentales y morales análogos,
son debidos por completo a estos. En resumen, he postulado una maldad monística
que es la única fuente de toda la muerte, el deterioro, el dolor, la pena, la
locura y la enfermedad. Este mal, tan débilmente opuesto por las fuerzas del
bien, me fascina sobre todas las cosas. Desde hace mucho tiempo, la obra de mi
vida ha sido determinar su verdadera naturaleza, y retroceder hasta su fuente.
Estoy seguro que en algún lugar del espacio está un centro desde el que emana
todo el mal.
Hablaba con un aire de salvaje emoción,
de intensidad morbosa como de loco. Su obsesión me convenció que estaba más o
menos desequilibrado; pero había una lógica blasfema en el desarrollo de sus
ideas; y no podía por menos que reconocer una cierta desordenada brillantez y
profundidad intelectual.
Sin esperar mi respuesta, continuó con su
monólogo:
-He descubierto que ciertos lugares y
edificios, ciertos arreglos de objetos naturales o artificiales, son más
favorables para la recepción de influencias maléficas que otros. Las leyes que
determinan el grado de receptividad aún me resultan oscuras; pero al menos he
verificado el propio hecho en cuestión. Como usted sabe, hay casas y
vecindarios que son famosos por una sucesión de crímenes y desgracias; y además
hay objetos, como ciertas joyas, cuya posesión viene acompañada del desastre. Tales
lugares y objetos son receptáculos del mal… Mantengo, sin embargo, una teoría:
que hay siempre un grado, mayor o menor, de interferencia con la corriente de
fuerza maligna; y que la maldad, pura y absoluta, está aún por manifestarse.
Mediante el uso de un determinado artilugio que pudiese crear un campo adecuado
o formar una estación receptora, debería ser posible invocar esta maldad
absoluta. Bajo condiciones semejantes, estoy seguro que la vibración oscura
podría volverse visible y tangible, comparable a la luz o a la electricidad.
Me lanzó una mirada que resultaba
desconcertantemente exigente. Entonces añadió:
-Debo confesar que adquirí esta vieja
mansión principalmente por su siniestra historia. El lugar parece ser
inusualmente susceptible a las influencias a las cuales me refiero. Estoy ahora
trabajando en un aparato por medio del cual tengo la esperanza que, cuando esté
terminado, haré manifestarse en su esencial pureza las radiaciones de la fuerza
maligna.
En ese momento, la mulata entró y atravesó
el cuarto ocupada en alguna tarea doméstica. Pensé que lanzaba a Averaud una
mirada llena de cariño maternal, vigilancia y ansiedad. Él, por su parte,
apenas parecía darse cuenta de su presencia, tan concentrado estaba en sus
extrañas ideas y en el extraño proyecto en que se había embarcado.
Sin embargo, cuando ella se hubo
marchado, comentó:
-Ella es Fifine, el único ser humano que
realmente está unido a mí. Es muda, pero muy inteligente y cariñosa. Todos mis
parientes, una vieja familia de Louisiana, hace tiempo que han muerto…, y mi
esposa está doblemente muerta para mí. -Un oscuro espasmo de dolor contrajo sus
facciones y desapareció. Continuó con su monólogo; y en ningún momento futuro
volvió a referirse a la historia, presumiblemente trágica, a la que había hecho
alusión; una historia en la que sospecho estaba enterrada la semilla de la
extraña perversión, mental y moral, que iría manifestando cada vez más.
Me marché, después de prometer retornar
para otra charla. Por supuesto, consideré a Averaud un loco; pero su locura era
de una variedad de lo más raro y pintoresco. Parecía significativo que me
hubiese elegido como confidente. Todos los demás que le conocieron le
encontraron taciturno y poco comunicativo en un grado extremo. Supongo que
sentía la necesidad humana ordinaria de desahogarse con alguien; y me
seleccionó a mí como la única persona en el vecindario que podría mostrarse
potencialmente comprensiva.
Le vi varias veces durante el mes
siguiente. Era en verdad un auténtico caso clínico en psicología; y le di
ánimos para que hablase sin reservas, aunque tales ánimos apenas resultaban
necesarios.
Me contó muchas cosas…, una extraña
mezcla de lo científico y lo místico. Educadamente, le di la razón a todo lo
que decía, pero me aventuré a llamarle la atención sobre los posibles peligros
de su experimento en la invocación, si éste se viese coronado con el éxito. A
lo que replicó, con la fe de un alquimista o de un devoto religioso, que no
importaba…, que estaba preparado para aceptar cualquiera de las posibles
consecuencias, o todas las que hubiese.
En más de una ocasión, me dio a entender
que sus experimentos estaban progresando favorablemente. Y, un día, me dijo
abruptamente:
-Si le apetece verlo, te mostraré mi
mecanismo.
Contesté que estaba ansioso de verlo, y
me condujo a un cuarto al que no me había admitido hasta aquel momento.
La habitación era grande, de forma
triangular, y decorada con cortinajes de un apagado tejido la negro. No tenía
ventanas. Claramente, la estructura interna de la casa había sido alterada al
construirla; y las extrañas historias del pueblo, comenzando por los
carpinteros que habían sido contratados para hacer la obra, estaban ahora
aclaradas. Exactamente en el centro del cuarto, se levantaba, sobre un trípode
bajo de bronce, el aparato al que Averaud se había referido tan a menudo.
El artilugio era de aspecto fantástico y
tenía la apariencia de un nuevo, y muy complicado, instrumento musical.
Recuerdo que había muchos alambres de anchura variable, estirados sobre una
serie de tableros cóncavos de un metal oscuro y sin brillo; y, por encima de
estos, colgaban, desde tres barras horizontales, cierto número de gongs,
cuadrados y triangulares. Cada uno de estos parecía estar hecho con un material
diferente; algunos eran tan brillantes como el oro, otros eran negros y opacos
como el carbón. Un pequeño instrumento con forma de martillo colgaba enfrente
de cada gong sujeto por un alambre de plata.
Averaud procedió a desarrollar la base
científica de su mecanismo. Las propiedades vibratorias de los gongs estaban
diseñadas para neutralizar con el tono de sus sonidos, según dijo, todas las
otras radiaciones cósmicas que no fuesen las del mal. Desarrolló bastante su
extravagante teorema, de una manera extrañamente lúcida. Terminó su perorata:
-Necesito otro gong para terminar mi
mecanismo, y éste espero inventarlo muy pronto. El cuarto triangular, forrado
de negro y sin ventanas, constituye el entorno ideal para mi experimento.
Aparte de este cuarto, no me he atrevido a hacer ningún otro cambio en la casa
ni en sus jardines, por miedo de hacer peligrar algún elemento propicio o algún
arreglo de objetos.
Consideré, más que nunca, que se trataba
de un demente. Y, pese a haber manifestado en múltiples ocasiones aborrecer la
maldad que planeaba invocar, noté una especie de fanatismo inverso en su
postura, que en alguna época menos científica le habría convertido en un
adorador del diablo, un participante en las abominaciones de la misa negra; o
se habría entregado al estudio, y a la práctica, de la hechicería. Era un alma
religiosa que había fracasado a la hora de encontrar el bien en el esquema de
las cosas; y, a falta de éste, se había visto obligado a tomar el mal como un
objeto de secreta reverencia.
-Me temo que usted piensa que soy un
desequilibrado -comentó con un fogonazo de repentina clarividencia-. ¿Le
gustaría ver un experimento? Aunque mi invento no esté terminado, puede que le
convenza de que mi idea no es por completo la fantasía de una mente
desequilibrada.
Yo accedí. Apagó las luces del cuarto
oscuro. Entonces, se dirigió a una esquina de la pared y apretó un mecanismo o
un interruptor oculto. Los alambres de los que estaban colgados los pequeños
martillos comenzaron a oscilar, hasta que cada uno de los martillos tocó
ligeramente el gong que le acompañaba. El sonido que produjeron resultaba
disonante e inquietante en grado sumo…, una percusión diabólica completamente
distinta a nada que yo hubiese escuchado hasta aquel momento, y que resultaba
exquisitamente dolorosa para los nervios. Me sentí como si un torrente de
cristal, finamente machacado, estuviese siendo vertido por mis oídos.
El golpear de los martillos se volvió más
rápido y más fuerte; pero, para mi sorpresa, no hubo un incremento
correspondiente en el volumen del sonido. Por el contrario, el clamor se fue
apagando lentamente, hasta que fue un tono sumergido que parecía emanar de una
inmensa profundidad o distancia…, un tono sumergido lleno de inquietud y de
tormento, como el llanto de un lejano viento del infierno, o el murmullo de
fuegos demoníacos en las costas de un hielo eterno.
Dijo Averaud a mi costado:
-Hasta cierto punto, las notas combinadas
de los gongs quedan fuera del campo auditivo humano en su tono. Con la audición
de la campana final, incluso menos sonido resultará audible. Cuando estaba
intentando digerir esta difícil idea, noté una disminución parcial de la luz
encima de los trípodes y de sus extraños aparatos. Un rayo vertical de débil
sombra, rodeado de una penumbra aún más débil, se estaba formando en el aire.
El propio trípode, y los cables, los gongs y los martillos, estaban ahora un
poco desdibujados, como vistos por un oscuro velo. El rayo central y la
penumbra parecieron ensancharse; y, bajando la vista al suelo, donde la otra
penumbra, ajustándose a las siluetas del cuarto, se arrastraba hasta las
paredes, vi cómo Averaud y yo estábamos ahora dentro de su fantasmal triángulo.
Al mismo tiempo, sentí una tristeza
insoportable, junto con una multiplicidad de sensaciones que desesperaban a la
hora de transmitir por medio del lenguaje. Mi propio sentido del espacio se vio
deformado y distorsionado, como si alguna dimensión desconocida se hubiese
visto mezclada con la que nos es familiar a nosotros. Había una sensación de
terrible caída sin fondo, como si el suelo se estuviese hundiendo por debajo de
mí en un foso exterior; y me pareció ir más allá del cuarto en un torrente de
revueltas imágenes alucinógenas, visibles pero invisibles, sentidas pero
intangibles, y más terribles y más malditas que aquel huracán de almas réprobas
que Dante contemplara.
Abajo, abajo, me parecía dirigirme, en un
infierno sin fondo y fantasmal que estaba infringiendo la realidad. La muerte,
la decadencia, la maldad y la locura se amontonaron en el aire y me acosaron
como íncubos satánicos en el éxtasis del horror de aquella caída. Sentí que
había un millar de formas, un millar de rostros en mi torno, llamándome a las
simas de perdición. Y, sin embargo, no vi nada que no fuese el rostro blanco de
Averaud, marcado con un gozo congelado y abominable mientras se colocaba a mi
lado.
Como un soñador que se obliga a
despertar, empezó a alejarse de mí, me pareció perderle de vista durante un
momento en la niebla de horrores sin nombre que amenazaban con adquirir el
horror adicional de la sustancia. Entonces me di cuenta que Averaud había
apagado el interruptor, y los martillos oscilantes habían dejado de golpear
aquellos gongs infernales. El doble rayo de sombra se desvaneció en mitad del
aire, la carga del terror y de la desesperación se levantó de mis nervios, y ya
no sentí esa maldita alucinación de la caída y del espacio exterior.
-¡Dios mío! -grité-. ¿Qué fue eso?
La mirada de Averaud estuvo llena de una
repugnante exaltación en el triunfo cuando se volvió hacia mí.
-Entonces, ¿lo vio y lo sintió?
-preguntó-, ¿esa vaga e imperfecta manifestación del mal perfecto que existe en
algún lugar del cosmos? Aún habré de llamarla por completo, y conocer los
negros e infinitos placeres inversos que acompañan a su epifanía.
Me aparté de él con un temblor
involuntario. Todas las cosas repugnantes que se habían abalanzado sobre mí
bajo el golpeteo cacofónico de aquellos malditos gongs volvieron a acercarse
durante un instante; y miré, con un vértigo lleno de miedo, en infiernos de
perversidad y de corrupción. Vi un alma invertida, desesperada de alcanzar el
bien, que ansiaba los gozos terribles de la perdición. Ya no le consideré
simplemente como un loco; porque sabía qué era lo que buscaba y qué podía
obtener, y recordé, con un nuevo sentido, aquel verso de un poema de
Baudelaire… «El infierno en el que mi corazón se deleita».
Averaud no se daba cuenta de mi asco,
sumido en su rapsodia tenebrosa. Cuando me di la vuelta para marcharme, incapaz
de soportar por más tiempo la blasfema atmósfera de aquel lugar, y la sensación
de extraña depravación que emanaba de su propietario, me pidió que volviese tan
pronto como fuese posible.
-Creo -dijo con exultación- que todo
estará listo en breve. Quiero que se encuentre presente durante la hora de mi
triunfo.
No sé qué le dije, ni qué excusas empleé
para alejarme de él. Ansiaba asegurarme que un mundo de sol sin sombras y de
aire limpio podía aún subsistir. Yo me marché, pero una sombra me siguió; y
rostros execrables se burlaban o hacían muecas desde el follaje mientras
abandonaba los jardines sombreados por cipreses.
Durante los días que siguieron, me
encontré en un estado rayano con la alteración neurótica. Nadie podía haberse
aproximado tanto como yo lo hice al efluvio primordial del mal, y alejarse sin
cicatrices. Apestosas telarañas de sombras envolvieron mis pensamientos, y
presencias de miedos sin rasgos, de horrores sin forma, se agazapaban en las
oscuras esquinas de mi mente, pero nunca se manifestaban por completo. Una sima
sin fondo, tan insondable como el Malebolge, parecía abrirse por debajo de mí
en todos los lugares adonde iba.
A pesar de todo, mi razón volvió a
imponerse, y me pregunté si mis sensaciones en el negro cuarto triangular no
habían sido por completo un producto de la sugestión o de la autohipnosis. Me
pregunté a mí mismo si resultaba creíble que una fuerza cósmica, de la clase
que Averaud postulaba, pudiera realmente existir; o, suponiendo que existiese,
pudiera ser invocada por cualquier hombre mediante la absurda utilización de un
instrumento musical. Los terrores nerviosos de mi experiencia se desvanecieron
un poco en mi recuerdo; y, aunque aún permanecía una molesta incertidumbre, me
aseguré a mí mismo que todo lo que había experimentado era puramente subjetivo
en su origen. Incluso entonces, fue con una suprema desgana, con un retroceso
interior que sólo pudo ser vencido mediante una firme decisión, que me decidí a
visitar de nuevo a Averaud.
Durante un período aún más largo de lo
normal, nadie contestó a mi aldabonazo. Entonces, sonaron pasos apresurados, y
la puerta fue abierta violentamente por Fifine. Supe inmediatamente que algo
andaba mal, porque su rostro tenía una expresión de temor y ansiedad
sobrenaturales, con los ojos desorbitados, y los blancos visibles sin
expresión, como si hubiese contemplado cosas horribles. Ella intentó hablar, e
hizo ese repugnante sonido inarticulado del que el mudo es capaz en ciertas
ocasiones, mientras tiraba de mi manga y me conducía a lo largo del tenebroso
pasillo hacia el cuarto triangular.
La puerta estaba abierta; y, mientras me
acercaba, escuché un murmullo bajo disonante y enmarañado que reconocí como el
sonido de los gongs. Era como el sonido de todas las voces de un infierno
congelado, emitidas por labios que estuviesen congelándose lentamente hacia la
tortura definitiva del silencio. Se hundió y se hundió hasta que parecía que
estaba surgiendo desde los fosos por debajo de la nada.
Fifine retrocedió en el umbral,
implorándome con una mirada patética que la precediese. Las luces estaban todas
encendidas; y Averaud, ataviado con un raro atuendo medieval, consistente en
una túnica negra y un gorro como el que Fausto podía haber tenido puesto,
estaba de pie junto al mecanismo de percusión. Los martillos estaban todos
repicando con rapidez frenética; y el sonido se volvió todavía más bajo y más
frenético mientras me acercaba. Averaud no pareció verme: sus ojos,
anormalmente dilatados, y ardiendo con un brillo infernal como de alguien
poseído, estaban fijos en algo en mitad del aire.
De nuevo, con toda su asquerosidad capaz
de congelar el alma, la sensación de eterna caída, una miríada de horrores que
caían como arpías, mientras yo miraba me daba cuenta de qué era lo que veía.
Más ancha y más fuerte que antes, una doble columna de sombras triangulares se había
materializado y se estaba volviendo cada vez más concreta. Se hinchaba, crecía
envolviendo el aparato de los gongs y alzándose hasta el techo. La columna
interior se volvió tan sólida y opaca como el ébano; y el rostro de Averaud,
que estaba de pie en el interior de su sombra tenebrosa, se volvió borroso,
como visto por una película de agua estigia. Debí volverme completamente loco
durante un rato. Tan sólo recuerdo un hirviente delirio de cosas demasiado
terribles como para ser soportadas por una mente cuerda, que habitaban aquel
infinito abismo de ilusiones infernales en el que me hundí con la terrible
precipitación de los réprobos. Había una enfermedad inexpresable, un vértigo de
irredimible descenso, un pandemónium de siniestros fantasmas que retrocedían y
se inclinaban en torno a la columna de maligna fuerza omnipotente que lo
presidía todo. Averaud era tan sólo otro fantasma más en medio de este delirio,
cuando, con sus brazos estirados en una perversa adoración, avanzó hacia la
columna interior y penetró en ella hasta quedar oculto a la vista. Y Fifine fue
otro fantasma cuando corrió a mi lado en la pared y apagó el interruptor que
accionaba aquellos martillos demoníacos.
Como alguien que sale de un mareo, vi
desvanecerse el pilar doble hasta que la luz ya no estuvo manchada con la
corrupción de aquella radiación satánica. Y, en el lugar en que había estado,
Averaud se hallaba de pie junto al instrumento que había diseñado. Estaba
erguido y rígido, en una extraña inmovilidad; y sentí un terror incrédulo, un
pasmo helado, mientras avanzaba y le tocaba con mano temblorosa. Porque aquello
que yo había tocado ya no era un ser humano, sino una estatua de ébano, cuya
cara, frente y dedos eran tan negros como el atavío, propio de Fausto, o las
oscuras cortinas. Carbonizados por un fuego negro, o congelados por un negro
cierzo, los rasgos tenían el éxtasis y el dolor eterno de Lucifer en su
definitivo infierno de hielo. Durante un instante, el mal supremo que Averaud
había adorado tan locamente, que había invocado desde las profundidades de un
espacio incalculable, se había unido con él mismo; y, al abandonarle, le había
dejado petrificado en una imagen de su propia esencia. La forma que yo toqué
era más dura que el mármol; y supe que perduraría para siempre como testimonio
del poder de la medusa que son la muerte, la corrupción y las tinieblas.
Fifine se había arrojado a los pies de la
imagen y abrazaba sus insensibles rodillas. Con sus terribles lamentos de muda
en mis oídos, partí por última vez de aquella habitación y de aquella casa.
Vanamente, a lo largo de meses de delirio
y años de locura, he intentado alejar de mí la intangible obsesión de mis
recuerdos. Pero hay un fatal atontamiento en mi cerebro, porque yo también he
sido quemado y carbonizado un poco en aquel momento de abrumadora proximidad al
rayo oscuro que vino del abismo más allá del Universo.
En mi mente, al igual que sobre la negra
estatua que fuera Jean Averaud, la marca de una cosa, terrible y prohibida, ha
sido impresa como un sello perdurable.
FIN
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