Leopoldo Alas «Clarín»
Don Sinibaldo de Rentería había llegado por sus pasos contados, y sin deber los ascensos a intrigas ni aldabas, a ocupar el puesto de jefe en las oficinas de Hacienda en una provincia de primera clase. No había mejor empleado en el ramo, y nada tenía que ver con su aptitud para el cargo la acalorada fantasía que Dios le había concedido. Dividía la vida en dos partes: de un lado los expedientes con toda su horrible realidad, apremios y embargos inclusive: de otro lado la loca de la casa, que hacía vivir a D. Sinibaldo en perpetua novela interior, en continua hipótesis histórica. Porque él llamaba así a su manía invencible.
«En la hipótesis, -empezaba a pensar-, de que yo fuera esto y lo otro, y me sucediera tal cosa…»
Y seguía imaginando aventuras, incidentes, episodios, lugares, diálogos, actitudes; en fin, creando un mundo en que se enfrascaba, y a poco, ya tomaba por el único positivo. Esta transformación de la hipótesis en soñada realidad era involuntaria. En esto se parecía el Delegado de Hacienda a no pocos sabios que empiezan inventando también modestamente una hipótesis, y al cabo juran que es la verdad pura y que «no le mana, canalla infame…», con todo lo demás que D. Quijote aseguraba de Dulcinea o de la modesta Madasima. De su embelesamiento, de su universo fantástico, solía sacarle a D. Sinibaldo algún encuentro brusco con… una esquina, o un pisotón de un mozo de cordel; y el soñador volvía al triste mundo de los demás, exclamando:
-Animal, ¡mire Usted por dónde anda!
Sin ver que, por andar él por los espacios imaginarios, era por lo que le pisaba un humilde gallego. De esto hay mucho en la vida, y también en el Don Quijote, al que la vida tanto se parece.
Veraneaba D. Sinibaldo Rentería en un puertecillo del mar Cantábrico, de playa hermosa, pero pérfida como la onda, y precisamente pérfida por las ondas y las disimuladas corrientes; peligrosa por el mal abrigo del Oeste por donde, a veces, de pronto, venía bonitamente la galerna con todos sus horrores, sin anunciarse, y llegando con su furia casi a tierra, pues no había obstáculo que lo estorbase.
Más que en estas condiciones de la playa, había reparado Rentería, que si era gallo, no se le podía desechar por duro y viejo, en la hermosura de una señora, compañera de fonda y casada con un caballero que se pasaba la vida metido, no sé si en todo, pero por lo menos en los charcos, y que amaba el peligro, aunque todavía no había perecido en él. Aquel señor creía que no se era buen bañista si no se pasaba la temporada hecho un anfibio, y un esquimal por lo que toca a la comida. Todo el santo día, y madrugaba mucho, se lo pasaba descalzo de pie y pierna, metido en el agua, entre las peñas, o bien en la playa corriendo sobre la arena pero algo mar adentro como él decía. Pescaba todo lo que podía y arrancaba de las peñas las pobres lapas, con crueldad y constancia de hambriento, y como si no tuviera que meter en la boca en su casa, pasaba mil afanes por chuparle el jugo al mar, en forma de mariscos.
Este señor, una tarde se decidió a aventurarse y a pasar la mar, o por lo menos darse por ella un paseo de algunas millas. Era toda una hazaña para aquellos bañistas de tierra adentro, que solían hacer personalmente del Océano, que en frente tenían, el mismo uso que del mar pintado en el foro de un escenario.
-No le aconsejaba D. Sinibaldo al Sr. Arenas, apellido del osado argonauta, que se lanzase al mar tenebroso aquel día, porque había oído él no sé qué de contraste y turbonada y otros términos alarmantes.
El Sr. Arenas se embarcó, sin embargo, provisto de aparatos de pesca, de cien clases, y no oyó las súplicas de su mujer, a quien dejó, como una Ariadna de cabotaje, en poder, o al cuidado, de aquellos señores que quedaban en la playa admirando el valor, no cívico, como dijo uno de ellos, sino… marítimo del pescador… de cangrejos, no de perlas.
Rentería, con la imaginación loca de costumbre, hizo en seguida su novela correspondiente sobre el tema de cierto recóndito y pecaminoso deseo.
«En la hipótesis, -comenzó pensando-, de que ese Sr. Arenas se ahogue, aunque sea en poca agua; de que venga la galerna, y a él, con todos esos atrevidos nautas, los tumbe y sepulte en las amargas olas…» Y así prosiguió inventando mil peripecias, trágicas unas, otras altamente galantes, en que él se veía ya enamorando a la viuda, después de haber lamentado juntos la catástrofe…
Unos quince minutos llevaría D. Sinibaldo de soñar así, sentado en el suelo, junto a la orilla, cuando, no un pisotón de gallego, sino la furia del viento, cargado de agua y arena, vino a sacarle, en parte, de su idilio elegíaco y criminal, derribándole cuan largo era. Levantose, sintió que el sombrero se lo llevaba el aire, viose envuelto por incómodo torbellino, y mirando en torno, vio sólo una espesa niebla; y por la parte del mar, entre aquella obscuridad, distinguió rayas blancas y negras, que eran las olas lejanas, encrespadas: en la espuma de la cresta, como nieve, más abajo como tinta, o por lo menos como oscurísima pizarra.
Oyó después, cerca, grandes gritos, lamentos, voces de socorro; y, cuando huyó aquella ráfaga y algo se aclaró el ambiente, distinguió Rentería, en el mar, la barca del temerario pescador próxima a zozobrar, allá, muy lejos, y por el viento y las olas impelida con fuerza y prisa hacia el Sudeste, esto es, hacia tierra; pero a gran distancia, en dirección de un paraje de la playa, que distaba no poco del sitio en que se había embarcado el mal aconsejado, es decir, bien aconsejado, pero testarudo náufrago. Vio D. Sinibaldo que una dama corría por la playa hacia la parte a que la lancha podía llegar, si antes no daba la tremenda voltereta, que parecía segura a cada brinco sobre el lomo de cada ola. Rentería, sin pensar lo que hacía, y volviendo a su novela, o, por lo menos, sin volver del todo al mundo real, echó a correr tras la dama aquella, que no era otra que la viuda, como ya la llamaba el Delegado para sus adentros.
Toda la gente que había en la playa, o los más, se encaminaron en la misma dirección, pero con menos prisa; de modo que la Sra. de Arenas sacó gran ventaja a todos muy pronto: y no poca les sacó D. Sinibaldo, que corría, corría, y medio aturdido por el viento, la fatiga, los torbellinos cargados de arena, iba soñando como si tuviese calentura, mezclando realidades y visiones.
Y mientras, con la lengua fuera, corría el buen señor, iba fraguando todo esto: Ya el tal Arenas había perecido allá, en la playa de tal (aquella en que estaban), mucho tiempo hacía; él, Rentería había recogido el cadáver del náufrago, había consolado a la viuda, la había obligado a agradecerle infinitos servicios, inestimables en los primeros momentos de apuro; su buena amistad había continuado, y pasado el año de luto, la viuda de Arenas y D. Sinibaldo contraían justas nupcias. Pero, como el cansancio y el viento llevaban medio reventado y molido al buen gallo, se sentía mal corriendo; fue a respirar fuerte y una punzada de dolor agudo en un lado le hizo exclamar: «¡Adiós! Rosa (nombre de su señora); ¿ves? ¡Ya la pesqué, pulmonía segura!» Se ahogaba, «¡La disnea! ¡Este Madrid! ¿Por qué te empeñaste en que dejara mi vida de provincia y me viniera al Ministerio? ¡Vaya, pues, adiós, hija, porque ya ves… no respiro… me ahogo… sudo… se me doblan las piernas… adiós… adiós… me muero… acuérdate de mí; no profanen la memoria de nuestro amor nuevas, para mí ilícitas relaciones… adiós, mi Rosa!…» Y se moría… Ya se había muerto; la prueba era que no se podía mover, que estaba en tierra mascando polvo o arena… Sí, aquello era la tumba, el otro mundo… Pero, ¡oh terrible realidad! Se veía desde el otro mundo este pícaro que dejamos… Y se incorporó indignado, furioso, porque acababa de ver a su viuda, en persona, sin esperar a que pasara el año de luto, abrazando a otro hombre, sin duda al que escogía por tercer marido…
Y la pareja, unidos del brazo y haciendo extremos de alegría, se acercaba sonriente a D. Sinibaldo, para agradecerle la carrera que había dado por venir en socorro del Sr. Arenas, cuando el Delegado, incorporándose… como delirando, exclamó:
-¡Aparta, mujer pérfida! Has echado dos al hoyo, y todavía, sin recato, haces alarde de tus nuevos devaneos, me presentas a tu tercer marido…
-Pero, ¿Qué dice este hombre? -preguntó la dama.
El Sr. Arenas, lleno de caridad y prudencia, influido sin duda por el susto que acababa de pasar, pues había visto la muerte de cerca, dijo cortésmente:
-Sin duda la emoción que le ha causado nuestro peligro le ha trastornado por un momento… Yo no soy el tercer marido de mi mujer, Don Sinibaldo; míreme usted bien; soy Arenas, que se ha salvado de milagro…
-¿De modo… que… todos estamos vivos? Que sea enhorabuena. Dispensen ustedes: ¡esta pícara fantasía!… ¡Qué barbaridad!… ¿Pues no creí… haberme muerto… de una pulmonía?…
-Y reparando en sus indiscretas revelaciones, se puso muy colorado.
-¡Pero qué novelero es Ud.! -le dijo la ex viuda, también colorada; porque, menos atenta ya a otras cosas, o más lista que su esposo, lo había comprendido todo. -Y como le estaba muy agradecida por el interés que había mostrado en el lance, mírele la señora de Arenas con ojos muy compasivos. -Sí, miró de arriba a abajo, sin disgusto, a su… segundo difunto.
No hay novela, por idealista que sea, que no tenga algo real.
FIN
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