Vicente Blasco Ibáñez
Era la playa de Torresalinas, con sus numerosas barcas en
seco, el lugar de reunión de toda la gente marinera. Los chiquillos, tendidos
sobre el vientre, jugaban a la capeta a la sombra de las embarcaciones, y los
viejos, fumando sus pipas de barro traídas de Argel, hablaban de la pesca o de
las magníficas expediciones que se habrían en otros tiempos a Gibraltar y a la
costa de África, antes que al demonio se le ocurriera inventar eso que llaman
la Tabacalera.
Los botes ligeros, con sus vientres blancos y azules y el
mástil graciosamente inclinado, formaban una fila avanzada al borde de la
playa, donde se deshacían las olas, y una delgada lámina de agua bruñía el
suelo, cual si fuese de cristal; detrás, con la embetunada panza sobre la
arena, estaban las negras barcas del bou, las parejas que aguardaban el
invierno para lanzarse al mar, baniándolo con su cola de redes; y, en último
término, los laúdes en reparación, los abuelos, junto a los cuales agitábanse
los calafates, embadurnándoles los flancos con caliente alquitrán, para que
otra vez volviesen a emprender sus penosas y monótonas navegaciones por el
Mediterráneo: unas veces a las Baleares, con sal; a la costa de Argel, con
frutas de la huerta levantina, y muchas, con melones y patatas para los
soldados rojos de Gibraltar.
En el curso de un año, la playa cambiaba de vecinos; los
laúdes ya reparados se hacían a la mar y las embarcaciones de pesca eran
armadas y lanzadas al agua; sólo una barca abandonada y sin arboladura
permanecía enclavada en la arena, triste, solitaria, sin otra compañía que la
del carabinero que se sentaba a su sombra.
El sol había derretido su pintura; las tablas se agrietaban
y crujían con la sequedad, y la arena, arrastrada por el viento, había invadido
su cubierta. Pero su perfil fino, sus flancos recogidos y la gallardía de su
construcción delataban una embarcación ligera y audaz, hecha para locas carreras,
con desprecio a los peligros del mar. Tenía la triste belleza de esos caballos
viejos que fueron briosos corceles y caen abandonados y débiles sobre la arena
de la plaza de toros.
Hasta de nombre carecía. La popa estaba lisa y en los
costados ni una señal del número de filiación y nombre de la matrícula: un ser
desconocido que se moría entre aquellas otras barcas tan orgullosas de sus
pomposos nombres, como mueren en el mundo algunos, sin desgranar el misterio de
su vida.
Pero el incógnito de la barca sólo era aparente. Todos la
conocían en Torresalinas y no hablaban de ella sin sonreír y guiñar un ojo,
como si les recordase algo que excitaba malicioso regocijo.
Una mañana, a la sombra de la barca abandonada, cuando el
mar hervía bajo el sol y parecía un cielo de noche de verano, azul y
espolvoreado de puntos de luz, un viejo pescador me contó la historia.
-Este falucho -dijo, acariciándole con una palmada el
vientre seco y arenoso- es El Socarrao, el barco más valiente y más conocido de
cuantos se hacen al mar desde Alicante a Cartagena. ¡Virgen Santísima! ¡El
dinero que lleva ganado este condenado! ¡Los duros que han salido de ahí
dentro! Lo menos lleva hechos veinte viajes desde Orán a estas costas, y
viceversa, y siempre con la panza bien repleta de fardos.
El bizarro y extraño nombre de Socarrao me admiraba algo, y
de ello se apercibió el pescador.
-Son motes, caballero; apodos que aquí tenemos lo mismo los
hombres que las barcas. Es inútil que el cura gaste sus latines con nosotros;
aquí, quien bautiza de veras es la gente. A mí me llaman Felipe; pero si algún
día me busca usted, pregunte por Castelar, pues así me conocen, porque me gusta
hablar con las personas, y en la taberna soy el único que puede leer el
periódico a los compañeros. Ese muchacho que pasa con el cesto de pescado es
Chispitas, a su patrón le llaman el Cano, y así estamos bautizados todos. Los
amos de las barcas se calientan el caletre buscando un nombre bonito para
pintarlo en la popa. Una, La Purísima Concepción; otra, Rosa del Mar; aquélla,
Los Dos Amigos; pero llega la gente con su manía de sacar motes y se llaman La
Pava, El Lorito, La Medio Rollo, y gracias que no las distinguen con nombres
menos decentes. Un hermano mío tiene la barca más hermosa de toda la matrícula,
la bautizamos con el nombre de mi hija:
Camila; pero la pintamos de amarillo y blanco, y el día del
bautizo se le ocurrió a un pillo de la playa que parecía un huevo frito. ¿Querrá
usted creerlo? Sólo con este apodo la conocen.
-Bien -le interrumpí-; pero ¿y El Socarrao?
-Su verdadero nombre era El Resuelto; pero por la prontitud
con que maniobraba y la furia con que acometía los golpes de mar, dieron en
llamarle El Socarrao, como a una persona de mal genio... Y ahora vamos a lo que
ocurrió a este pobre Socarrao hace poco más de un año, la última vez que vino
de Orán.
Miró el viejo a todos lados, y, convencido de que estábamos
solos, dijo con sonrisa bonachona:
-Yo iba en él, ¿sabe usted? Esto no lo ignoraba nadie en el
pueblo; pero si yo se lo digo, es porque estamos solos y usted no irá después a
hacerme daño. ¡Qué demonio! Haber ido en El Socarrao no es ninguna deshonra.
Todo eso de aduanas y carabineros y barquillas de la Tabacalera no lo ha creado
Dios: lo inventó el Gobierno para hacernos daños a los pobres, y el contrabando
no es pecado, sino un medio muy honroso de ganarse el pan exponiendo la piel en
el mar y la libertad en tierra. Oficio de hombres enteros y valientes como Dios
manda.
Yo he conocido los buenos tiempos: Cada mes se hacían dos
viajes; y el dinero rodaba por el pueblo que era un gusto. Había para todos:
para los de uniforme, ¡pobrecitos!, que no saben cómo mantener su familia con
dos pesetas, y para nosotros, la gente de mar.
Pero el negocio se puso cada vez peor, y El Socarrao hacía
sus viajes de tarde en tarde, con mucho cuidado, pues le constaba al patrón que
nos tenían entre ojos y deseaban meternos mano.
En la última correría íbamos ocho
hombres a bordo. En la madrugada habíamos salido de Orán, y a mediodía, estando
a la altura de Cartagena, vimos en el horizonte una nubecilla negra, y al poco
rato, un vapor que todos conocimos. Mejor hubiéramos visto asomar una tormenta.
Era el cañonero de Alicante.
Soplaba buen viento. íbamos en popa con toda la gran vela de
frente y el foque tendido. Pero con estas invenciones de los hombres, la vela
ya no es nada, y el buen marinero aún vale menos.
No es que nos alcanzaran, no, señor. ¡Bueno es El Socarrao
para dejarse atrapar teniendo viento! Navegábamos como un delfín, con el casco
inclinado y las olas lamiendo la cubierta; pero en el cañonero apretaban las
máquinas y cada vez veíamos más grande el barco, aunque no por esto perdíamos
mucha distancia. ¡Ah! ¡ Si hubiéramos estado a media tarde! Habría cenado la
noche antes que nos alcanzara, y cualquiera nos encuentra en la oscuridad. Pero
aún quedaba mucho día, y corriendo a lo largo de la costa era indudable que nos
pillarían antes del anochecer.
El patrón manejaba la barra con el cuidado de quien tiene
toda su fortuna pendiente de una mala virada. Una nubecilla blanca se
desprendió del vapor u oímos el estampido de un cañonazo.
Como no vimos la bala, comenzamos a reír satisfechos y hasta
orgullosos de que nos avisasen tan ruidosamente.
Otro cañonazo; pero esta vez con malicia. Nos pareció que un
gran pájaro estaba silbando sobre la barca, y la entena se vino abajo con el
cordaje roto y la vela desgranada. Nos habían desarbolado, y al caer el aparejo
le rompió una pierna a un muchacho de la tripulación.
Confieso que temblamos un poco. Nos veíamos cogidos, y, ¡qué
demonio!, ir a la cárcel como un ladrón por ganar el pan de la familia, es algo
más temible que una noche de tormenta. Pero el patrón de El Socarrao es hombre
que vale tanto como su barca: «Chicos, eso no es nada. Sacad la vela nueva. Si
sois listos, no os cogerán.»
No hablaba a sordos, y como listos, no había más que
pedirnos. El pobre compañero se revolvía como una lagartija, tendido en la
proa, tomándose la pierna rota, lanzando alaridos y pidiendo por todos los
santos un trago de agua. ¡Para contemplaciones estaba el tiempo! Nosotros
fingíamos no oírle, atentos únicamente a nuestra faena, reparando el cordaje y
atando a la entena la vela de repuesto, que izamos a los diez minutos.
El patrón cambió el rumbo. Era inútil resistir en la mar a
aquel enemigo, que andaba con humo y escupía balas. ¡A tierra, y que fuese lo
que Dios quisiera!
Estábamos frente a Torresalinas. Todos éramos de aquí y
contábamos con los amigos. El cañonero, viéndonos con rumbo a tierra, no
disparó más. Nos tenía cogidos, y, seguro de su triunfo, ya no extremaba la
marcha. La gente que estaba en la playa no tardó en vernos, y la noticia
circuló por todo el pueblo. ¡El Socarrao venía perseguido por un cañonero!
Había que ver lo que ocurrió. Una verdadera revolución:
créame usted, caballero. Medio pueblo era pariente nuestro, y los demás comían
más o menos directamente del negocio. Esta playa parecía un hormiguero.
Hombres, mujeres y chiquillos nos seguían con mirada ansiosa, lanzando gritos
de satisfacción al ver cómo nuestra barca, haciendo un último esfuerzo, se
adelantaba cada vez más a su perseguidor, llevándole una media hora de ventaja.
Hasta el alcalde estaba aquí para servir en lo que fuera
bueno. Y los carabineros, excelentes muchachos que viven entre nosotros y son
casi de la familia, hacíanse a un lado, comprendiendo la situación y no
queriendo perder a unos pobres. «~A tierra, muchachos! -gritaba nuestro
patrón-. Vamos a embarrancar. Lo que importa es poner en salvo fardos y
personas. El Socarrao ya sabrá salir de este mal paso.»
Y, sin plegar casi el trapo, embestimos la playa, clavando
la proa en la arena. ¡Señor, qué modo de trabajar! Aún me parece un sueño
cuando lo recuerdo: Todo el pueblo se tiró sobre la barca, la tomó por asalto:
los chicuelos se deslizaban como ratas en la cala. «~Aprisa! ¡Aprisa! ¡Qué
vienen los del Gobierno!»
Los fardos saltaban de la cubierta: caían en el agua, donde
los recogían los hombres descalzos y las mujeres con la falda entre las
piernas; unos desaparecían por aquí, otros se iban por allá; fue aquello visto
y no visto, y en poco rato desapareció el cargamento, como si se lo hubiera
tragado la arena. Una oleada de tabaco inundaba a Torresalinas, filtrándose en
todas las casas.
El alcalde intervino entonces paternalmente: «Hombre, es
demasiado -dijo al patrón-. Todo se lo llevan, y los carabineros se quejarán.
Dejad, al menos, algunos bultos para justificar la aprehensión.»
Nuestro amo estaba conforme: «Bueno; haced unos cuantos
bultos con dos fardos de la peor picadura. Que se contenten con eso.»
Y se alejó hacia el pueblo, llevándose en el pecho toda la
documentación de la barca. Pero aún se detuvo un momento, porque aquel diablo
de hombre estaba en todo: «~Los folios! ¡Borrad los folios!»
Parecía que a la barca le habían salido patas. Estaba ya
fuera del agua y se arrastraba por la arena en medio de aquella multitud que
bullía y trabajaba, animándose con alegres gritos. «~Qué chasco! ¡Qué chasco se
llevarán los del Gobierno!»
El compañero de la pierna rota era llevado en alto por su
mujer y su madre. El pobrecillo gemía de dolor a cada movimiento brusco; pero
se tragaba las lágrimas y reía también, como los otros, viendo que el
cargamento se salvaba y pensando en aquel chasco que hacía reír a todos.
Cuando los últimos fardos se perdieron en las calles de
Torresalinas, comenzó la rapiña en la barca. El gentío se llevó las velas, las
anclas, los remos; hasta desmontamos el mástil, que se cargó en hombros una
turba de muchachos, llevándolo en procesión al otro extremo del pueblo. La
barca quedó hecha un pontón, tan pelada como usted la ve.
Y, mientras tanto, los calafates, brocha en mano, pinta que
pinta. El Socarrao se desfiguraba como un burro de gitano. Con cuatro brochazos
fue borrado el nombre de popa y de los folios de los costados, de esos malditos
letreros, que son la cédula de toda embarcación, no quedó ni rastro.
El cañonero echó anclas al mismo tiempo que desaparecían en
la entrada del pueblo los últimos despojos de la barca. Yo me quedé en este
sitio queriendo verlo todo, y para mayor disimulo ayudaba a unos amigos que
echaban al mar una lancha de pesca.
El cañonero envió un bote armado y saltaron a tierra no sé
cuántos hombres con fusil y bayoneta. El contramaestre, que iba al frente,
juraba furioso mirando El Socarrao y a los carabineros, que se habían apoderado
de él.
Todo el vecindario de Torresalinas se reía a aquellas horas,
celebrando el chasco, y aún hubiera reído más viendo, como yo, la cara que
ponía aquella gente al encontrar por todo cargamento unos cuantos bultos de
tabaco malo.
-¿Y qué pasó después? -pregunté al viejo-. ¿No castigaron a
nadie?
-¿A quién? Únicamente podían castigar al pobre Socarrao, que
quedó prisionero. Se ensució mucho papel, y medio pueblo fue a declarar; pero
nadie sabía nada. ¿De qué matrícula era el barco? Silencio; nadie le había
visto los folios. ¿ Quiénes lo tripulaban? Unos hombres que al varar habían
echado a correr tierra adentro. Y nadie sabía más.
-¿Y el cargamento? –dije yo.
-Lo vendimos completo. Usted no sabe lo que es pobreza.
Cuando embarrancamos, cada uno agarró el fardo que tenía más a mano y echó a
correr para esconderlo en su casa. Pero al día siguiente estaban todos a
disposición del patrón; no se perdió ni una libra de tabaco. Los que exponen la
vida por el pan y todos los días le ven la cara a la muerte están más libres de
tentaciones que los otros.
-Desde entonces –continuó el viejo- está ahí preso el pobre
Socarrao. Pero no tardará en hacerse a la mar con su amigo amo. Parece que ha
terminado el papeleo; lo sacarán a subasta y se lo quedará el patrón por lo que
quiera dar.
-¿Y si otro da más?
-Y quién ha de ser ése? ¿Somos acaso bandidos? Todo el
pueblo sabe quién es el verdadero amo de la barca abandonada, y nadie tiene tan
mal corazón que intente perjudicarle. Aquí hay mucha honradez. A cada uno lo
que sea suyo, y el mar, que es de Dios, para nosotros los pobres, que hemos de
sacar el pan de él, aunque no quiera el Gobierno.
FIN
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