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miércoles, 25 de agosto de 2021

De la vida maravillosa de Salva-Obstáculos

 


[Cuento - Texto completo.]

Julio Torri

Aparte de que las fábulas hacen concebir como posibles muchos acontecimientos que no lo son, etcétera.

Descartes, Discurso del método. Parte I.


Salva-Obstáculos fue un hombre extraordinario; por confesión que hizo en artículo de muerte, nunca conoció lo que el mundo llama una dificultad, un impedimento, un imposible. Cuanto se propuso, ejecutó; todos los trabajos que empezó, todos, sin faltar uno, llevó a buen término. Si Salva-Obstáculos discurre anonadar lo pasado y cambiar lo que fue en lo que debió haber sido, a la hora presente careceríamos de imposible metafísico, yo os lo aseguro.

A decir verdad, no sé cómo era Salva-Obstáculos. Le vi dos veces y tantas he hecho en conversaciones su pintura —añadiendo siempre algún nuevo detalle— que he acabado por no saber si era alto o bajo de cuerpo, corcovado o derecho como un huso.

La infancia de Salva-Obstáculos fue la de un hombre de genio. No la hallaréis, sin embargo, en los libros para niños, al lado de la infancia del inventor de la máquina de vapor, del inventor de la máquina de coser, etc. Jamás partió Salva-Obstáculos con perros o gatos su pan ni su leche, ni compró con sus ahorros libros de texto para niños pobres. En compensación y desquite de esta dureza de condición, a los cuatro años fabricaba objetos de barro y de madera con una perfección que nunca sospecharon el viejo Franklin ni el inventor del telégrafo. Y a los cinco, tan ahincadamente se dio a componer, enderezar, remendar, completar y renovar, cuanto veía, que cuando cumplió seis años no había en su casa, en su pueblo, ni en veinte leguas a la redonda, relojes descompuestos, sillas rotas, puertas que cerraran mal del torcimiento de sus maderas, cerraduras sin llave y viceversa, etcétera.

Un día, jugando con una hermana menor, descubrió que las niñas no sabían razonar correctamente, y en su interior resolvió componer cuantas cabezas de niñas había en el mundo. A los pocos meses todas las niñas razonaban con notable perfección y uniformidad —sí porque sí, no porque no, sí, pero no— como relojes que señalan la misma hora. Hasta producían un ruido particular al pensar, un ruido semejante al de una pistola que se amartilla.

A los quince años, Salva-Obstáculos reformó la conversación de las gentes. Las pláticas fueron desde entonces rítmicas, justas, perfectas. Nunca volvió a oírse una paradoja. Algunas que ya habían pasado a la categoría de lugares comunes, de valores definitivos aun para las gentes del campo y los maestros de escuela, fueron desenterradas de los bajos estratos de la sociedad y destruidas en las plazas públicas. La familia, el orden, la buena fe, el espíritu de pesadez recobraron a la muerte de la paradoja todos los fueros y privilegios que habían tenido el primer día del mundo.

En su inclinación por la simetría y por la uniformidad, un día se puso a igualar la densidad de la población en todas las regiones del planeta. Desde entonces no se dio punto de reposo en medir tierras y distribuir en ellas a las gentes; y a los pocos meses todos los hombres estaban repartidos en el globo a razón de once por kilómetro cuadrado. Los libros de Geografía fueron corregidos. Los amantes de la exactitud no cabían de gozo, y sin embargo, los míseros mortales, señaladamente las gentes del campo, lloraban, reconocían que la simetría no constituye la felicidad, y saludaban tristemente a sus amigos del kilómetro vecino, sin osar traspasar los límites del propio, en su temor a quebrantar aquel orden que Salva-Obstáculos había establecido sobre la tierra.

Otro día, el héroe de este sencillo relato se enamoró de la hija de un molinero holandés. ¡Qué excelente ocasión para terminar aquí esta historia, haciendo que Salva-Obstáculos, el acabador de las más difíciles hazañas, sea vencido, humillado y confundido por el Amor! Moralidad es esta muy conforme con el espíritu general de las fábulas a que estamos acostumbrados. Y la presente relación podría ser asunto de una estampa en que hubiera un amorcillo que pone un pie sobre un hombre caído, y una leyenda alrededor que dijera: Omnia vincit amor, o cualquier otra cosa de este jaez. Desgraciadamente para el autor de esta narración, para las estampas, y para el espíritu general de las fábulas, Salva-Obstáculos se casó con la hija del molinero holandés y tuvo muchos hijos de ella.

Cuando Salva-Obstáculos murió, por solo efecto de su voluntad siguió andando y pensando mucho tiempo, después de que su corazón había dejado de latir.

Entre sus papeles se ha encontrado un proyecto para simplificar los tratados de Astronomía —suprimiendo atracciones y repulsiones estelares— por manera que la Cosmografía vendría a ser accesible aun para los poetas y las señoras casadas. Un niño que no supiera sumar y restar, podría anunciar eclipses y cometas con tanta seguridad por lo menos como cualquier director de observatorio norteamericano.

Es opinión general que Salva-Obstáculos murió a poco de haber escrito este proyecto. Lloremos la muerte de Salva-Obstáculos y guardémonos de descubrir memorias y monografías sobre Astronomía.

FIN


El Mundo Ilustrado, 1912

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