Todo empezó con una obra de caridad: Visitar a los enfermos. Mi amigo Willert estaba enfermo de anginas y varias personas fuimos a visitarlo. Durante esa visita nos bebimos la famosa botella de ron que estuvo a punto de causar la muerte de Willert. Pero eso no es lo importante; lo importante es que los visitantes éramos el arquitecto Boris Gudonov, Rita su esposa, Blanca y yo. Boris Gudonov es el villano de esta historia, Blanca y yo fuimos sus víctimas. Rita y Willert no son más que comparsas.
No importa lo que bebimos, ni lo que comimos, ni de lo que hablamos. Lo que importa es que Blanca tenía unos muslos fenomenales, que no bebía una gota y que a cierta hora se puso de pie y dijo:
—Tengo que irme.
—Yo te llevo —dijo Boris Gudonov.
La llevó a su casa en el coche y tardó tres horas en regresar.
Cuando Boris volvió, Rita, Willert y yo estábamos completamente borrachos, pero recuerdo muy bien, sin temor a equivocarme, que Boris se acercó y me dijo al oído.
—No le digas a Rita, pero acabo de acostarme con Blanca.
Ésa fue la segunda vez que la vi. Antes de conocer a Blanca alguien me la había descrito como “una mujer bellísima, enamorada de imposibles”. Cuando la conocí estaba vestida de color de rosa fuerte y sentada junto a un joven tímido.
“Éste es uno de los imposibles”, pensé.
Me decepcionó mucho. El rosa le quedaba muy mal.
Tenía el pelo lacio y muy mal cortado y la piel del color de la cáscara de la chirimoya.
Meses después del episodio en casa de Willert, la encontré en una fiesta en casa de Boris Gudonov. Estaba sentada en un sofá, con tres borrachos alrededor empeñados en tocarle los muslos; tenía una discusión sobre costumbres cristianas.
Blanca era muy católica y los borrachos eran ateos y querían hacerla entrar en razón.
Tomé un almohadón y se lo puse sobre las piernas, para protegerla de aquellas palpaciones. Ella me miró sorprendida y agradecida.
—¿Quién se lleva a Blanca?—preguntó Rita, cuando dieron las doce de la noche.
Los tres borrachos, Boris Gudonov y yo ofrecimos llevarla. Blanca se fue conmigo, a pesar de que yo era el único que no tenía coche, ni dinero para el taxi.
Cuando caminábamos por la Colonia Narvarte, le dije que me había dado cuenta de que ella era tímida.
Con eso la conquisté.
—Quisiera verte, para tomar un café y platicar contigo —dije. Quería hacer una cita para otro día porque esa noche no tenía para el hotel.
A ella le pareció muy bien. Nos sentamos al pie de una verja y ella empezó a hablar de la “comprensión”. Es decir, de lo maravilloso que es cuando dos almas se entienden. Pero las nuestras no se entendieron, porque yo estaba pensando en la cama y ella en el matrimonio.
Al día siguiente fuimos a caminar un rato y después entramos en un restaurante a tomar café. Ella me relató, de una manera abstracta, sus amores imposibles. Yo le dije mi edad y le pregunté la suya.
—Tengo dos años más de los que parece.
Había lloviznado y cuando salimos del restaurante hacía fresco. Le puse mi impermeable encima y le dije:
—Bueno, ahora vamos a hacer el amor.
Ella me miró llena de desencanto.
—Eso sí que no.
—Entonces no perdamos el tiempo —le dije.
Tomamos un camión que la dejaba cerca de su casa.
—Parecemos un matrimonio —me dijo cuando nos sentamos—, que ha ido al cine y que ahora regresa a su casa a merendar café con leche y pan.
Después se fue taciturna, pensando, quizá, que yo era “como los demás”.
Tres días después se me ocurrió hacer otro intento y la llamé por teléfono. Ella me contestó con la rapidez y la sofocación de quien ha esperado tres días una llamada.
—¿Qué haces? —le pregunté.
—Voy a la Merced —me contestó.
La acompañé a la Merced a comprar pescado, pollo y melones. Cuando tomamos el camión de regreso ya éramos novios.
Al entrar en su casa le toqué las nalgas, causando la hilaridad de unos niños que vivían allí cerca. Ella me miró con reproche.
—¿Por qué eres así?
En la casa no había nadie, pero la vi tan nerviosa que no insistía.
—¿Quieres agua de limón? —me preguntó.
Cuando le dije que sí, cogió un vaso que estaba ya servido y abandonado en una mesa y lo metió en el refrigerador, para que se enfriara.
Fuimos a la sala. Había un televisor, un cenicero de porcelana que figuraba una casita con chimenea funcional y varios retratos al óleo de Blanca: de huipil, de tehuana y experimentando la tragedia del Valle del Mezquital.
—Eres de la raza opresora —me dijo.
Fui su novio durante dos o tres semanas. Iba por ella a la Universidad, porque estaba estudiando para trabajadora social. Caminábamos largas horas y después nos sentábamos en un parque, porque yo no tenía dinero para más. Un día quise convidarle unos sopes, pero cuando supo que eran a peso, le pareció un despilfarro y me llevó arrastrando hasta la esquina.
—No gastes en mí —me dijo.
Y no comimos sopes.
Una tarde, estábamos sentados en una placita que hay en San Ángel, sin decir nada. Cuando pasó un camión haciendo mucho ruido, me dijo.
—Se rompió el hechizo.
No le contesté.
Estaba tan resignada a pasar miserias a mi lado, que hasta yo empecé a creer que acabaríamos casándonos.
Blanca vivía con su padre, que era jefe de algún archivo, su madre, que era una abnegada mujer mexicana, la esposa abandonada de un hermano de Blanca, las seis hijas de este matrimonio y un hermano soltero.
Cuando me conocieron, el día en que vimos en la televisión una película argentina, la madre dijo, según Blanca, que era “de confianza”, pero el resto de la familia pensaba que “todos los hombres son muy malos, ofrecen muchos regalos, etc.” Esto me lo contó Blanca, porque yo no les oí decir más que “buenas noches”.
Yo sé que en el fondo eres bueno —me decía Blanca.
Una noche que estábamos platicando en el jardín que quedaba fuera de su casa, llegó el hermano soltero, entró sin saludarme, subió a su cuarto y a los cinco minutos abrió la ventana con mucha violencia, para que supiéramos que era hora de despedirse.
—Me gustas tanto —me dijo un día—, que si pasara junto a mí Rock Hudson, ni lo miraría siquiera.
Me sentía obligado a casarme con ella, porque ella creía que iba a casarme con ella.
—Si esto se acabara —me dijo durante uno de nuestros paseos vespertinos—, me daría mucha tristeza.
Y no se hubiera acabado, si no hubiera sido por lo que pasó en el bar “Del paseo”.
La cosa fue así: un día tuve dinero y la invité a tomar la copa. Ella pidió un vermuth batido que le duró toda la tarde. Cuando se lo terminó, me dijo cómo iban a llamarse nuestros hijos.
—El primero, Ernesto, el segundo, Juan, el tercero, Esteban, por San Esteban. Y las mujercitas… etcétera.
Se apagó la luz en el hostal. Cuando íbamos a salir, nos dieron una vela y bajamos doce pisos alumbrándonos con ella. Al llegar a la calle, le dije:
—Esto no puede seguir así.
Pero así como antes no había entendido que lo que yo quería era acostarme con ella, no entendió entonces que no quería casarme con ella. Explicarle que no iba a haber matrimonio me tomó tres sesiones mortales. Le dije que necesitaba libertad, le dije que tenía dos amantes de las que no quería prescindir, le dije que nunca iba a tener dinero para casarme. En la tercera sesión me dijo:
—Si necesitas libertad y dos amantes y no tienes dinero, vamos a seguir como tú quieras.
Si por allí hubiera empezado, si me hubiera dicho eso al salir del restaurante, después de tomar café, aquella vez que lloviznó, ahora estaríamos casados.
Pero lo dijo demasiado tarde.
—Blanca, lo que quiero es no seguir de ninguna manera.
Durante meses, Blanca anduvo lloriqueando y contándole a mis amigos que yo la había abandonado.
Después se le pasó, porque no le faltaban oportunidades. Durante una época trató de regenerar a uno de aquellos tres borrachos del sofá; después estuvo, durante años, a punto de casarse con un americano.
Hace poco, el borracho a quien Blanca no pudo regenerar y que seguía borracho, me dijo:
—Cuando Blanca y yo éramos amantes, me decía que a ti te había querido mucho y que nunca le hiciste nada.
Me di cuenta de que me había convertido en otro de “los imposibles”. Me puse furioso.
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