[Cuento - Texto completo.]
Alberto MoraviaLeí a Platón hace ya veinte años, cuando era estudiante de medicina y estaba a punto de terminar la carrera. De esa lectura recuerdo especialmente la fábula del andrógino, según la cual, en los orígenes de la humanidad, hubo un monstruo redondo, con dos cabezas, cuatro brazos, cuatro piernas, dos traseros y dos sexos. Zeus, preocupado por la vitalidad del monstruo, decidió debilitarlo y lo partió en dos mitades, de la misma manera —como dice Platón— que se parte un huevo duro con una cerda cortante. Desde entonces estas dos mitades, una de sexo femenino y la otra de sexo masculino, van por el mundo, anhelantes, buscando a la otra mitad de sexo diferente que las complete y les permita restablecer al monstruo redondo de los orígenes. ¿Por qué se me ha quedado esta fábula en la memoria? Porque, por lo menos en lo que a mí toca, no se trata de una fábula, sino de una verdad. No obstante mi profesión, mi cultura, mi inteligencia de mi mitad masculina. Esta búsqueda continua y desesperada me hace cometer verdaderas locuras, como ahora, por ejemplo, que trepo por las escaleras de un caserón popular, en busca de un cierto Mario, un joven camarero que trabaja en un balneario, en brazos del cual me he sentido completa hace apenas diez días, mientras vacacionaba en un hotel del Circeo.
Naturalmente, el elevador está descompuesto; y así, cuando llego al sexto piso después de haber subido doce tramos de escaleras, tengo que descansar, por lo menos un minuto, frente a la puerta de su apartamento recuperando el aire. Sobre la placa de latón está escrito, en caracteres cursivos, “Eldamoda”, tal vez para dar una impresión de elegancia. Elda es el nombre de la madre de Mario, y esa placa presuntuosa e ingenua contrasta con la modestia de la puerta de madera mal pintada de gris, con el rellano estrecho y bañado por un sol cruel, con la escalera angosta y sucia, como todo el edificio. Ya recobré el aliento. Extiendo la mano y toco el timbre.
La puerta se abre inmediatamente, como queriendo denotar la pequeñez del apartamento. Bajo el umbral aparece una mujer con mandil negro, de sastre, una cinta métrica de caucho sobre el hombro y muchas hebras de hilo blanco en el pecho; es sin duda la madre de Mario. Es una mujer todavía guapa, pero derrotada y ceñuda. La maternidad, el trabajo y la mala comida la han deformado. Debe tener más o menos mi edad, tal vez algunos años menos, pero yo parezco ciertamente más joven, dado que me tiño el cabello, y el de ella tiene ya muchas canas.
Me mira con desconfianza, pregunta qué deseo. Le respondo con una mentira que tiene, sin embargo, un fondo de verdad:
—Soy la doctora de su hijo. Me habló por teléfono ayer en la noche y me dijo que no se sentía bien, que deseaba que lo viera. Y aquí estoy.
¿Por qué digo que es una mentira que tiene algo de verdad? Porque así comenzó nuestro amor: en un sofocante cuarto de servicio del hotel donde vacacionaba, con Mario tendido en un catre revuelto, víctima de un cólico. Yo estaba sentada al borde del catre, sosteniéndole la mano; él se retorcía lo menos posible. Mientras tanto, sus ojos angustiados no dejaban de buscar los míos.
La madre no se asombra de mi presencia ni del pretexto; parece que se ha acostumbrado a este tipo de cosas. Me dice con voz resignada:
—Voy a ver si está.
Me da la espalda sin invitarme a pasar, y desaparece tras una tela que, a guisa de cortina, separa la entrada del apartamento. Al quedarme sola no sé si entrar o no. Pero entro, corro un poco la tela y miro. Hay un pequeño corredor, con una puerta vidriera al fondo, sin duda el baño. Y otras tres puertas. Calculo: una da a la cocina; la segunda, al cuarto de trabajo; la tercera, al cuarto de Mario. ¿Dónde duerme la madre? Probablemente en el cuarto de trabajo, en un sofá-cama. Entre estas reflexiones, digamos topográficas, paro la oreja.
La puerta que, según yo, da al cuarto de Mario, está entreabierta y puedo percibir la voz de él, disputando en voz baja con la madre. La madre sale de repente, y yo no tengo tiempo de echarme para atrás. Me dice con su triste tono materno:
—Lo siento, pero no está.
La miro directamente a los ojos, pero ella resiste mi mirada. Exclamo furibunda:
—¡Usted miente! Su hijo está aquí, acabo de oír su voz.
Y diciendo esto quiero lanzarme hacia la puerta de la recámara de Mario. Pero al mismo tiempo Mario sale del cuarto y lo tengo de frente.
Tiene el cabello negro y brillante, totalmente alborotado; viste solo un calzoncillo y una playera. Parece que acaba de levantarse de la cama. Noto que tiene una toalla doblada bajo la axila. Pienso en que no lo recordaba tan pequeño, tan bien proporcionado y tan velludo. Sin embargo experimento una sensación que me empuja hacia adelante, un impulso urgente y bochornoso que, de no dominarme, me haría correr hacia él, abrazarlo, estrechar mi cuerpo contra el suyo: ni más ni menos como la mitad platónica que, tras una larga búsqueda, ha encontrado al fin la otra mitad. Abro la boca y pronuncio:
—Mario…
Pero me quedo donde estoy, paralizada, pensando que Mario, por un motivo que ignoro, ya no quiere saber nada de mí; que, por lo tanto, he cometido un error al venir a buscarlo en su casa con el estúpido pretexto de una visita médica. Y así es. Mario me mira, ceñudo, un momento y, claro, de esa boca tan amada no se hace esperar la invectiva humillante y brutal, la palabra tradicional del hombre joven contra la amante madura. Y a esto hay que sumar las diferencias de clase y de cultura que, en mi platónica imaginación, yo había considerado como elementos destinados a integrarse recíprocamente. Y para colmo no faltaba el habla romana, tan adecuada para liquidar en un dos por tres la más tenaz de las relaciones amorosas con frases de fondo dialectal, como: “¿Pero se puede saber qué quieres?” “¿Pero quién te conoce?” “¿Pero ya te viste en el espejo?” “¡Nada más mira lo que esta vieja pretende!”, y así por el estilo.
Estas frases me afectan y me persiguen mientras quiero poner los pies en polvorosa, como una gallina que huye, velozmente y esponjada, bajo los escobazos de un ama de casa enfurecida. La madre, de pie junto a la puerta, ve a Mario, luego a mí, indecisa, pero serena. Podría decir que le inspiro una experta simpatía. La dejo atrás y llego al rellano, pero no lo suficientemente aprisa para no ver, último vejamen, cómo entra Mario al baño azotando la puerta vidriera.
Después de ese escándalo, me suceden cosas insólitas. Todas las mañanas, a eso de las cinco, me despierto sobresaltada y me pongo a pensar en Mario; mejor dicho, no pienso en él como cuando se dice: “Siempre pienso en ti”, lo que en el fondo indica no pensar y abandonarse al sentimiento; pero repito imaginariamente la escena humillante de cuando salí de su casa. Veo aparecer a Mario, que me mira de pies a cabeza, que me insulta y luego va a encerrarse en el baño, azotando la puerta. A este punto, pensarán que me volteo hacia otro lado y me vuelvo a dormir. Si piensan así, quiere decir que no conocen la diferencia que hay entre recordar y revivir. Recordar significa extraer de la memoria a una persona, un acontecimiento; contemplarlos como se contempla una vieja cadenilla que estaba guardada en un cajón, y volver a guardarlos ahí, en el cajón de la memoria, sin pensar más en eso. En cambio, revivir significa experimentar una y mil veces las sensaciones que esa persona y ese acontecimiento despertaron en nosotros mientras los vivíamos. De hecho, se recuerda solamente una vez; pero se revive una infinidad de veces. Pero a nadie se le ocurre revivir las sensaciones desagradables. Se reviven solamente las sensaciones placenteras; las otras, siempre trata uno de olvidarlas. Entonces, ¿cómo se explica que yo, todas las mañanas, vuelva una y otra vez por medio de la memoria a la escena de la casa de Mario, deteniéndome sobre todo en los detalles más crueles y humillantes? ¿Por qué me detengo, obtusa y fascinada, a saborear de nuevo ese agudo dolor, como si se tratara de una perturbadora delicia? Me pongo a pensar en eso largamente y llego a la conclusión de que, durante esas reevocaciones matutinas y mediante una misteriosa alquimia psicológica, el dolor se transforma en placer. No faltará quien diga: masoquismo. Es posible. ¿Pero cómo conciliar entonces el masoquismo con el anhelo de reencontrar la otra mitad para formar de nuevo al mítico monstruo redondo de que habla Platón? ¿Es acaso completa una persona dividida en dos partes, una de las cuales humilla, ultraja y degrada a la otra?
Sí, por lo visto. Después de un par de meses, mi dolor voluptuoso al fin comienza a ser algo insípido, débil. La escena en casa de Mario es una cosa pálida, borrosa, como una película vieja estropeada por el tiempo y el uso. Desgraciadamente, ya me acostumbré a ese lúgubre deleite; todas las mañanas tengo la necesidad de experimentar el sufrimiento de aquellos pocos y atroces minutos. Así que he tomado una decisión quizá increíble, pero más o menos lógica, si se considera mi situación actual: me presentaré nuevamente en la casa de Mario, con el mismo e indecente pretexto de la visita médica, haré que me corran de nuevo de la misma manera humillante. Quizás Mario me hale de los cabellos, me arroje al suelo y me empuje a patadas hasta el rellano de la escalera. Y volveré a mi casa con una buena provisión de vejámenes, como un drogadicto que se surte de su estupefaciente predilecto para poder seguir adelante durante un largo periodo de tiempo.
No lo dudo ya y ejecuto mi proyecto. Me presento muy temprano en el caserón popular, subo a pie los seis pisos (el elevador sigue descompuesto), toco el timbre, la madre viene a abrir la puerta y suelto la mentira de la visita médica. Espero que la madre me rechace, aunque con su tristeza mezclada con simpatía; espero que Mario salga y me insulte. Pero nada de eso. La madre me invita a pasar, triste como siempre:
—Vaya directamente. Está acostado. Es en la última puerta, a la derecha —y se va.
Más muerta que viva, me encamino y toco a la puerta. Me dice que entre. Este es su cuarto, pequeño y tapizado de ilustraciones de artistas y jugadores de balompié, recortadas de las revistas. Mario yace tendido en posición supina, vestido solamente con un calzoncillo y una playera, como la otra vez, con las manos enlazadas bajo la nuca. No se levanta, no se mueve; se limita a decirme con un tono rudo y gentil al mismo tiempo:
—¿Pero se puede saber por qué no te dejas ver? ¿Solo porque me porté un poco brusco esa mañana? De veras que eres extraña.
De repente todo aquel deseo de arrojarme sobre él, de abrazarlo, de estrechar mi cuerpo contra el suyo, se me pasó como por encanto. Y sucedió algo automático, mecánico. Me siento al borde de la cama, le tomo el pulso y cuento las palpitaciones. Él protesta, primero titubeando, luego con decisión, pero no le hago caso. Con frialdad profesional rechazo sus intentonas de abrazo, me levanto, abro mi recetario, garabateo una receta y se la doy. Y sin darle tiempo para que se recupere de su asombro, salgo del cuarto, del apartamento, y bajo por las escaleras.
Mientras subo al coche para iniciar mi cotidiano rol de visitas, casi siento las ganas de reír. Efectivamente, ahora recuerdo que el monstruo redondo de Platón, según parece, caminaba cómicamente con sus cuatro brazos y sus cuatro piernas, formando una especie de rueda, tal y como lo hacen los acróbatas y ciertas divinidades de la India. ¡Exactamente igual! ¿Qué otra cosa puede hacer un ser tan extraño cuya unidad consiste en la desunión, su fuerza en la debilidad y sus alegrías en el dolor?
FIN
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