La sombra en Alcalá
[Cuento. Texto completo.]
Durante las nueve horas que dura el vuelo, no hago más que pensar en mi pasado. Apenas tenía ocho años cuando me quedé embelesada observando la postal que trajo el cartero. Abracé la cartulina y corrí hacia el comedor para examinar una foto grande de la Puerta del Conde, impresa en un almanaque que colgaba en la pared. Al compararla con el esplendor de la que traía en la mano, entendí por qué llamaban a España la madre patria. Quedé maravillada al apreciar en la tarjeta la majestuosidad de la estructura. Me llamó la atención sus diferentes vanos: unos arqueados y otros rectos, y los diversos elementos decorativos como los escudos, angelotes, trompetas, leones.
En el reverso de la postal indicaba: “Fachada este Puerta de Alcalá”. Estaba tan emocionada que quise leérsela a mamá en voz alta:
Hola, comadre Consuelo y ahijada:
Madrid es muy bonito, luego les enviaré otras postales. Las extraño mucho, también el calor de allá, aquí hace un frío terrible. Georgina, estudia mucho para que en el mañana seas una profesional y puedas viajar por placer y no por necesidad. Conseguí trabajo en una casa de familia rica, no me pagan muchas pesetas, pero para comenzar no me quejo.
Besos y abrazos,
Altagracia
Una sensación sobrecogedora se apoderó de mí hasta sentir una paz y un gozo profundo. Aquella imagen de la Puerta de Alcalá me cautivó tanto, al punto que casi me enamoro de ella. Le pedí a mamá que la colocara en el marco del espejo del ropero, así podía verla siempre.
El tiempo fue pasando y mi obstinación con la obra del arquitecto Francesco Sabatini era cada vez más intensa. Aprendí mucho acerca del monumento. En séptimo grado hice una presentación para la clase de historia sobre el icónico lugar. En la investigación me percaté de que muchas de las palabras que usaba mi madre como muletillas se trataban de las virtudes cardinales representadas en cuerpos de niños que figuraban en el coronamiento de la fachada oeste, sobre los arcos adintelados laterales. En aquel entonces no comprendí la mezcla de lo barroco de los ornamentos y su contraste con el clasicismo de la estructura, era muy técnico.
Para poder entender y asimilar con exactitud todo lo concerniente a la historia y los elementos arquitectónicos de la antigua puerta real, habían transcurrido diez años. Coleccionaba fotos del monumento desde diferentes ángulos: tarjetas con vistas de día, de atardeceres, de noches, bajo la lluvia o la nieve; artículos que salían en revistas y periódicos españoles, de conciertos o manifestaciones políticas en las que la Puerta de Alcalá servía como escenario.
—Mamá, sabes qué, quiero ir a Madrid —recuerdo que le dije el día que cumplí los dieciocho años.
—Prudencia, hija, te has vuelto loca. Tú no sabes que para ir a España se necesitan muchos cuartos.
—Olvídese, vieja. Voy a trabajar doble turno en el taller. Sé que cuando madrina Altagracia se entere que quiero ir a visitarla me ayudará con el pasaje.
—¡Ay, Georgina, tú siempre soñando! Debes tener fortaleza para luchar en la vida. Fíjate cuánto ha cambiado la comadre. La última vez que vino al país apenas nos saludó.
No le di mucha importancia a lo que me dijo, estaba decidida a ir a Madrid tan pronto ahorrara el dinero para el pasaje. Tenía deseos de tocar las piedras que conformaban la monumental puerta, de oler las flores que había a su alrededor, de estar extasiada frente a la imponente arquitectura madrileña. A partir de ese momento no desperdiciaba ni un céntimo, todo lo guardaba; poco a poco la caja de zapatos donde depositaba los billetes y las monedas se fue expandiendo por el peso. De día trabajaba en un taller de costura y estudiaba de noche en la universidad del estado. Mi única salida era a la iglesia los domingos. El cura y todos mis vecinos sabían que estaba ahorrando para mi viaje.
El taller de costura había progresado mucho en los últimos años. Obtuvimos contratos cuantiosos de diseñadores de renombre y tiendas exclusivas porque las prendas confeccionadas tenían unos acabados muy finos. Como ya era una estudiante en el último año de Administración de Empresas, pasé de costurera a organizar los números de la compañía. De muchacha sudorosa, me convertí en una mujer de chaqueta y falda almidonada para trabajar en el escritorio colocado en el mezanine. El sueldo se cuadruplicó, pero la inflación absorbía los ahorros. Cuando casi tenía el dinero para comprar el boleto aéreo, Iberia aumentó excesivamente el pasaje. Con paciencia guardaba en el banco lo que podía. La caja de zapatos se rompió por el peso de las monedas y no quise reemplazarla. Era más seguro tener el dinero en una bóveda, ya que en el barrio se había desatado la desagradable moda de apropiarse de lo ajeno.
Los años no pasaron en vano. Había dejado de ser la niña que recibió aquella postal que transformó su pensamiento. Mi apariencia física cambió mucho, porque la inmovilidad del trabajo me hizo aumentar de peso. Pude terminar mi carrera y me gradué con honores, pero nada me dio más satisfacción que completar el dinero para mi viaje añorado. Desde que hace seis años le comenté a mi madrina Altagracia la intención de viajar a España, cortó toda comunicación con nosotras. Nunca más hemos vuelto a saber de ella. Aún conservo su dirección; cuando llegue a Madrid la buscaré. ¡Será una sorpresa!
Saqué el dinero del banco; al día siguiente iría a la agencia de viajes a comprar el boleto. Me detuve en el supermercado y compré un par de cervezas para celebrar con mi madre el gran acontecimiento. Cuando le di la noticia de que viajaría pronto y le mostré el dinero, el rostro se le puso como cera derretida. Le subió la presión y la tuve que llevar en taxi al hospital. Dos días estuvo internada. Le hicieron varios estudios del corazón. La mitad de los ahorros se me fueron en el tratamiento.
Ella se recuperó rápido, pero lo que no se pudo recobrar fue la factura por la emergencia. Aunque no me importó, adoraba a mi madre casi como a la Puerta de Alcalá. Si esperé seis años para ahorrar el dinero, retrasar el viaje algunos meses más no tendría ninguna importancia. Perseveraría con paciencia, el monumento estaría siempre en el mismo lugar y aguardaría por mí. Continué deshojando el calendario que siempre teníamos en el comedor; este año portaba la foto del Faro a Colón. Hasta que un día, al llegar del trabajo, mi madre preguntó:
—Georgina, ¿te faltan muchos cuartos para tu viaje?
—Ay, mamá, no hablemos de ese asunto. Y si le digo que no, y me le da otro soponcio.
—¡Justicia! No, hija, me he preparado mentalmente.
Entonces me pidió que entrara al cuartito oscuro, como le llamábamos a una parte de la casa donde estaba la rampa de la escalera que conducía a las viviendas del segundo piso. Aquel era un espacio hermético y se entraba a través de una puerta que había en el comedor. El lugar se iluminaba por las velas que mamá les prendía a los santos que tenía allí. Con voz entrecortada me dijo que abriera el baúl y le trajera una lata de galletas que había dentro.
—¿Por qué no la tiene en la cocina? ¿Por qué tanto misterio?
—Templanza. No preguntes tanto y date prisa antes de que me arrepienta.
La lata estaba enmohecida. Tuve que ayudarla a quitarle la tapa sellada por el óxido. Al abrirla por poco colapso cuando vi el recipiente lleno de dinero.
—Estos cuartos son para ti. Yo también he ahorrado por largos años.
—Pero, mamá…
—Nada de peros, necesitas dinero para comer y hospedarte, aunque sea en una pensión. Además, tienes que comprarte una cámara; el que viaja debe de tirarse fotos para que le crean.
—¡Gracias, mamá! —dije dándole un beso en la frente.
—Habla con tu jefe y pídele que te dé vacaciones. Solo espero que regreses sana y salva, porque yo no tengo la fortaleza para montarme en un avión e irte a buscar.
—Volveré, claro que volveré. A mi regreso verá que todo será diferente. Cambiaré el amor que le he tenido a una piedra por un novio de carne y hueso. Quiero colocar mi oreja junto a su pecho y sentir su corazón. Deseo casarme y tener hijos para enseñarlos a soñar.
Al llegar al aeropuerto de Barajas me traslado en un taxi a la dirección que tengo de mi madrina. Encuentro un lujoso edificio de apartamentos. Toco el timbre y me dan acceso a un vestíbulo. El conserje me indica que Altagracia trabajó un par de años con una familia de Pamplona. Según me dice, cuando ella se despidió, le comentó que tenía una mejor oferta de trabajo para cuidar una anciana. Supuestamente, nunca más ha vuelto por los alrededores y nadie sabe dónde está. El mismo hombre me recomienda una pensión en la Calle de O’Donnell, a solo tres cuadras de allí. Dejo mis maletas en el hospedaje. Llamó a mi madre para decirle que había llegado bien y me traslado de inmediato en guagua en busca del lugar.
¡Qué hermosa! “Mírala… ahí está… la Puerta de Alcalá”, resuena en mi mente la melodía de la canción de Ana Belén y Víctor Manuel, mientras observo desde el otro lado de la calzada la emblemática edificación. “Acompaño a mi sombra por la avenida, mis pasos se pierden entre tanta gente”. Estoy en Madrid, frente a la rotonda de la Plaza de la Independencia, contemplando el antiguo monumento que añoro desde niña. La estructura luce más bella que en las fotos que poseo. Ahora solo nos separa la calle.
Comienzo a fotografiarla; quiero tener mis propias imágenes. “El que viaja debe de tirarse fotos para que le crean”, recuerdo lo que dijo mi madre. Un joven se me acerca sonriente; usa unas pequeñas argollas en las orejas y una banda en la frente. Le pido que tome mi cámara para que me fotografíe junto a la puerta. Cuando estoy cruzando el paso de cebra, un hombre encorvado, con el pelo blanco y bastón en mano, que camina junto a mí, comenta:
—Usted es muy confiada. Yo en su lugar no le daría mi cámara a un gitano.
Al escuchar al anciano giro la cabeza y veo el rastro de la sombra del joven correr a toda prisa. Pierdo la noción de que camino por el centro de la avenida y retrocedo para recuperar el aparato, pero no me percato de que viene muy cerca de mí un autobús.
FIN
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