miércoles, 2 de junio de 2021

Dagón

 


[Cuento - Texto completo.]

H. P. Lovecraft

Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea -aunque no del todo- de por qué tengo que buscar el olvido o la muerte.

Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.

Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.

El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.

Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.

El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.

Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.

A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé constantemente en dirección oeste guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.

No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.

Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.

Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.

De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.

Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.

Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres… al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.

Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.

No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado… Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.

Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.

Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente vívida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra… en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemonio.

Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

FIN


“Dagon”,
The Vagrant, 1919

Manuel José Arce Leal .- Mapa con una piedra

 Aquí queda el océano: los pesqueros que abandonó Somoza.

Aquí, la costa: el algodón, bananos, caña de azúcar, caucho,
cacao, ganado y paludismo.
Mas acá, el altiplano, las fincas de café y de cardamomo.
Y mas acá, hasta arriba, se encuentran la montaña y las tierras
estériles.
Y en esta aldea miserable de indios
—de indios que en la cosecha bajan al altiplano o a la costa,
en camiones de vaca, con toda la familia, por salarios que ya
ni madre tienen.
a labrar los millones que se quedan
en bancos y burdeles de Miami;
de indios que van cargando a mecapal la historia—
en esta aldea, digo,
en este simple patio de tierra apisonada,
un niño juega con una piedra.
Con una piedra.
Con una sola piedra.

El silencio, de pronto, decapita la canción de los pájaros.
Y el niño sigue jugando con una piedra.
Los árboles presienten el peligro. El maíz se acongoja en la
mazorca.
Hay un temblor de muerte en los celajes. El agua se detiene
en el cauce del río.
Y los perros esconden el olfato. Pero el niño
en el patio
esta jugando con una piedra.

Es un ruido en pedazos que se oye desde lejos,
retaceado,
indeciso.
Viene como cortando con hachazos metódicos el aire.

Las mujeres levantan la mirada
y corren con un niño en el pecho, y otro niño en la espalda y
otro niño en el vientre,
y un niño mas colgando en cada brazo.
Los viejos sacan fuerzas de flaqueza, escarban en los reumas
hasta hallar los pedazos
de energía que quedan y corren o se arrastran mas bien.

Los helicópteros están sobre los ranchos, las casas, las calles,
y los patios.
Las llamas de napalm roen los techos de amable paja,
el campanario de la iglesia estalla,
los perros cabalgados por el fuego revientan en aullidos,
el paisaje se borra en el humazón caliente.

Vuelven los helicópteros.
Esta vez se declara el aguacero torrencial de balazos,
las cortinas que vienen barriendo lo que queda de vida entre
las brasas
y acosando en seguida la montaña
donde los trajes imperiales de las mujeres sirven de objetivo
seguro.
—perseguido-encontrado-perseguido-encontrado y alcanzado—
por la eficacia de los artilleros.

Y el niño esta en el patio sin su piedra.
Termino el juego
cuando aun tuvo tiempo de lanzarla
contra los helicópteros.

En este mapa ardiente que describe mi patria
ya no existen niños:
desde que el hombre nace, nace adulto.
Adulto y combatiente.

LOS POZOS (por Ignacio Aldecoa)

 

-Todos los ayuntamientos de pueblo huelen a muerto...

Contemplaba el muro blanquiañil. Sobre los pajizos ladrillos del rodapié, la humedad había festoneado una diminuta y crepuscular serranía plomiza hasta el perfil oriniento, elevada en agujas o en llamas por los dos rincones. La faja del rodapié era rastrojo, comienzo de tierra paniega.

-... un tufo que da mal sabor de boca y que no te lo saca la cazalla.

 

El espectro de paisaje se borró sobre el muro. Las palabras enturbiaban la imaginación y sintió que la serranía en sombra, con el sol elevándose u ocultándose tras de ella se iba sedimentando en simples manchas de humedad. Ya no había cielo blanquiañil, ni crepúsculo, ni montaña, ni tierra de campos. Estaba sentado. Del respaldo de la silla colgaban sus pantalones y de un clavo de la puerta su chaqueta. Dobló la cintura y comenzó a frotarse suavemente las piernas, cubiertas con medias rojas. Luego se calzó las zapatillas, que habían perdido su negro azabache y parecían sucias y estaban despellejadas por las puntas.

 

-... un ansia de vomitar y encima amolado con las piernas. Con varices no se puede correr bien...

 

Por un ventanuco miraba al patio el Chato la Nava, distraído, deslumbrado por el espejeo del sol en la albura de la fachada frontera; rumorosos los oídos del

monólogo de su compañero. Fumaba y expelía el humo con fuerza, dándole tiemblo de azogue a una iluminada telaraña.

-¿Tú sabes lo que es bueno, Perucho? -dijo lentamente-. Quedarse en casa. Ni ansias, ni varices, ni canguelo; sopa de ajo.

-Y me pasas una renta para vicios -añadió desabrido Perucho.

-Yo te digo lo que es bueno -volvió la cabeza hasta el punto en que su perfil fosco, tosco, morrosco, quedó recortado en el chorro de luz-. Si no lo puedes hacer te fastidias, que hay quien lo hace y engorda.

Perucho hizo un gesto de desesperanza. Se levantó de la silla. El asiento de adornos barrocos tenía un agujero en medio, con flecos de cartón.

El Chato la Nava se pasó despaciosamente una mano por las sucias barbas de dos días y se apartó del ventano.

-¿Qué piensas? –dijo Perucho.

El Chato la Nava guardó una pausa antes de responder:

-Que no huelen a muerto, Perucho, que huelen a gallinas.. .

Perucho fue hacia la puerta. De su chaqueta cogió un paquete de cigarrillos. Dijo:

-Todos los ayuntamientos de pueblo huelen a muerto y las sacristías también.

El Chato la Nava tenía los faldones de la camisa por encima del pantalón.

-¿A que no te has vestido nunca en una sacristía? -preguntó Perucho.

-Yo me he vestido en muchos sitios. En todos los sitios que tú quieras.

-Pero no en una sacristía.

-En una sacristía, no; pero me he vestido en una cuadra con mulos zainos, y en un carro andando, y debajo de un puente, y en un rincón tras de una sobrecama en la plaza Mayor de un. pueblo, y bajo un tendido viendo las pantorras a las mujeres, y donde tú me digas..., y en las afueras, en el campo...

-Pues las sacristías huelen a fiambre como esto. A un fiambre que se lo han llevado hace un rato. Un olor como a polvo meado, a papelotes, a ropa sucia... Yo sé lo que me digo... Como esto, como esto y que se te pega...

El matador Antonio Abanales, llamado el «Migas», estaba viendo el fundón de las espadas. Un fundón viejo que tenía repujado un nombre que no era el suyo y mos- traba en la tapa de la cartera la huella rectangular de la chapa de propiedad de su antiguo dueño.

-Acaba ya -dijo el matador-. Mira que tienes gusto, mira que se te ocurren ideas...

Por el ventanuco entraba mucha luz. Del alto techo colgaba una bombilla encendida. En el fondo de la habitación estaban amontonados pupitres y bancos rotos y palos de banderas y una monstruosa cabeza de cartón y varios escudos de madera pintados de azul celeste con la Virgen descalza sobre el filo de una media luna navajera ornada de estrellas.

-Este traje me tira -afirmó Perucho después de un largo silencio- y voy a tener que descoserlo por la entrepierna.

-¿Dónde se ha ido Pepe? -preguntó el matador.

-A llenar el botijo -respondió Perucho, y continuó quejándose-: He engordado, que también perjudica a las varices. Un día tengo un disgusto...

-No puedo matar con ellos... -dijo Abanales probando los estoques-. Pero ¿a quién se le ocurre...? Son de alambre. Buscadme a Pepe... No sirven... Buscadme a ese tío...

Al Chato la Nava le llegaban los calzoncillos a las corvas. Estaba de espaldas a sus compañeros preparando su traje. Desde el omoplato derecho hasta la cintura le culebreaba una cicatriz blancuzca, con relieves de zurcimiento malo. Se volvió hacia el matador. Tenía el pecho ancho y velludo, con un lucero de canas sobre el esternón. Sostenía cuidadosamente la taleguilla entre sus manos. De sus brazos podían proliferar brazos; eran como dos ramas, largos, nudosos, fuertes y sombreadores. Las delgadas piernas, un poco zambas, parecían estar unidas de un modo artificial a los pies; pies de alpargatas y abarcas, cuerudos, aplastados, firmemente puestos sobre la tierra.

-Me estoy vistiendo -dijo el Chato la Nava. Perucho abrió la puerta y gritó:

-Pepe, venga ya...

-¿Pasa algo? -dijo acercándose un empleado del Ayuntamiento vestido de domingo y con gorra de plato gris con un galoncillo--. ¿Queréis algo?

-Tráete al mozo de espadas que ha ido a llenar el botijo.

-Estará en la taberna.

-Estará.

-¿ y si no está?

-Lo buscas. Que venga inmediatamente.

-Estará viendo el ganado.

-Estará.

Perucho cerró la puerta.

-Se me ha guardado diez duros... -dijo el matador-. Por diez cochinos duros ése es capaz de vender a su madre...

El Chato la Nava, con la taleguilla puesta, se acercó a su matador.

-Déjame --cogió uno de los estoques y lo probó contra la puerta haciendo un poco de fuerza-. No están mal, no te quejes, no son alambre, puedes matar un elefante.

-Por diez cochinos duros... -dijo d matador.

-Ten tranquilidad -habló reposadamente el Chato la Nava-. Esto se despacha en seguida.

-¿Qué hora es?

-Falta poco.

-¿Serán las cinco y cuarto?

-Por ahí.

Entró el mozo de estoques, seguido del empleado del Ayuntamiento.

-Daos prisa. El alcalde dice que hay que empezar ahora mismo, que el señor marqués se tiene que marchar a Madrid y quiere veros.

-No podemos -gritó el matador-. Han dicho a una hora y tiene que ser a esa hora.

-Siempre caerá algo, Antonio. En estas cosas es mejor...

-Me importa un pimiento el marqués.

El empleado municipal hablaba con Perucho por lo bajo. El Chato la Nava contemplaba a su matador. Pepe, el mozo de estoques, bebía del botijo.

-Siempre caerán unos duros -dijo el Chato la Nava-. Media hora más, media hora menos...

-¿Qué hora es? -preguntó el matador.

-Casi la hora de salir.

-Daos prisa -dijo el matador.

Terminaron de vestirse. El mozo de estoques había salido con el esportón de los trastos.

- j Vamos ya! -dijo el matador.

Los dos peones le dejaron pasar. El empleado del Ayuntamiento salió el último. Los carros que formaban la plaza estaban atestados de gente. En el balcón del Ayuntamiento se sentaban el alcalde y el señor marqués. Una mujer con toquilla les ofreció unos vasos de limonada en una bandeja.

Los tres toreros caminaban entre los mozos que ocupaban el círculo arenado.

-A ver cómo lo hacéis... A ver si os arrimáis... A ver si los matáis bien, que son buen ganado... A ver...

Los toreros se colocaron frente al Ayuntamiento.

-¿ La música? -preguntó el matador.

-Ahora va -dijo d empleado del Ayuntamiento, que les había seguido.

Los mozos despejaron el círculo subiéndose a los carros. Gritaban. Sonó un tamboril, y luego las notas agridulcillas de dos dulzainas comenzaron un pasacaIle.

Los toreros iniciaron el paseíllo.

De la leve capa de arena del suelo de la fiesta emergía el empedrado cotidiano: reticulados caparazones, serpentinas formas escamadas, adoquines grises, verdinegros y anaranjados.

-Me lo quitáis de encima, ¿eh? -dijo el matador. Saludaron a la presidencia.

Lentamente fueron al burladero grande. La torre de la iglesia daba sombra a la plaza.

-Me lo quitáis de encima, ¿eh? -repitió el matador. -Tú, tranquilo -respondió el Chato la Nava.

Se hizo silencio. En el silencio estaban los tres solos.

Desde el brocal de talanqueras y carros les contemplaba el pueblo entero.

-Tranquilos –dijo el Chato la Nava-. Tranquilos.

Cuando salió el toro, viejo y negro, el pozo se fue llenando de su sombra.

-Tranquilos –repitió el Chato la Nava-. Tranquilos.

La gente gritaba pidiendo que abandonaran el burladero. El Chato la Nava miró a los compañeros.

- Tranquilos –dijo.

Y salió. En el brocal se hizo un silencio de campo.