martes, 20 de abril de 2021

La Constitución de Bayona del 1808

 



La Asamblea de Bayona finalizó sus sesiones el día 7 de julio de 1808, siendo jurada por el ya proclamado Monarca Don José I. Ésta Carta Magna se va a caracterizar entre otras cosas por tratarse de una Carta Otorgada, y no de una Constitución propiamente dicha, ya que por un lado en su elaboración el pueblo no participó, y por otro emana directamente de una decisión real. No establece la Soberanía Nacional, aunque impone ciertas limitaciones a la actuación del Monarca, que ha de respetar determinados derechos de índole personal. El único de los poderes que se declara independiente es el Poder Judicial, que es ejercido por Jueces y Magistrados independientes, al tiempo que inicia un proceso de codificación del Derecho . Es un texto escrito y flexible, lo que implica que para su modificación no se establece un procedimiento específico, sino que se reforma del mismo modo que el resto de las normas vigentes, aunque se estableció una limitación de carácter temporal, de tal modo que hasta que no hubieran transcurrido doce años no podía tocarse el texto. Determina que España se constituye en un Estado confesional, de tal forma que la única religión permitida es la católica, apostólica y romana. 



https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/5/2210/6.pdf

https://www2.uned.es/dpto-derecho-politico/c08.pdf

Teresa Domingo Catalá .-Cariátides

 Las cariátides andan sobre piedras

como cisnes que anhelan otros cisnes
en los puertos surgidos de la luna.

Las cariátides y Pigmalión
conversan ateridos y distantes
sobre el cruel simulacro de la vida.

Mientras, transcurre la hora oscura
con el temblor añadido del invierno,
con la carne manchada por las flores.

Las cariátides quieren ser la noche,
esponjarse en sus húmedos lugares,
y brillar como grillos antropófagos.

Pigmalión se deslíe y sus palabras
constelan el aire, los madrigales,
y envenenan los besos terroríficos. .

¿Cómo no temer el tiempo impío
en que arden las crines ya salvajes
de las estatuas frías como un sol
apagado en la soledad del cosmos?

¿Cómo no amar el sortilegio
que cubre de sombras y de escamas
la tiniebla eterna que fluctúa
entre luces novas y saltamontes?

Las cariátides tocadas por el verbo
vuelven a ser mármol, a ser cisne
tallado en un litoral de isla.

Selva Almada .- El LLamado



Era una mañana soleada. Aunque ya había comenzado el invierno, la temperatura era agradable, todavía otoñal.


Lidia Viel tomaba un café negro sentada a la mesita de la cocina. Desde allí, por el gran ventanal que daba al jardín, observaba al muchacho que cortaba el césped. Él y su hermano hacían trabajos de jardinería en el barrio. Lidia Viel los llamaba una o dos veces al mes, dependiendo de la estación. En el verano venían hasta tres o cuatro veces en un mes porque también se ocupaban de mantener la pileta. Casi siempre venía este, Juan, y cuando no podía lo reemplazaba el hermano. Lidia lo prefería a Juan. El otro le daba la impresión de estar siempre apurado y algunas veces dejaba cosas a medias.


El chico iba y venía por el jardín empujando la vieja cortadora, pesada y ruidosa. Una vez Lidia le había preguntado si no le gustaría tener uno de esos tractorcitos para cortar el césped. Él había dicho que no, que las máquinas viejas son mejores. No era de mucho hablar.


Esa mañana Lidia no tenía ganas de hacer nada. Si no hubiese sido por los trabajos en el jardín, se habría quedado en la cama hasta el mediodía. Tenía que corregir unos exámenes de inglés, pero podía hacerlo esa noche en la escuela en una hora libre que tenía entre clase y clase. Era un multiple choice que se corrige rápidamente. Desde que sus hijos se habían ido a estudiar afuera, tenía mucho tiempo libre. Algunas noches, después del trabajo, ella y un par de amigas se iban a un bar a charlar y tomar una cerveza. O se juntaban a comer y jugar a las cartas. Luego de la separación no había vuelto a formar pareja. De vez en cuando salía con algún tipo, pero nada serio.


 El sonido del teléfono la sobresaltó. Antes de atender se sirvió más café y prendió un cigarrillo: si era una de sus amigas, estarían un buen rato hablando. A esa hora no podían ser los chicos que siempre llaman a la noche o los fines de semana cuando la comunicación es más barata. Levantó el brazo para tomar el tubo del aparato adosado a la pared.


–Hola –dijo.


Le respondió la voz desconocida de un hombre joven.


–Lidia Viel ¿se encuentra? –preguntó.


–Sí, ella habla. ¿Quién es?


El muchacho no contestó enseguida. Debía estar llamando desde un teléfono público, pues Lidia escuchó ruido de autos. Sin embargo, no parecía estar en una ciudad sino cerca de una autopista. El sonido de los coches circulando a una gran velocidad se oía nítido.


–Hola –dijo otra vez Lidia, levantando un poco la voz–. Dígame –aunque se notaba que era muchísimo más joven que ella, no quiso tutearlo de buenas a primeras. Quizás era un vendedor y si le daba confianza después sería más difícil sacárselo de encima. Aunque un vendedor no estaría llamando desde un teléfono público.


–Sí–respondió el muchacho aclarándose la garganta–. Estoy acá.


–Bueno, entonces: lo escucho.


El jardinero había apagado la máquina. El ruido de los vehículos, del otro lado de la línea, se escuchaba con más fuerza.


–Le parecerá raro –dijo el joven–. Lidia le dio una última pitada al cigarrillo y lo aplastó en el cenicero. Con el tubo en la oreja se puso de pie y fue hasta la ventana. El cable del aparato era muy largo y le permitía moverse sin problemas. Juan había dado vuelta la cortadora de césped y parecía estar revisando las cuchillas. Lidia golpeó el vidrio con los nudillos y él alzó la cabeza para mirarla. Con una seña le preguntó si pasaba algo. El chico levantó un pulgar dando a entender que todo estaba en orden. Tal vez la cuchilla se había trabado con una piedra o algo así.


–Hola. ¿Todavía está ahí? –preguntó secamente–. Si no habla, voy a colgar.


–No, por favor –rogó la voz del otro lado–. Discúlpeme, es algo delicado… no sé por dónde empezar.


Lidia sintió un frío en el estómago. Se sentó y prendió otro cigarrillo.


–Hable –dijo bruscamente.


–Yo creo que usted es mi madre –disparó el muchacho sin respirar.


Juan echó a andar otra vez la cortadora alejándose hacia el extremo del jardín. El ruido de la máquina se fue atenuando a medida que se alejaba hasta ser sólo una vibración, un zumbido.


Lidia se quedó medio pasmada. Enseguida sintió un gran alivio. Por un momento pensó que había ocurrido algo con sus hijos, un accidente de tránsito, alguna cosa horrible. Lo que acababa de escuchar le causó gracia y estupor. Creyó que había entendido mal, así que dijo:


–¿Cómo?


El chico no respondió de inmediato, sin embargo todavía estaba ahí; Lidia podía sentir su agitación. Escuchó también las maniobras de un camión, de los grandes, con acoplado. Supuso que la estaba llamando desde una estación de servicio al costado de la ruta. A Lidia siempre le provocaron una profunda desolación esos parajes en el medio de la nada. Los grandes carteles de neón descoloridos y zumbones que permanecen encendidos hasta bien entrada la mañana. Incluso los días soleados esos sitios adolecen de una tristeza quieta, inconmensurable.


–Que creo que usted es mi madre–. El muchacho pronunció cada palabra lentamente, tratando de hacerse oír por sobre el ruido de los motores, cada vez más cercano.


–Lo siento –dijo Lidia Viel–. Pero estás en un error. Sólo tengo dos hijos y siempre han estado conmigo. Lo lamento.


El chico volvió a quedarse callado. Lidia sintió que debía decir algo más, pero la verdad es que no tenía nada más para decir. De todos modos repitió: lo siento.


–Disculpe –dijo él y colgó.


Lidia Viel se quedó unos segundos con el tubo puesto entre el hombro y la cabeza, aunque el otro ya había cortado y no se oía nada más.


 Aquel llamado era la cosa más extraña que le había sucedido. Se quedó un poco descorazonada. Pensó en ese chico que debía tener la edad de su hijo mayor o cuanto mucho un par de años más. Aunque nunca bebía por las mañanas, ahora necesitaba una copa. Todavía le duraba la sensación espantosa de haber creído, por un momento, que la llamaban para avisarle que algo les había ocurrido a sus hijos. Se sirvió un poco de whisky con hielo y volvió a sentarse en el mismo lugar.


En una de esas no debería haberlo dejado cortar así, pobre muchacho. Quizás debería haber mantenido una conversación con él, haberle preguntado de dónde había sacado que ella podía ser su madre. Estaba claro que todo había sido un gran error, que no era ella la Lidia Viel correcta. Así que había otra mujer con su nombre o uno muy parecido. Darse cuenta de esto también le resultó inquietante, pero siguió pensando en la charla telefónica. Tal vez de haber indagado un poco más en la cuestión, podría haberlo ayudado. Aunque no se le ocurría cómo. También podía ser que mostrarse interesada confundiera más al chico: podría pensar que ella sí era su madre y que sólo estaba haciendo preguntas para ganar tiempo.


Por lo menos debería haberle preguntado su nombre. No costaba nada y hubiese sido más amable. Era una pena haberlo dejado así. Quizás el suyo era el único teléfono de una Lidia Viel que el chico había conseguido y ahora ya no le servía de nada y tendría que empezar de nuevo. Vaya a saber cuánto tiempo hacía que tenía ese número anotado en un pedazo de papel, guardado en la billetera; cuántas veces antes habría marcado y cortado hasta juntar valor y esperar que alguien le respondiese. Ahora estaba en cero otra vez.


En una de esas volvía a llamarla. De estar en lugar del chico, ella insistiría. En estos casos, ante un llamado así, debía ser bastante común, hasta lógico que la mujer se asuste y niegue todo. Pero un muchacho joven no puede saber lo que pasa por el corazón de una mujer madura.


Lidia miró por la ventana. Juan había terminado de cortar el pasto y pasaba la escoba de alambre. Trabajaba con auténtico esmero. No como su hermano. Había pensado decirle que aproveche y pode los fresnos, pero se veían tan lindos con sus grandes copas amarillas recortadas contra el cielo azul que sería una lástima. Después de todo, las hojas se caerían solas a medida que avanzara el invierno.


lunes, 19 de abril de 2021

¿Quién roba un libro?

 


por Julio Alonso Arévalo

¿Quién roba un libro?

Por Ana Gisela Coroxón Pinzón

Me encontraba ordenando el área infantil, el día era frío y lluvioso, la biblioteca tenía a lo mucho 3 usuarios realizando trabajos de investigación, sólo se escuchaba el sonido de la lluvia, de pronto unos zapatos restregándose fuerte en la alfombra de la entrada interrumpió el silencio, alcé a ver y era un niño de unos 12 años con una caja de lustre, nunca olvidaré su rostro de alegría al ver todos los libros, después de retirar el lodo de sus zapatos él vino a mí y me preguntó si podía prestarle un libro para niños, un libro de historias bonitas y con pocos dibujos, le pregunté cuántos libros había leído para hacerme una idea de qué recomendarle y me dijo que muy pocos en relación a los que a él le gustaría leer, me contó que leía fábulas y cuentos en varias revistas que había encontrado tiradas en un bote de basura hace algún tiempo, dijo que había estudiado hasta tercer grado de primaria y luego su familia ya no lo había mandado a la escuela por falta de dinero.

Decidí prestarle un libro llamado “El lugar más bonito del mundo” de Ann Cameron, miró a su alrededor y se sentó muy cerca de una ventana y todavía me gritó desde allí diciendo: ¡Seño, seño, me voy a sentar aquí porque aquí hay más luz!, después de pasada una hora la lluvia cesó y él al darse cuenta se levantó rápidamente y con libro en mano salió corriendo de la biblioteca, me quedé atónita porque ese libro era la única copia que teníamos, pero guardé la calma, una de las bibliotecarias me insistió en llamar a la policía, pero en ese preciso momento me pregunté… ¿Quién roba un libro?, definitivamente un maleante no, enseguida tuve un tremendo ataque de risa por lo sucedido.

No volví a ver al niño hasta meses después, lo encontré por accidente, al parecer él no me reconoció al principio, pero decidí solicitarle sus servicios para tener la oportunidad de hablar con él. Cuando lo consideré oportuno le pregunté si le había gustado el libro llamado “El lugar más bonito del mundo”, inmediatamente levantó la vista y me reconoció, pensé que escaparía, pero en su rostro sólo había vergüenza.

Me pidió disculpas y dijo que aquella mañana lluviosa había sido terrible para él porque después de ese día ya no pudo volver a la biblioteca, se llamó a sí mismo cobarde por no tener el valor de regresar a disculparse y devolver el libro, ese libro en el que encontró una historia muy parecida a la suya. Me ofrecí a conseguir un ejemplar y regalárselo (afortunadamente cumplí el ofrecimiento en un corto plazo), le expresé que aceptaba sus disculpas siempre y cuando se comprometiera a no volver a llevarse algo que no le perteneciera de la biblioteca o de otro lugar, a lo que respondió inmediatamente diciendo: “¡Por supuesto que no volveré a hacerlo!, no fue bueno lo que hice y lo peor fue lo que sentí”.

Le expliqué la opción de obtener su membresía para llevar libros a casa y se extasió al saberlo, al siguiente día regresó el libro y obtuvo su carnet de miembro. A partir de entonces llegaba 2 o 3 veces por semana a cambiar los libros, nos convertimos en buenos amigos y entre plática y plática me confesó que al principio no le gustaba leer pero lo hacía porque alguien a quién él admiraba mucho le dijo que sólo por medio de la lectura él podría transformar su vida y la de su familia, él anhelaba dejar de ser limpia botas y convertirse en director de una escuela, comprar muchos libros y darle una vida digna a su familia, han pasado algunos años desde ese suceso y él sigue avanzando, al paso que va estoy segura que lo logrará. Su nombre es José y aunque este mundo esté lleno de tecnología y distractores que han robotizado a la humanidad, él sigue prefiriendo perderse en el maravilloso mundo de los libros, nunca se lo dije, pero para mí, él es un tesoro nacional.

Julio Alonso Arévalo | abril 17, 2021 a las 9:25 am | Etiquetas: BibliotecasPreTextosRobos | Categorías: Bibliotecas | URL: https://wp.me/p72Cm4-r2a