Nunca, señor, pensé que el verso mío cuando te hablara en él por vez primera la música filial de los veinte años, del huérfano infelice la voz fuera. Nada valió la familiar plegaria; moriste en plena vida, y ¡qué contraste tocoles a los tuyos, muerto amado, en la noche fatal que agonizaste! Noche con paz de luna; también fuiste noche más que ninguna tormentosa; tus horas de martirio florecieron en mi jardín, como sangrienta rosa. Todo lo evoco, Padre: tus quejidos; tus palabras postreras; la voz triste con que te habló tu hermano sacerdote; la mañana de otoño en que moriste; los cirios -compañeros de velada-; la madre y los hermanos, todos juntos; el ataúd que sale de la casa; el sollozante oficio de difuntos; y ¡oh infinita bondad la de los padres! los ojos muertos de tu faz piadosa que me vieron por último con lástima en las orillas de la negra fosa. Supe después lo enormemente triste que es la tristeza del hogar vacío y lloré con la marcha de la madre para tierras del norte. Mas confío que te he de ver, oh Padre, para siempre con mis pupilas de resucitado. Aquel buen ángel que guardó el sepulcro de Jesucristo, y que miró extasiado la tierra redimida, y a las santas mujeres que buscaban al Amado, las consoló, verá concluir su oficio cuando el último Adán encuentre abiertos los eternos lugares de victoria y no haya quien pregunte por sus muertos. |
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