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martes, 15 de febrero de 2022

Los grandes personajes de la historia: ISAAC NEWTON




 

 

El explorador del universo

 

Suele decirse que Isaac Newton afirmó sobre sí mismo que si había

llegado a ver algo más lejos que los demás era porque había estado

subido sobre hombros de gigantes. En un mundo dominado por las nuevas

tecnologías parece difícil reconocer la aportación de los pensadores y

científicos anteriores al siglo XX, y sin embargo la ciencia moderna tal

y como la conocemos no podría haberse desarrollado sin la aportación de

este auténtico genio de las matemáticas, la física, la astronomía y el

cálculo. Albert Einstein al estudiar su obra quedaría abrumado por la

dimensión de sus descubrimientos e intuiciones, y aunque sería el

primero en desafiar algunos de sus presupuestos, siempre reconoció la

deuda de su pensamiento con el del científico inglés del siglo XVII.

Asociamos su imagen a la de un estudioso que al observar la caída de una

manzana cambió la concepción del universo hasta entonces conocida. Pero

¿quién fue Isaac Newton? ¿Por qué este hombre al que fascinaba tanto el

estudio como disgustaban las relaciones sociales marcó un antes y un

después en la Historia?

 

Durante el siglo XVII y como consecuencia de los trabajos previos de

Nicolás Copérnico, Galileo Galilei y Johannes Kepler, entre otros,

Europa asistió a un proceso de renovación del conocimiento que

tradicionalmente denominamos Revolución científica. Fruto de ello nacía

la ciencia moderna, basada en el método experimental y el empleo del

lenguaje matemático, y se ponían en entredicho las pautas de desarrollo

del saber que desde la Edad Media había marcado la escolástica. Los

nuevos planteamientos no sólo supusieron un cambio radical en el terreno

estrictamente científico sino que, en la medida en que en la época

ciencia y filosofía eran actividades comunes para quienes las

practicaban, la Revolución científica también supuso un cambio en la

forma de concebir el mundo. Se ponían así los cimientos para la

racionalización del pensamiento científico en todas sus facetas

abriéndose la puerta a la Ilustración del siglo XVIII.

 

De la mano de las teorías de multitud de filósofos y científicos como

Descartes, Leibniz, Pascal, Halley, Huygens, Fermat, Harvey, Boyle…

surgió una nueva forma de abordar el conocimiento de la naturaleza. Ésta

por primera vez se concebía como algo ordenado y regido por unas leyes

de carácter universal que, mediante la experimentación y la aplicación

de modelos matemáticos, podían descubrirse y explicarse. Los avances en

matemáticas, física, astronomía, medicina, filosofía, química, historia,

biología, etc., marcarían desde entonces las vías de evolución de las

ciencias hasta bien entrado el siglo XX. Pero nada en este proceso

habría sido igual sin las revolucionarias aportaciones del coloso del

saber que fue Isaac Newton.

 

Cuando en la Navidad de 1642, en la localidad inglesa de Woolsthorpe del

condado de Brinkinshire, una mujer llamada Hannah Newton daba a luz a un

niño, nada hacía presagiar que aquel bebé sietemesino y extremadamente

débil no sólo iba a sobrevivir sino que iba a convertirse en el

científico más importante que jamás ha conocido la Historia. Isaac

Newton nació en unas circunstancias verdaderamente malas. Inglaterra

estaba sumida en una guerra civil que habría de alargarse hasta 1649 y

que terminaría con la ejecución del rey Carlos I. Asimismo era hijo

póstumo, pues su padre, un pequeño terrateniente analfabeto de igual

nombre, había muerto tres meses antes, y además era prematuro, tan

pequeño que, en palabras de su propia madre, «habría cabido en una

botella de un cuarto». Con estas condiciones de partida, el futuro no

resultaba precisamente prometedor.

 

Sin embargo y contra todo pronóstico, el pequeño logró salir adelante

aunque no para tener una infancia muy ortodoxa. Su madre, probablemente

angustiada con la difícil situación económica que en la época suponía

ser una joven viuda, se casó por segunda vez cuando Isaac tenía sólo

tres años. Su padrastro, el rector de la cercana parroquia de North

Witten Barnabas Smith, decidió que lo mejor para el pequeño sería que lo

criaran sus abuelos maternos. Con ellos pasaría los siguientes ocho años

aunque la casa de su madre se encontraba sólo a unos dos kilómetros y

medio de distancia. Pese a los cuidados de sus abuelos, la separación de

su madre, la muerte de su padre y el rechazo de su padrastro marcaron de

por vida la afectividad de un niño que, además, poseía una capacidad

intelectual fuera de lo normal. En sus primeros años de colegio Newton

parecía no ser un estudiante brillante, no le resultaba fácil

relacionarse con sus compañeros y se mostraba interesado por todo tipo

de artilugios mecánicos en lugar de por los juegos que solían gustar a

los chicos. Así, cuando tras el fallecimiento de su padrastro, en agosto

de 1653, su madre regresó a Woolsthorpe, se encontró con un niño más

bien raro, bastante hosco y que no parecía destacar en nada en especial.

 

Hannah Newton quería que su hijo se hiciera cargo algún día de la granja

y los terrenos familiares. Para ello era necesario recibir cierta

formación académica para que pudiera ocuparse de su administración,

razón por la que decidió enviar a Newton a la escuela de Grantham. Allí,

de modo casi providencial, se alojó en casa de un farmacéutico, el señor

Clark, lo que puso al jovencísimo Newton en contacto con la medicina y

la química por primera vez en su vida. Su mente inquieta encontró entre

los libros y materiales del farmacéutico un campo que le invitaba al

conocimiento y la reflexión. Se sabe que ya entonces fabricaba como

entretenimiento cometas, pequeños molinos de viento a escala y relojes

de sol y de agua, probablemente siguiendo las indicaciones de su libro

favorito, Los misterios de la naturaleza y el arte, de John Bate, uno de

los que había tomado de la biblioteca del farmacéutico. Newton comenzó

entonces a destacar como estudiante en el colegio, aunque le costaba

mantener una línea constante de trabajo y su tendencia a aislarse

socialmente no mejoró con ello.

 

Cuando cumplió diecisiete años su madre pensó que había llegado el

momento de que volviese a Woolsthorpe para ponerse al frente de la finca

familiar, y entonces, tal y como afirma Isaac Asimov, «claramente se

distinguió como el peor granjero del mundo». Pocos ejemplos resultan tan

ilustrativos de su falta de aptitud para aquel tipo de trabajo como los

recordados por el profesor de Astronomía de la Universidad de California

Timothy Ferris: «Enviado a recoger el ganado, lo hallaron una hora más

tarde parado en el puente que conducía a los pastos, observando

atentamente el fluir de la corriente. En otra ocasión fue a su casa

montando un caballo y llevando otro de la brida, sin darse cuenta de que

el segundo se había escabullido». Obviamente a Isaac Newton poco o nada

le interesaban las vacas, los caballos, los pastos y las cosechas. Por

fortuna, Henry Stokes, su profesor en Grantham, y su tío materno William

Ayscuogh, conscientes de que Newton nunca podría ser terrateniente pero

que poseía dotes para el estudio, lograron convencer a Hannah para que

desistiese de sus intenciones y le enviase a estudiar al Trinity College

de Cambridge en 1661. Allí, para asombro de todos, Newton se convirtió

en la figura más destacada de la universidad.

 

 

 

Los increíbles descubrimientos de un genio ágrafo

 

Los estudios emprendidos por Newton en Cambridge, como era normal en su

tiempo, eran más bien eclécticos. Un estudiante universitario que se

preciase debía formarse tanto en disciplinas científicas como en

humanidades, lo que suponía una actividad intelectual de gran

intensidad. Además, como indica el profesor del Trinity College Michael

Atiyah, «por aquel entonces la enseñanza en Cambridge de cuestiones como

el espacio no era avanzada o sofisticada comparada con los niveles

actuales. Muchos estudiantes tenían que aprender las cosas por sí

mismos. (…) Es probable que la educación formal fuese bastante limitada

y que Newton tuviese que hacer casi todo por sus propios medios». No es

de extrañar que Newton, que nunca había destacado por su gusto para

relacionarse con los demás, pasase prácticamente todo el tiempo

estudiando y leyendo sin dedicar tiempo a hacer amigos. El hecho de que,

al no contar con apoyo económico suficiente de su madre, tuviese que

dedicarse a realizar pequeños trabajos para financiar sus estudios,

tampoco ayudó a combatir su creciente aislamiento.

 

En el transcurso de sus años como universitario, Newton, que parecía no

conocer límite en su deseo de acercarse a las obras de los más

relevantes pensadores de todos los tiempos y también de su época, quedó

fuertemente impresionado con las obras de René Descartes. Los Principia

Philosophiae del filósofo francés le interesaron sobremanera, muy en

especial en las cuestiones referentes a filosofía mecánica, y fue su

estudio lo que le pondría en contacto con su principal mentor en la

universidad, el profesor de la cátedra lucasiana de matemáticas —la más

importante entonces y ahora en Cambridge—, Isaac Barrow. Bajo la tutela

de Barrow, Newton se adentró en las ideas de Galileo sobre el movimiento

y la gravedad, las leyes de Kepler relativas al movimiento de los

cuerpos celestes y las revolucionarias aportaciones de Descartes en

álgebra y geometría.

 

La importancia dada por Descartes a la posibilidad de describir el

movimiento mediante el álgebra favoreció un interés auténticamente voraz

de Newton por las matemáticas, de modo que entre 1663 y 1664 se entregó

a ellas con tal pasión que logró aprender todo lo que entonces se sabía

sobre la matemática moderna. En palabras del profesor de Historia de la

ciencia Richard S. Westfall, «conocía todos los problemas que los

mejores matemáticos de su época eran capaces de resolver y sabía que era

mejor que muchos de ellos». Newton estaba convencido de que el

movimiento también podía describirse mediante la geometría pero

matemáticamente no era posible con los conocimientos disponibles. Como

si fuera algo tan normal como fabricar los relojes de sol de su

infancia, Newton inventó para poder hacerlo una nueva rama de la

matemática, el cálculo infinitesimal, que terminaría de desarrollar en

los años siguientes. Cuando hacia la primavera de 1665 obtuvo la

graduación de sus estudios universitarios junto con una beca para

proseguirlos, sus avances en el terreno del cálculo, de haber sido

públicos, le habrían consagrado como el más importante matemático de

Europa. Pero Newton no parecía mostrar ningún interés en dar a conocer

sus investigaciones mediante la única forma que entonces existía para

hacerlo, publicarlas. Como él mismo reconocería en una carta, «no veo

qué hay de deseable en la estima pública, si yo pudiese adquirirla y

mantenerla. Quizá aumentaría mis relaciones, que es lo que

principalmente deseo reducir».

 

Un año más tarde, Newton se vio obligado a abandonar Cambridge ante la

epidemia de peste que asolaba el país y que motivó el cierre temporal de

la universidad. Pasó los siguientes dieciocho meses en su casa de

Woolsthorpe y los avances que realizó en ese tiempo han hecho que 1666

sea considerado el Annus mirabilis de la vida del científico. Sus

investigaciones y conclusiones en los terrenos de las matemáticas, la

óptica y la física marcarían un nuevo punto de partida para la ciencia.

Aunque para el gran público la faceta más conocida de estos avances es

la referida a la teoría de la gravitación universal, y por tanto al

último de ellos, lo cierto es que la trascendencia de sus aportaciones

en los dos primeros no fue menor. Como matemático Newton consiguió

completar la creación del cálculo infinitesimal que había comenzado

anteriormente, poniendo con ello, tal y como afirma el profesor Ferris,

«la geometría en movimiento». Su método de «fluxiones», como él mismo lo

denominó, permitió la medición del movimiento en continuo cambio así

como la de las áreas de formas complejas.

 

La luz constituyó otro de sus objetos primordiales de estudio en

Woolsthorpe. Siguiendo los principios de experimentación y observación

propuestos por Francis Bacon en el siglo anterior, Newton decidió

abordar el entonces candente problema para los científicos de la

naturaleza de la luz y el color. Para ello se encerró durante semanas en

una habitación a oscuras en la que se dedicó a observar el

comportamiento del único rayo de luz que dejaba que pasase entre unas

gruesas cortinas. Haciendo pasar la luz a través de un prisma y

estudiando el modo en que se comportaba al incidir en una pantalla,

descubrió que la luz blanca estaba en realidad compuesta por una banda

de colores consecutivos que siempre presentaban el mismo orden: rojo,

naranja, amarillo, verde, azul, añil y violeta, es decir, el arco iris.

Por primera vez se explicaba que la luz blanca es en realidad una

combinación de colores y que, en consecuencia, el color es una propiedad

de la luz y no de los objetos.

 

Pero sin duda alguna la más conocida de sus «revelaciones» de aquel año

fue la referida a las leyes de la gravitación. Tradicionalmente suele

decirse que mientras estaba estudiando Newton vio caer una manzana de un

árbol de su jardín, y que este hecho le hizo pensar que la fuerza que

atraía a la fruta y que la hacía caer debía guardar relación con la

misma que hacía moverse a la Luna en relación con la Tierra y la

mantenía en su órbita. Aunque, como ha señalado el profesor Bernard

Cohen, «no poseemos ninguna evidencia de que Newton hubiese llegado a

una noción tan avanzada hasta algo después», él mismo afirmó que fue

entonces cuando consiguió dar con la explicación de las leyes del

movimiento planetario enunciadas por Galileo y Kepler. Ambos habían

defendido el heliocentrismo y descrito el movimiento de los cuerpos

celestes en órbitas alrededor del Sol, pero no habían hallado la

explicación de por qué sucedía de ese modo. Newton lo consiguió al

descubrir la gravitación universal, y con ello además demostró, frente a

las creencias aristotélicas, que las mismas leyes físicas operaban en

los cuerpos terrestres y los celestes.

 

En poco más de un año Newton había revolucionado el panorama de la

ciencia del siglo XVII, pero como si aquello no tuviese importancia

alguna decidió no poner por escrito sus descubrimientos. El desinterés

por publicar sus hallazgos parecía directamente proporcional a su pasión

por llegar a ellos. Pero cuando en 1667 regresó al Trinity College y

mostró una copia de sus trabajos en matemáticas a Isaac Barrow, éste,

consciente de lo que tenía entre manos, trató de convencerle para que al

menos escribiese un artículo en el que diese a conocer sus avances. Casi

dos años de ruegos y razones hubo de costarle a Barrow el ver publicado

el primer artículo de Newton, «El análisis», sobre el cálculo

infinitesimal. No exagera el profesor Cohen cuando afirma que «cada

descubrimiento que Newton hacía tenía dos facetas. Primero, Newton hacía

el descubrimiento, y segundo, otras personas tenían que descubrir lo que

él había descubierto».

 

El creciente prestigio de Newton en el entorno científico y

universitario motivó que en 1669 aceptase suceder a Barrow en la cátedra

lucasiana de matemáticas, lo que le convertía en miembro permanente de

la comunidad académica. Completamente volcado en sus estudios, compró

dos hornos y convirtió parte de sus habitaciones en Cambridge en un

laboratorio en el que, según el testimonio de su secretario Humphrey

Newton (al que no le unía ningún parentesco pese al apellido), trabajaba

hasta la extenuación: «Consideraba una pérdida de tiempo todas las horas

que no dedicaba al estudio, tarea que hacía de forma tan concentrada que

apenas abandonaba su habitación. (…) Era siempre muy serio en sus

estudios, comía muy frugalmente y a menudo se olvidaba por completo de

hacerlo. Rara vez se iba a la cama antes de las dos o las tres de la

mañana. El fuego no solía apagarse y se quedaba una noche sin acostarse

y yo lo hacía a la siguiente hasta que acababa sus experimentos químicos».

 

Entre sus muchas tareas en la universidad, Newton aprovechó las

conclusiones a las que había llegado al estudiar la luz para desarrollar

un nuevo modelo de telescopio. Hasta entonces el único tipo conocido era

el telescopio refractor construido por Galileo que empleaba una gran

lente en la parte delantera para recoger la luz. Newton sabía por sus

estudios de óptica que el modelo refractor producía efectos indeseables

de color en las observaciones, y deseaba diseñar un modelo en el que

éstos se evitasen. Empleando un espejo en lugar de una lente para

recoger la luz, creó el telescopio reflector que por su eficiencia y

sencillez desplazó al anterior. Las noticias acerca del nuevo modelo de

telescopio llegaron a oídos de la Royal Society, que en 1672 invitó a su

creador a que hiciese en ella una demostración de su funcionamiento.

Newton construyó un nuevo telescopio (que aún hoy se conserva en la

institución) y acudió a Londres para presentarlo ante la comunidad

científica.

 

Fue nombrado miembro de la Royal Society, y Henry Endelberg, el

secretario de la institución, solicitó su permiso para registrar el

invento. La situación halagó a Newton hasta tal punto que,

contrariamente a lo que solía ser su carácter, ofreció a Endelberg

escribir un pequeño artículo sobre sus investigaciones acerca de la luz

para acompañar la presentación del telescopio. Sin embargo la alegría le

duró poco, pues cuando presentó sus investigaciones a los miembros de la

institución algunos de ellos las recibieron con escepticismo y crítica.

Robert Hooke, presidente de la Royal Society, le acusó de haber tomado

datos de su trabajo «Micrographia» para su escrito sobre la luz, lo que

disgustó tanto a Newton que además de mantener durante el resto de su

vida una nefasta relación con el astrónomo, le determinó a evitar la

controversia pública en relación con sus investigaciones. Nunca había

sentido la necesidad de publicar y después de aquello se sentía

reforzado en su actitud. La decisión, según dejó escrito, estaba clara:

«Veo que me he convertido en un esclavo de la filosofía. Resueltamente

me despediré de ella por toda la eternidad excepto para aquello que

pueda servirme para mi propia satisfacción». Pero sus palabras en esta

ocasión no marcaron el futuro.

 

 

 

Comprender el universo: teología, alquimia y… matemáticas

 

Con motivo de la aceptación de la cátedra lucasiana, en 1669 Newton fue

ordenado ministro de la Iglesia anglicana, pues el Trinity College lo

imponía como condición para ocupar el puesto. Newton era un protestante

convencido y, sobre todo, un hombre de una profunda espiritualidad que

no encontraba contradicción alguna en dedicarse a la ciencia y poseer

firmes creencias religiosas. Siempre planteó sus estudios en unos

términos que no sólo no excluían la labor creadora de Dios, sino que

hacían de Él la mente inteligente que se hallaba detrás del orden

natural. La filosofía mecánica de Descartes había terminado por apartar

a Dios de la naturaleza pues, según el filósofo francés, el orden

natural podía explicarse en términos mecánicos sin necesidad de recurrir

a agentes metafísicos. Newton no compartía este planteamiento y se

mostraba preocupado por la creciente secularización de la concepción de

la naturaleza a la que conducía. Creía profundamente en un Dios creador,

una inteligencia racional que en lugar de estar por encima de la

naturaleza formaba parte de ella, se revelaba a los hombres en su orden.

Cuanto más profundizaba en sus estudios, con más firmeza creía en la

existencia de Dios; es más, entendía que la búsqueda de las leyes que

regían el orden natural, a la que había consagrado su vida, era en

realidad la búsqueda del diseño divino del universo. Como él mismo

afirmó: «Este sistema supremamente bello del Sol, los planetas y los

cometas, sólo podía provenir de la concepción y el dominio de un Ser

inteligente y poderoso».

 

Los estudios en teología formaban parte del quehacer habitual de los

miembros del Trinity College, como también lo eran del de buena parte de

los filósofos y científicos de la Edad Moderna. Newton, convencido como

estaba de que el estudio de la naturaleza era una forma de hacer

comprensibles los planes de Dios, también se dedicó a ellos con tanto

ahínco como a todo lo que hacía. Durante años combinó sus estudios en

matemáticas, física y astronomía con el de las Sagradas Escrituras. La

interpretación de los textos bíblicos en el siglo XVII era algo tan

importante para los científicos como el estudio mismo de la ciencia. Se

consideraba la Biblia como fuente de certezas para la historia, la

política y, por supuesto, también la ciencia. Se trataba de la palabra

revelada de Dios a los hombres y por tanto su estudio conducía a

verdades universales. De igual modo que la observación de la naturaleza

permitía descubrir las leyes que la regían, y que Newton entendía como

expresión divina, el estudio de la Biblia conducía, por otras vías, al

conocimiento de la concepción divina del universo y por tanto al de sus

leyes naturales.

 

En sus investigaciones teológicas Newton se ocupó de cuestiones tan

diversas como los libros proféticos de la Biblia, las cronologías de la

antigüedad histórica en ella recogidas, la posible reconstrucción de las

dimensiones del Templo del rey Salomón conforme a los datos del Libro de

Ezequiel… Pero entre sus muchas preocupaciones en este campo la que

llegó a ocupar un lugar más relevante fue el estudio sobre la Trinidad.

Durante años se interesó por el enfrentamiento que mantuvieron Arrio y

san Atanasio en los siglos III y IV sobre la existencia de la Trinidad.

Para el primero, que la negaba, Cristo era sólo un hombre, mientras que

el segundo creía en la triple divinidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo.

La Iglesia terminó declarando herética la tesis arriana, pero Newton,

que estaba convencido de que con ello se había realizado un inmenso

fraude, se convirtió firmemente al arrianismo. Esta postura, que

continuaba siendo tan herética entonces como en el siglo V, le

terminaría generando grandes problemas en Cambridge, pues un ministro de

la Iglesia anglicana no podía defender tales ideas. Aunque Newton nunca

lo hizo público oficialmente, su arrianismo era un secreto a voces en la

universidad y terminó siendo la causa de que en 1675 consiguiese la

dispensa de sus votos como clérigo. Pese a ello, el Trinity College

permitió que continuase siendo profesor y que mantuviese la cátedra

lucasiana, si bien nunca pudo llegar a ser director de la institución.

 

Simultáneamente a sus estudios en teología, Newton dedicó buena parte de

sus esfuerzos a la investigación sobre la alquimia, es decir, a la

especulación sobre las posibles transmutaciones de la materia que, en

buena medida, había llevado al desarrollo de la química. Desde la

Antigüedad la alquimia era considerada una ciencia apta sólo para

ciertos iniciados que eran depositarios de saberes excepcionales sobre

los elementos de la naturaleza. Casi todos los estudiosos de la vida y

obra de Newton coinciden en señalar que muy probablemente la inclinación

del científico inglés por la alquimia fue una forma de respuesta a los

límites que necesariamente imponía el pensamiento mecanicista a la

filosofía natural. Descubrir las leyes de la naturaleza de alguna forma

suponía despojarla de espíritu, algo que Newton rechazaba. Su búsqueda

científica era una búsqueda de Dios y la alquimia era otra herramienta

con la que hallarlo, una vez más, en la naturaleza. Como afirma el

profesor Allan Chapman, «no buscaba oro ni ninguna otra sustancia

particular. Buscaba la sabiduría que quienes practicaban la alquimia

creían que se obtenía al aprender cómo estaba compuesta la materia. Era

una actividad casi metafísica».

 

La dedicación a todas estas otras ramas del saber era para Newton parte

de su trabajo como científico y en ningún caso supuso el descuido de sus

investigaciones en matemáticas, física y el resto de disciplinas que hoy

consideramos propiamente ciencia. De hecho, las décadas de los setenta y

ochenta del siglo XVII fueron de una extraordinaria actividad desde ese

punto de vista, y a mediados de la segunda fue cuando Newton publicó su

Philosophiae Naturalis Principia Mathematica («Principios matemáticos de

la filosofía natural»), en la que describía las tres leyes del

movimiento y que aún hoy se reconoce como el trabajo científico más

importante jamás escrito.

 

La publicación de los Principia Mathematica, como casi todo en la vida

de Newton, llegó a hacerse casi por casualidad y gracias al empeño de

terceros. Desde que Kepler había descrito el movimiento elíptico de los

planetas, todos los astrónomos buscaban una demostración matemática de

su teoría, pero no habían logrado encontrarla. Tres miembros de la Royal

Society, Edmond Halley, Christopher Wren y su presidente y rival de

Newton, Robert Hooke también discutían sobre el asunto una tarde de

enero de 1684 mientras tomaban algo en una taberna de Londres. Hooke,

quizá tratando de impresionar a sus compañeros de mesa, afirmó que había

logrado la explicación matemática del problema pero que había decidido

reservarse la solución para que otros tuviesen también el placer de

llegar a ella. Wren, que como astrónomo, geómetra y físico sabía que la

solución era casi un milagro, decidió ofrecer a cualquiera de sus dos

acompañantes un libro valioso como premio si alguno de los dos lograba

entregarle por escrito la prueba de haberla hallado. Dos meses más tarde

el enigma seguía sin respuesta.

 

Pero Halley, que había tratado con Newton en 1680 por el interés que

éste había mostrado en la aparición del cometa bautizado con el apellido

del primero, pensó que el excéntrico profesor del Trinity College quizá

podría decirle algo sobre la solución del problema. Resuelto a intentar

hallar una respuesta, fue a Cambridge para visitar a Newton. El

encuentro entre ambos ha pasado a la historia y se ha narrado cientos de

veces. El profesor Bernard Cohen lo relata del siguiente modo: «Halley

recordó que en Cambridge había un profesor despistado que no había

publicado demasiado, un hombre muy inteligente que quizá tendría la

respuesta. De modo que fue allí y probablemente preguntó a Newton: “Si

un planeta se mueve describiendo una elipse, ¿qué clase de fuerza está

operando sobre él?”. A lo que Newton respondió: “Una fuerza inversa al

cuadrado”. Halley dijo: “¿Cómo puede saberlo?”, y Newton contestó:

“Porque lo he comprobado”. Halley replicó: “De acuerdo, entonces

permítame ver la prueba”. Newton comenzó a buscar por su habitación en

una suerte de charada y dijo: “No puedo encontrarla”, y Halley contestó:

“Bien, pues envíemela porque será algo verdaderamente importante”».

 

Tres meses más tarde Halley recibió un pequeño escrito titulado «Sobre

el movimiento de los cuerpos giratorios» en el que Newton demostraba

matemáticamente el movimiento circular de los cuerpos celestes y

enunciaba la ley de gravitación universal. Consciente del alcance de lo

allí escrito, Halley regresó rápidamente a Cambridge para tratar de

convencerle de que, en contra de lo que acostumbraba, escribiese un

libro sobre la gravitación y la dinámica del sistema solar. De este modo

vieron la luz los Principia Mathematica. Sin embargo aún quedaba

publicar la obra, algo que Halley quería que se hiciese a cargo de la

Royal Society, pero la institución, dado lo apurado de su situación

económica, no parecía muy dispuesta a asumir. Las incansables gestiones

y el empeño personal que puso en ello Halley, llegando incluso a pagar

los costes de impresión de su bolsillo, permitieron que la obra viese la

luz en 1687. En ella quedaban formuladas las tres leyes del movimiento

(principio de inercia, definición de una fuerza en función de su masa y

su aceleración y principio de la acción y reacción) y de ellas se

deducía la ley de gravitación universal. Como recuerda Isaac Asimov, «el

gran libro de Newton representó la culminación de la Revolución

científica que había empezado siglo y medio antes con Copérnico».

 

El impacto de la obra fue enorme en toda Europa pues con ella se

asentaban las bases para el desarrollo de la ciencia moderna. La obra

dejaba preguntas por resolver, algunas de las cuales, como cuál es la

causa productora de la gravedad, siguen aún hoy pendientes de solución,

pero marcaba un punto de inflexión en la historia de la ciencia. Desde

aquel momento Newton pasó a la primera línea pública de la erudición

europea de su tiempo y atrajo la atención de la clase dirigente inglesa.

Jacobo II, que había recibido un ejemplar de los Principia enviado por

Halley, llegó a hacer una recensión personal sobre la obra. Newton

comenzó a tener una presencia destacada en la vida pública de su país,

situación que se vio reforzada por el hecho de que fuese nombrado

parlamentario por la Universidad de Cambridge en 1689. Su acceso a la

política se había visto favorecido por las tensiones de carácter

religioso acaecidas en 1687. Jacobo II, católico declarado que pretendía

la vuelta al catolicismo de Inglaterra, quiso nombrar a un monje

benedictino para el cargo de Master of Arts de Cambridge. La abierta

oposición de Newton al nombramiento y su inusualmente encendida defensa

del protestantismo le valieron el puesto de parlamentario cuando se

volvió a reunir la Cámara tras la expulsión de Jacobo II y su

sustitución por Guillermo de Orange. Pese a ello, Newton siguió dando

muestras del carácter que le había dado fama. En el período

parlamentario de 1689-1690, es decir, en el que participó, sólo una vez

intervino públicamente. En mitad del silencio de un Parlamento que

esperaba sus palabras con expectación se limitó a solicitar que cerrasen

una ventana porque había corriente.

 

 

 

La culminación de una carrera

 

Aunque en 1693 pasó por una profunda depresión nerviosa, quizá motivada

por el agotamiento que conllevaba su trabajo o, como indican algunos

autores, producida por una intoxicación con mercurio a raíz de sus

estudios en alquimia, poco después logró recuperarse y reincorporarse a

una vida pública que poco a poco parecía incomodarle menos. Su frecuente

trato con la clase política le terminó procurando un cargo público como

el de secretario de la Casa de la Moneda cuya sede se encontraba en la

Torre de Londres. Aunque el nombramiento no pretendía que Newton se

involucrase directamente en el funcionamiento de la institución, sino

que pudiese disfrutar de la renta asociada al cargo, el científico

decidió acometer su nueva tarea con el mismo afán con el que abordaba

todas sus dedicaciones. Fue un administrador tan eficiente que en 1699

lo nombraron director de la Casa de la Moneda. La acuñación especial que

promovió con motivo de la llegada al trono de la reina Ana en 1702

motivó que ésta viajase tres años después a Cambridge para concederle el

título de caballero. Sir Isaac Newton se había convertido en uno de los

hombres más famosos de Inglaterra.

 

En 1703, tras la muerte de Robert Hooke, Newton vio incrementados sus

honores oficiales con su nombramiento como presidente de la Royal

Society. Como ha indicado el profesor Michael Atiyah, «en muchos

sentidos se podría decir que fue la primera figura científica política.

En nuestros días damos por supuesto que los científicos aconsejan a los

gobernantes. Newton fue probablemente el primer científico de ese

calibre, y su presencia en la Royal Society consistía en desempeñar ese

papel». Al año siguiente y a través de la Royal Society publicó su

Óptica en el que recogía y depuraba sus antiguas teorías sobre la luz.

 

Fue desde su cargo como director de una de las principales instituciones

científicas europeas que mantuvo sus famosas polémicas con John

Flamsteed y Gottfried Leibniz. El primero de ellos era director del

Royal Observatory de Greenwich desde 1675. Su trabajo de observación

astronómica había servido para ilustrar los Principia Mathematica de

Newton, que ahora como director de la Royal Society le solicitaba nuevos

datos para su publicación. Flamsteed, receloso entre otras cosas porque

desarrollaba su trabajo financiándolo él mismo, rehusó la invitación.

Newton recurrió entonces a una treta para hacerse con los datos del

astrónomo. Solicitó al príncipe de Gales que amparase la publicación de

los datos de Flamsteed, que él mismo se ofrecía a revisar. Con el

patrocinio real, el astrónomo de Greenwich no se atrevió a rechazar de

nuevo la oferta. Pero la publicación se demoró y Newton nunca le dio

explicaciones. Cuando poco después Halley publicó un libro en el que

incluía parte de la información de Flamsteed, éste se sintió utilizado y

traicionado. Por su parte, Newton, que preparó la segunda edición de sus

Principia en 1714, decidió eliminar todas las menciones al astrónomo

existentes en la primera edición.

 

El carácter de Newton no parecía fácil y la polémica con Leibniz guardó

relación con uno de sus principales rasgos, la falta de interés por dar

a conocer a tiempo sus descubrimientos. El filósofo alemán había

publicado sus trabajos sobre cálculo en 1676 arrogándose la paternidad

del cálculo infinitesimal al que él también había llegado. Newton

siempre defendió que su desarrollo de este cálculo había sido previo

aunque no tenía forma de demostrarlo. Sus discípulos y muchos de sus

seguidores que conocían la capacidad del científico inglés defendieron

siempre su primacía en el hallazgo. La disputa fue muy sonada entre los

intelectuales de la época y todavía hoy en día se discute acerca de

ello, aunque de los manuscritos de Newton parece poder deducirse que no

mentía.

 

En los años finales de su vida Newton disfrutó de un enorme

reconocimiento dentro y fuera de las fronteras de su país. Las grandes

figuras de la Ilustración como Voltaire reconocían en él a un genio de

la ciencia que había iniciado un nuevo tiempo para el conocimiento.

Cuando Newton murió en 1727 recibió honores de Estado, siendo enterrado

en la abadía de Westminster, junto a miembros de la realeza y aquellos

otros personajes que su país consideraba sus hijos más honorables. Desde

entonces no ha cesado la admiración por la obra de Newton. Einstein se

reconocía atónito ante la dimensión de su legado y la actual carrera

espacial continúa caminando de la mano de las teorías que ofreció al

mundo. Nada de raro tiene que Bill Anders, uno de los astronautas del

Apollo 8, preguntado por su hijo sobre quién impulsaba la nave espacial

en que iba a viajar, respondiese: «Creo que Isaac Newton realiza la

mayor parte del impulso ahora».

 


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