La última reina de Egipto.
Hacia finales del siglo I a. C. tuvieron lugar una serie de hechos que
marcarían para siempre la historia de Occidente. El mundo helenístico
que había encontrado su más acabada expresión en la obra política de
Alejandro Magno cedía el paso a una nueva potencia que extendía con
fuerza imparable su dominio sobre el Mediterráneo: Roma. Paralelamente,
la propia Roma vivía un proceso de transformación interna que tendría
como fruto el fin de la República y el establecimiento de las bases
sobre las que se levantaría el Imperio romano. En mitad de ese terremoto
político, una mujer, heredera de la milenaria corona de Egipto, llegaría
a jugar un papel de tal relevancia que la Historia terminaría haciendo
de ella un verdadero mito. Cleopatra, la última reina de Egipto, amante
de Julio César y Marco Antonio, madre del único hijo del primero,
calculadora política, ambiciosa reina, asesina de sus hermanos,
protectora de sus hijos y su propia verdugo sigue siendo hoy un
personaje cuya trayectoria vital despierta tanta fascinación como
controversia.
Tras más de dos mil años de historia, la corona de Egipto cayó hacia el
525 a. C. en manos del Imperio persa. Daba comienzo con ello la última
fase de su historia, la que los historiadores denominan como Período
Tardío y que se caracteriza por el sincretismo cultural primero con el
mundo persa y después con el grecorromano. Los persas fueron derrotados
por Alejandro Magno en el año 332 a. C. y Egipto quedó incorporado a su
vastísimo imperio. A su muerte, uno de sus generales, Ptolomeo, logró
hacerse con la corona egipcia; empezaba así una nueva dinastía de
faraones, la Ptolemaica —pues todos los faraones adoptaron el nombre de
Ptolomeo— o Lágida, cuya última representante fue Cleopatra. Pero aunque
los Ptolomeos se consideraban a sí mismos una legítima dinastía egipcia,
lo cierto es que bajo su reinado Egipto vivió un profundo proceso de
cambio cultural vinculado al origen macedonio y, por tanto,
culturalmente helenístico de su dinastía gobernante. Se produjo una
masiva y constante inmigración de población griega a Egipto y con ella
llegaron sus costumbres y su cultura. Los egipcios comenzaron a usar y
acuñar moneda, el panteón tradicional se enriqueció con dioses helenos
cuyos atributos frecuentemente se mezclaban con los de las deidades
locales, buena parte del funcionariado estatal quedó en manos de griegos
y el griego pasó a ser la lengua de la administración y la corte. Su uso
se extendió de tal modo que los textos legales que debían hacerse
públicos terminaron por redactarse en ambas lenguas, el egipcio y el
griego), y a partir precisamente de uno de estos textos, un decreto de
Ptolomeo V inscrito en la famosa piedra Rosetta, se consiguió por fin
descifrar la escritura jeroglífica. En este Egipto profundamente
helenizado nació Cleopatra hacia el año 70-69 a. C.
Preparar el camino al trono
La infancia de Cleopatra, sobre la que hay muy pocos datos, estuvo
marcada por los hechos políticos del reinado de su padre, Ptolomeo XII,
y éste por la dependencia de Egipto del creciente poder político y
militar de Roma. Aunque originalmente fueron los propios griegos quienes
solicitaron el apoyo romano para consolidar su dominio en el
Mediterráneo oriental, el poderío militar de Roma fue desplazando
paulatinamente el control ejercido por los herederos de Alejandro Magno,
de modo que en el año 168 a. C. la existencia de un Egipto independiente
pudo salvarse gracias a la intervención romana que hizo frente al ataque
del rey de Siria Antíoco IV. Roma se limitó en aquella ocasión a enviar
una embajada al monarca sirio advirtiéndole de que si no se retiraba
tomaría cartas en el asunto; esta amenaza fue suficiente para que las
tropas sirias se replegasen ante el temor a una intervención militar
romana. Como recuerda el historiador Wolfgang Schuller, «cien años antes
del nacimiento de Cleopatra quedó demostrado de este modo que Roma, de
manera ofensiva, sin utilizar un solo soldado, podía obligar a un rey
poderoso a retirarse, y que Egipto debía por tanto su existencia a Roma:
esto también era ofensivo. En consecuencia, la política egipcia se
entretejió cada vez más estrechamente con la romana».
Ptolomeo XII, también conocido por el sobrenombre de Auletes («el
flautista»), accedió al trono de Egipto en torno al año 80 a. C. El
faraón precedente había sido asesinado y él era en realidad uno de sus
hijos ilegítimos, de modo que ya desde el comienzo de su reinado se vio
obligado a recurrir a todo tipo de argucias para afianzar su poder. Tras
un primer y fugaz matrimonio del que tuvo a una hija, Berenice IV,
repudió a su esposa y volvió a casarse con una mujer cuya identidad se
desconoce. De ella tuvo primero a Cleopatra y después a dos varones,
ambos llamados Ptolomeo, y otra hija más, Arsinoe. Auletes sabía que,
por encima de todo, su poder y el mantenimiento de la independencia de
Egipto dependían de las buenas relaciones con Roma, que en cualquier
momento podía hacer del antiguo reino una más de sus provincias. Por
esta razón su política exterior se centró en tratar de impedir por todos
los medios una intervención directa de Roma en Egipto, y entre dichos
medios el que resultó ser más eficaz fue el abono de grandes cantidades
de dinero y riquezas a los políticos más influyentes de la ciudad
eterna. Mientras que Gayo Julio César y Gneo Pompeyo (que gobernaban
Roma junto con Craso en el llamado Primer Triunvirato) disfrutaban de
los generosos donativos de Ptolomeo XII, la población egipcia veía
crecer la presión fiscal para financiar las cada vez mayores deudas
adquiridas por su faraón. La situación llegaría a ser insostenible
cuando, ante la anexión de Chipre al estado romano acaecida en el año 58
a. C., Ptolomeo redoblase sus exigencias fiscales para, con el aumento
de sus regalos, evitar correr la misma suerte. El rey de Chipre, hermano
del faraón, se había suicidado y éste no mostraba intención alguna de
vengar la afrenta. La suma de todo era excesiva y tanto la corte como la
población de Alejandría se levantaron contra Ptolomeo que fue finalmente
expulsado de Egipto y sustituido en el trono por su hija Berenice.
Aunque las fuentes no dan información concreta al respecto, es probable
que Cleopatra acompañase a su padre en el exilio que le llevó primero
hasta Chipre (a casa de Catón) y luego a Roma (a una de las fincas de
Pompeyo), con el fin de conseguir los apoyos necesarios para recuperar
su trono. A los acreedores romanos de Ptolomeo les convenía su retorno a
Egipto para asegurar el cobro de su deuda, pero la intervención militar
era algo que había que pensar con detenimiento. Por otra parte, como
recuerda la egiptóloga Joyce Tyldesley, «entretanto, consciente de que
necesitaba la aprobación romana si quería conservar la corona, Berenice
envió una sólida delegación de cien personas, encabezada por el
extraordinario filósofo y académico Dión de Alejandría, para defender su
causa. Auletes reaccionó con brutal indiferencia, y una vergonzosa
combinación de asesinato, coacción y soborno impidió que la delegación
hablase. El escándalo resultante que amenazaba con implicar a los
prominentes banqueros que apoyaban a Auletes, se ocultó rápidamente tras
el tapiz oficial».
Para evitar problemas, Ptolomeo marchó a Éfeso y desde allí continuó
tejiendo la red necesaria para repescar su trono. En el año 55 a. C., su
ya habitual método del soborno le granjeó el apoyo militar necesario del
gobernador de Siria, Aulo Gabinio, para atacar Egipto. No en vano el
historiador romano Plutarco escribió: «Gabinio tenía un cierto temor a
la guerra, aunque estaba totalmente fascinado por los diez mil
talentos». Con la ayuda de las tropas sirias, Auletes recobró el poder
en Egipto, ejecutó a Berenice y sus partidarios y continuó con su
política de presión fiscal para pagar sus deudas. Cuatro años más tarde
murió y, conforme a lo establecido en su testamento, le sucedieron sus
hijos mayores, Cleopatra y Ptolomeo. La primera tenía dieciocho años. El
segundo era sólo un niño de diez. Pero Cleopatra, que había sido educada
para ocupar el trono, había extraído la lección esencial del reinado de
su padre: la suerte de Egipto dependía de Roma, y para mantener el poder
los recursos de un faraón podían ser de todo tipo. Los años siguientes
demostrarían lo bien que la había aprendido.
Una mujer faraón
El testamento de Auletes precisaba que le habían de suceder sus dos
hijos mayores, lo que suponía que ambos debían casarse. El matrimonio
entre hermanos no era ajeno a la tradición real egipcia, pues ya durante
la etapa del Imperio Antiguo se había producido esporádicamente con las
primeras dinastías gobernantes. Desde el punto de vista político, estos
matrimonios incestuosos presentaban ventajas nada desdeñables ya que
reducían el número de posibles pretendientes al trono, y con ello los
conflictos sucesorios, y mantenían alejados de la corona a personas no
pertenecientes a la realeza, lo que permitía asegurar la preparación
adecuada de los futuros reyes y conjuraba en buena medida el peligro de
los advenedizos. Por otra parte, y no menos importante para la
mentalidad egipcia, el matrimonio entre hermanos era un modo de vincular
a los reyes y reinas de Egipto con los dioses de su panteón entre los
cuales, según los relatos mitológicos, también se habían producido. El
matrimonio entre hermanos no era posible para los egipcios, pero sí para
sus dioses y para sus faraones. Los primeros Ptolomeos, tan conscientes
de las ventajas políticas de este tipo de matrimonio como deseosos de
legitimar su nueva dinastía, no dudaron en recurrir a él, y de paso
también se vinculaban con la tradición del Imperio Antiguo. Por tanto,
cuando Ptolomeo XII dejó establecida su sucesión recurriendo al reinado
conjunto de sus hijos y, en consecuencia, a su matrimonio, no estaba
haciendo nada que pudiese sorprender ni a sus herederos ni a su pueblo.
Sin embargo no tenemos datos que demuestren el matrimonio entre
Cleopatra VII y Ptolomeo XIV, quizá porque, como recuerda la profesora
Tyldesley, «es probable que fuera tan sólo un matrimonio de nombre. La
diferencia de edad entre hermana y hermano constituía un inconveniente.
Cleopatra, con dieciocho años, era demasiado mayor para permanecer
soltera, mientras que Ptolomeo, con tan sólo diez, era demasiado joven
para consumar un matrimonio». En cualquier caso, la edad de Ptolomeo
motivó que tuviese que gobernar mediante un consejo regente, situación
que fue aprovechada por Cleopatra para hacerse con el poder y, tomando
su primera decisión política, presentarse como reina única de Egipto. La
adopción de su sobrenombre, Thea Filópator («diosa que ama a su padre»),
era una forma de subrayarlo al vincular su reinado a su padre y no a su
hermano.
Parece pues que durante más o menos el primer año y medio de su reinado,
Cleopatra gobernó en solitario como faraón mujer de Egipto. La tradición
egipcia no contemplaba la posibilidad de que un faraón fuese mujer. De
hecho, no existía la palabra «reina» como título propio, sino que todas
las mujeres reales eran denominadas en función de su relación con el
faraón: «esposas del rey», «grandes esposas reales», «madres del rey» e
«hijas del rey». En los casos en que, ante situaciones como la minoridad
del faraón, una mujer gobernaba, recibía el título de «rey mujer».
Paradigmático fue el caso de la reina Hatshepsut, que durante el Imperio
Nuevo trató de romper con esa tradición imponiendo su gobierno, pese a
lo cual se hacía representar con ropa y atributos masculinos. Sin
embargo Cleopatra no tuvo que hacer frente a ese problema ya que en la
época ptolemaica varias fueron las mujeres que llegaron a gobernar
Egipto. Por tanto, sin miedo a ser rechazada, no dudó en dejar a su
hermano de lado, presentarse como reina de Egipto, es decir, como faraón
mujer, y en hacerse representar como tal, esto es, con rasgos claramente
femeninos.
A pesar de su éxito inicial, los partidarios de su hermano no estaban
dispuestos a dejarse atajar y finalmente, quizá aprovechando el
descontento popular por la política de apoyo a Pompeyo contra Julio
César por hacerse con el poder de Roma, y que recordaba demasiado a la
política seguida por Auletes, consiguieron imponerse sobre la joven
reina. Cleopatra se vio obligada a huir de Alejandría y buscar refugio
en Tebas y Palestina, pero estaba dispuesta a luchar por lo que
consideraba suyo y comenzó a reclutar soldados para imponer su regreso
mediante la fuerza de las armas. Como recuerda la historiadora Janet
Loui se Mente, «fue educada para ser el faraón. Su padre la educó para
el poder más que a ninguno de sus hermanos o hermanas y cuando intentó
marchar sobre Alejandría probablemente lo hizo no tanto contra su
hermano como contra la parte de la corte que pretendía alejarla al darse
cuenta de que era una mujer que sabía lo que quería, y eso a la tierna
edad de diecinueve años». Pero Cleopatra nunca llegó a marchar contra
Alejandría pues otros hechos vinculados con Roma vendrían a precipitar
la situación.
En enero del año 49 a. C. había estallado la guerra civil en Roma. La
muerte de Craso había supuesto el fin del Triunvirato y entre Pompeyo y
Julio César la situación era ya irreconciliable. El primero, tras sus
triunfantes campañas militares en la Galia, había acumulado un enorme
poder así como popularidad entre los militares. Convencido de que lo
mejor para Roma era poner punto final a su decadente vida política y
establecer un régimen de corte personal que permitiese el gobierno
eficaz de su cada vez más extenso territorio, César reclamaba para sí
ese papel. Por su parte, Pompeyo, no menos deseoso de poder, guardaba la
apariencia de apoyo al Senado y se arrogaba la defensa de la tradición
política romana. El enfrentamiento culminó con la declaración de guerra
de César a Pompeyo y al Senado mediante el simbólico acto de cruzar el
río Rubicón hacia Italia seguido de su ejército. La contienda terminaría
inclinándose a favor del primero, que derrotó ampliamente a Pompeyo en
la batalla de Farsalia (Grecia). Éste, vencido pero con ánimo de
recomponerse, huyó hacia Egipto, donde esperaba contar con el apoyo del
hijo de su viejo amigo Auletes que, por otra parte, había sido
reconocido como legítimo rey de Egipto frente a Cleopatra por el Senado.
Cuando llegó a la costa (en Pelusio), una embarcación enviada por
Ptolomeo XIII en la que entre otros se hallaba un conocido compañero de
armas, el centurión Lucio Séptimo, le dispensó la bienvenida invitándole
a embarcar para conducirlo ante el faraón. Confiado, Pompeyo así lo
hizo, pero cuando al llegar a la playa tendió su mano para que le
ayudasen a levantarse con dignidad, Séptimo le atravesó con su espada.
Su esposa, Cornelia, contempló desde el barco que les había llevado al
puerto de Pelusio cómo lo decapitaban y arrojaban su cuerpo al mar.
Los consejeros del joven Ptolomeo querían congraciarse con César pues no
podían gobernar sin el apoyo de Roma y, por otra parte, suponían que
Pompeyo estaba del lado de Cleopatra, quien avanzaba desde el este con
su ejército. El asesinato de Pompeyo, aunque indigno, era a juicio del
joven rey la mejor opción política en una situación desesperada. Cuatro
días más tarde, César llegó a Alejandría en persecución de Pompeyo y fue
recibido por los consejeros de Ptolomeo con la cabeza de Pompeyo en la
mano. Algunas fuentes afirman que perdió el conocimiento, otras —las
más— que lloró, pero además debió de respirar aliviado por la muerte de
su enemigo. Aun así no estaba dispuesto a dejar pasar el asesinato
público de un ciudadano romano, por lo que inmediatamente desembarcó y,
desafiante, desfiló por la ciudad con sus lictores (magistrados)
portando los símbolos de su poder. Las revueltas populares ante la
afrenta que suponía la afirmación de un poder considerado extranjero no
se hicieron esperar, pero al caer la noche César ya se había apoderado
del palacio real. En los disturbios que siguieron durante las jornadas
posteriores tendría lugar el tristemente célebre incendio que acabó con
la Biblioteca de Alejandría, pero para entonces el conflicto entre
Cleopatra y su hermano había comenzado a resolverse y no precisamente
por las armas, o no por las armas de guerra, sino por las de la seducción.
Cleopatra y Julio César
Establecido en el palacio de Alejandría, César hizo llamar a su
presencia a Ptolomeo y Cleopatra. La guerra civil que el enfrentamiento
entre ambos parecía traer sin remedio no convenía a los intereses
estratégicos de una Roma en situación interna asimismo inestable, de
modo que decidió dar una solución al problema sucesorio egipcio.
Ptolomeo contaba con una situación de partida teóricamente más favorable
para que el conflicto se resolviese a su favor pues había mostrado su
fidelidad a César con la muerte de Pompeyo y, a diferencia de su
hermana, tenía el apoyo de los alejandrinos. Además, ésta se encontraba
fuera de la ciudad, junto con su ejército, por lo que Ptolomeo
fácilmente podría entrevistarse primero con César y convencerle de las
bondades de su reconocimiento como faraón por parte de Roma. No contaba
con la astucia de Cleopatra.
Al recibir la convocatoria de César, Cleopatra abandonó sus tropas y
partió con toda rapidez y en secreto hacia Alejandría. Había planeado un
golpe de efecto que pasaría a la historia gracias a la pluma de
Plutarco: burlando la vigilancia de los partidarios de su hermano, logró
introducirse en palacio envuelta en un fardo de tela de un mercader
siciliano, Apolodoro, que la condujo hasta la presencia de César y,
desenrollando el paquete, dejó caer a los pies de éste a una seductora,
agitada y feliz Cleopatra. La historia se ha popularizado y adornado
tanto que frecuentemente se dice que Cleopatra iba envuelta en una
exótica (y anacrónica) alfombra persa, pero no es eso lo que cuenta
Plutarco. En cualquier caso, cabe imaginar la sorpresa de César por la
osadía de una mujer a la que sacaba más de veinte años y a la que, sin
duda, encontró interesante.
Mucho se ha escrito acerca de la belleza de Cleopatra y su poder de
seducción, a pesar de que no se conserva ningún retrato; no obstante,
las fuentes de la época, al contrario que el mito, no afirman que fuese
una mujer especialmente bella aunque sí seductora. Como recuerda Janet
Louise Mente, «Plutarco describe a Cleopatra al menos en dos pasajes,
uno en el que dice: “Cleopatra tiene una voz como un instrumento de
muchas cuerdas”. Así que debía de haber algo en ella, tal vez su voz o
el modo en que hablaba, que hacía que los hombres, que la gente en
general se interesara por ella. Y también dijo que Platón hablaba de
cuatro modos distintos de alagar, pero Cleopatra conocía miles. Así que
quizá no era una mujer hermosa, pero debía de tener muchos encantos».
Para el historiador Wolfgang Schuller no cabe duda de que fueron dos
cosas las que cautivaron a César, «la astucia, en la que él pudo
reconocer a alguien que le igualaba en calculada osadía, y por supuesto
el atractivo de la joven como mujer». Cleopatra era una mujer refinada,
de modales cortesanos y amplia cultura conforme al reputado modelo
helenístico. Según las fuentes, dominaba multitud de lenguas diferentes,
incluida la egipcia, que sus sucesores habían abandonado en aras del
griego, y no necesitaba de intérpretes para tratar con extranjeros. Nada
de lo que vio César aquella noche en Alejandría debió de desagradarle.
Cuando al día siguiente Ptolomeo llegó para entrevistarse con César,
descubrió estupefacto que su hermana había evitado su vigilancia, se le
había adelantado, había intimado con César y había logrado convencerle
para que la apoyase. No es de extrañar que, como relata Plutarco, sin
poder contener su ira comenzase a gritar mientras arrojaba al suelo la
diadema que llevaba en la cabeza.
La solución al conflicto se produjo rápidamente. César procedió a leer
ante una asamblea pública el testamento de Auletes dejando de este modo
claro que esperaba que se diese cumplimiento a lo que en él se
establecía, es decir, el reinado conjunto de ambos hermanos. Cleopatra
VII y Ptolomeo XIII pasaron a ocupar el trono de Egipto, pero era la
primera quien, recordando las lecciones aprendidas, había asegurado el
vínculo con Roma: nueve meses más tarde daba a luz al único hijo varón
de César, Ptolomeo César, también conocido como Cesarión. César y
Cleopatra se convirtieron en amantes pero los meses siguientes no
resultaron precisamente tranquilos. El reparto equitativo de poder no
había contentado a nadie, ni siquiera a Cleopatra, pero ella sabía que
gozaba del favor de César y que lo mejor que podía hacer era aguardar a
que los acontecimientos se decantasen por sí solos. Y así sucedió, pues
los partidarios de Ptolomeo XIII y su hermana Arsinoe trataron de
oponerse por las armas a la decisión del general romano. El resultado
fue la muerte de Ptolomeo y sus colaboradores, la captura de Arsinoe y
el nuevo matrimonio nominal de Cleopatra con su hermano menor Ptolomeo
XIV para reinar conjuntamente. Ptolomeo XIV tenía trece años, Cleopatra
era la protegida de César y Egipto dependía por completo de Roma. La
reina tenía vía libre.
Una vez apaciguada la situación interna de Egipto, César se entregó a un
placentero y suntuoso viaje por el Nilo junto con su amante. Obviamente
no fue sólo un viaje de placer pues, como apunta Wolfgang Schuller, «al
hacer este viaje y llevar consigo soldados romanos manifestaba ante
Egipto que la cuestión del poder había sido resuelta a favor de
Cleopatra, que gozaba del apoyo de Roma». Por otra parte, Cleopatra
exhibía su triunfo segura de que su hijo sería la garantía de la
independencia de Egipto y de su perpetuación en el poder. Aunque la vida
en Alejandría era más que apetecible, César no podía abandonar sus
obligaciones políticas, de forma que en el verano del año 47 a. C. salió
hacia Asia Menor para defender los intereses militares romanos y un año
más tarde hacía su entrada triunfal en Roma conmemorando las victorias
habidas desde el año 58 a. C. en Galia, Egipto, el Ponto y África.
Arsinoe, la hermana de Cleopatra que había tratado de arrebatarle el
trono, encadenada como prisionera, formaba parte del séquito.
Pero el nacimiento de Cesarión y su relación con César habían hecho
acariciar a Cleopatra el sueño de compartir el poder conjunto de Egipto
y Roma. En palabras del historiador Antonio Loprieno, «es posible que la
aventura amorosa de Cleopatra con César la ayudara a tomar conciencia no
tanto de su papel personal como del papel de Egipto en el Imperio
romano. A través de su relación con César percibió que Roma prestaba una
atención especial a Egipto y quería que él jugase esa carta a favor de
los intereses de Egipto tanto como fuese posible». Guiada por esa idea,
se presentó en Roma con su hijo y su hermano-esposo en el otoño del 46
a. C. César acogió la visita con auténtica alegría e instaló a la reina
egipcia en una villa situada al otro lado del Tíber. Aunque la relativa
lejanía del alojamiento de Cleopatra no facilitó su presencia en el
centro de la vida social romana, lo cierto es que su estancia en Roma, y
particularmente el comportamiento de César al respecto (como la erección
de una estatua de oro de Cleopatra como Venus), causó no poca irritación
y se convirtió en un motivo más de crítica y afrenta para los enemigos
del hombre más poderoso de Roma. Finalmente, las tensiones internas de
la política romana cristalizaron en el famoso asesinato de César en los
idus de marzo del año 44 a. C. Los sueños y la seguridad de Cleopatra
saltaban en pedazos y un mes más tarde abandonaba Roma para regresar a
Egipto. Nada hacía presagiar que poco después, para desesperación de los
romanos, volvería a estar íntimamente situada en el centro del poder
político junto a Marco Antonio.
El destino final: Cleopatra y Marco Antonio
En torno a julio del año 44 a. C., Cleopatra regresó a Egipto y poco
después de un mes su hermano-esposo falleció. Las fuentes egipcias no
dan explicaciones sobre la muerte de Ptolomeo XIV, pero las romanas —que
describen a Cleopatra bajo la perspectiva del enemigo— afirman que su
hermana lo envenenó o bien ordenó que lo asesinaran. Fueran cuales
fuesen las causas de la muerte del jovencísimo faraón, se imponía la
necesidad de buscar un nuevo corregente varón para el trono egipcio y,
agotados los hermanos, la línea natural señalaba a Cesarión. ¿Asesinato?
No es posible saberlo, pero sin duda que la muerte de su hermano no
podía resultar más adecuada políticamente para los intereses de
Cleopatra. Así, con tres años Cesarión pasó a ser Ptolomeo XV y a
gobernar Egipto con su madre. El sobrenombre que ésta escogió para él
era toda una declaración de las intenciones políticas de Cleopatra:
Ptolomeo XV, Theos Filópator Filómetor («dios que ama a su padre y a su
madre»). Quizá algún día el hijo de César podría gobernar Roma además de
Egipto. Sólo había que esperar y dejar pasar el tiempo.
Entretanto en Roma se sucedían los acontecimientos a raíz del asesinato
de César. La apasionada lectura que hizo Marco Antonio de su testamento
desató una oleada de ira popular contra sus asesinos, los defensores de
la Roma republicana, especialmente Casio y Bruto. El poder estaba
nuevamente del lado de César. No sin problemas se formó un segundo
Triunvirato integrado por los incondicionales del general asesinado
—Octavio, Marco Antonio y Lépido— que abordó como tarea prioritaria la
captura de los asesinos que habían huido hacia la zona oriental del
Mediterráneo. Cleopatra trató de retrasar cuanto pudo su intervención
como reina de Egipto en el conflicto, pues su cautela política la
aconsejaba aguardar hasta que se hubiese decantado la situación hacia
alguno de los dos bandos, más aún cuando las tropas de Casio estaban tan
cerca de Egipto. Sólo cuando éstas se retiraron para acudir a la llamada
de Bruto, Cleopatra decidió enviar una poderosa flota de guerra en apoyo
de Marco Antonio y Octavio. Los barcos egipcios no tuvieron ocasión de
intervenir pues fueron devastados por una violenta tempestad, y antes de
que la reina pudiese armar una nueva flota las tropas de los triunviros
vencieron a los asesinos de César en Filipos.
La actitud titubeante de Cleopatra no había pasado desapercibida y por
esa razón el victorioso Marco Antonio reclamó su presencia en Asia Menor
para que aclarase la postura de Egipto en relación con Roma. Como años
antes cuando sorprendió a César envuelta en sábanas, Cleopatra preparó
un encuentro impactante con uno de los nuevos hombres fuertes de Roma.
Según Plutarco: «Se resolvió a navegar por el río Cidno en galera con
popa de oro, que llevaba velas de púrpura tendidas al viento, y era
impelida por remos con palas de plata, movidos al compás de la música de
flauta, oboes y cítaras. Iba ella sentada bajo dosel de oro, adornada
como se pinta a Venus». Cuando llegó al punto de encuentro, en lugar de
visitar a Antonio le invitó a participar en un fabuloso banquete en su
barco. Al día siguiente repitió su invitación y colmó a Marco Antonio y
sus invitados de magníficos regalos. Nuevamente desplegaba sus
habilidades políticas y su innegable poder de seducción. Como indica el
profesor Schuller, «sin duda a Cleopatra le costó poco convencer a
Antonio de que ella no solamente no había ayudado a los asesinos de
César, sino también de que incluso había tratado de prestar apoyo a los
partidarios de éste con barcos de guerra». Unas semanas después
Cleopatra regresaba a Alejandría y tras ella, un mes más tarde, llegaría
Marco Antonio.
Una vez más las pasiones políticas y humanas de Cleopatra coincidían y,
una vez más, dieron un fruto que unía los destinos de Roma y Egipto: en
el otoño del año 40 a. C., Cleopatra dio a luz mellizos. Marco Antonio
era padre de un varón llamado Alejandro y de una niña llamada Cleopatra.
Pero en Roma las intrigas políticas continuaban y, tras la desaparición
de Lépido de la escena pública, Octavio, hijo adoptivo de César,
acumulaba poder y con él se alimentaba el conflicto con Antonio, que
ante la situación —y antes del nacimiento de sus hijos— había optado por
regresar a Roma. Mientras Cleopatra traía al mundo a los hijos de Marco
Antonio, éste acordaba en Brundisium una reorganización del Triunvirato
con Octavio que se selló con su matrimonio con la hermana de éste,
Octavia. Durante los tres años siguientes el pacto de poder que
entregaba a Marco Antonio los dominios orientales de Roma y a Octavio
los occidentales funcionó, pero en el año 37 a. C. Antonio, que
aparentemente se dirigía hacia el este para combatir a los partos, en
lugar de seguir su rumbo decidió desviar su camino para volver a
encontrarse con Cleopatra en Egipto.
Una vez allí sucedió algo inesperado que las fuentes romanas atribuyen a
la desaparición de la voluntad de Marco Antonio en manos de la pasión de
Cleopatra: el romano solicitó ayuda militar de Egipto para abordar su
campaña militar contra los partos y Cleopatra accedió a dársela a cambio
de la devolución administrativa de buena parte de los territorios
orientales que Egipto había perdido en tiempos de los primeros
Ptolomeos. Marco Antonio aceptó y Cleopatra recibió el control de
Chipre, Creta, Libia, Siria, Fenicia, Cilicia y Nabatea. Además,
reconoció a los hijos de Cleopatra como propios. Ambos volvían a ser
amantes y desde Roma la situación se veía con preocupación. El poder de
Cleopatra había aumentado hasta ser el mayor de los faraones de su
dinastía aunque la soberanía finalmente pertenecía a Marco Antonio y a
Roma. Pero como Octavio y sus partidarios advertían, Marco Antonio le
pertenecía a ella.
En el año 36 a. C., Cleopatra daba a luz a otro hijo, Ptolomeo
Filadelfos. Poco después Antonio decidía reanudar su campaña contra los
partos, pero tras sufrir varias derrotas que mermaron sus tropas volvió
a retirarse a Alejandría. Entretanto, su esposa Octavia se puso al
frente de una expedición organizada por su hermano Octavio para enviarle
refuerzos. Cuando Antonio se enteró de ello escribió a Octavia
pidiéndole que regresase a Roma. La ofensa sería hábilmente empleada por
Octavio, que emprendió una intensa campaña de desprestigio de su rival
político en la que le hacía aparecer como una marioneta en manos de la
calculadora y ambiciosa Cleopatra.
Finalmente, un nuevo hecho llevaría la tensión con Roma a un punto
insostenible: las llamadas Donaciones de Alejandría. Para conmemorar un
acuerdo con los medos que le permitía frenar a los partos, Marco Antonio
organizó un desfile al modo de los triunfos romanos. A renglón seguido
se convocó una asamblea pública en la que los hijos de Cleopatra y
Antonio, y también Cesarión, fueron proclamados soberanos de los
territorios orientales devueltos a Egipto, e incluso de otros más hacia
el este, hasta la India, que aún se esperaba conquistar. Marco Antonio y
Cleopatra mostraban al mundo su sueño político conjunto. Como indica el
historiador Robert Gurval, «lo que llamamos las Donaciones de Alejandría
refleja la tradición romana de administración en el este. Marco Antonio
distribuyó territorios a Cleopatra y sus hijos. En ese momento
probablemente provocaron poca preocupación o problemas para Antonio en
Roma. Al año siguiente cuando comenzó la propaganda de guerra entre
Octavio y él, el primero usó los regalos para acusar a Marco Antonio de
traidor a su patria». La campaña de desprestigio dirigida por Octavio
arreció y, como señala asimismo Gurval, «la propaganda de Octavio contra
Marco Antonio y Cleopatra tuvo un gran éxito, y no porque fuera verdad o
porque la mayoría de los romanos la considerasen cierta, sino porque
éstos temían las consecuencias de que pudiera ser cierta. El miedo es
una herramienta poderosa e importante en cualquier forma de propaganda y
los romanos temían a Cleopatra como extranjera y como mujer».
En el año 32 a. C., en un rito solemne, Octavio declaraba la guerra a
Cleopatra, la mujer que hacía peligrar el poderío de Roma y que había
acabado con la voluntad de Marco Antonio.
El enfrentamiento entre Octavio y Marco Antonio tuvo lugar el 2 de
septiembre del año 31 a. C. en Accio. Se trató de una batalla naval en
la que la flota egipcia que apoyaba a las fuerzas de Marco Antonio y que
estaba comandada por Cleopatra abandonó el escenario de la batalla antes
de que ésta concluyese. Los historiadores romanos hablan de deserción
cobarde de Cleopatra pero actualmente se cree que ésta obedeció las
directrices de Antonio para evitar que el tesoro egipcio que trasladaban
sus barcos, así como la propia reina, cayesen en manos enemigas. Al
parecer de Robert Gurval, «el hecho más importante que nos enseñan las
fuentes históricas sobre la batalla de Accio es que la flota egipcia,
unos sesenta barcos completos, Cleopatra y, lo que es aún más
importante, el tesoro egipcio, escaparon de la batalla. Eso
probablemente no se debió a la cobardía de Cleopatra sino a la
estrategia de Marco Antonio». Su derrota fue abrumadora y, tras pensar
en quitarse la vida, sus fieles le convencieron de que se reuniese con
Cleopatra en Alejandría.
El fin de la pareja se acercaba. En un último intento de salvar el sueño
político para sus hijos, ambos enviaron misivas a Octavio para llegar a
un acuerdo, pero la situación no admitía vuelta atrás. Éste se dirigió a
Egipto en persecución de Antonio, que preparó sus fuerzas para salirle
al encuentro. Corría el verano del año 30 a. C. y Octavio ponía seguro
sus pies en Egipto en el puerto de Pelusio. Las tropas de Marco Antonio
lo traicionaron cuando lo saludaron y se unieron al enemigo.
Desesperado, se dirigió a Alejandría en busca de Cleopatra, y por el
camino le llegaron rumores de que la reina se había suicidado.
Abandonado por todos desenvainó su espada y decidió poner fin a su vida.
Sin embargo Cleopatra estaba viva y refugiada en el magnífico mausoleo
que había hecho construir para su muerte. Le hicieron llegar el cuerpo
aún con vida de Marco Antonio y ella misma, ayudada de una sirvienta,
logró hacerlo entrar en el mausoleo a través de una ventana antes de que
muriese desangrado en sus brazos.
Poco después, Octavio hizo su entrada en Alejandría y capturó a
Cleopatra. Pretendía llevarla en su cortejo cuando hiciese su entrada
triunfal en Roma, pero como no podía ser de otro modo, Cleopatra no
estaba dispuesta a consentirlo. En los días siguientes trató de quitarse
la vida privándose del alimento, pero Octavio la amenazó con matar a sus
hijos. La última gran demostración de sus encantos iba a tener lugar:
solicitó hablar con Octavio y le hizo creer que aspiraba a lograr la
intercesión de su esposa Livia para proteger a sus hijos. Debió de
hacerlo con toda la habilidad de la que era capaz pues Octavio se
convenció de que había renunciado a sus intenciones suicidas y de que
deseaba una solución diplomática. Como afirmó Plutarco, «se retiró
contento, pensando ser engañador, cuando realmente era engañado». Tras
la entrevista Cleopatra visitó la tumba de Antonio, se bañó y arregló
con sus mejores galas y organizó una cena en sus aposentos. Cuando
apareció un criado portando una cesta de hermosos higos nadie sospechó
que bajo los frutos se escondía un áspid. Finalizada la cena, Cleopatra
se quedó a solas con dos de sus sirvientas, Eiras y Carmion, y envió un
mensaje a Octavio pidiendo ser enterrada junto a Marco Antonio. Cuando
éste recibió la misiva salió corriendo con algunos de sus hombres para
intentar impedir lo inevitable. Al llegar a la habitación de Cleopatra
ésta yacía muerta sobre el lecho. Eiras estaba muerta a sus pies y
Carmion con su último aliento colocaba bien la diadema de la última
reina de Egipto.
La muerte de Cleopatra marcó el final de una época. El Egipto de los
faraones pasaba a la historia y la Roma imperial iniciaba su andadura
bajo Octavio Augusto. El sueño de dominar el Mediterráneo oriental e
incluso de emular los logros de Alejandro Magno desaparecía con
Cleopatra y Marco Antonio, y con ellos expiraba un tiempo. Roma se abría
paso borrando del mapa su huella, pues como recuerda Robert Gurval,
«cuando Octavio dejó Alejandría para celebrar su triunfo en Roma,
Cesarión había muerto y el hijo mayor de Marco Antonio había sido
ejecutado. De los tres hijos de Cleopatra y Marco Antonio, los dos
chicos habían desaparecido y la hija había sido entregada en matrimonio
a un rey africano. La estirpe de los Ptolomeos había llegado a su fin.
Octavio había sido aconsejado por el filósofo Ario Dídimo, que tomó
prestada una frase de la Ilíada de Homero: «No es bueno que haya
demasiados Césares». Sin embargo, la memoria de Cleopatra permaneció
viva y terminarían siendo los historiadores romanos quienes la elevasen
a mito.
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