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jueves, 23 de diciembre de 2021

CLEOPATRA.

 

 

  La última reina de Egipto.

 

Hacia finales del siglo I a. C. tuvieron lugar una serie de hechos que

marcarían para siempre la historia de Occidente. El mundo helenístico

que había encontrado su más acabada expresión en la obra política de

Alejandro Magno cedía el paso a una nueva potencia que extendía con

fuerza imparable su dominio sobre el Mediterráneo: Roma. Paralelamente,

la propia Roma vivía un proceso de transformación interna que tendría

como fruto el fin de la República y el establecimiento de las bases

sobre las que se levantaría el Imperio romano. En mitad de ese terremoto

político, una mujer, heredera de la milenaria corona de Egipto, llegaría

a jugar un papel de tal relevancia que la Historia terminaría haciendo

de ella un verdadero mito. Cleopatra, la última reina de Egipto, amante

de Julio César y Marco Antonio, madre del único hijo del primero,

calculadora política, ambiciosa reina, asesina de sus hermanos,

protectora de sus hijos y su propia verdugo sigue siendo hoy un

personaje cuya trayectoria vital despierta tanta fascinación como

controversia.

 

Tras más de dos mil años de historia, la corona de Egipto cayó hacia el

525 a. C. en manos del Imperio persa. Daba comienzo con ello la última

fase de su historia, la que los historiadores denominan como Período

Tardío y que se caracteriza por el sincretismo cultural primero con el

mundo persa y después con el grecorromano. Los persas fueron derrotados

por Alejandro Magno en el año 332 a. C. y Egipto quedó incorporado a su

vastísimo imperio. A su muerte, uno de sus generales, Ptolomeo, logró

hacerse con la corona egipcia; empezaba así una nueva dinastía de

faraones, la Ptolemaica —pues todos los faraones adoptaron el nombre de

Ptolomeo— o Lágida, cuya última representante fue Cleopatra. Pero aunque

los Ptolomeos se consideraban a sí mismos una legítima dinastía egipcia,

lo cierto es que bajo su reinado Egipto vivió un profundo proceso de

cambio cultural vinculado al origen macedonio y, por tanto,

culturalmente helenístico de su dinastía gobernante. Se produjo una

masiva y constante inmigración de población griega a Egipto y con ella

llegaron sus costumbres y su cultura. Los egipcios comenzaron a usar y

acuñar moneda, el panteón tradicional se enriqueció con dioses helenos

cuyos atributos frecuentemente se mezclaban con los de las deidades

locales, buena parte del funcionariado estatal quedó en manos de griegos

y el griego pasó a ser la lengua de la administración y la corte. Su uso

se extendió de tal modo que los textos legales que debían hacerse

públicos terminaron por redactarse en ambas lenguas, el egipcio y el

griego), y a partir precisamente de uno de estos textos, un decreto de

Ptolomeo V inscrito en la famosa piedra Rosetta, se consiguió por fin

descifrar la escritura jeroglífica. En este Egipto profundamente

helenizado nació Cleopatra hacia el año 70-69 a. C.

 

 

 

Preparar el camino al trono

 

La infancia de Cleopatra, sobre la que hay muy pocos datos, estuvo

marcada por los hechos políticos del reinado de su padre, Ptolomeo XII,

y éste por la dependencia de Egipto del creciente poder político y

militar de Roma. Aunque originalmente fueron los propios griegos quienes

solicitaron el apoyo romano para consolidar su dominio en el

Mediterráneo oriental, el poderío militar de Roma fue desplazando

paulatinamente el control ejercido por los herederos de Alejandro Magno,

de modo que en el año 168 a. C. la existencia de un Egipto independiente

pudo salvarse gracias a la intervención romana que hizo frente al ataque

del rey de Siria Antíoco IV. Roma se limitó en aquella ocasión a enviar

una embajada al monarca sirio advirtiéndole de que si no se retiraba

tomaría cartas en el asunto; esta amenaza fue suficiente para que las

tropas sirias se replegasen ante el temor a una intervención militar

romana. Como recuerda el historiador Wolfgang Schuller, «cien años antes

del nacimiento de Cleopatra quedó demostrado de este modo que Roma, de

manera ofensiva, sin utilizar un solo soldado, podía obligar a un rey

poderoso a retirarse, y que Egipto debía por tanto su existencia a Roma:

esto también era ofensivo. En consecuencia, la política egipcia se

entretejió cada vez más estrechamente con la romana».

 

Ptolomeo XII, también conocido por el sobrenombre de Auletes («el

flautista»), accedió al trono de Egipto en torno al año 80 a. C. El

faraón precedente había sido asesinado y él era en realidad uno de sus

hijos ilegítimos, de modo que ya desde el comienzo de su reinado se vio

obligado a recurrir a todo tipo de argucias para afianzar su poder. Tras

un primer y fugaz matrimonio del que tuvo a una hija, Berenice IV,

repudió a su esposa y volvió a casarse con una mujer cuya identidad se

desconoce. De ella tuvo primero a Cleopatra y después a dos varones,

ambos llamados Ptolomeo, y otra hija más, Arsinoe. Auletes sabía que,

por encima de todo, su poder y el mantenimiento de la independencia de

Egipto dependían de las buenas relaciones con Roma, que en cualquier

momento podía hacer del antiguo reino una más de sus provincias. Por

esta razón su política exterior se centró en tratar de impedir por todos

los medios una intervención directa de Roma en Egipto, y entre dichos

medios el que resultó ser más eficaz fue el abono de grandes cantidades

de dinero y riquezas a los políticos más influyentes de la ciudad

eterna. Mientras que Gayo Julio César y Gneo Pompeyo (que gobernaban

Roma junto con Craso en el llamado Primer Triunvirato) disfrutaban de

los generosos donativos de Ptolomeo XII, la población egipcia veía

crecer la presión fiscal para financiar las cada vez mayores deudas

adquiridas por su faraón. La situación llegaría a ser insostenible

cuando, ante la anexión de Chipre al estado romano acaecida en el año 58

a. C., Ptolomeo redoblase sus exigencias fiscales para, con el aumento

de sus regalos, evitar correr la misma suerte. El rey de Chipre, hermano

del faraón, se había suicidado y éste no mostraba intención alguna de

vengar la afrenta. La suma de todo era excesiva y tanto la corte como la

población de Alejandría se levantaron contra Ptolomeo que fue finalmente

expulsado de Egipto y sustituido en el trono por su hija Berenice.

 

Aunque las fuentes no dan información concreta al respecto, es probable

que Cleopatra acompañase a su padre en el exilio que le llevó primero

hasta Chipre (a casa de Catón) y luego a Roma (a una de las fincas de

Pompeyo), con el fin de conseguir los apoyos necesarios para recuperar

su trono. A los acreedores romanos de Ptolomeo les convenía su retorno a

Egipto para asegurar el cobro de su deuda, pero la intervención militar

era algo que había que pensar con detenimiento. Por otra parte, como

recuerda la egiptóloga Joyce Tyldesley, «entretanto, consciente de que

necesitaba la aprobación romana si quería conservar la corona, Berenice

envió una sólida delegación de cien personas, encabezada por el

extraordinario filósofo y académico Dión de Alejandría, para defender su

causa. Auletes reaccionó con brutal indiferencia, y una vergonzosa

combinación de asesinato, coacción y soborno impidió que la delegación

hablase. El escándalo resultante que amenazaba con implicar a los

prominentes banqueros que apoyaban a Auletes, se ocultó rápidamente tras

el tapiz oficial».

 

Para evitar problemas, Ptolomeo marchó a Éfeso y desde allí continuó

tejiendo la red necesaria para repescar su trono. En el año 55 a. C., su

ya habitual método del soborno le granjeó el apoyo militar necesario del

gobernador de Siria, Aulo Gabinio, para atacar Egipto. No en vano el

historiador romano Plutarco escribió: «Gabinio tenía un cierto temor a

la guerra, aunque estaba totalmente fascinado por los diez mil

talentos». Con la ayuda de las tropas sirias, Auletes recobró el poder

en Egipto, ejecutó a Berenice y sus partidarios y continuó con su

política de presión fiscal para pagar sus deudas. Cuatro años más tarde

murió y, conforme a lo establecido en su testamento, le sucedieron sus

hijos mayores, Cleopatra y Ptolomeo. La primera tenía dieciocho años. El

segundo era sólo un niño de diez. Pero Cleopatra, que había sido educada

para ocupar el trono, había extraído la lección esencial del reinado de

su padre: la suerte de Egipto dependía de Roma, y para mantener el poder

los recursos de un faraón podían ser de todo tipo. Los años siguientes

demostrarían lo bien que la había aprendido.

 

 

 

Una mujer faraón

 

El testamento de Auletes precisaba que le habían de suceder sus dos

hijos mayores, lo que suponía que ambos debían casarse. El matrimonio

entre hermanos no era ajeno a la tradición real egipcia, pues ya durante

la etapa del Imperio Antiguo se había producido esporádicamente con las

primeras dinastías gobernantes. Desde el punto de vista político, estos

matrimonios incestuosos presentaban ventajas nada desdeñables ya que

reducían el número de posibles pretendientes al trono, y con ello los

conflictos sucesorios, y mantenían alejados de la corona a personas no

pertenecientes a la realeza, lo que permitía asegurar la preparación

adecuada de los futuros reyes y conjuraba en buena medida el peligro de

los advenedizos. Por otra parte, y no menos importante para la

mentalidad egipcia, el matrimonio entre hermanos era un modo de vincular

a los reyes y reinas de Egipto con los dioses de su panteón entre los

cuales, según los relatos mitológicos, también se habían producido. El

matrimonio entre hermanos no era posible para los egipcios, pero sí para

sus dioses y para sus faraones. Los primeros Ptolomeos, tan conscientes

de las ventajas políticas de este tipo de matrimonio como deseosos de

legitimar su nueva dinastía, no dudaron en recurrir a él, y de paso

también se vinculaban con la tradición del Imperio Antiguo. Por tanto,

cuando Ptolomeo XII dejó establecida su sucesión recurriendo al reinado

conjunto de sus hijos y, en consecuencia, a su matrimonio, no estaba

haciendo nada que pudiese sorprender ni a sus herederos ni a su pueblo.

 

Sin embargo no tenemos datos que demuestren el matrimonio entre

Cleopatra VII y Ptolomeo XIV, quizá porque, como recuerda la profesora

Tyldesley, «es probable que fuera tan sólo un matrimonio de nombre. La

diferencia de edad entre hermana y hermano constituía un inconveniente.

Cleopatra, con dieciocho años, era demasiado mayor para permanecer

soltera, mientras que Ptolomeo, con tan sólo diez, era demasiado joven

para consumar un matrimonio». En cualquier caso, la edad de Ptolomeo

motivó que tuviese que gobernar mediante un consejo regente, situación

que fue aprovechada por Cleopatra para hacerse con el poder y, tomando

su primera decisión política, presentarse como reina única de Egipto. La

adopción de su sobrenombre, Thea Filópator («diosa que ama a su padre»),

era una forma de subrayarlo al vincular su reinado a su padre y no a su

hermano.

 

Parece pues que durante más o menos el primer año y medio de su reinado,

Cleopatra gobernó en solitario como faraón mujer de Egipto. La tradición

egipcia no contemplaba la posibilidad de que un faraón fuese mujer. De

hecho, no existía la palabra «reina» como título propio, sino que todas

las mujeres reales eran denominadas en función de su relación con el

faraón: «esposas del rey», «grandes esposas reales», «madres del rey» e

«hijas del rey». En los casos en que, ante situaciones como la minoridad

del faraón, una mujer gobernaba, recibía el título de «rey mujer».

Paradigmático fue el caso de la reina Hatshepsut, que durante el Imperio

Nuevo trató de romper con esa tradición imponiendo su gobierno, pese a

lo cual se hacía representar con ropa y atributos masculinos. Sin

embargo Cleopatra no tuvo que hacer frente a ese problema ya que en la

época ptolemaica varias fueron las mujeres que llegaron a gobernar

Egipto. Por tanto, sin miedo a ser rechazada, no dudó en dejar a su

hermano de lado, presentarse como reina de Egipto, es decir, como faraón

mujer, y en hacerse representar como tal, esto es, con rasgos claramente

femeninos.

 

A pesar de su éxito inicial, los partidarios de su hermano no estaban

dispuestos a dejarse atajar y finalmente, quizá aprovechando el

descontento popular por la política de apoyo a Pompeyo contra Julio

César por hacerse con el poder de Roma, y que recordaba demasiado a la

política seguida por Auletes, consiguieron imponerse sobre la joven

reina. Cleopatra se vio obligada a huir de Alejandría y buscar refugio

en Tebas y Palestina, pero estaba dispuesta a luchar por lo que

consideraba suyo y comenzó a reclutar soldados para imponer su regreso

mediante la fuerza de las armas. Como recuerda la historiadora Janet

Loui se Mente, «fue educada para ser el faraón. Su padre la educó para

el poder más que a ninguno de sus hermanos o hermanas y cuando intentó

marchar sobre Alejandría probablemente lo hizo no tanto contra su

hermano como contra la parte de la corte que pretendía alejarla al darse

cuenta de que era una mujer que sabía lo que quería, y eso a la tierna

edad de diecinueve años». Pero Cleopatra nunca llegó a marchar contra

Alejandría pues otros hechos vinculados con Roma vendrían a precipitar

la situación.

 

En enero del año 49 a. C. había estallado la guerra civil en Roma. La

muerte de Craso había supuesto el fin del Triunvirato y entre Pompeyo y

Julio César la situación era ya irreconciliable. El primero, tras sus

triunfantes campañas militares en la Galia, había acumulado un enorme

poder así como popularidad entre los militares. Convencido de que lo

mejor para Roma era poner punto final a su decadente vida política y

establecer un régimen de corte personal que permitiese el gobierno

eficaz de su cada vez más extenso territorio, César reclamaba para sí

ese papel. Por su parte, Pompeyo, no menos deseoso de poder, guardaba la

apariencia de apoyo al Senado y se arrogaba la defensa de la tradición

política romana. El enfrentamiento culminó con la declaración de guerra

de César a Pompeyo y al Senado mediante el simbólico acto de cruzar el

río Rubicón hacia Italia seguido de su ejército. La contienda terminaría

inclinándose a favor del primero, que derrotó ampliamente a Pompeyo en

la batalla de Farsalia (Grecia). Éste, vencido pero con ánimo de

recomponerse, huyó hacia Egipto, donde esperaba contar con el apoyo del

hijo de su viejo amigo Auletes que, por otra parte, había sido

reconocido como legítimo rey de Egipto frente a Cleopatra por el Senado.

Cuando llegó a la costa (en Pelusio), una embarcación enviada por

Ptolomeo XIII en la que entre otros se hallaba un conocido compañero de

armas, el centurión Lucio Séptimo, le dispensó la bienvenida invitándole

a embarcar para conducirlo ante el faraón. Confiado, Pompeyo así lo

hizo, pero cuando al llegar a la playa tendió su mano para que le

ayudasen a levantarse con dignidad, Séptimo le atravesó con su espada.

Su esposa, Cornelia, contempló desde el barco que les había llevado al

puerto de Pelusio cómo lo decapitaban y arrojaban su cuerpo al mar.

 

Los consejeros del joven Ptolomeo querían congraciarse con César pues no

podían gobernar sin el apoyo de Roma y, por otra parte, suponían que

Pompeyo estaba del lado de Cleopatra, quien avanzaba desde el este con

su ejército. El asesinato de Pompeyo, aunque indigno, era a juicio del

joven rey la mejor opción política en una situación desesperada. Cuatro

días más tarde, César llegó a Alejandría en persecución de Pompeyo y fue

recibido por los consejeros de Ptolomeo con la cabeza de Pompeyo en la

mano. Algunas fuentes afirman que perdió el conocimiento, otras —las

más— que lloró, pero además debió de respirar aliviado por la muerte de

su enemigo. Aun así no estaba dispuesto a dejar pasar el asesinato

público de un ciudadano romano, por lo que inmediatamente desembarcó y,

desafiante, desfiló por la ciudad con sus lictores (magistrados)

portando los símbolos de su poder. Las revueltas populares ante la

afrenta que suponía la afirmación de un poder considerado extranjero no

se hicieron esperar, pero al caer la noche César ya se había apoderado

del palacio real. En los disturbios que siguieron durante las jornadas

posteriores tendría lugar el tristemente célebre incendio que acabó con

la Biblioteca de Alejandría, pero para entonces el conflicto entre

Cleopatra y su hermano había comenzado a resolverse y no precisamente

por las armas, o no por las armas de guerra, sino por las de la seducción.

 

 

 

Cleopatra y Julio César

 

Establecido en el palacio de Alejandría, César hizo llamar a su

presencia a Ptolomeo y Cleopatra. La guerra civil que el enfrentamiento

entre ambos parecía traer sin remedio no convenía a los intereses

estratégicos de una Roma en situación interna asimismo inestable, de

modo que decidió dar una solución al problema sucesorio egipcio.

Ptolomeo contaba con una situación de partida teóricamente más favorable

para que el conflicto se resolviese a su favor pues había mostrado su

fidelidad a César con la muerte de Pompeyo y, a diferencia de su

hermana, tenía el apoyo de los alejandrinos. Además, ésta se encontraba

fuera de la ciudad, junto con su ejército, por lo que Ptolomeo

fácilmente podría entrevistarse primero con César y convencerle de las

bondades de su reconocimiento como faraón por parte de Roma. No contaba

con la astucia de Cleopatra.

 

Al recibir la convocatoria de César, Cleopatra abandonó sus tropas y

partió con toda rapidez y en secreto hacia Alejandría. Había planeado un

golpe de efecto que pasaría a la historia gracias a la pluma de

Plutarco: burlando la vigilancia de los partidarios de su hermano, logró

introducirse en palacio envuelta en un fardo de tela de un mercader

siciliano, Apolodoro, que la condujo hasta la presencia de César y,

desenrollando el paquete, dejó caer a los pies de éste a una seductora,

agitada y feliz Cleopatra. La historia se ha popularizado y adornado

tanto que frecuentemente se dice que Cleopatra iba envuelta en una

exótica (y anacrónica) alfombra persa, pero no es eso lo que cuenta

Plutarco. En cualquier caso, cabe imaginar la sorpresa de César por la

osadía de una mujer a la que sacaba más de veinte años y a la que, sin

duda, encontró interesante.

 

Mucho se ha escrito acerca de la belleza de Cleopatra y su poder de

seducción, a pesar de que no se conserva ningún retrato; no obstante,

las fuentes de la época, al contrario que el mito, no afirman que fuese

una mujer especialmente bella aunque sí seductora. Como recuerda Janet

Louise Mente, «Plutarco describe a Cleopatra al menos en dos pasajes,

uno en el que dice: “Cleopatra tiene una voz como un instrumento de

muchas cuerdas”. Así que debía de haber algo en ella, tal vez su voz o

el modo en que hablaba, que hacía que los hombres, que la gente en

general se interesara por ella. Y también dijo que Platón hablaba de

cuatro modos distintos de alagar, pero Cleopatra conocía miles. Así que

quizá no era una mujer hermosa, pero debía de tener muchos encantos».

Para el historiador Wolfgang Schuller no cabe duda de que fueron dos

cosas las que cautivaron a César, «la astucia, en la que él pudo

reconocer a alguien que le igualaba en calculada osadía, y por supuesto

el atractivo de la joven como mujer». Cleopatra era una mujer refinada,

de modales cortesanos y amplia cultura conforme al reputado modelo

helenístico. Según las fuentes, dominaba multitud de lenguas diferentes,

incluida la egipcia, que sus sucesores habían abandonado en aras del

griego, y no necesitaba de intérpretes para tratar con extranjeros. Nada

de lo que vio César aquella noche en Alejandría debió de desagradarle.

Cuando al día siguiente Ptolomeo llegó para entrevistarse con César,

descubrió estupefacto que su hermana había evitado su vigilancia, se le

había adelantado, había intimado con César y había logrado convencerle

para que la apoyase. No es de extrañar que, como relata Plutarco, sin

poder contener su ira comenzase a gritar mientras arrojaba al suelo la

diadema que llevaba en la cabeza.

 

La solución al conflicto se produjo rápidamente. César procedió a leer

ante una asamblea pública el testamento de Auletes dejando de este modo

claro que esperaba que se diese cumplimiento a lo que en él se

establecía, es decir, el reinado conjunto de ambos hermanos. Cleopatra

VII y Ptolomeo XIII pasaron a ocupar el trono de Egipto, pero era la

primera quien, recordando las lecciones aprendidas, había asegurado el

vínculo con Roma: nueve meses más tarde daba a luz al único hijo varón

de César, Ptolomeo César, también conocido como Cesarión. César y

Cleopatra se convirtieron en amantes pero los meses siguientes no

resultaron precisamente tranquilos. El reparto equitativo de poder no

había contentado a nadie, ni siquiera a Cleopatra, pero ella sabía que

gozaba del favor de César y que lo mejor que podía hacer era aguardar a

que los acontecimientos se decantasen por sí solos. Y así sucedió, pues

los partidarios de Ptolomeo XIII y su hermana Arsinoe trataron de

oponerse por las armas a la decisión del general romano. El resultado

fue la muerte de Ptolomeo y sus colaboradores, la captura de Arsinoe y

el nuevo matrimonio nominal de Cleopatra con su hermano menor Ptolomeo

XIV para reinar conjuntamente. Ptolomeo XIV tenía trece años, Cleopatra

era la protegida de César y Egipto dependía por completo de Roma. La

reina tenía vía libre.

 

Una vez apaciguada la situación interna de Egipto, César se entregó a un

placentero y suntuoso viaje por el Nilo junto con su amante. Obviamente

no fue sólo un viaje de placer pues, como apunta Wolfgang Schuller, «al

hacer este viaje y llevar consigo soldados romanos manifestaba ante

Egipto que la cuestión del poder había sido resuelta a favor de

Cleopatra, que gozaba del apoyo de Roma». Por otra parte, Cleopatra

exhibía su triunfo segura de que su hijo sería la garantía de la

independencia de Egipto y de su perpetuación en el poder. Aunque la vida

en Alejandría era más que apetecible, César no podía abandonar sus

obligaciones políticas, de forma que en el verano del año 47 a. C. salió

hacia Asia Menor para defender los intereses militares romanos y un año

más tarde hacía su entrada triunfal en Roma conmemorando las victorias

habidas desde el año 58 a. C. en Galia, Egipto, el Ponto y África.

Arsinoe, la hermana de Cleopatra que había tratado de arrebatarle el

trono, encadenada como prisionera, formaba parte del séquito.

 

Pero el nacimiento de Cesarión y su relación con César habían hecho

acariciar a Cleopatra el sueño de compartir el poder conjunto de Egipto

y Roma. En palabras del historiador Antonio Loprieno, «es posible que la

aventura amorosa de Cleopatra con César la ayudara a tomar conciencia no

tanto de su papel personal como del papel de Egipto en el Imperio

romano. A través de su relación con César percibió que Roma prestaba una

atención especial a Egipto y quería que él jugase esa carta a favor de

los intereses de Egipto tanto como fuese posible». Guiada por esa idea,

se presentó en Roma con su hijo y su hermano-esposo en el otoño del 46

a. C. César acogió la visita con auténtica alegría e instaló a la reina

egipcia en una villa situada al otro lado del Tíber. Aunque la relativa

lejanía del alojamiento de Cleopatra no facilitó su presencia en el

centro de la vida social romana, lo cierto es que su estancia en Roma, y

particularmente el comportamiento de César al respecto (como la erección

de una estatua de oro de Cleopatra como Venus), causó no poca irritación

y se convirtió en un motivo más de crítica y afrenta para los enemigos

del hombre más poderoso de Roma. Finalmente, las tensiones internas de

la política romana cristalizaron en el famoso asesinato de César en los

idus de marzo del año 44 a. C. Los sueños y la seguridad de Cleopatra

saltaban en pedazos y un mes más tarde abandonaba Roma para regresar a

Egipto. Nada hacía presagiar que poco después, para desesperación de los

romanos, volvería a estar íntimamente situada en el centro del poder

político junto a Marco Antonio.

 

 

 

El destino final: Cleopatra y Marco Antonio

 

En torno a julio del año 44 a. C., Cleopatra regresó a Egipto y poco

después de un mes su hermano-esposo falleció. Las fuentes egipcias no

dan explicaciones sobre la muerte de Ptolomeo XIV, pero las romanas —que

describen a Cleopatra bajo la perspectiva del enemigo— afirman que su

hermana lo envenenó o bien ordenó que lo asesinaran. Fueran cuales

fuesen las causas de la muerte del jovencísimo faraón, se imponía la

necesidad de buscar un nuevo corregente varón para el trono egipcio y,

agotados los hermanos, la línea natural señalaba a Cesarión. ¿Asesinato?

No es posible saberlo, pero sin duda que la muerte de su hermano no

podía resultar más adecuada políticamente para los intereses de

Cleopatra. Así, con tres años Cesarión pasó a ser Ptolomeo XV y a

gobernar Egipto con su madre. El sobrenombre que ésta escogió para él

era toda una declaración de las intenciones políticas de Cleopatra:

Ptolomeo XV, Theos Filópator Filómetor («dios que ama a su padre y a su

madre»). Quizá algún día el hijo de César podría gobernar Roma además de

Egipto. Sólo había que esperar y dejar pasar el tiempo.

 

Entretanto en Roma se sucedían los acontecimientos a raíz del asesinato

de César. La apasionada lectura que hizo Marco Antonio de su testamento

desató una oleada de ira popular contra sus asesinos, los defensores de

la Roma republicana, especialmente Casio y Bruto. El poder estaba

nuevamente del lado de César. No sin problemas se formó un segundo

Triunvirato integrado por los incondicionales del general asesinado

—Octavio, Marco Antonio y Lépido— que abordó como tarea prioritaria la

captura de los asesinos que habían huido hacia la zona oriental del

Mediterráneo. Cleopatra trató de retrasar cuanto pudo su intervención

como reina de Egipto en el conflicto, pues su cautela política la

aconsejaba aguardar hasta que se hubiese decantado la situación hacia

alguno de los dos bandos, más aún cuando las tropas de Casio estaban tan

cerca de Egipto. Sólo cuando éstas se retiraron para acudir a la llamada

de Bruto, Cleopatra decidió enviar una poderosa flota de guerra en apoyo

de Marco Antonio y Octavio. Los barcos egipcios no tuvieron ocasión de

intervenir pues fueron devastados por una violenta tempestad, y antes de

que la reina pudiese armar una nueva flota las tropas de los triunviros

vencieron a los asesinos de César en Filipos.

 

La actitud titubeante de Cleopatra no había pasado desapercibida y por

esa razón el victorioso Marco Antonio reclamó su presencia en Asia Menor

para que aclarase la postura de Egipto en relación con Roma. Como años

antes cuando sorprendió a César envuelta en sábanas, Cleopatra preparó

un encuentro impactante con uno de los nuevos hombres fuertes de Roma.

Según Plutarco: «Se resolvió a navegar por el río Cidno en galera con

popa de oro, que llevaba velas de púrpura tendidas al viento, y era

impelida por remos con palas de plata, movidos al compás de la música de

flauta, oboes y cítaras. Iba ella sentada bajo dosel de oro, adornada

como se pinta a Venus». Cuando llegó al punto de encuentro, en lugar de

visitar a Antonio le invitó a participar en un fabuloso banquete en su

barco. Al día siguiente repitió su invitación y colmó a Marco Antonio y

sus invitados de magníficos regalos. Nuevamente desplegaba sus

habilidades políticas y su innegable poder de seducción. Como indica el

profesor Schuller, «sin duda a Cleopatra le costó poco convencer a

Antonio de que ella no solamente no había ayudado a los asesinos de

César, sino también de que incluso había tratado de prestar apoyo a los

partidarios de éste con barcos de guerra». Unas semanas después

Cleopatra regresaba a Alejandría y tras ella, un mes más tarde, llegaría

Marco Antonio.

 

Una vez más las pasiones políticas y humanas de Cleopatra coincidían y,

una vez más, dieron un fruto que unía los destinos de Roma y Egipto: en

el otoño del año 40 a. C., Cleopatra dio a luz mellizos. Marco Antonio

era padre de un varón llamado Alejandro y de una niña llamada Cleopatra.

Pero en Roma las intrigas políticas continuaban y, tras la desaparición

de Lépido de la escena pública, Octavio, hijo adoptivo de César,

acumulaba poder y con él se alimentaba el conflicto con Antonio, que

ante la situación —y antes del nacimiento de sus hijos— había optado por

regresar a Roma. Mientras Cleopatra traía al mundo a los hijos de Marco

Antonio, éste acordaba en Brundisium una reorganización del Triunvirato

con Octavio que se selló con su matrimonio con la hermana de éste,

Octavia. Durante los tres años siguientes el pacto de poder que

entregaba a Marco Antonio los dominios orientales de Roma y a Octavio

los occidentales funcionó, pero en el año 37 a. C. Antonio, que

aparentemente se dirigía hacia el este para combatir a los partos, en

lugar de seguir su rumbo decidió desviar su camino para volver a

encontrarse con Cleopatra en Egipto.

 

Una vez allí sucedió algo inesperado que las fuentes romanas atribuyen a

la desaparición de la voluntad de Marco Antonio en manos de la pasión de

Cleopatra: el romano solicitó ayuda militar de Egipto para abordar su

campaña militar contra los partos y Cleopatra accedió a dársela a cambio

de la devolución administrativa de buena parte de los territorios

orientales que Egipto había perdido en tiempos de los primeros

Ptolomeos. Marco Antonio aceptó y Cleopatra recibió el control de

Chipre, Creta, Libia, Siria, Fenicia, Cilicia y Nabatea. Además,

reconoció a los hijos de Cleopatra como propios. Ambos volvían a ser

amantes y desde Roma la situación se veía con preocupación. El poder de

Cleopatra había aumentado hasta ser el mayor de los faraones de su

dinastía aunque la soberanía finalmente pertenecía a Marco Antonio y a

Roma. Pero como Octavio y sus partidarios advertían, Marco Antonio le

pertenecía a ella.

 

En el año 36 a. C., Cleopatra daba a luz a otro hijo, Ptolomeo

Filadelfos. Poco después Antonio decidía reanudar su campaña contra los

partos, pero tras sufrir varias derrotas que mermaron sus tropas volvió

a retirarse a Alejandría. Entretanto, su esposa Octavia se puso al

frente de una expedición organizada por su hermano Octavio para enviarle

refuerzos. Cuando Antonio se enteró de ello escribió a Octavia

pidiéndole que regresase a Roma. La ofensa sería hábilmente empleada por

Octavio, que emprendió una intensa campaña de desprestigio de su rival

político en la que le hacía aparecer como una marioneta en manos de la

calculadora y ambiciosa Cleopatra.

 

Finalmente, un nuevo hecho llevaría la tensión con Roma a un punto

insostenible: las llamadas Donaciones de Alejandría. Para conmemorar un

acuerdo con los medos que le permitía frenar a los partos, Marco Antonio

organizó un desfile al modo de los triunfos romanos. A renglón seguido

se convocó una asamblea pública en la que los hijos de Cleopatra y

Antonio, y también Cesarión, fueron proclamados soberanos de los

territorios orientales devueltos a Egipto, e incluso de otros más hacia

el este, hasta la India, que aún se esperaba conquistar. Marco Antonio y

Cleopatra mostraban al mundo su sueño político conjunto. Como indica el

historiador Robert Gurval, «lo que llamamos las Donaciones de Alejandría

refleja la tradición romana de administración en el este. Marco Antonio

distribuyó territorios a Cleopatra y sus hijos. En ese momento

probablemente provocaron poca preocupación o problemas para Antonio en

Roma. Al año siguiente cuando comenzó la propaganda de guerra entre

Octavio y él, el primero usó los regalos para acusar a Marco Antonio de

traidor a su patria». La campaña de desprestigio dirigida por Octavio

arreció y, como señala asimismo Gurval, «la propaganda de Octavio contra

Marco Antonio y Cleopatra tuvo un gran éxito, y no porque fuera verdad o

porque la mayoría de los romanos la considerasen cierta, sino porque

éstos temían las consecuencias de que pudiera ser cierta. El miedo es

una herramienta poderosa e importante en cualquier forma de propaganda y

los romanos temían a Cleopatra como extranjera y como mujer».

 

En el año 32 a. C., en un rito solemne, Octavio declaraba la guerra a

Cleopatra, la mujer que hacía peligrar el poderío de Roma y que había

acabado con la voluntad de Marco Antonio.

 

El enfrentamiento entre Octavio y Marco Antonio tuvo lugar el 2 de

septiembre del año 31 a. C. en Accio. Se trató de una batalla naval en

la que la flota egipcia que apoyaba a las fuerzas de Marco Antonio y que

estaba comandada por Cleopatra abandonó el escenario de la batalla antes

de que ésta concluyese. Los historiadores romanos hablan de deserción

cobarde de Cleopatra pero actualmente se cree que ésta obedeció las

directrices de Antonio para evitar que el tesoro egipcio que trasladaban

sus barcos, así como la propia reina, cayesen en manos enemigas. Al

parecer de Robert Gurval, «el hecho más importante que nos enseñan las

fuentes históricas sobre la batalla de Accio es que la flota egipcia,

unos sesenta barcos completos, Cleopatra y, lo que es aún más

importante, el tesoro egipcio, escaparon de la batalla. Eso

probablemente no se debió a la cobardía de Cleopatra sino a la

estrategia de Marco Antonio». Su derrota fue abrumadora y, tras pensar

en quitarse la vida, sus fieles le convencieron de que se reuniese con

Cleopatra en Alejandría.

 

El fin de la pareja se acercaba. En un último intento de salvar el sueño

político para sus hijos, ambos enviaron misivas a Octavio para llegar a

un acuerdo, pero la situación no admitía vuelta atrás. Éste se dirigió a

Egipto en persecución de Antonio, que preparó sus fuerzas para salirle

al encuentro. Corría el verano del año 30 a. C. y Octavio ponía seguro

sus pies en Egipto en el puerto de Pelusio. Las tropas de Marco Antonio

lo traicionaron cuando lo saludaron y se unieron al enemigo.

Desesperado, se dirigió a Alejandría en busca de Cleopatra, y por el

camino le llegaron rumores de que la reina se había suicidado.

Abandonado por todos desenvainó su espada y decidió poner fin a su vida.

Sin embargo Cleopatra estaba viva y refugiada en el magnífico mausoleo

que había hecho construir para su muerte. Le hicieron llegar el cuerpo

aún con vida de Marco Antonio y ella misma, ayudada de una sirvienta,

logró hacerlo entrar en el mausoleo a través de una ventana antes de que

muriese desangrado en sus brazos.

 

Poco después, Octavio hizo su entrada en Alejandría y capturó a

Cleopatra. Pretendía llevarla en su cortejo cuando hiciese su entrada

triunfal en Roma, pero como no podía ser de otro modo, Cleopatra no

estaba dispuesta a consentirlo. En los días siguientes trató de quitarse

la vida privándose del alimento, pero Octavio la amenazó con matar a sus

hijos. La última gran demostración de sus encantos iba a tener lugar:

solicitó hablar con Octavio y le hizo creer que aspiraba a lograr la

intercesión de su esposa Livia para proteger a sus hijos. Debió de

hacerlo con toda la habilidad de la que era capaz pues Octavio se

convenció de que había renunciado a sus intenciones suicidas y de que

deseaba una solución diplomática. Como afirmó Plutarco, «se retiró

contento, pensando ser engañador, cuando realmente era engañado». Tras

la entrevista Cleopatra visitó la tumba de Antonio, se bañó y arregló

con sus mejores galas y organizó una cena en sus aposentos. Cuando

apareció un criado portando una cesta de hermosos higos nadie sospechó

que bajo los frutos se escondía un áspid. Finalizada la cena, Cleopatra

se quedó a solas con dos de sus sirvientas, Eiras y Carmion, y envió un

mensaje a Octavio pidiendo ser enterrada junto a Marco Antonio. Cuando

éste recibió la misiva salió corriendo con algunos de sus hombres para

intentar impedir lo inevitable. Al llegar a la habitación de Cleopatra

ésta yacía muerta sobre el lecho. Eiras estaba muerta a sus pies y

Carmion con su último aliento colocaba bien la diadema de la última

reina de Egipto.

 

La muerte de Cleopatra marcó el final de una época. El Egipto de los

faraones pasaba a la historia y la Roma imperial iniciaba su andadura

bajo Octavio Augusto. El sueño de dominar el Mediterráneo oriental e

incluso de emular los logros de Alejandro Magno desaparecía con

Cleopatra y Marco Antonio, y con ellos expiraba un tiempo. Roma se abría

paso borrando del mapa su huella, pues como recuerda Robert Gurval,

«cuando Octavio dejó Alejandría para celebrar su triunfo en Roma,

Cesarión había muerto y el hijo mayor de Marco Antonio había sido

ejecutado. De los tres hijos de Cleopatra y Marco Antonio, los dos

chicos habían desaparecido y la hija había sido entregada en matrimonio

a un rey africano. La estirpe de los Ptolomeos había llegado a su fin.

Octavio había sido aconsejado por el filósofo Ario Dídimo, que tomó

prestada una frase de la Ilíada de Homero: «No es bueno que haya

demasiados Césares». Sin embargo, la memoria de Cleopatra permaneció

viva y terminarían siendo los historiadores romanos quienes la elevasen

a mito.

 

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