ANTONIO MUÑOZ MOLINA 05/03/1997
Hay que irse de vez en cuando, hace falta alejarse de España aunque sólo sea
unos pocos días, el tiempo preciso para respirar de otro modo, para mirar otra
luz y escuchar otras voces, para no ver cada mañana los mismos titulares en los
mismos periódicos y no arriesgarse a contraer un envenenamiento del alma si se
conectan por error ciertos programas de, televisión o dé radio. No hace falta
viajar a lugares remotos, ni intentar perderse en paraísos tropicales con lujo de
postal. Ni siquiera es preciso irse para mucho tiempo. Basta irse unos días,
tomar a media tarde un avión y encontrarse al anochecer en Lisboa, en París, en
Roma, en Amsterdam, subir novelescamente, a un tren nocturno, adormecerse
con sus golpes rítmicos sobre las vías y encontrar en la ventanilla, al abrir los
ojos unas horas más tarde, un paisaje que parece la prolongación del sueño, una
tierra extranjera en la que está amaneciendo y donde los colores tienen con la
primera luz del día un esfumado de distancia, de velocidad y de niebla.Horas
antes de salir, ya se ha apoderado de nosotros la emoción y el dinamismo del
viaje, que es como un imán del porvenir, y nos parece que nos movemos por la
casa o por la calle de siempre con una ligereza que nos distingue de antemano
de quienes van a quedarse, lentos vecinos sedentarios que ni si quiéranos
envidian. La última noche antes de la partida suele ser una noche de insomnio:
el alma, la imaginación ya han emprendido el viaje, pero las horas siguen
conservando la lentitud de los días normales, y el cuerpo cumple con desgana
obstinada sus tareas de siempre, los automatismos y astucias que mañana ya no
le servirán, porque los interruptores de la luz no estarán donde los busquen.las
manos, y ni el camino hacia el cuarto de baño ni la orientación de las ventanas
se corresponderán con la geografía conocida de, las cosas.
Es frecuente el elogio del romanticismo del tren y la denostación de los aviones,
un maniqueísmo sentimental que se parece a la preferencia por la estiográfica o
la máquina de escribir frente a la presunta frialdad robótica del ordenador. A mí
me gusta igual escribir con una pluma sobre un papel liso y tenuamente
cuadriculado o rayado que deslizar las yemas veloces de los dedos sobre el
teclado de un portátil.
También puedo disfrutar de una partida y una llegada en tren, de la lectura y
luego el sueño en un expreso nocturno, pero no me parece menos excitante la
inmediatez del viaje en avión, su parte indudable, de irrealidad y prodigio.
Me encuentro una mañana encerrado, en un taxi, camino del aeropuerto, en
medio de un atasco de tráfico, oyendo por obligación a los calumniadores
profesionales y a os, venenosos charlistas de una conocida emisora eclesiástica,
y unas horas después, aunque me parezca mentira, estoy en otro mundo,
sentado, por ejemplo, en la terraza del café A Brasileira, a la luz apacible, de
Lisboa. En una calle de Portugal, o de Italia, a unas horas de viaje lo. primero
que uno siente no es el entusiasmo por el descubrimiento o el regreso, sino el
alivio infinito de haber escapado de la charla y la olla a presión de la actualidad
española, de nuestra propensión a la aspereza, al encierro, a los malos modos, al
ensimismamiento en la sin razón.
Desde hace siglos, la caverna española es ferozmente autárquica. En el fondo,
las actuales pasiones nacionalistas por la identidad primigenia, por el,
encastillamiento en la aldea y en la sangre de uno, son la repetición de ese
instinto de afirmarse negando lo, extranjero y lo diverso sobre el cual se edificó,
para nuestra. desgracia, la España católica y hambrienta de la contrarreforma.El
único antídoto es viajar. Don Pío Baroja, cada vez que terminaba una novela, se
olvidaba y se curaba de ella tomando un tren hacia cualquier capital europea. La
España de los años veinte y treinta, con todo su empuje de modernidad y
universalización, es en gran parte el resultado de un cierto número de viajes
cruciales, muchos de ellos costeados por aquella admirable institución que fue la
Junta para la Ampliación de Estudios.Ortega y Gasset, Antonio Machado, Pedro
Salinas, Manuel Azaña, Jorge Guillén, Juan Negrín, Juan Ramón Jiménez,
Francisco Ayala, Victoria Kent, Luis Buñuel, José Moreno Villa: no hay ninguno
de nuestros mejores escritores, científicos, cineastas o dirigentes políticos que
no fuera un resuelto viajero. Ahora, igual que entonces, hay que salir para
aprender, pero sobre todo para no dejarse asfixiar, para no intoxicarse con el
tufo de la maledicencia y la cerrazón española, que es un tufo de brasero
antiguo, de mesa camilla de tertulia provinciana y beata con un retablo de
carcas tétricos como de cuadro de Gutiérrez Solana, de mascarones que se rían
irrisorios si no ocultaran tras sus rasgos de cartón una ilimitada mala leche, una
incomparable capacidad de hacer daño impunemente: genios de la literatura
que se mueren por salir cinco minutos en un programa de variedades de la
televisión, héroes del periodisma ennoblecidos por la mentira y el chantaje,
jueces especializados en perseguir a los infortunados y a los débiles y en reservar
su compasión para los violadores y los narcotraficantes, dirigentes políticos a
quienes el poder les devuelve una, catadura facial de jerarcas franquistas.
Todo desaparece en unas horas, se deshace como un mal sueño, deja de. existir
en cuanto se abren en otro país las páginas de un periódico extranjero. Durante
unos días parece que uno respira más hondo, que va caminando de otro modo, y
cuando llega la hora de subir de nuevo al tren o al avión se encuentra más ligero
y más fuerte, con un sentido más nítido y sereno de la realidad. Lo malo es que
basta llegar de vuelta a Barajas y subir a un taxi para escuchar en la radio a los
mismos charlistas expidiendo el mismo veneno para mirar en los quioscos los
mismos titulares en los mismos periódicos. Qué ganas dan entonces de irse
enseguida otra vez, de poner tierra por medio, camino de cualquier país donde
no haya noticia de esa gente.
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