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miércoles, 19 de mayo de 2021

Tierra por medio

 

                                 ANTONIO MUÑOZ MOLINA 05/03/1997 

 

Hay que irse de vez en cuando, hace falta alejarse de España aunque sólo sea 

unos pocos días, el tiempo preciso para respirar de otro modo, para mirar otra 

luz y escuchar otras voces, para no ver cada mañana los mismos titulares en los 

mismos periódicos y no arriesgarse a contraer un envenenamiento del alma si se 

conectan por error ciertos programas de, televisión o dé radio. No hace falta 

viajar a lugares remotos, ni intentar perderse en paraísos tropicales con lujo de 

postal. Ni siquiera es preciso irse para mucho tiempo. Basta irse unos días, 

tomar a media tarde un avión y encontrarse al anochecer en Lisboa, en París, en 

Roma, en Amsterdam, subir novelescamente, a un tren nocturno, adormecerse 

con sus golpes rítmicos sobre las vías y encontrar en la ventanilla, al abrir los 

ojos unas horas más tarde, un paisaje que parece la prolongación del sueño, una 

tierra extranjera en la que está amaneciendo y donde los colores tienen con la 

primera luz del día un esfumado de distancia, de velocidad y de niebla.Horas 

antes de salir, ya se ha apoderado de nosotros la emoción y el dinamismo del 

viaje, que es como un imán del porvenir, y nos parece que nos movemos por la 

casa o por la calle de siempre con una ligereza que nos distingue de antemano 

de quienes van a quedarse, lentos vecinos sedentarios que ni si quiéranos 

envidian. La última noche antes de la partida suele ser una noche de insomnio: 

el alma, la imaginación ya han emprendido el viaje, pero las horas siguen 

conservando la lentitud de los días normales, y el cuerpo cumple con desgana 

obstinada sus tareas de siempre, los automatismos y astucias que mañana ya no 

le servirán, porque los interruptores de la luz no estarán donde los busquen.las 

manos, y ni el camino hacia el cuarto de baño ni la orientación de las ventanas 

se corresponderán con la geografía conocida de, las cosas.

Es frecuente el elogio del romanticismo del tren y la denostación de los aviones, 

un maniqueísmo sentimental que se parece a la preferencia por la estiográfica o 

la máquina de escribir frente a la presunta frialdad robótica del ordenador. A mí 

me gusta igual escribir con una pluma sobre un papel liso y tenuamente 

cuadriculado o rayado que deslizar las yemas veloces de los dedos sobre el 

teclado de un portátil.

También puedo disfrutar de una partida y una llegada en tren, de la lectura y 

luego el sueño en un expreso nocturno, pero no me parece menos excitante la 

inmediatez del viaje en avión, su parte indudable, de irrealidad y prodigio.

Me encuentro una mañana encerrado, en un taxi, camino del aeropuerto, en 

medio de un atasco de tráfico, oyendo por obligación a los calumniadores 

profesionales y a os, venenosos charlistas de una conocida emisora eclesiástica, 

y unas horas después, aunque me parezca mentira, estoy en otro mundo, 

sentado, por ejemplo, en la terraza del café A Brasileira, a la luz apacible, de 

Lisboa. En una calle de Portugal, o de Italia, a unas horas de viaje lo. primero 

que uno siente no es el entusiasmo por el descubrimiento o el regreso, sino el 

alivio infinito de haber escapado de la charla y la olla a presión de la actualidad 

española, de nuestra propensión a la aspereza, al encierro, a los malos modos, al 

ensimismamiento en la sin razón.

Desde hace siglos, la caverna española es ferozmente autárquica. En el fondo, 

las actuales pasiones nacionalistas por la identidad primigenia, por el, 

encastillamiento en la aldea y en la sangre de uno, son la repetición de ese 

instinto de afirmarse negando lo, extranjero y lo diverso sobre el cual se edificó, 

para nuestra. desgracia, la España católica y hambrienta de la contrarreforma.El 

único antídoto es viajar. Don Pío Baroja, cada vez que terminaba una novela, se 

olvidaba y se curaba de ella tomando un tren hacia cualquier capital europea. La 

España de los años veinte y treinta, con todo su empuje de modernidad y 

universalización, es en gran parte el resultado de un cierto número de viajes 

cruciales, muchos de ellos costeados por aquella admirable institución que fue la 

Junta para la Ampliación de Estudios.Ortega y Gasset, Antonio Machado, Pedro 

Salinas, Manuel Azaña, Jorge Guillén, Juan Negrín, Juan Ramón Jiménez, 

Francisco Ayala, Victoria Kent, Luis Buñuel, José Moreno Villa: no hay ninguno 

de nuestros mejores escritores, científicos, cineastas o dirigentes políticos que 

no fuera un resuelto viajero. Ahora, igual que entonces, hay que salir para 

aprender, pero sobre todo para no dejarse asfixiar, para no intoxicarse con el 

tufo de la maledicencia y la cerrazón española, que es un tufo de brasero 

antiguo, de mesa camilla de tertulia provinciana y beata con un retablo de 

carcas tétricos como de cuadro de Gutiérrez Solana, de mascarones que se rían 

irrisorios si no ocultaran tras sus rasgos de cartón una ilimitada mala leche, una 

incomparable capacidad de hacer daño impunemente: genios de la literatura 

que se mueren por salir cinco minutos en un programa de variedades de la 

televisión, héroes del periodisma ennoblecidos por la mentira y el chantaje, 

jueces especializados en perseguir a los infortunados y a los débiles y en reservar 

su compasión para los violadores y los narcotraficantes, dirigentes políticos a 

quienes el poder les devuelve una, catadura facial de jerarcas franquistas.

Todo desaparece en unas horas, se deshace como un mal sueño, deja de. existir 

en cuanto se abren en otro país las páginas de un periódico extranjero. Durante 

unos días parece que uno respira más hondo, que va caminando de otro modo, y 

cuando llega la hora de subir de nuevo al tren o al avión se encuentra más ligero 

y más fuerte, con un sentido más nítido y sereno de la realidad. Lo malo es que 

basta llegar de vuelta a Barajas y subir a un taxi para escuchar en la radio a los 

mismos charlistas expidiendo el mismo veneno para mirar en los quioscos los 

mismos titulares en los mismos periódicos. Qué ganas dan entonces de irse 

enseguida otra vez, de poner tierra por medio, camino de cualquier país donde 

no haya noticia de esa gente.


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