Amazon Prime

Kindle

jueves, 20 de junio de 2024

UN CERDO MUY FURIOSO Kenneth Cook

 


Los cerdos australianos tienen las jetas más feas del mundo. Tienen un carácter a juego. Lo sé, porque hace poco uno de ellos se esforzó muy seriamente por devorarme. Estaba en su derecho, porque yo había hecho un esfuerzo igualmente serio por abatirlo. Sin embargo, en el momento del encuentro a mí no me interesaba la cuestión moral, solo sobrevivir.

Acababa de terminar una novela titulada Cerdo, y la productora de cine C.C. y P. Pty Ltd había adquirido los derechos para llevarla al cine. Mientras investigaba para el libro, pasé mucho tiempo cazando cerdos en diversas partes de Australia y me consideraba poco menos que un aficionado experto en el tema de los cerdos asilvestrados. Son unas criaturas horribles que están destrozando gran parte del entorno natural australiano. Estaba exponiéndole mis puntos de vista sobre la naturaleza generalmente pestilente de los cerdos al productor, John Crew, cuando me preguntó si estaría dispuesto a viajar al oeste y conseguir un ejemplar apropiado de cerdo asilvestrado que los modeladores pudieran utilizar como base para el cerdo mecánico que había que diseñar para la película. Accedí de buena gana porque los honorarios que me ofreció estaban bastante por encima de lo que valía la misión. O eso pensaba yo. Sabía donde había cerdos en abundancia y tenía mucha experiencia en la técnica de abatirlos a tiros.

Hice planes para conducir mi Honda Civic hasta las Marismas de Macquarie, en la parte centro occidental de Nueva Gales del Sur, donde sabía que había miles de cerdos asilvestrados. Es más, ha habido cerdos en las marismas durante más de cien años y han revertido al tipo originario de la leyenda porcina: con cresta, negro, enorme y feroz.

Un par de días antes de emprender el viaje, me di un golpe en el ojo derecho contra el cierre de una ventana. Fue muy poca cosa, pero tuvieron que ponerme cuatro puntos en el párpado derecho.

A su debido tiempo, fui conduciendo hasta las marismas y solicité permiso a un granjero local para salir y abatir un cerdo.

Estaba buscando el cerdo asilvestrado más grande y más horrible que pudiera encontrar, porque el argumento de mi novela versa sobre una criatura semejante. La idea era que en cuanto abatiese al cerdo, lo cargaría en el coche y volvería corriendo a Sídney, donde los modeladores lo disecarían. Iba armado con un viejo fusil militar del calibre 303 que poseía desde hacía unos años y con el que soy razonablemente competente.

Conduje hasta un prado y aparqué el coche a unos doscientos metros de los juncos que marcan el comienzo de las marismas; después decidí que convendría limpiar el rifle, que llevaba algún tiempo sin usar. Terminé bastante pronto con esta sencilla tarea, me aseguré de llevar un cargador lleno, con seis balas y unas cuantas más en el bolsillo y me fui paseando hacia las marismas.

Hay que tener en cuenta que soy un hombre de mediana edad de costumbres habitualmente sedentarias, dado a evitar el ejercicio y a excederme con la comida y el alcohol. En otras palabras, estoy gordo y en mala forma física. Si estuviera desarmado jamás me acercaría a un cerdo asilvestrado, pero con una 303 en las manos el más decadente de los hombres puede competir con cualquier cerdo.

Apenas había recorrido un centenar de metros desde mi coche cuando vi al verraco más grande, más feo, más negro y de aspecto más feroz que he visto en toda mi vida. Estaba al borde de los juncos mirándome con curiosidad.

Aquello era un golpe de suerte increíble, mi única duda era si podría cargar a semejante animal en la parte trasera de mi coche.

Levanté el rifle, apunté cuidadosamente y disparé, esperando con toda confianza que el cerdo tuviera la decencia de caerse redondo.

No lo hizo. Chilló de rabia y arremetió contra mí.

Estaba sorprendido porque tenía la razonable certeza de que le había dado, y la mayoría de cerdos alcanzados por una bala del calibre 303 se acuestan tranquilamente para no volver a levantarse. Pero no estaba desconcertado porque otros cerdos ya habían arremetido contra mí. Lo único que hay que hacer es seguir disparando hasta que caen. La única diferencia, en el caso de aquel ejemplar, es que era más grande que ningún cerdo que hubiera arremetido antes contra mí, pero eso significaba que era un blanco mejor de lo habitual.

Lo alineé con el punto de mira mientras se precipitaba hacia mí y, entonces hice lo que se suele hacer: me froté el ojo derecho con la mano para aclararme la vista.

Me había olvidado de los puntos que tenía en el ojo. Me arranqué uno de ellos y el párpado empezó a sangrar, cegándome a todos los efectos. De no ser porque un cerdo furioso estaba abalanzándose sobre mí con muy malas intenciones habría sido algo trivial.

Intenté apuntar con el ojo izquierdo, pero a menos que uno esté acostumbrado a hacerlo eso es casi imposible. Yo no lo estaba. Apenas pude apuntar al verraco, solo apenas. Pero no había nada que pudiera hacer salvo empezar a disparar. Empecé a hacerlo. Disparé cinco veces, y a menos que aquel verraco llevase blindaje, fallé todos y cada uno de los disparos.

Mi fusil se quedó vacío y el cerdo se encontraba a unos cinco metros de mí.

Ahora solo me quedaba una cosa por hacer, y la hice.

Me dejé llevar por el pánico, solté el fusil y salí corriendo.

Con la escasa capacidad de raciocinio que me quedaba, me di cuenta de que mi coche estaba a unos cien metros y que no llegaría a él antes de que el verraco me alcanzara. Soy demasiado viejo y estoy demasiado gordo para correr los cien metros lisos.

No obstante, a solo unos pocos metros había un joven eucalipto de unos tres metros de altura. Me acerqué a él y trepé como un varano, hazaña que jamás podría haber realizado salvo impelido por el terror en estado puro.

El problema es que el eucalipto no tenía ninguna rama de consideración y la única forma en que podía mantenerme a la imprescindible altura de un par de metros del suelo era rodeando el esbelto tronco con mis brazos y con mis piernas aguantando mi propio peso con la fuerza de mis músculos. Pesaba unos cien kilos. Mi musculatura no está en muy buenas condiciones.

Bajé la vista y ahí estaba el verraco, fulminándome con la mirada, rechinando los colmillos y echando espuma por la boca.

Ya empezaban a dolerme brazos y piernas de sujetarme al árbol y sabía que solo era cuestión de minutos que cayera al suelo. Cuando lo hiciera, el verraco, estaba convencido, me golpearía, me mordería y me patearía hasta matarme con considerable pericia y entusiasmo. Una sola mirada a aquel espantoso rostro bastaba para excluir cualquier posibilidad de negociación. Además, yo había intentado matarlo: él solo me estaba correspondiendo.

En esos momentos no pensaba en todo eso. La única actividad cerebral que podría describirse como pensamiento era la conciencia de que lo mejor que podía hacer era tratar de recuperar mi fusil y cargarlo.

El verraco daba vueltas al árbol con cara de estar pensando en subir a buscarme. Yo me agarré hasta que se colocó del lado opuesto a donde estaba el fusil antes de dejarme caer al suelo y correr en busca de mi arma. No sé cómo de cerca de mí estaría el verraco porque no miré, pero estaba chillando otra vez. Podía oír sus pezuñas sobre la dura tierra cocida y sin duda fue cosa de mi imaginación, pero juro que sentí su cálido aliento en la nuca.

Llegué hasta el fusil, lo cogí por la boca y di media vuelta con alguna vaga noción de tratar de volver a subir al árbol y cargarlo de nuevo. Cómo exactamente iba a trepar al árbol con un fusil en una mano era algo que no sabía. En aquel momento no me estaba comportando de un modo muy racional. En cualquier caso, era irrelevante. Tenía al verraco prácticamente encima. Con la cabeza gacha y la cola levantada, se dirigía hacia mis piernas con letales intenciones.

Hice lo que tendría que haber hecho en primer lugar. Utilicé el fusil como garrote. Sujetando el cañón con ambas manos, lancé un golpe tremendo a la cabeza del cerdo.

Fallé.

No solo fallé, sino que me caí de espaldas y perdí el fusil, que salió volando varios metros antes de aterrizar sobre la hierba mientras el verraco se aproximaba y comenzaba a devorarme.

Me había arrancado los pantalones a medias y estaba haciendo grandes progresos en lo que a mis piernas se refiere (aún conservo las cicatrices) cuando decidí que no era demasiado viejo y gordo para correr cien metros hasta mi vehículo.

Le di una patada en la jeta al verraco, me puse en pie y recorrí aquellos cien metros, estoy convencido, más rápidamente que cualquier atleta de la historia.

Logré llegar al coche una fracción de segundo antes que el cerdo (creo; no miré pero podía oír el rumor de aquellas pezuñas pisándome los talones).

La puerta estaba cerrada.

A aquellas alturas, dado que era incapaz de respirar y mi corazón de mediana edad amenazaba con detenerse, me sentí inclinado a tenderme en el suelo y dejar que el verraco hiciera conmigo lo que quisiera. Pero con la última gota de adrenalina exprimida que penetró en mi organismo, me encaramé sobre el capó y desde ahí me subí al techo de mi Honda. El verraco chocó contra el coche con tal fuerza que la puerta se dobló. El cerdo no sufrió daño alguno, al parecer.

Me quedé hecho una bola en el tejado del coche, tratando de recobrar el aliento, desprovisto de miedo porque estaba tan cerca de expirar que era incapaz de sentir emociones y no hacía sino preguntarme si el cerdo sería capaz de subir al capó y de ahí al techo y atraparme.

Pero no podía o al menos no sabía cómo. El verraco daba vueltas sin cesar alrededor del coche fulminándome con la mirada y echando espuma por la boca.

Las llaves del coche las tenía en el bolsillo y poco a poco me di cuenta de que lo único que tenía que hacer era esperar a que el cerdo estuviera en uno de los lados del coche, bajarme del otro, abrir la puerta, meterme y alejarme conduciendo sano y salvo.

Sin embargo, el cerdo también parecía ser consciente de esa posibilidad, y no dejó de patrullar alrededor del coche, a la espera de que le ofreciera un brazo o una pierna que poder arrancarme. No había forma de que me diera tiempo a bajar y abrir la puerta.

Entonces me fijé en que la baqueta que había utilizado para limpiar el fusil estaba encima del capó. Sin darme muy bien cuenta de por qué, estiré el brazo y la cogí. Supongo que mi pobre mente desbordada por el miedo albergaba la vaga noción de que pudiera servirme de algún modo como arma. Por supuesto, era más o menos tan útil como un bastón contra un elefante furioso, pero llegado a ese punto yo había perdido la cordura. Agarré la baqueta con fuerza y la blandí ante el cerdo. Este se limitó a mirarme torvamente; no estaba nada impresionado.

Tal como yo la recuerdo, aquella situación de pulso duró varios días, pero la razón me dice que solo duró unos minutos antes de que brotara un plan de mi cerebro deshecho.

Una de las excentricidades de mi coche es que tiene una bocina muy potente, y me di cuenta de que podría tocarla con la baqueta. Esperé a que el cerdo estuviera delante del coche, donde el efecto de la bocina sería mayor, deslicé la baqueta a través de la ventanilla que estaba ligeramente abierta, y lo pulsé.

Sonó a todo trapo. El cerdo dio un salto de más de medio metro de altura, chilló, dio media vuelta y salió corriendo.

Yo me bajé del techo, abrí la puerta, la cerré de golpe y me recosté en el asiento jadeando. El hombre, a fin de cuentas, era superior al cerdo.

Ahora bien, aquel cerdo era muy resuelto. Siguió corriendo hasta llegar casi al borde de la marisma, pero entonces hizo una pausa y pareció cambiar de opinión. Dio media vuelta y nos miró al coche y a mí.

A aquellas alturas, yo estaba dispuesto a rendirme y regresar a casa. Lo único que quería era recuperar mi 303 y pasar una noche tranquila en el motel de Quambone bebiendo whisky.

Pero el cerdo no tenía interés en poner fin a las hostilidades. Arremetió y atravesó la llanura sin que yo supiera exactamente lo que tenía en mente. Era evidente que estaba muy enfadado, y motivos no le faltaban.

Arranqué el coche y empecé a conducir en ángulos rectos para alejarme del cerdo mientras me dirigía a las verjas del prado. Las había cerrado a mis espaldas, y si aquel maldito cerdo tenía intención de proseguir el enfrentamiento no podría salir del coche para abrir la verja.

Pero al cerdo le dio por hacer el kamikaze. Se lanzó directamente contra el coche a toda la velocidad de la que era capaz, es decir, a gran velocidad. En ese momento el coche se movía a unos treinta kilómetros por hora.

El cerdo chocó contra el Honda.

El parachoques del Honda se dobló y el radiador se reventó. El cerdo sucumbió por completo.

Me quedé sentado en el coche durante diez minutos antes de abrir con cuidado la puerta y examinar el cadáver de mi adversario.

Era un cerdo muy grande.

Traté de cargarlo en la parte de atrás del Honda, pero fue imposible. No podía ni moverlo.

El Honda logró llegar renqueando hasta Quambone y un mecánico aficionado local muy listo lo dejó lo bastante apañado para que pudiera conducirlo hasta Warren, donde alquilé una camioneta y los servicios de un fornido joven. Volvimos a las marismas y cargamos al cerdo en la camioneta, tras lo cual me fui conduciendo hasta Sídney.

El verraco pesaba ciento cuarenta y siete kilos y sirvió de modelo perfecto para el cerdo asilvestrado que era el tema de mi novela.

Le presenté a John Crew una factura por los daños sufridos por mi Honda y el coste del alquiler de la camioneta, mis pantalones destrozados y la pérdida de mi 303, que nunca encontré. En conjunto, la factura ascendía a una cantidad muy superior a los honorarios que Crew me había ofrecido en un principio.

Rehusó pagar alegando que en el presupuesto de la película no había nada previsto para lidiar con tales circunstancias. De hecho, dijo que lo que me había sucedido era tan gracioso que debería de ponerlo por escrito. Yo le respondí, evidentemente, que al igual que tantas otras historias completamente ciertas, era absolutamente increíble.

Sin embargo, conservo la cabeza disecada del cerdo y a veces miro los redondos y brillantes ojos falsos de mi difunto adversario y me pregunto qué habría hecho él conmigo si la lucha se hubiera decantado a su favor.

 

FIN

 

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario