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miércoles, 17 de noviembre de 2021

Monasterio de Lieja, 1333. Por Santiago Posteguillo.



Monasterio de Lieja, 1333



Eran dos viajeros del sur. Uno más decidido, con veintisiete o veintiocho años, y el otro, su asistente, apenas un mozalbete de dieciséis. El sol se ponía en el horizonte y amenazaba lluvia, pero la silueta de la abadía se vislumbraba a una legua escasa de camino. Apretaron el paso y llegaron a las puertas del monasterio con la noche recién iniciada. A una mirada de su maestro, el joven asistente golpeó la gran puerta varias veces, con todas sus fuerzas. Varios truenos bramaban en las cercanías y el muchacho empezaba a temerse lo peor: una noche al raso o refugiados bajo un árbol, mojándose y helándose de frío... Entonces los goznes de la puerta chirriaron. El viajero más veterano dio un paso, se situó por delante del joven y habló en latín al monje que miraba desde el otro lado de la puerta entreabierta con cara de pocos amigos.

—Mi nombre es Petrarca, Francesco Petrarca, y el abad sabe de mi venida hasta aquí. Me espera.

El monje no dijo nada, pero los dejó pasar.

Los acomodaron en la cocina, donde se estaba caliente, y les sirvieron un plato de sopa y algo de vino. El monje que les había abierto la puerta apareció de nuevo en la cocina y se dirigió a los viajeros recién llegados.

—En efecto, el abad os espera, pero es tarde. Os recibirá mañana, al amanecer. Os estoy preparando una celda. —Y sin esperar respuesta dio media vuelta.

Petrarca, satisfecho su apetito y a la espera de que los condujesen a la habitación donde pasarían la noche, paseó por entre las mesas de cacerolas, cuchillos y otros utensilios similares hasta que algo le llamó la atención. Se detuvo frente a un montón de pergaminos viejos que estaban amontonados en un mar de polvo y telarañas.

—¿Y esto, hermano? —preguntó Petrarca al cocinero, que fregaba con fruición varias sartenes.

—Leña —respondió el monje. No eran hombres de muchas palabras en Lieja.

Petrarca asintió, pero se agachó y tomó un pergamino de entre los muchos de aquel montón.

—¿Puedo? —inquirió mientras lo cogía.

—Aquí el tiempo corre despacio y cada uno lo pierde como quiere —respondió el hermano cocinero—. No hay nada santo ni devoto en esos pergaminos viejos, si es eso lo que teméis, pero mirad a vuestro antojo.

Petrarca se sentó a una mesa y empezó a leer. Parecía una receta vieja o quizá una explicación sobre algún ungüento remoto, escrito en muy mal latín. Repitió la operación y extrajo más textos antiguos, arañados por el tiempo y el peso lento de los años; obtuvo resultados parecidos hasta que, de pronto, sus ojos se abrieron por completo y su faz se hinchó de asombro. A Petrarca empezaron a temblarle las manos y una lágrima se deslizó por su mejilla.

—No es posible... —dijo, al fin, en un susurro. Su asistente se acercó y le preguntó, también en voz baja:

—¿Qué no es posible, maestro?

—Esto —dijo; y alargó la mano, mostrándole el pergamino que acababa de leer. Su asistente se esforzó y leyó las primeras líneas torpemente, palabra a palabra, pero su expresión confusa revelaba a las claras que él no entendía la importancia de aquel hallazgo que tanto parecía haber impresionado a su maestro.

—Si... quid... est... in... me... ingenii... iudices... Parece un texto legal antiguo...

—Es Cicerón.

En 1333, Francesco Petrarca reencontró el discurso de Cicerón en defensa de su maestro Archia que durante más de mil años se había dado por perdido. Petrarca no sólo fue uno de los más grandes poetas, que reinventaría la poesía moderna con sus sonetos a Laura, en los que luego se fijarían Garcilaso o Shakespeare; fue mucho más que eso. El italiano inició uno de los mayores rescates de la historia del mundo: salvar del fuego, de los basureros y de la aniquilación decenas de textos clásicos que se desdeñaban por paganos. A Petrarca lo siguieron Coluccio Salutati, Niccolò Niccoli o Poggio Bracciolini. Entre ellos recuperaron a Cicerón, Virgilio, Lucrecio, Quintiliano, Tito Livio y tantos otros: discursos, poemas, oratoria; historia y literatura salvadas del fuego.

Sería erróneo e injusto pensar que sólo se perdieron cosas en los monasterios. Los benedictinos y otras órdenes salvaron mucho, pero la aparición de Petrarca y el resto de rescatadores hizo que se valorase mucho más lo que se había salvado ya y, a la vez, que se recuperaran aún más testimonios literarios, históricos y artísticos del pasado. Sin ellos es posible que al final todo lo salvado en la Edad Media hubiera terminado perdiéndose. Así se inició el Renacimiento.



* Tomado de “La sangre de los libros” de Santiago Posteguillo.





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