León Arsenal
Como cada mañana, el capitán Moctaur había subido a la torre
de control. Siguiendo la costumbre de años, lo hizo por la escalera exterior,
ascendiendo hasta lo más alto para terminar acodándose en la barandilla del
piso superior, a contemplar ociosamente el bosque claro, las arboledas
dispersas y los herbazales acariciados por la brisa, más allá de la descuidada
pista del astropuerto.
En un extremo de las instalaciones, perdida entre las
hierbas verdes y amarillas, yacía una vieja lanzadera abandonada, con el casco
enrojecido por la herrumbre. Gigantescos insectos alados de caparazones
brillantes danzaban entre la vegetación. Una bandada de aves, de plumajes
multicolores, sobrevoló el astropuerto antes de alejarse hacia el sur. Con
indolencia, el capitán se colocó un cigarrillo entre los labios, siguiendo con
la vista el vuelo de la formación, que aleteaba perezosamente en el cielo azul
sin nubes de Balifata II.
El capitán Moctaur hizo visera sobre los ojos. Allí,
punteando el cielo a unos pocos grados más al sur que la bandada, algo volaba a
baja altura, acercándose al astropuerto. Enfocó sus prismáticos sobre aquella
mota. Un transporte, una gran nave aérea se desplazaba muy lentamente en el
aire claro de la mañana, planeando a unos pocos metros por encima de las
ondulantes copas de los árboles. Pensativamente, el capitán encendió el
cigarrillo y lanzó una bocanada de humo que la brisa dispersó casi de
inmediato. Luego, con una última mirada al lento transporte, entró en la penumbra
de la sala de control.
Casi al descuido, comprobó que las defensas autómatas del
astropuerto estuvieran activas. El capitán no creía seriamente en la
posibilidad de un ataque de piratas. Diez años de servicio en Balifata II le
había acostumbrado a las naves que llegaban furtivamente, volando a muy baja
altura para esquivar los sensores de otros aparatos.
-A ver, esa nave sin identificar que se aproxima volando
desde el sur -avisó por el sistema de comunicaciones-. A ver si me recibe,
cambio.
Silencio.
-Nave desconocida acercándose al astropuerto de Balifata II
desde el sur. Nave desconocida acercándose al astropuerto de Balifata II desde
el sur -advirtió más formalmente-. Aquí Control. Identifíquese inmediatamente o
cambie de rumbo. De lo contrario, será derribada por las defensas del
astropuerto.
Casi al momento el monitor parpadeó, mostrando un rostro
fatigado.
-Control, Capitán Moctaur… -titubeó-. Escuche, tengo serios
problemas, yo…
-¿Problemas técnicos?
-No, negativo -volvió a vacilar-. Me persiguen, soy yo quien
está en peligro, necesito que me ayude…
Moctaur se recostó en su asiento. En su calidad de capitán
del astropuerto de Balifata II -el único operador del único astropuerto en todo
el planeta-, era además el administrador de los asuntos humanos, así como el
representante oficial ante la especie indígena.
-De acuerdo, de acuerdo -volvió a reparar en el aspecto
agotado del piloto del transporte-. Vamos a ver: tome tierra en la pista
auxiliar tres, pista auxiliar tres. Cuando haya aterrizado, hablaremos.
Mientras bajaba por la escalera exterior, el capitán Moctaur
contempló algo inquieto cómo la nave descendía con lentitud, dando bandazos y
dispersando a su paso las nubes de insectos multicolores. El piloto maniobraba
con tanta torpeza que, durante unos instantes, el capitán temió que el
transporte acabara estrellándose contra la pista circular pintada de rojo.
Por fin, la rampa se abrió con un sordo zumbido y el piloto,
mugriento y demacrado, tal como le habían mostrado los monitores, descendió entornando
los ojos y lagrimeando bajo el súbito estallido de luz. Reculó al vislumbrar al
hosco capitán del astropuerto, que se acercaba con el torso desnudo, un visor
obscuro sobre los ojos y un pesado fusil de dos cañones en ristre.
-No se preocupe -Moctaur palmeó su arma, advirtiendo la
aprensión de su visitante-. Lo llevo por costumbre.
-Capitán Moctaur… mi nombre es Ónlifan Déglet…
-Le recuerdo perfectamente, Déglet -el capitán cabeceó;
Balifata II sostenía una reducida colonia humana, apenas dos centenares de
individuos, técnicos y operadores en su gran mayoría, dispersos por todo el
planeta, y el capitán Moctaur era de los que se vanagloriaban de conocer a cada
uno de ellos-. ¿Dónde aprendió usted a pilotar?
-No tengo licencia de ninguna clase, he venido volando en
semiautomático…
-Ya -examinó la gran mole del transporte, los números de
identificación, los logotipos comerciales pintados sobre el casco metálico-.
Esta es una nave de transporte industrial. ¿Cómo la ha conseguido?
-La robé -aceptó llanamente su interlocutor.
El capitán Moctaur guardó silencio un par de segundos.
-De acuerdo, Déglet, ya arreglaremos eso -terciando
descuidadamente su fusil sobre el hombro, hizo un gesto amable hacia su
visitante-. Pero ahora, vamos dentro. Me parece que está muy cansado. Primero,
repose un poco; ya hablaremos después.
Acomodándose en su asiento, el capitán Moctaur ofreció un
cigarrillo a su visitante. Éste, visiblemente relajado tras una ducha y un par
de sedantes, lo rechazó con un gesto. En silencio, el capitán escanció un par
de vasos de licor amarillento y ofreció uno de ellos a su huésped.
-Bueno -Ónlifan Déglet agitó la cabeza, llevándose la bebida
a los labios-. Vine a este planeta con un contrato de técnico, hará ya casi
tres años. Me reclutaron para el trabajo en Ante Dibayim… es mi mundo natal.
-Supongo -el capitán encendió su cigarrillo- que antes de
firmar le informaron cuidadosamente de lo que iba a encontrar en el planeta.
-No puedo negarlo. En realidad -esbozó una sonrisa
desanimada-, yo ya había oído hablar sobre Balifata II y las caravenig.
-Ya -el capitán lanzó una bocanada de humo, asintiendo
pensativamente-. Prosiga.
-Bueno. Desde mi llegada he estado trabajando en una de las
factorías alimenticias del hemisferio sur, en Escaín Malum. Allí, la colonia de
humanos es muy pequeña; cinco personas en total. Los primeros meses fueron
realmente aburridos, la verdad, mucho más duros de lo que yo había pensado. Los
otros técnicos de la colonia eran gente poco sociable, por lo menos con los
otros humanos: rara vez se les veía fuera del trabajo. Uno de ellos es un
verdadero ermitaño, una especie de misántropo; los otros tres preferían la
compañía de las caravenig.
“Al principio, me volqué exclusivamente en mi trabajo,
manejando la maquinaria extraplanetaria. En aquella época, mi trato con las
caravenig era cortés pero frío, puramente profesional. Recuerdo lo mucho que me
sorprendió que ellas mantuvieran la misma actitud hacia mí, como obligándose a
mantener las distancias… después de todo, las habladurías las presentan como
una especie de sirenas…
El capitán esbozó una sonrisa despectiva, sin hacer
comentarios.
-Esa época fue espantosa; según fueron pasando los meses,
aquel régimen de vida tan solitario se me hizo insoportable. Al final, supongo
que era inevitable, comencé a tratarme con las caravenig: un comentario aquí,
una pequeña charla allá. No me resultó nada difícil: pese a todo lo que digan
de ellas, no son monstruos.
-Claro que no, hombre -rezongó el capitán-. ¿Pero quién ha
dicho esa tontería? Las caravenig son civilizadas, cultas, amables… a mi
juicio, como especie, su media es muy superior a la de los humanos.
-Si, bien, Poco a poco, fui congeniando con ellas,
introduciéndome en su sociedad, aunque tardé en olvidar mis prevenciones; y
algunas caravenig siempre guardaron las distancias conmigo, nunca comprendí por
qué.
-¿No lo entiende? -el capitán volvió a sonreír sin ningún
humor-; los humanos y las hembras caravenig sienten una atracción mutua
inevitable. Pero lo que unos -se golpeó el pecho desnudo con el índice-
llamamos uniones híbridas, otros lo llaman xenofilia. Dicen que es una
perversión de orden sexual. En ciertos sitios, uno puede ser perseguido
legalmente, aunque ellos lo llaman “ser puesto bajo tutela de las autoridades”.
Sin contar todos los planetas donde, aún siendo aceptado, uno se convierte en
un enfermo a ojos de la gente, un paria social. Y muchas caravenig tampoco ven
con buenos ojos la relación de sus congéneres con alienígenas… aunque sus
motivos sean menos palurdos que los de los humanos.
-Nunca lo había pensado. Lo cierto es que tanto las
caravenig como yo, como de común acuerdo, manteníamos una especie de juego de
etiquetas, era algo ambiguo… es cierto que hay una atracción mutua muy fuerte.
En fin, luego conocí a Eriticlana.
Se detuvo. El capitán sirvió más bebida sin decir palabra,
observando los ojos de su visitante, enturbiados por los tranquilizantes.
-La existencia en Balifata II puede ser muy agradable; es un
mundo tan lleno de luz, de colores -Ónlifan Déglet agitó distraídamente su
vaso, haciendo oscilar la bebida amarillenta-. Eriticlana y yo hemos estado
juntos durante dos años, dos años que parecen haber pasado en un soplo. Pero
-suspiró-, al mismo tiempo parece que hubiera transcurrido toda una vida. No
hay nada que pueda compararse a la relación entre una caravenig y un humano,
nada. Es verdad todo eso que se cuenta por ahí, en los planetas.
“Y esos cuentos -se dijo para sí el capitán Moctaur-, aunque
tú no lo sepas, fueron el anzuelo que usaron para atraerte al planeta… lo mismo
que a mí.”
-Las caravenig son alienígenas y sin embargo son tan
parecidas a las mujeres humanas; tan parecidas y tan distintas -el técnico hizo
rodar su vaso entre los dedos, hablando con lentitud-. Es una situación tan
contradictoria… todo en ellas resulta tan familiar, y a la vez tan extraño.
Hace perder la cabeza, emborracha, esclaviza. Podía pasarme horas mirando a
Eriticlana, acariciando su pelo, su piel; esa piel de las caravenig que tiene
un tacto tan… -incapaz de encontrar las palabras, agitó vanamente los dedos en
el aire-. Tienen una forma de moverse, de mirar, de ser… no sé como
explicárselo.
-No necesita hacerlo -le interrumpió con voz suave el
capitán Moctaur-. Sé perfectamente como son las caravenig.
-Si, claro, que tontería -su interlocutor gesticuló
azarado-. Estoy algo confuso con estos medicamentos. En fin. Llevábamos una
vida tranquila, sencilla, feliz. Hasta que ella comenzó a cambiar. No fue un
cambio a mejor ni a peor, no, ni de un día para otro. Pero empezó a comportarse
de una forma distinta, cada vez más, como si se estuviera convirtiendo en otra
persona. Yo no encontraba ninguna causa justificada, no sabía a qué atribuirlo,
y poco a poco comencé a sentir miedo. Por supuesto, habíamos tomado todas las
precauciones posibles para evitar un embarazo: conocíamos demasiado bien las
consecuencias de la fecundación en las caravenig. Realmente, no hubo ningún
cambio en nuestra relación… pero yo no podía evitar el sentir que aquella
alteración de su carácter no presagiaba nada bueno, que era el preludio del
desastre.
El capitán cabeceó en silencio, invitándole con un ademán a
proseguir.
-Comencé a espiar sus movimientos; la vigilaba
continuamente, cada vez más atemorizado. Así, llegó el día en que la sorprendí
frente al espejo. Es como si aún lo estuviera viendo. Ella estaba allí
plantada, desnuda, sonriendo y haciéndose mohines a sí misma, atusándose el
pelo, contoneándose sin cesar mientras admiraba el rudimentario aguijón que
acababa de nacer en la base de su espalda; con un suspiro, se pasó los dedos
entreabiertos por el cabello-. Eso es lo más espantoso, lo que me hizo huir a
lo loco de nuestra casa. No la transformación en sí, sino el hecho de que ella
estuviera tan feliz, que disfrutara tanto con su metamorfosis…
Hubo un largo silencio.
-Comprendo -el capitán se levantó y, con las manos en los
bolsillos, se asomó a las cristaleras-. Déjeme explicarle algo. En los
caravenig, los dos géneros están mucho más descompensados que entre los
humanos. No se trata sólo de que las hembras sean inteligentes, sociales,
longevas; mientras que los machos son seres de corta vida y semi-inteligentes.
Las hembras caravenig son las portadoras de los juegos de cromosomas masculinos
y femeninos de la raza, al revés de lo que sucede entre los humanos. A nivel de
especie, los machos son poco más que vehículos orgánicos de material genético.
De hecho, ni siquiera son imprescindibles para la perpetuación de la especie.
“Las hembras caravenig, eso lo sabe usted muy bien, pueden
ser, bajo ciertas condiciones, autofecundas. Puede llegar a producirse la
meiosis, la escisión del núcleo, sin el concurso del macho, dando lugar a
individuos haploides, seres con la mitad de los cromosomas. Desgraciadamente,
la excitación sostenida es uno de los factores que se supone que pueden
desencadenar el fenómeno. Por eso las uniones entre terrestres y caravenig
resultan fértiles, en un sentido figurado, claro. Pueden tomarse precauciones,
retrasarse, pero al final… y, entre los caravenig, la hembra preñada siempre
mata al macho.
-Lo sé, lo sé -balbuceo Déglet-. Pero ella, ella disfrutaba
con el cambio… y yo pensé, pensaba…
-Son alienígenas, joder, alienígenas -el capitán gesticuló
en el aire-. ¿Por qué le resulta eso tan difícil de entender a la gente? No
pueden evitar ser como son. Ese aguijón que vio en la espalda de su mujer, eso
no es nada comparado con la metamorfosis interior. Se transforman en seres
distintos una vez fecundadas. Es su naturaleza y considerarlas monstruos es tan
injusto como recriminar a un humano que envejezca… en fin, ¿qué sucedió
después?
-Escapé a ciegas. Durante tres días estuve dando vueltas sin
ton ni son. Luego, recuperé un poco de sentido común, volví a la factoría y
robé ese transporte. Vine hacia aquí volando en semiautomático, a velocidad económica
para poder llegar. Usted es administrador de los asuntos humanos en Balifata
II, tiene que ayudarme.
El capitán movió lentamente la cabeza.
-Eso es imposible -suavizó la negativa con un tono de voz
amable-. ¿Cuantas veces habré oído lo mismo? No -tendió una mano para evitar
que su interlocutor le interrumpiera-. Escúcheme. Yo mismo tramité su contrato
matrimonial, lo recuerdo, tengo buena memoria. También recuerdo lo
cuidadosamente que le expliqué la cláusula de muerte incluida en él. Usted lo
aceptó: aceptó quedar a merced de su esposa y ni yo ni ninguna autoridad humana
podemos hacer nada por usted.
El técnico le miró anonadado.
-Pero, ¿es que piensa entregarme? -agitó aturdido la
cabeza-. Ella va a matarme, matarme.
-No, no pienso hacer tal cosa. Tranquilícese -el capitán
Moctaur encendió un nuevo cigarrillo-. Oficialmente, no puedo ayudarle. Pero,
bajo mano, le daré una nave, y armas, y una lista de los vuelos
interplanetarios programados. También le daré un consejo -hizo una pausa,
observando la expresión turbada de su interlocutor-. Escuche -continuó, dando
una pensativa calada-. Hay quien piensa que las uniones entre caravenig y
humanos son una aberración, especialmente perversa en este caso. Una parte de
las caravenig también las reprueban: consideran horrible el aparearse con el
ser humano, ya que eso les conduce, tarde o temprano, al asesinato de un ser
inteligente… entre ellas, la muerte del macho es un impulso atávico, una
compulsión a la que no pueden substraerse.
“Hace ya años, vino a Balifata II un experto, un xenólogo
que tenía sus propias ideas. Hablamos mucho. Él afirmaba que las caravenig y
los humanos son dos sexos complementarios de dos especies física y mentalmente
ajenas y sin embargo parecidas. Según él, en esa polaridad -hizo girar dos
dedos en el aire-, en el intercambio de señales, reconocibles pero
distorsionadas, es donde reside la tremenda atracción entre ambos. Cada uno ve
en el otro como algo familiar a la vez que diferente. Y en el caso de las
caravenig es aún más fuerte, porque se encuentran ante una pareja inteligente,
cosa que el macho caravenig no es. Es una especie de magnetismo que ninguno
puede evitar una vez desencadenado.
“Además, él sospechaba que los humanos contratados para
trabajar en este planeta son cuidadosamente seleccionados. Parece ser que
existe en algunos sujetos de nuestra especie un instinto, un deseo de muerte
que acude irremediablemente al reclamo de cosas como las historias que se
cuentan sobre las caravenig. Esos son los elegidos preferentemente por las
agencias que surten de trabajadores a Balifata II. De hecho, aparte de gente
así, pocos son los que aceptan un contrato para trabajar aquí.
El técnico volvió a pasar sus dedos por entre el cabello.
-¿Y usted? inquirió de repente.
-Probablemente, yo también fui elegido de acuerdo con un
patrón prefijado. Aunque en mi caso la selección fue hecha por las autoridades
humanas y, desde luego -sonrió sombríamente-, el perfil buscado era otro bien
distinto. Siempre suponiendo que aquel xenólogo estuviera en lo cierto. Todos
sus conocimientos no debieron bastar para salvarle, porque se internó en el
planeta y nunca más se supo de él.
“Con todo esto que le estoy contando, lo que quiero es
avisarle. Si él tenía razón, la gente como usted puede trabajar contra sí misma,
desear en el fondo que su esposa caravenig acabe encontrándole. Téngalo muy en
cuenta. Huya a alguna zona despoblada, escóndase; tienda una emboscada a su
mujer, si se atreve. No le plante cara; cuando están en ese estado, las
caravenig son máquinas de matar. Le daré una nave; no anule el sistema
automático, así podré recuperarla. Si lo hace, seré yo quien salga a buscarle.
Intente matar o despistar a su esposa, luego vuelva. Si lo consigue, yo me
encargaré de ocultarle en algún transporte interplanetario. Sobre todo, sea
prudente -añadió, recordando a cuantos habían sido atrapados al pie mismo de la
pista, y como habían sido arrastrados gritando hacia su muerte, tras las
arboledas.
-¿Es factible? -el técnico esbozó una sonrisa desganada-.
¿Hay alguien que lo haya logrado?
-Por supuesto -mintió el capitán, alegrándose de llevar los
ojos ocultos tras el visor.
En mitad de la noche, una nave aérea proveniente del sur
sobrevoló el astropuerto, antes de descender lentamente, con todas sus luces de
posición pulsando. Perdido entre las sombras, el capitán Moctaur observó como
aterrizaba para posarse entre los herbazales al borde de la pista. Durante
largos minutos no hubo ningún movimiento, las luces del aparato parpadeaban, la
propulsión ronroneaba en la obscuridad. Por último, con tranquilidad, el piloto
descendió.
El visitante, una mujer, paseó su mirada por las desiertas
instalaciones: la pista descuidada, la torre de control a obscuras, el pequeño
almacén de piedra. Las copas de los árboles y las hierbas susurraban mecidas
por la brisa, los insectos nocturnos zumbaban alrededor de las dispersas luces
blancas del astropuerto. Volvió los ojos hacia la torre. Desde allí, saliendo
de las sombras, el capitán Moctaur se acercaba a ella, cruzando la pista con su
pesado fusil de dos cañones bajo el brazo.
Caminando sin prisas a su encuentro, el capitán examinó a
esa visitante nocturna. En la penumbra, aparecía como una caravenig típica, con
su espectacular melena listada de negro y dorado, ojos rasgados de pupilas inhumanas,
boca jugosa y expresiva. Vestía un funcional mono azulado, lleno de bolsillos,
e iba aparentemente desarmada. Mujer y alienígena a la vez, se dijo el capitán,
tan atractiva para un humano como todas las caravenig.
-¿Puedo servirla en algo? -fusil en ristre, se detuvo a unos
pasos.
-Soy Dor-Lipi Eriticlana -la alienígena le dedicó una larga
mirada; su voz era extraña, llena de matices insólitos y, sin embargo,
agradables-. Busco a mi esposo. Un humano llamado Ónlifan Déglet.
-No está aquí -el capitán cabeceó.
-Pero estuvo.
-Es cierto -aceptó-. Pero ya se ha marchado.
-Le encontraré -hubo una pausa en la que la caravenig y el
humano se contemplaron con mutuo interés-. Después, tras el desove, volveré.
El capitán ladeó la cabeza, mirando en el interior de los
ojos rasgados de la alienígena.
-Chica -dijo con suavidad-. ¿Sabes quien soy yo?
-Claro, eres el capitán Moctaur, todas en Balifata II han
oído hablar de ti -sonriendo, sacudió su espesa cabellera negra y dorada-. Sin
embargo, si quieres, me gustaría volver.
Moctaur acarició pensativo los cañones de su arma.
-Aquí me encontrarás -dijo simplemente.
La caravenig le dedicó otra gran sonrisa entre las sombras,
antes de darle la espalda y volver a su nave. El capitán encendió un cigarrillo
y se quedó a contemplar el despegue del rechoncho aparato constelado de luces.
Apoyó los cañones de su fusil en el hombro y fue deambulando lentamente por el
margen de la pista, lanzando blancas bocanadas de humo que se alejaban flotando
en la obscuridad. A lo largo de su paseo, volviendo de vez en cuando la cabeza,
escudriñaba con atención las arboledas en tinieblas, sin descubrir nunca nada.
Y sin embargo, cuando las lunas estaban llenas, Moctaur
solía vislumbrar al fantasma de su tercera esposa correteando por entre los
árboles. Muchas veces, el capitán se había internado en la espesura, corriendo
en vano en pos de aquella aparición que le esquivaba una y otra vez, antes de
terminar esfumándose en la noche, dejando tras de sí los ecos de una risa
maliciosa. Era por eso, por aquella risa que él tan bien recordaba en labios de
su tercera mujer, que el capitán acariciaba la esperanza de que ella, a la que
tanto había querido, no le guardara ningún rencor.
Volviendo a girar la cabeza, contempló caviloso la
obscuridad. En algún punto, en línea recta tras las primeras filas de árboles,
aguardaba el cementerio particular del capitán Moctaur. En aquel lugar,
cuidadosamente alineadas, estaban las tumbas de sus seis esposas caravenig. El
capitán las había ido degollando con su cuchillo, largo y afilado, con la hoja
parecida a la de una guadaña. También, a cierta distancia, había otra veintena
de sepulturas descuidadas y anárquicamente distribuidas. Esas contenían a
humanos: unos eran parientes y amigos de víctimas de caravenig, otros asesinos
a sueldo. Cada cierto tiempo, alguno de ellos llegaba en misión de venganza al
planeta. E, invariablemente, el capitán acababa con él a tiros, apenas pisaba
Balifata II, antes de arrastrar cansinamente el cadáver a través de la pista y
la arboleda, y abrir una nueva fosa.
Arriba, la nave caravenig era aún visible, una pequeña mota
luminosa que cruzaba el cielo nocturno. Sin duda, ella terminaría por encontrar
a su esposo humano, aquel pobre infeliz, y le mataría. El capitán Moctaur
arrojó la colilla, viendo como volaba la brasa, a través de la obscuridad,
hasta chocar contra el firme de la pista y deshacerse en un surtidor de chispas
rojas. Recordó los brillos que ardían en los ojos rasgados de la caravenig. Los
humanos y las caravenig eran sexos altamente compatibles, demasiado. Aquellas
uniones híbridas rebosaban de sensaciones y sentimientos nuevos y exóticos,
totalmente desconocidos en las respectivas especies. El capitán Moctaur
contempló las siluetas de los árboles balanceándose en la obscuridad. Dor-Lipi
Eriticlana volvería. Juntos, compartirían de nuevo el veneno que una vez catado
ya nunca podía evitarse. Juntos, hasta que llegara lo inevitable. Entonces, uno
de ellos acabaría con el otro; sólo para echarle luego de menos y comenzar otra
vez la búsqueda de alguien en quien avivar ese fuego entre cuyas llamas suele
lacerarse a sí mismo el alacrán.
FIN
Ilustrado por Pedro Belushi
En Axxón 147, Febrero de 2005.
En: http://axxon.com.ar/rev/147/c-147Cuento1.htm
Novelista, ganador del premio Minotauro con su novela
Máscaras de matar, León Arsenal fue marino mercante antes de anclar en el
Universo de la literatura. Ha publicado novelas históricas (El hombre de la
Plata y Las lanzas rotas), cuentos de ciencia ficción como El centro muerto, incluido
en la Antología de la Ciencia Ficción Española (Minotauro 2003), el libro de
relatos Besos de alacrán (2000) y la novela corta La noche roja (2003).
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