Yo fui el primero de la reserva en conducir un descapotable. Y, por supuesto, era rojo,
un Oldsmobile rojo. Era dueño de ese coche junto con mi hermano Stephan. Ambos
éramos los dueños hasta que sus botas se llenaron de agua en una noche ventosa y él
me compró mi parte. Ahora Stephan es el propietario de todo el coche, y su hermano
pequeño Marty (es decir, yo) va caminando a todas partes.
¿Cómo logré ganar el dinero suficiente para comprar mi parte en un primer
momento? Mi único talento ha consistido siempre en saber ganar dinero. Tengo ese
don, algo nada habitual en un chippewa y todavía menos en mi familia. Desde siempre
he tenido esa peculiaridad, y todo el mundo lo reconoce. Por ejemplo, fui el único crío
al que dejaron pasar a las dependencias de la American Legion [organización de
veteranos de las dos guerras mundiales] de Rolla para limpiar botas, y una Navidad
vendí estampas religiosas puerta a puerta para la misión. Las monjas dejaron que me
quedara con un porcentaje. Así que, una vez que empecé, parecía que cuanto más
ganaba, más fácil me venía el dinero. Todo el mundo me jaleaba. Cuando cumplí
quince años, conseguí trabajo fregando platos en el Joliet Café, y fue entonces cuando
tuve mi primer golpe de suerte.
Muy pronto me ascendieron a camarero; luego la cocinera de comidas rápidas
renunció y me contrataron para ocupar su puesto. En menos de lo que canta un gallo
llegué a gerente del Joliet. El resto es historia. Estuve dirigiendo el negocio durante un
tiempo. Rápidamente me convertí en copropietario y, por supuesto, ya no hubo forma
de pararme. No pasó mucho tiempo hasta que todo fue mío.
Cuando el Joliet llevaba ya un año siendo mío, ardió. El negocio entero. Yo solo
tenía veinte años. Lo tenía todo y todo lo perdí, visto y no visto; pero antes de
perderlo, habían venido a cenar todos y cada uno de mis parientes, así como los
parientes de mis parientes, y también me había comprado ese Oldsmobile rojo al que
me he referido, junto con Stephan.
¡Recuerdo la primera vez que lo vimos! Os contaré cómo fue esa primera vez.
Alguien nos había llevado a Winnipeg y ambos teníamos dinero. No me preguntéis por
qué, ya que ninguno de los dos había hablado de coches ni de nada, simplemente
llevábamos todo nuestro dinero encima. El mío era en efectivo: un enorme fajo de
billetes. Stephan tenía dos cheques: la paga de una semana extra por su despido y el
talón habitual de la fábrica de cojinetes de joyas.
El caso es que estábamos caminando por Portage, visitando la ciudad, cuando lo
vimos. Allí estaba, aparcado, real como la vida misma. De verdad, parecía estar vivo.
Acudió a mi cabeza la palabra «descanso», porque el coche no estaba parado,
aparcado o lo que fuera, sin más. El coche descansaba, sereno y resplandeciente, con
un cartel de SE VENDE en la ventanilla izquierda delantera. Entonces, antes siquiera de
que nos lo pensáramos un poco, el coche pasó a ser nuestro y nuestros bolsillos
quedaron vacíos. Teníamos el dinero justo para la gasolina de vuelta a casa.
Fuimos a un montón de sitios en ese coche Stephan y yo. Cobré algo de dinero del
seguro por el incendio y estuvimos todo un verano viajando de acá para allá. No podría
decir todos los lugares a los que fuimos. Salimos hacia el río Little Knife River y
Mandaree en Fort Berthold, y de algún modo aparecimos en Wakpala y, después, no
sé cómo, en Montana en la reserva de los Rocky Boys, y eso que no había pasado ni la
mitad del verano. Hay quien se fija en los detalles cuando viaja, pero nosotros no nos
preocupamos por esas menudencias y simplemente vivimos el día a día de un lado
para otro.
Lo que sí recuerdo es que había un lugar con sauces; en cualquier caso, me tumbé
bajo esos árboles y me sentí a gusto. Tan a gusto. Las ramas descendían a mi alrededor
a modo de una carpa o un establo. Y silencioso, era silencioso, aunque había un baile
lo bastante cerca como para verlo. Aquel día, el aire no era demasiado sofocante ni
soplaba demasiado fuerte. Cuando la tierra se levanta y envuelve a los bailarines de
esa manera, me siento bien. Stephan se había dormido. Más tarde, despertó y
seguimos el viaje. Nos hallábamos en alguna parte de Montana, quizá en la reserva
Blood; podría ser cualquier sitio. En fin, fue allí donde conocimos a la chica.
Tenía todo el pelo recogido en moños alrededor de las orejas, fue lo primero en
que me fijé. Estaba junto a la carretera con un brazo extendido, así que nos detuvimos.
Era bajita, tanto que su camisa de leñador resultaba cómica en ella, como un camisón.
Llevaba vaqueros y unos mocasines adornados, y sujetaba una pequeña maleta.
—Sube —dijo Stephan. Y la chica se sentó entre los dos.
—Te llevaremos a casa —dije—. ¿Dónde vives?
—Chicken —respondió.
—¿Y eso por dónde queda? —le pregunté.
—En Alaska.
—Vale —dijo Stephan. Y arrancamos.
Fue llegar y no querer marcharnos nunca. Allí el sol no se pone del todo en verano
y las noches se parecen más a un suave crepúsculo. Puede que dormites a veces, pero
antes de darte cuenta ya estás de nuevo en pie, como un animal en la naturaleza.
Nunca se siente la necesidad de dormir profundamente ni de olvidarse del mundo. Y
allí todo crece. Donde solo hay tierra o musgo, al día siguiente todo son flores y
hierbas altas. La familia de la chica se encariñó con nosotros. Nos dieron de comer y
nos abrieron las puertas de su hogar. Plantamos nuestra tienda junto a su casa y los
niños entraban y salían de allí tanto de día como de noche.
Una noche, Suzy (la chica tenía otro nombre muy largo, pero la llamaban por el
diminutivo, Suzy) vino a vernos. Nos sentamos en círculo en la tienda y hablamos de
todo un poco. Para aquel entonces la oscuridad se había vuelto más profunda y el frío
incluso más intenso. Le dije a Suzy que ya era hora de que nos marcháramos. Se puso
de pie en una silla y dijo:
—Nunca habéis visto mi pelo.
Era cierto. Se había subido a una silla, y sin embargo, cuando se soltó los moños, el
pelo llegó hasta el suelo. Abrimos los ojos como platos. Era imposible imaginarse la
cantidad de pelo que tenía cuando lo llevaba recogido tan pulcramente. Entonces,
Stephan hizo algo gracioso. Se acercó a la silla y le dijo:
—Súbete a mis hombros.
Ella le obedeció y su pelo alcanzó más allá de la cintura de Stephan, que se puso a
dar vueltas y vueltas, de modo que la cabellera flotaba de un lado a otro.
—Siempre quise saber cómo sería tener una bonita y larga melena —soltó
Stephan.
Nos echamos a reír. Era una imagen graciosa verlo hacer eso. A la mañana
siguiente nos levantamos y nos despedimos.
Adonde la hierba es más verde, como quien dice. Bajamos por Spokane y cruzamos
Idaho y luego Montana, y muy pronto nos encontramos echando una carrera al mal
tiempo bordeando la frontera con Canadá a través de Columbus, Des Lacs. Después
entramos en el condado de Bottineau y enseguida estuvimos de vuelta en casa. Aquel
verano hicimos la mayor parte del viaje sin poner la capota del coche ni una sola vez. Y
resultó que llegamos a casa justo a tiempo de que el Ejército le recordara a Stephan
que se había alistado.
No me extraña que el Ejército se alegrara tanto de contar con Stephan, que lo
convirtió en un marine. Además estaba hecho como una letrina de ladrillo. Nos
gustaba meternos con él y decirle que en realidad lo querían por su nariz de indio.
Tenía una nariz grande y afilada como un hacha, una nariz como la de Tomahawk Rojo,
el indio que mató a Toro Sentado y cuyo perfil aparece en todos los carteles de todas
las carreteras de Dakota del Norte. Stephan se marchó al campo de entrenamiento,
estuvo en casa por Navidad, y lo siguiente que supimos de él fue por una carta suya
escrita desde el otro lado del océano. Era 1968, y estaba destinado en Khe Sanh. Le
escribí varias veces. Le daba noticias del coche. La mayor parte del tiempo estaba
sobre unos bloques de madera en el patio o medio desmontado, porque aquel largo
viaje lo había estropeado bastante aunque, todo hay que decirlo, se portaba de
maravilla cuando lo necesitábamos.
Transcurrieron al menos dos años antes de que Stephan regresara a casa. No
quisieron recuperarlo durante un tiempo, supongo, así que se quedó con nosotros
después de Navidad. Durante esos dos años, yo había puesto el coche a punto y estaba
casi como nuevo. Siempre pensaba en él como su coche, mientras estaba fuera,
aunque cuando se marchó, me dijo:
—Ahora es tuyo.
Y me lanzó las llaves.
—Gracias por la llave de repuesto —le contesté—. La guardaré en tu cajón por si
acaso la necesito.
Se echó a reír.
Cuando volvió a casa, sin embargo, Stephan no era el mismo, y añadiré que el
cambio no fue para bien. Tampoco cabía esperar que cambiase a mejor, lo sé. Pero
estaba callado, muy callado, y no podía quedarse quieto sentado tranquilamente en
ningún sitio; siempre estaba moviéndose de un lado para otro. Yo recordaba las veces
en que nos quedábamos sentados durante tardes enteras, sin mover un músculo, tan
solo cambiando nuestro peso de un lado a otro, charlando con quienquiera que se
sentara con nosotros y mirando a nuestro alrededor. Entonces él siempre soltaba
alguna broma, pero ahora era imposible hacerlo reír, o cuando se reía, parecía más el
sonido de un hombre ahogándose, un sonido que helaba la risa en la garganta de
aquellos que lo rodeaban. Terminaron por dejarlo solo la mayor parte del tiempo y no
se les podía reprochar. Era un hecho, Stephan se mostraba nervioso e irascible.
Yo había comprado una televisión en color para mi madre y los chicos mientras
Stephan estuvo fuera (el dinero seguía llegando con facilidad). Sin embargo, me
arrepentí de haberla comprado por Stephan, y también lamenté haberla comprado en
color porque en blanco y negro las imágenes parecían más antiguas y lejanas, pero
¿qué se le va a hacer? Él se sentaba delante, mirándola, y ese era el único momento en
que se quedaba totalmente quieto. Pero era el mismo tipo de quietud que uno detecta
en un conejo cuando se queda petrificado justo antes de echar a correr. No estaba a
gusto. Se sentaba en su sillón y se aferraba a los brazos con todas sus fuerzas, como si
la butaca se estuviese moviendo a toda velocidad y temiese, si se soltaba, salir
disparado como un cohete y estrellarse contra el televisor.
Una vez me encontraba en la misma habitación que él y oí cómo sus dientes
mordían algo. Lo miré y vi que se había mordido el labio. La sangre le caía por la
barbilla. Os aseguro que en ese instante me entraron ganas de romper el aparato en
mil pedazos. Me acerqué, pero Stephan debió de suponer lo que me disponía a hacer.
Se abalanzó desde el sillón y me apartó de un golpe, contra la pared. Me convencí de
que no sabía lo que hacía.
Mi madre llegó, apagó el televisor con toda tranquilidad y nos dijo que había
preparado algo de cena. Así que nos fuimos y nos sentamos a la mesa. La sangre seguía
cayendo por la barbilla de Stephan, pero él no reparaba en ella y nadie lo mencionó,
aunque cada vez que daba un bocado a su trozo de pan, este se manchaba con su
sangre y él acababa tomándose su propia sangre mezclada con comida.
Cuando Stephan no andaba cerca, hablábamos de lo que iba a ser de él. No había
médicos indios en la reserva, ni hechiceros, y mi madre tenía miedo de que, si lo
trasladábamos al hospital, lo dejaran ingresado.
—Además, jamás conseguiríamos llevarlo hasta allí —dije—, así que más vale
olvidarlo.
Entonces pensé en el coche. Stephan ni siquiera lo había mirado desde su regreso,
aunque, tal y como ya he contado, se encontraba en un estado inmejorable y listo para
que lo condujesen.
Una noche en que Stephan había salido a algún sitio, cogí un martillo. Fui hasta el
automóvil y le hice un montón de cosas en los bajos. Lo golpeé. Doblé el tubo de
escape. Desprendí el silenciador. Para cuando hube acabado con él, tenía peor aspecto
que el de cualquier típico coche indio que se ha pasado toda la vida recorriendo las
carreteras de la reserva, que están (como suele decirse) como las promesas del
Gobierno: llenas de agujeros. ¡Me dolió hacerlo, os lo juro! Eché tierra en el
carburador y arranqué toda la cinta aislante de los asientos. Lo dejé tan desvencijado
como pude. Luego esperé a que Stephan lo viera.
Aun así le costó más de un mes darse cuenta. No importó, porque ya comenzaba a
hacer más calor, sin que por ello la nieve se derritiera, para poder trabajar al aire libre,
cuando reparó en ello.
—Marty —dijo un día al entrar en casa—, ese coche rojo está hecho una mierda.
—A ver, está viejo —respondí—. ¿Qué te puedes esperar?
—¡De eso nada! —dijo Stephan—. ¡Es una joya de coche! Pero vas tú y lo
revientas, Marty, y sabes que no se merece eso. Yo tenía ese coche en perfecto estado.
Tú no lo recuerdas. Eres demasiado joven. Pero cuando me marché, ese coche iba
como la seda. Ahora no sé si seré capaz de hacerlo arrancar siquiera, ya ni hablemos
de volver a dejarlo como antes.
—Vale, adelante, inténtalo —dije, fingiéndome cabreado—, pero para mí que no
es más que un montón de chatarra.
Después, salí antes de que cayera en la cuenta de que había pronunciado más de
seis palabras seguidas y que yo me había percatado de ello.
Después de aquello, creí que se moriría de frío trabajando en ese coche. Se pasaba
el día allí fuera y, por la noche, improvisaba una lámpara, pasando un cable por la
ventana, para alumbrarse mientras trabajaba. Estaba mejor que antes, lo que no era
mucho decir. Le costaba menos hacer las mismas cosas que hacíamos nosotros. Comía
más despacio y no se levantaba una y otra vez durante las comidas para ir a buscar
cualquier cosa o mirar por la ventana. Yo había metido mano en la parte trasera del
televisor, lo confieso, manipulándolo a conciencia, de modo que era casi imposible
lograr una imagen nítida. Ya no lo miraba muy a menudo. Siempre andaba fuera con el
coche o yendo a buscar repuestos. Para cuando comenzó en serio el deshielo, ya lo
había reparado.
En aquella época yo tenía el ánimo por los suelos a causa de Stephan. Antes
siempre andábamos juntos. Stephan y Marty. Pero ahora se había vuelto tan huraño
que no sabía cómo tomármelo. Así que no dejé pasar la oportunidad un día que él se
mostró más simpático. No es que sonriera ni nada. Solo dijo:
—Vamos a dar una vuelta en ese trasto.
Pero la manera en que lo dijo me hizo pensar que quizá se estaba recuperando.
Nos dirigimos al coche. Era primavera. El sol brillaba con fuerza. Bonita, mi
hermana pequeña, nos hizo posar juntos para una foto. Él apoyó el codo en el
parabrisas del coche rojo y con el otro brazo me rodeó el hombro, con sumo cuidado,
como si le pesara mucho y no quisiera dejar caer todo el peso de golpe.
—Sonreíd —dijo Bonita. Y sonrió.
Esa fotografía. Ya no la miro nunca. Hace unos meses, no sé muy bien por qué,
saqué su retrato y lo clavé con chinchetas en la pared. Entonces me sentía bien con
Stephan, cerca de él. Me gustaba tener su foto en la pared hasta una noche en que yo
estaba viendo la televisión. Estaba algo borracho y colocado. Levanté los ojos hacia la
pared y Stephan me estaba mirando. No sé cómo explicarlo, pero su sonrisa había
cambiado. O quizá había desaparecido. Lo único que sé es que no pude permanecer en
la misma habitación que esa imagen. Me puse a temblar. Tuve que levantarme, cerrar
la puerta e ir a la cocina. Un poco más tarde llegó mi amigo Rayman y juntos volvimos
a la habitación. Metimos la foto en una bolsa que doblamos una y otra vez antes de
dejarla en el fondo de un armario.
Todavía veo esa fotografía, como si me tirase de la manga, cuando paso junto a la
puerta de ese armario. Aparece muy nítida en mi mente. Aquel día hacía tanto sol que
Stephan tuvo que entrecerrar los ojos. O quizá la cámara de Bonita lanzó un destello
como un espejo, cegándolo, antes de sacar la fotografía. Mi cara sale a pleno sol,
enorme y redonda. Pero es posible que él retrocediera un poco porque las sombras en
su rostro son profundas como pozos. Hay dos sombras curvas como dos pequeños
ganchos en los extremos de su sonrisa, como si quisieran enmarcarla o retenerla: esa
primera y única sonrisa suya que más bien parecía una mueca de dolor. Va vestido con
su chaqueta militar y con la ropa desgastada con la que había vuelto y que seguía
poniéndose desde entonces. Después de que Bonita sacara la fotografía y entrara en
casa, nos subimos al coche. Llevábamos una nevera llena en el maletero. Pusimos
rumbo al este, hacia Pembina y el río Rojo, porque Stephan dijo que quería ver la
crecida del río.
El viaje hasta allí fue espectacular. Cuando todo comienza a cambiar, a secarse y a
clarear, te sientes tan bien como si tu vida empezara de nuevo. Y Stephan también
sintió lo mismo. Habíamos bajado la capota y el coche zumbaba como una peonza. Lo
había dejado como nuevo, incluso las cintas en los asientos estaban pegadas con mimo
y en varias capas. No es que volviera a sonreír ni bromeara ni nada mientras
conducíamos, pero me pareció que tenía un gesto más relajado y sereno. Daba la
impresión de no estar pensando en nada especial, tan solo en los campos vacíos, las
hileras de árboles y las casas que desfilaban ante nosotros.
El río estaba crecido y cargado de desechos del invierno cuando llegamos. Todavía
hacía sol, pero corría un aire más fresco junto al río. Aún se veían montoncillos de
nieve sucia aquí y allá en las riberas. El agua no había inundado los márgenes todavía,
pero lo haría, era evidente. Estaba al límite, las aguas bravas brillaban como una vieja
cicatriz gris. Encendimos una hoguera y nos sentamos a contemplar la corriente.
Mientras miraba, noté que algo se tensaba dentro de mí, se aflojaba e intentaba
soltarse, todo a la vez. Supe que no era una sensación propia; comprendí que estaba
sintiendo lo que Stephan experimentaba en ese momento. Solo que Marty no podía
soportar esa sensación. Me levanté de un salto. Agarré a Stephan por los hombros y
me puse a zarandearlo.
—¡Despierta! —le grité—. ¡Despierta! ¡Despierta! ¡Despierta!
No sé qué se apoderó de mí.
Volví a sentarme a su lado. Stephan tenía el rostro lívido y duro como una roca. Y
entonces se quebró, al igual que revientan las piedras de golpe cuando el agua hierve
en su interior.
—Lo sé —dijo—. Lo sé. No puedo evitarlo. Es inútil.
Empezamos a hablar. Dijo que sabía lo que yo había hecho con el coche. Era
evidente que se lo había destrozado a propósito y no por culpa de un descuido. Dijo
que quería darme el coche para siempre; que así no servía de nada. Dijo que lo había
reparado solo para entregármelo y que yo debía aceptarlo.
—No —repongo—. No lo quiero.
—Está bien —dice—. Cógelo.
—Pero no lo quiero —objeto y luego, para dar más fuerza a mis palabras, solo para
darle más fuerza, os lo juro, le pongo la mano en el hombro. Me la aparta de un
manotazo.
—Coge ese coche —insiste.
—No —digo—. Oblígame a hacerlo.
Entonces me agarra de la chaqueta y me arranca una manga. Me vuelvo loco y lo
empujo hacia atrás, y hago que se caiga del tronco. Se pone en pie rápidamente y se
abalanza sobre mí. Rodamos por el suelo enganchados uno con otro, nos levantamos y
la emprendemos a golpes, a puñetazo limpio, con ganas. Me lanza un directo a la
mandíbula con tal fuerza que creo que se me ha desencajado. Entonces arremeto
contra sus costillas y le propino un buen golpe debajo del mentón que hace que eche
la cabeza hacia atrás. Está noqueado. Me mira y lo miro, y entonces se le inundan los
ojos de lágrimas y sangre, y al principio creo que está llorando. Pero no, se está riendo.
—¡Ja, ja! —hace—. ¡Ja, ja, ja! ¡Cuídalo mucho!
—Vale —respondo—. Vale, no hay problema. ¡Ja, ja, ja!
No puedo evitarlo y yo también me echo a reír. Tengo la impresión de tener la cara
hinchada y extraña. Al cabo de un rato, saco una cerveza de la nevera portátil del
maletero y, cuando se la ofrezco a Stephan, se coge la camisa para limpiar mis
gérmenes.
—Fiebre aftosa —dice.
Por alguna razón, me desternillo de risa, de modo que durante un buen rato nos
reímos a carcajadas, y después terminamos con todas las cervezas, una tras otra,
arrojando cada lata al río para ver hasta dónde las lleva la corriente antes de llenarse
de agua y hundirse.
—¡Soy un indio! —grita al cabo de un tiempo.
—¡Uh! ¡Estoy en el sendero del amor! ¡Estoy buscando el amor!
Pienso que ha vuelto el Stephan de antes. Se yergue de repente y comienza a
sacudir las piernas, como un bailarín tradicional. Lo que hace está a medio camino
entre la danza de la grulla y el salto de un conejo, no se parece a ninguna danza que ni
yo ni nadie haya visto antes en esta verde tierra. Se vuelve loco. ¡Quiere armar jaleo!
Está frenético. Yo no paro de reírme, tan fuerte que se me hacen nudos en el
estómago.
—¡Tengo que refrescarme! —grita de pronto.
Sale corriendo hacia el río y se tira al agua.
La corriente arrastra tablas de madera y más cosas. La crecida del agua es enorme.
No se oye el menor sonido procedente del río después de que se haya zambullido, así
que me precipito hacia la orilla. Miro a mi alrededor. Está oscuro. Lo veo ya en medio
del cauce y sé que no ha llegado allí nadando sino arrastrado por la corriente. Está
lejos. Oigo su voz, no obstante, muy clara por encima del agua.
—Se me están llenando las botas de agua —dice.
Lo dice con voz tranquila, como si acabara de reparar en ello y no supiera qué
pensar. Después, desaparece. Pasa una rama. Luego otra. Para cuando salgo del río y
me suelto del tronco al que me he agarrado, el sol ya se ha puesto. Camino hasta el
coche, enciendo los faros y acerco el descapotable hasta la orilla. Meto primera y quito
el pie del embrague. Salgo del coche, cierro la puerta y observo cómo se abre camino
dentro del río. Las potentes luces hienden el agua a medida que se va sumergiendo
mientras buscan, todavía encendidas después de que el agua haya engullido la parte
trasera. Al final todo es oscuridad. Luego solo queda el agua y el murmullo del agua
que va y corre, va y corre y sigue corriendo.
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