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jueves, 8 de octubre de 2020

Octavio Paz .- Felicidad en Herat

 Vine aquí

como escribo estas líneas,
sin idea fija:
una mezquita azul y verde,
seis minaretes truncos,
dos o tres tumbas,
memorias de un poeta santo,
los nombres de Timur y su linaje.

Encontré al viento de los cien días.
Todas las noches las cubrió de arena,
acosó mi frente, me quemó los párpados.
La madrugada:
dispersión de pájaros
y ese rumor de agua entre piedras
que son los pasos campesinos.
(Pero el agua sabía a polvo.)
Murmullos en el llano,
apariciones
desapariciones,
ocres torbellinos
insubstanciales como mis pensamientos.
Vueltas y vueltas
en un cuarto de hotel o en las colinas:
la tierra un cementerio de camellos
y en mis cavilaciones siempre
los mismos rostros que se desmoronan.
¿El viento, el señor de las ruinas,
es mi único maestro?
Erosiones:
el menos crece más y más.

En la tumba del santo,
hondo en el árbol seco,
clavé un clavo,

no,
como los otros, contra el mal de ojo:
contra mí mismo.
(Algo dije:
palabras que se lleva el viento.)

Una tarde pactaron las alturas.
Sin cambiar de lugar
caminaron los chopos.
Sol en los azulejos
súbitas primaveras.
En el Jardín de las Señoras
subí a la cúpula turquesa.
Minaretes tatuados de signos:
la escritura cúfica, más allá de la letra,
se volvió transparente.
No tuve la visión sin imágenes,
no vi girar las formas hasta desvanecerse
en claridad inmóvil,
el ser ya sin substancia del sufí.
No bebí plenitud en el vacío
ni vi las treinta y dos señales
del Bodisatva cuerpo de diamante.
Vi un cielo azul y todos los azules,
del blanco al verde
todo el abanico de los álamos
y sobre el pino, más aire que pájaro,
el mirlo blanquinegro.
Vi al mundo reposar en sí mismo.
Vi las apariencias.
Y llame a esa media hora:
Perfección de lo Finito.

La mañana después del incendio

 


[Cuento - Texto completo.]

Maeve Brennan

Desde mis cinco años hasta casi los dieciocho, vivimos en una casa pequeña en un barrio de Dublín llamado Ranelagh. En nuestra calle, todas las casas eran de ladrillo rojo y tenían pequeños jardines detrás, parte de cemento y parte de hierba, separados unos de otros por muros de piedra bajos. Cuando nos instalamos, yo no llegaba a ver nada por encima de los muros, pero en los últimos años recuerdo que podía mirar con facilidad, así que supongo que tendrían cinco pies¹ de alto. Todos los jardines tenían un muro común al fondo, que naturalmente era muy largo, pues abarcaba toda la longitud de la calle. A nuestra calle le decían “avenida” porque uno de los extremos, el más lejano para nosotros, no tenía salida. Era una avenida corta, con veintiséis casas a un lado y veintiséis al otro. Nosotros vivíamos en el número 48 y solo a cuatro casas de distancia de la calle principal, Ranelagh, donde circulaban tranvías y autobuses y toda clase de coches, con bastante ruido de tráfico.

Más allá del muro del fondo del jardín se extendía un gran club de tenis, y a veces en verano, especialmente durante los torneos, mi hermana pequeña y yo nos asomábamos a una ventana trasera de la casa y contemplábamos a los jugadores con sus blancas camisas de lino y sus amplios pantalones de franela, y los oíamos vocear los tantos. El club tenía un local, pero no lo veíamos. Nuestra visión quedaba parcialmente obstruida por la gran construcción del garaje, que se apoyaba en el muro del fondo de nuestro jardín y los otros cuatro jardines que nos separaban de la calle Ranelagh. Algunos de los vecinos de nuestro pasaje dejaban el coche en aquel garaje y la gente que venía a jugar al tenis aparcaba los coches allí. Siempre se veía movimiento en aquel garaje y nunca llegué a entrar allí, aunque comprábamos la comida en una tienda contigua. La tienda daba a la calle Ranelagh y tanto la tienda como el garaje eran propiedad de un hombre colorado y larguirucho y de su mujer, gruesa con el pelo rojizo claro; eran los McRory. Las tardes de verano, cuando mi hermana y yo íbamos a la tienda a comprar granizado en vasos de plástico, había algunos jugadores por allí, refrescándose con el hielo y también con botellas de limonada.

Una mañana de verano, muy temprano, cuando aún estaba oscuro, oí la voz de mi padre muy excitada al otro lado de la puerta de mi dormitorio. Yo tendría unos ocho años. Mi hermana pequeña dormía en la misma habitación que yo.

-¡La tienda de McRory está ardiendo! -decía mi padre.

Se había despertado con el resplandor rojo de las llamas contra su ventana. Se puso algo encima y corrió a ver qué pasaba y mi madre nos dejó mirar el incendio desde una ventana de atrás, la misma ventana por la que solíamos mirar los partidos de tenis. Era un fuego con todas las de la ley, con llamas que saltaban y denso humo torrencial, y un fragor constante de destrucción, quebrado por los golpes que daban al caer algunos pedazos del tejado. Mi madre se preguntó en voz alta si habrían podido salvar los coches y eso nos hizo mirar el edificio ardiente con un interés renovado y con el inmenso temor de imaginar grandes coches brillantes devorados por aquel fuego galopante. Era muy emocionante. Mi madre nos hizo volver al dormitorio, pero incluso allí sentíamos cierta emoción oyendo a los hombres llamarse unos a otros en la calle y cerrando de golpe sus puertas tras ellos para correr fuera a ver el espectáculo. Como había decidido que nuestra casa no corría peligro, mi madre nos arropó en la cama con firmeza, pero yo no podía dormir, y en cuanto se hizo de día me vestí y corrí escaleras abajo. Mi padre tenía muchas cosas que contar. El garaje era una ruina, dijo, pero la tienda se había salvado. Muchos coches se habían destruido. Nadie sabía cómo había empezado el fuego. Algunos de los hombres del garaje habían sido muy valientes, corriendo a rescatar todos los coches que podían. La parte del edificio que daba a nuestro jardín se veía chamuscada, frágil y vacía porque ya no le quedaba tejado y su interior había desaparecido. El aire olía fuertemente a quemado.

Salí silenciosamente al pasaje, que estaba desierto; no había niños jugando y aún era muy temprano para que los hombres marcharan a trabajar. Avancé por la avenida en dirección del extremo ciego. La gente que vivía allí estaba demasiado lejos del garaje para que les hubiera molestado el resplandor. La madre de un niño que era amigo mío salió a su puerta a tomarse su vaso de leche.

-¡La tienda de McRory se incendió anoche! -le grité.

-¿Qué dices? -preguntó, muy asustada.

-Se quemó toda -dije yo-. Apenas quedó una pared. Los coches de mucha gente también se quemaron.

Ella se volvió y miró por encima de su hombro en dirección a su cocina, que, al ser todas las casas idénticas, estaba orientada igual que la nuestra.

-¡Jim! -exclamó-. ¿Has oído? La tienda de McRory se quemó anoche. Todo el edificio… No queda ni una viga… Y nosotros durmiendo tan tranquilos -me dijo, como si la idea de aquel sueño profundo la desconcertara e inquietara.

Su marido se apresuró a asomarse junto a ella y tuve que contar toda la historia de nuevo. Él dijo que iría a la tienda de McRory a echar un vistazo y aquello me enfureció, porque a mí no me dejaban acercarme y sabía que, cuando él volviera, tendría mucha más autoridad que yo. Pero no había tiempo que perder. Otras personas empezaban a abrir sus puertas y yo quería darles la noticia a todos.

-¿Han oído las noticias? -gritaba a todos los que veía y, naturalmente, a los que me prestaban oído, fascinados por lo que iba a contarles. Uno o dos hombres que se apresuraban hacia su trabajo pasaron con una expresión tan hermética y adusta que no me atreví a acercarme y ellos siguieron en su ignorancia hacia la calle Ranelagh, provocándome una temerosa angustia porque sabía que antes de que llegaran a su autobús o su tranvía, algún intruso entrometido me robaría la primicia con ellos. Entonces, una mujer con la que había hecho buenas migas en los últimos tiempos me llamó desde su ventana principal.

-¿Qué le estabas diciendo a la señora Pierce? -me preguntó, en un fuerte murmullo.

-Ah, que la tienda de McRory se incendió anoche. Y casi todos los coches se quemaron. Casi no ha quedado nada, dice mi padre -ahora ya lo contaba bruscamente.

-No me digas -dijo con expresión encantada, y enseguida me abrió la puerta principal, más impaciente que nadie por escuchar las noticias.

Con todo, mi hora de gloria duró poco. Empezaron a salir los demás niños -a algunos incluso los dejaban ir a ver el desastre- y pronto el fuego dejó de ser mío, porque ya había otros por allí que sabían más que yo. Fingí perder interés, aunque me alegré cuando alguien -no mi padre- me dio un trozo de metal retorcido y negruzco de uno de los coches.

El club de tenis había quedado intacto y aquella tarde aparecieron los jugadores, tan brillantes e inmaculados con sus camisas de lino y sus pantalones amplios de franela, níveos y refulgentes, como si el garaje humeante y las hileras de coches chamuscados que habían atravesado para llegar al campo no pudieran interferir en sus asuntos ni impresionarlos. Se acercaba la fecha de los torneos y un hombre estaba pintando la plataforma en la que se sentaría el juez y desde la cual una señora con amplio sombrero y un vestido de gasa floreada presentaría copas y medallas a los jugadores victoriosos. Ahora, a la luz del sol, levantaron sus raquetas y empezaron a jugar, y sus gritos resueltos y formales se mezclaban con los gritos ásperos de los hombres que trabajaban en el oscuro caos del garaje. Mi hermana pequeña y yo, mirando por la ventana, imaginábamos que el golpeteo rítmico de la pelota contra las raquetas coincidía con los sonidos inidentificables que nos llegaban del desastre, que podían ser gemidos o chillidos, cuando el edificio, incapaz de recobrarse del fuego, se desmoronó.

No pasó mucho tiempo antes de que los McRory levantaran otro garaje, hecho de chapa de metal ondulado y plateado; estridente y deslumbrante contra el muro de nuestro jardín, nos quitaba más vista que la antigua construcción. El nuevo garaje parecía resistente y duradero y tan difícil de incendiar como una olla o una tetera. La bonita cancha verde, que hasta entonces parecía desplegarse confortablemente en dirección del antiguo edificio de madera, ahora parecía haberse dado la vuelta y alejarse en la distancia, como si no le gustara la antiestética nueva estructura y no quisiera tener nada que ver con ella.

Mi padre dijo que era muy improbable que se produjera otro incendio, pero yo recordaba aquella hermosa mañana oscura, con toda su excitación y mi propia importancia, y anhelaba que hubiera otro. Estaba decidida a descubrir el fulgor de las llamas antes que mi padre y examinaba el garaje con gran atención, tanto como podía, en busca de signos que anunciaran el incendio, pero sufrí una decepción. El garaje seguía en pie, con toda su fealdad, cuando dejamos la casa años después. Yo siempre pensaba que si alguna niña entraba a hurtadillas una noche con una cerilla y le prendía fuego otra vez, yo no la culparía, siempre que me dejara ser la primera en dar la noticia.

FIN


“The Morning after the Big Fire”,
The New Yorker, 1953
1. Cinco pies: 1.52 metros.

martes, 6 de octubre de 2020

Novedades en Libros epub

 


La batalla de Poitiers – Aude Cirier


Posted: 05 Oct 2020 06:53 PM PDT


La batalla de Poitiers, también conocida como la «batalla de Tours», enfrenta el 25 de octubre del año 732 a los francos, liderados por el futuro Carlos Martel, contra las tropas árabo-bereberes dirigidas por el gobernador de Córdoba, Abderramán al Gafiqi, que pretendían saquear el santuario de San Martín de Tours y continuar su expansión al norte de los Pirineos. Pero Martel, que acude a socorrer al duque Eudes de Aquitania, vence rotundamente a las fuerzas omeyas, logrando así frenar el avance musulmán al norte.


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La comunidad de la sangre – Anne Rice


Posted: 05 Oct 2020 06:11 PM PDT


«La historia que voy a contaros tiene poco o nada que ver con el mundo moderno. Es un cuento tan antiguo como el género mismo, sobre la lucha de los individuos para encontrar y defender su lugar en un universo atemporal, junto a todos los demás hijos de la tierra y del sol y de la luna y de las estrellas». De la mano de Lestat conoceremos cómo se convirtió en el líder del mundo vampírico y su lucha para.


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House of Suns – Alastair Reynolds


Posted: 05 Oct 2020 06:05 PM PDT


Six million years ago, at the dawn of the star-faring era, Abigail Gentian fractured herself into a thousand male and female clones, which she called shatterlings. She sent them out into the galaxy to observe and document the rise and fall of countless human empires. Since then, every two hundred thousand years, they gather to exchange news and memories of their travels. Only there is no Gathering. Someone is eliminating the Gentian line. And now Campion and Purslane-two shatterlings who.


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Diamond Dogs, Turquoise Days – Alastair Reynolds


Posted: 05 Oct 2020 06:00 PM PDT


“Diamond Dogs” The planet Golgotha — supposedly lifeless — resides in a remote star system, far from those inhabited by human colonists. It is home to an enigmatic machine-like structure called the Blood Spire, which has already brutally and systematically claimed the lives of one starship crew that attempted to uncover its secrets. But nothing will deter Richard Swift from exploring this object of alien origin… “Turquoise Days” In the seas of Turquoise live the Pattern Jugglers, the amorphous, aquatic.


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La cuina sostenible – Ada Parellada


Posted: 05 Oct 2020 05:55 PM PDT


La cuina sostenible és un llibre amb pretensions: mostrar un dels problemes actuals més importants, el de la quantitat de menjar que tirem diàriament a les escombraries, un malbaratament alimentari que augmenta cada dia. Té la pretensió de reorganitzar la teva cuina, de fer-la més eficaç i àgil, donant idees i trucs per millorar la gestió culinària diària. Té la pretensió que mengis millor, més sa, més variat, més saborós i més divertit. I té la pretensió que la inversió del.


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La mano que te da de comer – A. J. Rich


Posted: 05 Oct 2020 05:49 PM PDT


Morgan tiene tres pasiones: la victimología, sobre la que prepara una tesis doctoral, sus perros —Cloud, un adorable gran pirineo, Chester y George, dos pitbulls— y Bennett, su prometido de origen canadiense que conoció en Internet y con quien vive una tórrida historia de amor. Un día, al volver a casa, encuentra el cuerpo de Bennett destrozado y a sus perros cubiertos de sangre. A pesar de que todo indica que los animales han matado a Bennett, Morgan se resiste.


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Cecilia Bustamante .- Altas Hojas

                                                       Soy el cadáver del pájaro que arrastra el agua

y la luz que aclara el revés de las altas hojas,
las huellas pasajeras en la tierra fina del camino
y el ruido constante del viento en el mundo.
Este arbol transido de días y los frutos de sus ramas,
aquel nido y las silvestres mariposas.
El oscuro clima del barro. El barro más profundo,
la distancia del pie al cielo. El camino más alto.
No llamo a nadie por su nombre. Estoy sola.
Porque soy la última hora del día,
el agua del riego y la sombra del viejo sobre el campo,
las semillas sonoras de las plantas agrestes
y el amplio oolor del hombre en sus músculos rendidos.
Yo puedo olvidarme volteando el agua sobre las riberas
y ser como el tiempo abandonado en la transparente distancia.

Un poeta en un pueblo cualquiera del mundo.