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miércoles, 23 de septiembre de 2020

Madame Zilensky y el rey de Finlandia

 


[Cuento - Texto completo.]

Carson McCullers

Todo el mérito de haber traído a Madame Zilensky a la Universidad de Ryder se debía al señor Brook, director del departamento de música. La universidad se consideraba afortunada, porque Madame Zilensky tenía una gran reputación, lo mismo como compositora que como pedagoga. El señor Brook se encargó personalmente de buscar una casa para Madame Zilensky, un sitio cómodo, con jardín, bastante cerca de la universidad y al lado del edificio de apartamientos en que él vivía.

Nadie en Westbridge había conocido a Madame Zilensky antes de que viniera. El señor Brook había visto retratos suyos en las revistas de música, y una vez le había escrito para preguntarle sobre la autenticidad de cierto manuscrito de Buxtehude. También, cuando se decidió que viniera a la universidad, se habían intercambiado algunos telegramas y cartas sobre asuntos prácticos. Tenía una letra clara y recta, y lo único fuera de lo corriente en esas cartas era que hacían alguna referencia casual a objetos y personas completamente desconocidos al señor Brook, como «el gato amarillo de Lisboa» o «el pobre Heinrich». El señor Brook achacó estas distracciones a la confusión de la huida de Europa con su familia.

El señor Brook era una persona algo incolora; años de minuetos de Mozart, de explicaciones sobre séptimas disminuidas y terceras menores, le habían dado una paciencia alerta. Casi siempre estaba solo. Odiaba la rutina académica y los comités. Años antes, cuando los del departamento de música habían decidido hacer un viaje juntos y pasar el verano en Salzburgo, en el último momento el señor Brook se escurrió del compromiso y se fue solo al Perú. Tenía algunas rarezas y era tolerante con las extravagancias de los demás; realmente casi le hacía gracia el ridículo. A menudo, cuando se enfrentaba con alguna situación grave e incongruente, sentía un cosquilleo interior, que endurecía su rostro largo y suave y agudizaba la luz de sus ojos grises.

El señor Brook fue a recibir a Madame Zilensky a la estación de Westbridge una semana antes de empezar el semestre de otoño. La reconoció al punto. Era una mujer alta y erguida, con la cara pálida y ojerosa. Sus ojos estaban profundamente sombreados y llevaba el cabello oscuro echado hacia atrás desde la misma frente. Tenía manos largas y delicadas, muy sucias. En toda su persona había algo noble y abstraído que hizo que el señor Brook retrocediera un poco y se quedara desabrochándose nervioso los gemelos. A pesar de su vestimenta (una falda larga negra y una chaqueta roja de cuero), daba una impresión de vaga elegancia. Con Madame Zilensky había tres niños, entre los diez y los seis años, los tres rubios, guapos y de ojos claros. Había otra persona, una mujer vieja, que luego resultó ser la criada finlandesa.

Este fue el grupo que encontró en la estación. El único equipaje que traían eran dos enormes cajas de manuscritos; el resto se lo habían dejado olvidado en la estación de Springfield cuando cambiaron de tren. Esto es algo que le puede pasar a cualquiera. Cuando el señor Brook los metió a todos en un taxi, pensó que lo peor ya había pasado, pero Madame Zilensky de pronto trató de saltar por encima de sus rodillas y salir.

—¡Dios mío! —dijo—. Me he dejado mi… ¿cómo se dice?, mi tic-tic-tic…

—¿Su reloj? —preguntó el señor Brook.

—¡Oh, no! —dijo ella con vehemencia—. Ya sabe usted, mi tic-tic-tic… —y movía el índice de un lado a otro como un péndulo.

—Tic-tic —dijo el señor Brook llevándose las manos a la cabeza y cerrando los ojos—. ¿Es posible que quiera usted decir un metrónomo?

—¡Sí, sí! Creo que lo he debido perder donde cambiamos de tren.

El señor Brook pudo tranquilizarla. Hasta dijo, con una especie de galantería aturdida, que le buscaría uno al día siguiente. Pero, de momento, tenía que reconocerse que había algo extraño en este desconsuelo por el metrónomo, cuando faltaba todo el resto del equipaje.

Los Zilensky se instalaron en la casa de al lado y, aparentemente, todo iba bien. Los niños eran unos chicos tranquilos. Se llamaban Sigmund, Boris y Sammy. Estaban siempre juntos y se seguían el uno al otro en fila india, Sigmund delante por lo general. Entre ellos hablaban en algo que sonaba a un esperanto familiar hecho con ruso, francés, finlandés, alemán e inglés; cuando había gente alrededor estaban extrañamente silenciosos. Lo que al señor Brook lo ponía incómodo no era nada de lo que los Zilensky hacían o decían. Eran pequeños detalles. Por ejemplo, cuando los niños estaban en una habitación, había algo que inconscientemente le molestaba. Por fin se dio cuenta de que los chicos Zilensky no pisaban nunca las alfombras: las bordeaban en fila india sobre el suelo desnudo, y si una habitación estaba toda alfombrada, se quedaban en la puerta y no entraban. Había otra cosa: habían pasado varias semanas y Madame Zilensky parecía no hacer el menor esfuerzo por instalarse y amueblar la casa con algo más que una mesa y unas camas. La puerta principal estaba abierta día y noche, y pronto la casa empezó a tener un aspecto extraño y destartalado, como un sitio abandonado hacía años.

La universidad podía estar satisfecha con Madame Zilensky. Enseñaba con tremenda insistencia y se indignaba profundamente si cualquier Mary Owens o Bernadine Smith no sacaba limpios los trinos de Scarlatti. Buscó cuatro pianos para su estudio y puso a cuatro asombradas estudiantes a tocar fugas de Bach juntas. La barahúnda que venía desde su parte de la sección era tremenda, pero Madame Zilensky parecía no tener nervios, y, si la voluntad y el esfuerzo puros pudieran transmitir una idea musical, realmente la Universidad de Ryder no hubiera podido pedir más. Por las noches Madame Zilensky trabajaba en su duodécima sinfonía. Parecía no dormir nunca; no importaba a qué hora de la noche se le ocurriera al señor Brook mirar por la ventana de su cuarto de estar, la luz del estudio de Madame Zilensky estaba siempre encendida. No, no era por ninguna causa profesional que el señor Brook estaba intrigado.

Fue a finales de octubre cuando por primera vez notó que había algo que indudablemente estaba mal. Había almorzado con Madame Zilensky y se había divertido con una descripción detallada que ella le había dado sobre un safari que había hecho en África en 1928. Después, por la tarde, se había parado delante de su despacho y se había quedado un tanto abstraída en la puerta.

El señor Brook la miró desde su escritorio y preguntó:

—¿Quiere usted algo?

—No, gracias —dijo Madame Zilensky. Tenía una voz baja, bella y sombría—. Estaba solo pensando. ¿Se acuerda usted del metrónomo? ¿Cree usted que quizá me lo habré dejado en casa de aquel francés?

—¿De quién? —preguntó el señor Brook.

—De ese francés con el que estuve casada —contestó.

—Francés —dijo tímidamente el señor Brook. Trató de imaginarse al marido de Madame Zilensky, pero su mente se negó. Murmuró casi para él—: El padre de los niños.

—¡Oh, no! —dijo Madame Zilensky con decisión—. El padre de Sammy.

El señor Brook tuvo una rápida premonición. Su instinto le advirtió que no siguiera. Pero su amor al orden, su conciencia, le hicieron preguntar:

—¿Y el padre de los otros dos?

Madame Zilensky se llevó la mano a la nuca y se levantó el pelo corto y erizado. Su rostro estaba soñoliento y durante unos minutos no contestó. Luego dijo amablemente:

—Boris es de un polaco que tocaba el flautín.

—¿Y Sigmund? —preguntó luego. El señor Brook miró su escritorio ordenado, con la pila de ejercicios corregidos, los tres lápices bien afilados, el elegante pisapapeles de marfil. Cuando levantó la vista hacia Madame Zilensky, esta pensaba con esfuerzo. Miró alrededor por las esquinas de la habitación, los párpados bajos y la mandíbula moviéndose de un lado a otro. Finalmente, dijo:

—¿Hablábamos del padre de Sigmund?

—Bueno, no —dijo el señor Brook—. No hace falta que hablemos de ello.

Madame Zilensky contestó con voz a un tiempo orgullosa y terminante:

—Era un compatriota.

Al señor Brook realmente no le importaba la cosa. No tenía prejuicios; la gente se podía casar diecisiete veces y tener hijos chinos por lo que a él le tocaba. Pero había algo en la conversación con Madame Zilensky que le molestaba. Comprendió de repente. Los niños no se parecían en nada a Madame Zilensky pero eran iguales entre sí, y, teniendo padres diferentes, el señor Brook pensó que la semejanza era asombrosa.

Pero Madame Zilensky había terminado el asunto. Se subió la cremallera de la chaqueta de cuero y se volvió.

—Ahí es exactamente donde me lo he dejado —dijo con un rápido movimiento de cabeza—. Chez aquel francés.

La vida en la sección de música transcurría tranquila. El señor Brook no tenía dificultades serias que resolver, como lo de la profesora de arpa del año anterior, que se fugó con un mecánico de automóviles. Había solo esa constante inquietud por Madame Zilensky. No podía aclarar qué le pasaba en su relación con ella y por qué sus sentimientos estaban tan confusos. Para empezar: ella era una gran viajera y sus conversaciones estaban salpicadas de referencias incongruentes sobre sitios lejanos. Podía pasarse días sin abrir la boca, rondando por los corredores con las manos en los bolsillos de la chaqueta y el rostro meditabundo. Y de pronto agarraba al señor Brook y se lanzaba a un largo monólogo, con ojos fieros y brillantes y voz vehemente y cálida. Tenía que hablar de todo o de nada. Pero había siempre algo raro, de una manera indirecta, en cualquier episodio que ella mencionara. Si hablaba de llevar a Sammy al peluquero, la impresión que producía era tan exótica como si estuviera hablando de una tarde en Bagdad. El señor Brook no podía aclararlo.

La verdad le llegó de repente, y la verdad lo aclaró todo perfectamente, o por lo menos despejó la situación. El señor Brook había vuelto temprano a casa y había encendido el fuego en la pequeña chimenea de su cuarto de estar. Se sentía a gusto y en paz aquella noche. Estaba sentado ante el fuego, en calcetines, con un tomo de William Blake en la mesa al lado y se había servido media copa de licor de melocotón. A las diez estaba dormitando cómodamente delante del fuego, su mente llena de frases nebulosas de Mahler y retazos de pensamientos flotantes, y, de pronto, de entre aquel delicado sopor, le vinieron a la memoria cuatro palabras: «el rey de Finlandia». Las palabras le parecían familiares, pero al principio no pudo localizarlas; luego, de pronto, pudo seguirles la pista. Estaba paseando aquella tarde por el campus, cuando Madame Zilensky lo paró y empezó con una jerigonza que escuchó solo a medias; estaba pensando en el montón de cánones que le habían hecho en la clase de contrapunto. Ahora le volvían las palabras con una exactitud molesta, las inflexiones de su voz… Madame Zilensky había empezado con la siguiente frase: «Un día, cuando estaba delante de una pátisserie, el rey de Finlandia pasó en un trineo.»

El señor Brook se enderezó en la butaca con una sacudida y dejó la copa de licor. Esa mujer era una mentirosa patológica. Casi todas las palabras que pronunciaba fuera de la clase eran mentiras. Si había trabajado toda la noche, se desviaba de su camino para contar que había estado esa noche en el cine; si almorzaba en la Old Tavern, era seguro que aludiría a que había comido en casa con sus hijos. La mujer era sencillamente una mentirosa patológica y eso era todo.

El señor Brook hizo crujir sus nudillos y se levantó de la butaca. Su primera reacción fue de exasperación. ¡Que día tras día Madame Zilensky hubiera tenido la desfachatez de sentarse ahí, en su despacho, e inundarle con sus afrentosas falsedades! El señor Brook estaba furioso. Paseó arriba y abajo por la habitación, luego fue a la cocina y se hizo un sándwich de sardina.

Una hora después, sentado junto al fuego, su irritación se había cambiado en un asombro científico y meditativo; lo que tenía que hacer, se dijo, era mirar la situación de manera impersonal y ver a Madame Zilensky como un médico ve a un paciente enfermo. Sus mentiras eran de lo más inocente. No fingía nada con intención de engañar y las mentiras que contaba no las usaba, jamás, para ninguna ventaja posible. Esto era lo que desconcertaba; no había motivo detrás de todo aquello.

El señor Brook terminó el licor, y despacio, cuando era casi medianoche, comprendió aún mejor. La razón de las mentiras de Madame Zilensky era sencilla y triste. Toda su vida había trabajado en el piano, enseñando y escribiendo aquellas doce sinfonías hermosas e inmensas. Día y noche había luchado afanándose y volcando su alma en su trabajo, y apenas le quedaba algo de sí misma para más. Humana como era, sufría esa carencia, y hacía lo que podía para compensarla. Si pasaba la tarde inclinada sobre una mesa de la biblioteca y luego decía que había estado jugando a las cartas, era como si hubiera podido hacer las dos cosas. Por medio de sus mentiras vivía vicariamente; las mentiras doblaban lo poco de existencia que le quedaba fuera del trabajo y engrandecía el pequeño trapo de su vida personal.

El señor Brook miró al fuego y el rostro de Madame Zilensky estaba en su mente: un rostro severo, de ojos oscuros, cansados, y una boca delicadamente disciplinada. Notó algo cálido en su pecho, un sentimiento de piedad, de protección y de comprensión tremenda. Durante un rato permaneció en un bello estado de confusión.

Más tarde se lavó los dientes y se puso el pijama. Tenía que ser práctico. ¿Qué resolvía esto? ¿Y el francés, el polaco del flautín, Bagdad? ¿Y los niños, Sigmund, Boris y Sammy, quiénes eran? ¿Serían realmente sus hijos después de todo, o los habría reunido sencillamente de cualquier sitio? El señor Brook limpió los cristales de sus espejuelos y los dejó en la mesilla de noche. Tenía que llegar a un acuerdo con ella. Si no, podía crearse en la sección una situación de lo más problemática. Eran las dos. Miró por la ventana y vio que la luz del cuarto de trabajo de Madame Zilensky estaba aún encendida. El señor Brook se metió en la cama y puso caras horribles en la oscuridad tratando de planear lo que le diría al día siguiente.

El señor Brook estaba en su despacho a las ocho. Acechaba detrás de su mesa, pronto a atrapar a Madame Zilensky cuando pasase por el corredor. No tuvo mucho que esperar, y en cuanto oyó sus pasos la llamó por su nombre.

Madame Zilensky se paró en la puerta. Tenía un aire vago y fatigado.

—¿Cómo está usted? —dijo—. Yo he descansado tan bien esta noche…

—Siéntese, por favor —dijo el señor Brook—. Me gustaría hablar un momento con usted.

Madame Zilensky puso a un lado su carpeta y se echó hacia atrás en la butaca, frente a él.

—¿Qué quiere? —preguntó.

—Ayer, mientras paseaba por el campus me habló usted —dijo él, despacio—. Y, si no me equivoco, creo que me dijo algo sobre una pastelería y el rey de Finlandia. Es así, ¿no?

Madame Zilensky volvía la cabeza hacia un lado y miraba con fijeza a una esquina de la ventana.

—Algo sobre una pastelería —repitió él.

El rostro cansado de Madame Zilensky se iluminó:

—¡Pues claro! —dijo vehemente—, le contaba que aquella vez que estaba frente a esa tienda y el rey de Finlandia…

—¡Madame Zilensky! —gritó el señor Brook—. No hay rey en Finlandia.

Madame Zilensky se quedó ausente por completo. Después de un instante empezó otra vez:

—Estaba delante de la pátisserie Bjarne, cuando volví los ojos de los pasteles y vi de pronto al rey de Finlandia…

—Madame Zilensky, acabo de decirle que no hay rey en Finlandia.

—En Helsingfors —empezó ella de nuevo, desesperadamente, y otra vez él la dejó llegar a lo del rey y no la dejó seguir más.

—Finlandia es una república —dijo él—. No es posible que usted haya podido ver al rey de Finlandia. Por lo tanto, lo que acaba usted de decir es una falsedad, una pura falsedad.

Nunca en la vida pudo olvidar el señor Brook la cara de Madame Zilensky en aquel momento. Había en sus ojos sorpresa, consternación y una especie de horror acorralado. Era como una persona que mirara todo su mundo interior abierto en trozos y desintegrado.

—Crea usted que lo siento —dijo el señor Brook con verdadera pena. Pero Madame Zilensky se repuso. Levantó la barbilla y dijo fríamente:

—Yo soy finlandesa.

—No lo dudo —contestó el señor Brook. Para sus adentros sí lo dudaba un poco.

—Nací en Finlandia y soy súbdita finlandesa.

—Es muy natural —dijo el señor Brook alzando más la voz.

—En la guerra —continuó ella acaloradamente— iba en motocicleta y era enlace.

—Su patriotismo no entra en esto.

—Solo porque estoy sacando los primeros papeles de nacionalización…

—¡Madame Zilensky! —dijo el señor Brook. Sus manos agarraban el borde del escritorio—. Esto es solamente un hecho sin importancia. La cosa es que usted mantenía y aseguraba que vio… que vio…

Pero no pudo terminar. El rostro de Madame Zilensky le hizo callarse. Estaba pálida como una muerta y había sombras alrededor de su boca. Tenía los ojos muy abiertos, tremendos y orgullosos. Y el señor Brook se sintió de pronto como un asesino. Una conmoción de sentimientos, comprensión, remordimiento y amor irracional le hizo taparse la cara con las manos… No pudo hablar hasta que su interior se aquietó y entonces dijo muy bajo:

—Sí, claro, el rey de Finlandia. ¿Y era simpático?

Una hora después, el señor Brook estaba sentado mirando por la ventana de su despacho. Los árboles, a lo largo de la calle tranquila de Westbridge, estaban casi desnudos y los edificios grises de la universidad tenían un aire suave y triste. Mientras repasaba perezosamente el paisaje familiar, vio al viejo perro airedale de los Drake, que iba balanceándose calle abajo. Era algo que había visto antes cientos de veces; entonces, ¿qué era lo que le chocaba como extraño? Luego se dio cuenta con fría sorpresa de que el perro iba corriendo hacia atrás. El señor Brook miró al airedale hasta que lo perdió de vista, luego reanudó su trabajo con los cánones que le habían hecho en la clase de contrapunto.

FIN


“Madame Zilensky and the King of Finland”,
The New Yorker, 1941

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