Historia Moderna de Israel: de Paya Frank
La expulsión de los judíos de los reinos de Castilla y Aragón en 1492 constituye uno de los episodios más trascendentales y controvertidos de la historia de España. El decreto, promulgado por los Reyes Católicos el 31 de marzo de ese año en Granada, puso fin a más de mil quinientos años de presencia judía en la península ibérica. Este acontecimiento no solo transformó la estructura social y religiosa de la España tardomedieval, sino que también provocó una diáspora de largo alcance cuyas repercusiones culturales y demográficas aún se perciben.
Aunque el edicto de expulsión marcó el desenlace, el conflicto entre las comunidades judías y la sociedad cristiana peninsular llevaba décadas gestándose.
Los pogromos de 1391, iniciados en Sevilla por las predicaciones del arcediano Ferrán Martínez, desencadenaron una ola de violencia que arrasó juderías en ciudades como Córdoba, Valencia, Toledo o Barcelona. Miles de judíos murieron o se vieron obligados a convertirse al cristianismo.
Estas conversiones masivas dieron origen a un nuevo grupo social: los conversos, cuya sinceridad religiosa fue constantemente cuestionada.
Durante el siglo XV, la tensión se agravó con episodios como la Disputa de Tortosa (1413–1414) y las Ordenanzas de Valladolid (1412), que institucionalizaron la segregación y restringieron los oficios permitidos a los judíos.
En 1478 se creó la Inquisición española, destinada inicialmente a perseguir a conversos acusados de “judaizar”, pero que contribuyó a un clima de sospecha generalizada que preparó el terreno para la expulsión.
Tras la conquista de Granada, último bastión musulmán de la península, los Reyes Católicos buscaron consolidar la unidad religiosa de sus reinos. El edicto ordenaba la salida de todos los judíos que no aceptaran el bautismo antes de finales de julio de 1492.
Según el texto del decreto, la razón principal era impedir que los judíos influyeran sobre los conversos para que regresaran a su antigua fe. El documento prohibía su retorno y les permitía llevarse únicamente bienes muebles, pero no oro, plata, monedas ni caballos.
La medida seguía la tendencia europea: Inglaterra había expulsado a sus judíos en 1209 y Francia en 1306.
Las cifras varían considerablemente:
Las fuentes de la época hablan de entre 150.000 y 600.000 personas.
Los estudios modernos reducen la estimación a un rango de 50.000 a 200.000 expulsados.
Muchos optaron por convertirse para evitar el exilio, quizá en una proporción de tres conversos por cada exiliado.
Los judíos expulsados se dispersaron por diversas regiones del Mediterráneo y Europa:
Portugal y Navarra, aunque serían también expulsados o convertidos en los años siguientes.
El norte de África, especialmente Marruecos y Argelia.
Italia y Provenza, donde algunas comunidades encontraron refugio temporal.
El Imperio otomano, que los recibió favorablemente. El sultán Bayaceto II valoró su llegada por su utilidad económica y cultural.
La Tierra de Israel, entonces bajo dominio otomano.
Este éxodo dio origen a la diáspora sefardí, que mantuvo durante siglos el judeoespañol (ladino) y numerosas tradiciones culturales procedentes de la península.
Pérdida económica y cultural: los judíos desempeñaban oficios clave en el comercio, la medicina, la artesanía y la administración. Su expulsión empobreció la diversidad profesional y cultural del país.
Homogeneización religiosa: la medida reforzó el proyecto de unidad católica de los Reyes Católicos.
Continuación de la persecución: la Inquisición siguió actuando contra los conversos sospechosos de judaizar, tanto en España como en América.
Desplazamiento masivo: la expulsión de 1492 supuso el fin de la comunidad judía más numerosa y culturalmente influyente de Europa medieval.
Renacimiento cultural en el exilio: en ciudades como Salónica, Estambul o Safed, los sefardíes crearon centros de estudio, imprentas y redes comerciales que revitalizaron el judaísmo mediterráneo.
Memoria histórica: el episodio es recordado en la tradición judía como el Gerush Sefarad (Expulsión de España), un trauma colectivo que marcó profundamente la identidad sefardí.
La expulsión ha sido objeto de intensos debates historiográficos. El medievalista Julio Valdeón la calificó como “uno de los temas más polémicos de la historia de España”. El hispanista Joseph Pérez destacó sus similitudes con las persecuciones de la Hispania visigoda casi mil años antes.
Hoy se interpreta como un fenómeno complejo, resultado de factores religiosos, sociales, económicos y políticos que convergieron en un momento de profunda transformación del Estado.
La expulsión de los judíos en 1492 no fue un hecho aislado, sino el desenlace de un largo proceso de tensiones y persecuciones. Su impacto fue enorme: transformó la sociedad española, dispersó a una de las comunidades judías más antiguas del mundo y dejó una huella indeleble en la memoria histórica. Comprender este episodio implica reconocer tanto su dimensión humana como su importancia en la configuración de la España moderna y del judaísmo sefardí.
por Paya Frank blogger
[Cuento - Texto completo.]
SakiEgbert entró en la amplia sala oscura con el aire de quien no sabe si entra a un palomar o a un polvorín y viene preparado para ambas contingencias. No habían rematado la pequeña disputa doméstica sostenida durante el almuerzo, y ahora la cuestión era tantear hasta qué punto lady Anne estaba de humor para renovar o abandonar las hostilidades. Su postura en el sillón junto a la mesa de té era más bien elaborada y tiesa; y en la penumbra de la tarde decembrina los anteojos de Egbert no ayudaban gran cosa a discernir la expresión de su cara.
Para romper el hielo superficial que pudiera existir, Egbert dijo algo sobre lo tenue y místico de la poca luz. Alguno de los dos solía hacer esta observación entre las 4:30 y las 6 en las tardes de invierno y finales de otoño; hacía parte de su vida conyugal. Carecía de respuesta fija, y lady Anne no adelantó ninguna.
Don Tarquinio se encontraba tendido sobre la alfombra persa, calentándose a la lumbre del hogar con majestuosa indiferencia por el posible mal humor de lady Anne. Su pedigrí era tan intachablemente persa como la alfombra, y su pelaje entraba ya en el esplendor de un segundo invierno. El criado, que tenía inclinaciones renacentistas, lo había bautizado don Tarquinio. De ser por ellos, Egbert y lady Anne de seguro le habrían puesto Pelusa; pero no eran personas obstinadas.
Egbert se sirvió el té. Como nada indicaba que el silencio fuera a ser roto por iniciativa de lady Anne, se dispuso a realizar otro esfuerzo heroico.
-Lo que dije al almuerzo tenía intenciones puramente académicas -anunció-; pero parece que le das un sentido innecesariamente personal.
Lady Anne continuó atrincherada en el silencio. El pinzón real llenó aquel vacío con una perezosa melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert la reconoció al punto, puesto que era la única tonada que el pinzón sabía silbar, y les había llegado con fama de silbarla. Tanto Egbert como lady Anne habrían preferido algo salido de Terrateniente de la Guardia, la ópera favorita de ambos. En cuestiones artísticas tenían gustos similares. Se inclinaban por lo honesto y explícito en el arte: una lámina, por ejemplo, que pusiera una historia delante de los ojos, con la ayuda generosa del título. Un corcel de guerra sin jinete y con los arreos en patente desorden, que entra trastabillando a un patio lleno de pálidas mujeres al borde del desmayo, y con la anotación marginal de “Malas Nuevas”, les sugería la clara lectura de algún desastre militar. No les costaba ver lo que quería comunicar y podían explicarlo a otros amigos de inteligencias más obtusas.
Persistía el silencio. Por regla general, los disgustos de lady Anne se volvían verbales y pronunciadamente desbocados tras cinco minutos de mutismo introductorio. Egbert tomó la jarra de leche y vertió parte de su contenido en el platillo de don Tarquinio. Como el platillo estaba lleno hasta el borde, el resultado fue un feo derrame. Don Tarquinio lo miró con sorprendido interés, que se desvaneció en una esmerada indiferencia cuando Egbert lo llamó a que lamiera algo del líquido rebosado. Don Tarquinio estaba dispuesto a desempeñar muchos papeles en la vida, pero el de aspiradora de alfombras no era uno de ellos.
-¿No crees que nos estamos comportando como un par de tontos? -dijo él de buen humor.
Si lady Anne pensaba igual, no lo expresó.
-Supongo que yo en parte he tenido la culpa -prosiguió Egbert, mientras se le iba evaporando el buen humor-. Mira, después de todo soy humano. Pareces olvidar que soy un ser humano.
Insistía en ello como si corrieran rumores infundados de que tuviese contextura de sátiro, con prolongaciones cabrunas donde la parte humana terminaba.
El pinzón volvió a entonar la melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert se iba sintiendo deprimido. Lady Anne no bebía su té. Tal vez se sentía indispuesta. Pero cuando lady Anne se sentía indispuesta no solía ser reservada al respecto. “Nadie sabe lo que me hace sufrir la mala digestión” era una de sus afirmaciones favoritas. Ahora bien, esta ignorancia sólo podía deberse a oídos defectuosos: la información disponible sobre el tema habría suministrado material suficiente para una monografía.
Era evidente que lady Anne no se sentía indispuesta.
Egbert empezaba a creer que recibía un trato irracional; y, naturalmente, comenzó a hacer concesiones.
-Tal vez -observó, centrándose en la alfombra hasta donde se dignó permitirle don Tarquinio- toda la culpa ha sido mía. Estoy dispuesto a emprender una vida mejor, si con eso las cosas recuperan las buenas perspectivas.
Se preguntó vagamente cómo podría lograrlo. Ya entrado en años, las tentaciones le llegaban de modo vacilante y sin mucha insistencia, como un recadero de la carnicería que pide un aguinaldo en febrero con la débil excusa de que olvidaron dárselo en diciembre. No tenía más planes de sucumbir a ellas que de comprar las boas de piel y los cubiertos de pescado que algunas damas se ven forzadas a ofrecer con pérdida, mediante el expediente de las columnas de avisos, durante el año entero. Con todo, había algo impresionante en aquella espontánea renuncia a posibles monstruosidades soterradas.
Lady Anne no dio señas de estar impresionada.
Egbert la miró con inquietud a través de los espejuelos. Llevar la peor parte en una discusión con ella no era nada nuevo. Llevar la peor parte en un monólogo era una humillante novedad.
-Voy a cambiarme para la cena -anunció, con voz a la que pretendió dar una sombra de dureza.
En la puerta, un ataque postrero de debilidad lo impulsó a hacer un nuevo intento.
-¿No estamos siendo muy absurdos?
“¡Qué idiota!” fue el comentario mental de don Tarquinio cuando la puerta se cerró tras la retirada de Egbert; y luego alzó en el aire las aterciopeladas zarpas delanteras y saltó ágilmente a una estantería que estaba justo bajo la jaula del pinzón. Por vez primera parecía notar la existencia del pájaro, pero en realidad llevaba a efecto un viejo plan de ataque, madurado hasta la precisión. El ave, que se había creído una especie de déspota, se comprimió de súbito a un tercio de su porte normal, y echó a batir las alas desesperadamente y a emitir chirridos estridentes. Aunque había costado veintisiete chelines sin la jaula, lady Anne no dio señal de intervenir.
Hacía dos horas que estaba muerta.
FIN
De Julio Alonso Arévalo en diciembre 22, 2025 |
|