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lunes, 8 de abril de 2024

… DIJO JACK EL DESTRIPADOR Robert Arthur


 


 

Quiero dirigirme, particularmente, a vosotros los realistas. Los maniquíes…, en todo caso, los que yo conozco pueden perfectamente hablar. Debo pediros que nunca tratéis de acallar las manifestaciones hechas por ellos o por otros objetos inanimados. Si tú, por ejemplo, te golpeas la pierna contra una silla atravesada en tu camino, golpéala, insúltala; pero, por el amor de Dios, no le niegues el derecho a replicarte.

Dos semanas antes de la inauguración de la temporada, Atlantic Beach Park era, cualquier noche, una ciudad fantasma, envuelta en sombras y silencio. Una neblina procedente del océano se enroscaba en la rueda Ferris, cubría la desierta montaña rusa y transformaba las luces de la calle en vacilantes manchas amarillas.

Dentro de la gran habitación del viejo edificio que albergaba la cámara de los horrores de Pop Dillon, el Gran Museo de Figuras de Cera, una bombilla polvorienta al final de un largo cordón proyectaba escasa luz, pero dejaba los rincones llenos de sombras que parecían agazapadas, a punto de saltar. Toda una vida dedicada al negocio de las ferias, había hecho del hombrecillo apergaminado que era Pop, un ave nocturna. Ahora estaba preparando su surtido de criminales, asesinos y víctimas a punto para la temporada de trabajo. En realidad sólo se trataba de quitarles el polvo del invierno o remendar algún que otro desgarrón en sus ropas.

Tarareando fuera de tono, Pop arregló la corbata de Hil-mes, el rey de los asesinos de Chicago, cuyo extraordinario pasatiempo consistía en cortar a pedazos bellas jovencitas en el sótano de su casa. Después pasó a John Dillinger.

"Boga, boga, boga en tu barca, dulcemente río abajo

-canturreaba Pop para sí-, alegremente, alegremente, que la vida no es más que un sueño…"

-Hola, señor Dillinger. Tiene usted muy buen aspecto. Pero, cómo, ¿ha descuidado usted su pistola? ¡Está oxidada!

Dillinger no contestó. Unas veces lo hacía; otras, no. Dependía del humor. Pop estaba siempre dispuesto a charlar cuando una de sus figuras de cera parecía desearlo y, así, había sostenido muchas e interesantes conversaciones con algunos, como Jack el Destripado?, que era, naturalmente, muy presumido. Otros nunca decían palabra…, eran del género silencioso. Pop nunca les forzaba a hablar… "Incluso un muñeco de cera tiene derecho a su intimidad", solía decir.

Pop estaba limpiando el polvo de Jack el Destripador, que, cuchillo en ristre, se inclinaba sobre una víctima femenina con una diabólica sonrisa en su rostro, cuando oyó abrirse la puerta principal.

-¡Pop! -Era Hendryx, el policía, un joven corpulento y amable que se adelantó hacia el punto de luz en el momento en que Pop se volvía-. Tengo algo que decirle.

-¿Sí? -dijo Pop lleno de curiosidad.

-Vengo a advertirle. Acaba de ocurrir hace un par de horas.

-¿Qué?

-Su viejo amigo Burke Morgan se ha fugado. Iba camino de la penitenciaría de Shore Beach…

-¿Que se ha fugado Morgan? -Las facciones ajadas de Pop reflejaron cierto disgusto-. Pero, ¡si va a ir a la silla eléctrica a medianoche!

-Iba.

-¿Quiere decir que ya no va?

-Tuvo la desfachatez de pedir al gobernador que retrasaran su ejecución. Dijo que no se encontraba bien para ser ejecutado. ¡Imagínese! Ha estado internado en el hospital de la cárcel con no sé qué. ¿Qué le parece el descaro?

A Pop sólo se le ocurrió mover la cabeza.

-Claro que el gobernador dijo que no. Pero tal como ha

ido todo, no ha servido de nada. Burke se ha escapado. Creí

que e era mejor advertirle a usted.

-Mala cosa. Su fuga…

-Lo tenía todo preparado. Empezaron a ocurrir cosas sospechosas. Entonces, el gobernador manda trasladar a Morgan a Shore Beach, porque la silla eléctrica de la penitenciaría del Estado no funciona…

-Pero, me acaba de decir que no iban a electrocutarle…

-Porque se fugó. Iban cuatro guardias en la fugoneta y huyó. Apareció un camión, topó contra la furgoneta y la volcó.

-Vaya, ¡qué desgracia!

-Tuvieron que sacar a Morgan de la furgoneta con un soplete. Y los dos que lo hacían llevaban ametralladoras… Es así como me lo han contado.

-¡Oh, deben apresarle! -gimió Pop-. Todo mi verano se arruinará si no le cogen.

-Yo sólo quería advertirle. Creen que está herido. Y esto no le hará mucha gracia. Bueno, tengo que irme ya. Sólo le digo que esté al acecho.

- ¡Todo el verano al diablo! -se quejó Pop-. Mire esto, Hendryx, fíjese en la presentación. Será una gran atracción, pero sólo si se electrocuta a Morgan.

-Debería irme -repitió Hendryx siguiendo a Pop hasta una silla eléctrica, de lo más realista, colocada sobre una plataforma en medio de la habitación. Luego preguntó-: ¿Qué será la atracción, Pop?

-Pues estoy haciendo una figura de cera de Burke Morgan, la tengo en el taller. Aparecerá sentado en esta silla eléctrica. Es bonita, ¿verdad? La conseguí en Race Street a un precio muy razonable en una casa de atrezos para los teatros.

-La muchacha que lleva la bandeja, figura ser Alice Johnson, ¿verdad?

-Y sentado ante la mesa está Pretty Boy Thomas. Es la misma mesa donde estaba comiendo cuando Morgan se acercó a la ventana de Briny Spray Oyster House junto al muelle de madera y le pegó un tiro por una simple discusión.

-Se parece mucho a Pretty Boy, Pop, de verdad. Parece vivo…, aunque lo cierto es que no lo está.

-Voy a llamar a este grupo "Burke Morgan, ganador del concurso, electrocutado, contemplado por sus víctimas".

-Buena idea, Pop. Pero de verdad que tengo que irme.

Sólo quería avisarle. Si oyera a alguien tratando de entrar, mejor que nos llame enseguida.

-Ese Burke Morgan es un presumido. El haber tomado parte en aquel concurso, todavía le envaneció más. Siempre presumiendo de lo mucho que había leído sobre el crimen y los criminales, así que al salirle ese tema en el concurso fue estupendo para él. De todos modos, vino a verme para hablar de mis huéspedes.

-Típico de Morgan -observó Hendryx.

-¿A que no sabe lo que me dijo? Que los otros criminales eran analfabetos y por eso les apresaban. Luego añadió que había matado a doce hombres, ¡una docena entera!, y que nunca se había sospechado de él.

-Está bien, Pop. Tenga mucho cuidado.

Hendryx se marchó. Por un momento, Pop pareció deprimido al acercarse a la mesa primorosamente servida donde una figura hermosa, de cabello rizado, parecía estar comiendo. Pero empezó a limpiar el polvo de la loza y los cubiertos y los volvió a colocar.

-Así es la vida, Pretty Boy -suspiró-. Preparo una buena escena y va Burke Morgan y se fuga. A lo mejor todavía puedo salvarlo… Montar otra vez el asesinato, el momento en que Morgan te dispara mientras tú comes ostras. ¿Por qué fue esa pelea entre los dos?, dime.

Esperó, pero Pretty Boy no contestó. Probablemente, también Pretty Boy estaba preocupado por la fuga. Quizás hubiera preferido formar parte del grupo que contemplaba la ejecución en lugar de recrear su propia muerte violenta.

Pop se volvió a la figura de Alice Johnson, una joven esbelta de pelo castaño oscuro y ojos tristes, la muchacha que había presenciado el crimen. Arregló el delantal de Alice, se aseguró de que la bandeja estaba firme y le atusó el cabello.

-Ya está. Estás muy guapa, Alice.

Creyó oírla decir "gracias", pero no estaba seguro. Alice seguía siendo muy tímida y apenas hablaba más fuerte que un susurro. Pero estaba tan guapa, que Pop no pudo evitar decirle:

-Si no hubieras gritado, Alice, Morgan no se habría fijado en ti y no hubiera disparado. Pero, bueno, no te pongas triste, no debí habértelo recordado. Sé que es una pesadilla, pero serás feliz aquí con nosotros, Alice; de verdad que lo serás. Este verano podrás ver a miles de personas que te admirarán, ya lo verás. Y después de todo, si no hubieras gritado no habrían apresado a Morgan.

Pop, con mucho tacto, dejó que Alice recuperara la compostura y siguió limpiando el polvo hacia lo más oscuro de la habitación. Allí se paró. Un muñeco no estaba en su sitio.

-Vamos, Burke Morgan -le reprochó-, ¿qué estás haciendo en este rincón?

-Está bien, Pop -contestó la figura a media voz-, tómalo con calma, no querrás que te mate.

La expresión de Pop se volvió severa. Sus figuras estaban autorizadas a hablarle, pero no se les permitía amenazar.

-No me hables así, Morgan -le advirtió-, o te meteré una semana en un armario oscuro. Además, todavía no estás terminado. Así que vete ahora mismo al taller.

La figura de cera se adelantó unos pasos, con un brillo de acero en la mano.

- Soy yo, Burke Morgan -dijo la voz curiosamente culta y dulce-. No creerás de verdad que una de tus figuras se pone a hablar contigo.

-Claro que lo hacen -le respondió Pop, dándose cuenta de que este Burke Morgan era de carne y hueso y no de cera. Aparentemente el bandido se había deslizado a la cámara de los horrores para esconderse-. Casi todos ellos me hablan. Jack el Destripador y Billy el Niño son muy buenos conversadores. Un poco fanfarrones, eso sí. Solamente Jesse James es el que nunca dice nada. Creo que Jesse James está enfadado porque la gente ya no le presta tanta atención.

-Desconecta, estás hablando demasiado. -Morgan se adelantó y cacheó a Pop, luego guardó su propia pistola-. Si quieres vivir para inaugurar esta fábrica de horrores el mes que viene, mejor será que hagas lo que te diga.

-Lo haré -prometió Pop-. Y todos los presentes también. No queremos que nos hagas daño. La mayoría de los que están aquí, excepto yo, ya han sido asesinados, y con una vez basta.

-La Policía ha rodeado la casa y yo tengo una herida en el hombro. Tengo que llegar al escondrijo que mis amigos me han preparado. Ahí es donde entras tú.

Pop movió la cabeza, dubitativo:

-No hay ninguna posibilidad. La Policía descubrirá tu ropa de presidiario al instante.

-Pero, ¿qué es lo único que no descubrirán esta noche? -susurró Burke Morgan-. Otro policía. Aquí tienes media docena de figuras que visten uniforme de policía. Quiero uno de esos uniformes.

-Oye, es una idea muy inteligente. -Pop ladeó la cabeza y escuchó-. Todos lo consideran muy inteligente, Burke. Jack el Destripador dice que eres un tío de recursos.

-Deja en paz a Jack el Destripador. Un hombre debe poseer cerebro e imaginación para sobresalir en cualquier negocio, Pop, y yo los poseo. Por eso estoy aquí y no en la perrera estatal esperando el paseo hacia la pequeña puerta verde. Ahora ayúdame con esto… ¡Mi hombro! Tendrás que cortarme la chaqueta para quitármela.

-¡Oh, no quisiera tener que hacerlo! Si puedo sacarte la ropa sin cortarla, puedo utilizarla. Puedo enseñar la ropa de presidiario que llevabas al fugarte la noche que tenían que electrocutarte.

-Pop, no me hagas enfadar. El médico de la cárcel dijo que enfadarme era malo para mi salud, así que procuro tratarte con dulzura. No me importa si los veinticinco años de dirigir este depósito de cadáveres te han estropeado las marchas y piensas que tus muñecos te hablan, pero conmigo no juegues.

-Oh, no hablan sólo conmigo -explicó Pop-, también hablan entre ellos. Tendrías que haberles oído hablar la noche que mataste a Pretty Boy y a Alice Johnson en el muelle de madera. ¡Qué excitados estaban…! ¡Oh, perdóname! Te cortaré la chaqueta ahora mismo y no diré ni una palabra más.

-¡Pop! -La palabra sonó como un disparo-. ¡Alguien está golpeando la puerta!

-Probablemente es Hendryx que ha vuelto. -Pop miró hacia la puerta-. No puede ser más que él.

-¡Échale! -El hombre alto, de claros ojos azules, se metió entre un grupo de figuras junto a una mesa de juego. Una de las figuras era Jesse James y detrás de él, Howard, su asesino, se aproximaba con un revólver en la mano. Junto a la mesa, Morgan se quedó inmóvil como si fuera otro mirón.

-Esperaré aquí hasta que se haya ido -murmuró Morgan-. Recuerda, te estaré apuntando. Una sola palabra equivocada y tú y el policía pasaréis a ser personajes de este cementerio tridimensional.

-Tendré cuidado -prometió Pop-. Todo el mundo debe prometer guardar silencio. Especialmente tú, Billy el Niño. -Y levantó la voz-. ¿Es usted, Hendryx?

El corpulento policía traspasó la puerta.

-Sólo quería volver a advertirle, Pop. Hace una hora han visto entrar a Morgan en el parque de atracciones. Vamos a recorrer el lugar palmo a palmo. Nos han dado orden de disparar a matar.

-¡Oh, por favor, no le maten! Si le prenden vivo todavía podrá ir a la silla eléctrica y yo podré utilizar mi nuevo montaje.

Se oyó un leve ruido, un breve movimiento. El joven Hendryx se quedó mirando al grupo de figuras junto a la mesa de juego.

-Pop, ¡una de esas figuras se ha movido!

-¡No puede ser! Me prometieron que se quedarían quietos.

Pero Hendryx había sacado el revólver y se dirigía al cuadro de la mesa de juego. No había dado más de dos pasos cuando el destello de un 38 rasgó las sombras sobre los rostros de cera de un montón de figuras que parecían, horrorizadas, hacer muecas de excitación.

Hendryx se quejó al entrarle la bala, exhaló un extraño suspiro gutural, y cayó de cara.

Pop permaneció rígido.

-Mejor que te marches, Morgan -le dijo-. Aunque la Policía no haya oído el disparo, no tardarán en llegar porque están registrando todo el parque. Encontrarán a Hendryx y te encontrarán a ti; aquí ya no queda sitio donde esconderte.

-Ya lo creo -objetó Burke Morgan-, Así que me quedo. Primero, echa dos o tres de esas figuras de uniforme sobre el policía. Si alguien hace preguntas, di que las vas a llevar al taller para repararlas.

-Podría resultar, sí, creo que sí -accedió Pop-. El doctor Crippen, el envenenador inglés, dice que cree que saldrá bien. Y tú, ¿qué?

-Por mí no te preocupes, Pop. ¿Se te ha olvidado ya?, ¡tengo imaginación! Así que cuando llegue la Policía estaré preparado. Y tú no me delatarás o recibirás lo que recibió Hendryx. Ahora date prisa y amontona las figuras encima de él.

-Sí, Morgan, así lo haré. Y no diré una palabra a la Policía. Y esto vale para todos. -Pop levantó la voz-. Si viene la Policía, ni una palabra de lo ocurrido, ¿me habéis oído?

Esperó, luego movió afirmativamente la cabeza:

-Lo han prometido, Morgan. Incluso Billy el Niño lo ha prometido. Por mí. No dirán una sola palabra.

-Mantenga los ojos abiertos, Pop -le gritó el inspector de Policía en el momento de salir-. Si oye algo, no tiene más que tocar el silbato que le he dado. Vendremos corriendo. Morgan está en alguna parte por aquí cerca.

-Así lo haré, inspector -contestó Pop Dillon, manteniéndose cuidadosamente delante de la figura sentada en la silla eléctrica, una figura con el rostro cubierto por una caperuza negra, con una chapa de metal sobre el cráneo, con unas correas sujetándole las manos y los tobillos.

-Buenas noches -dijo el inspector Mansfield, y salió seguido de sus hombres.

Al cerrarse la puerta, la figura de la silla eléctrica se movió. Burke Morgan apartó las falsas correas que parecían sujetarle pies y manos, apartó la cacerola de metal de su cabeza y se quitó el trapo negro de la cara. Hizo una mueca de dolor cuando su hombro herido protestó.

-Creí que no se iban nunca -dijo-. Suerte que tenían prisa, porque mi hombro estaba doliéndome mucho. Pero, ya viste, ni siquiera me miraron.

-¡Oh, fue una idea muy original! Pero ahora, ¿qué puedes hacer? Si salieras, incluso vestido de policía, te reconocerían; hay muchísimos.

-No lo creo. De todos modos, voy a quedarme aquí otro par de horas hasta que se marchen a otra parte. Si vuelven, volveremos a hacer lo mismo. Yo me voy a quedar aquí en esta silla y tú puedes sentarte en tu vieja mecedora. Esperaremos juntos, Pop.

Pop se limitó a mover la cabeza. Le parecía haber oído a Jack el Destripador preguntar: "¿Y qué se propone hacer contigo, Pop, cuando se marche?". Pero creyó más prudente no pasar la pregunta a Burke Morgan.

-Apaga la luz -le ordenó Morgan-. Saben que estás aquí y que no puedes dormir con la luz encendida.

Pop, obediente, tiró del cordón. El hombre alto y flaco masculló una maldición.

- ¡Pretty Boy Thomas y la muchacha! -exclamó-. ¡Sus rostros brillan en la oscuridad!

-Es fósforo -le explicó Pop mientras se acomodaba en su vieja mecedora-. Figura que son espectros, o algo así, contemplando tu muerte. Deberías oír la cinta que grabé. Es muy dramática.

-Basta de charla. Debería enfadarme por tus exhibiciones, pero no lo haré.

Pop se recostó cómodamente. ¡Cuántas noches había pasado adormilado hasta el amanecer en la vieja mecedora! Observó a Morgan tratando de acomodarse en la rigidez de la falsa silla eléctrica, y se dio cuenta de que el hombro de Morgan tenía que haber empeorado…, y mucho, porque Morgan se revolvía muy inquieto.

-El pobrecillo necesita una droga. Sospecho que morfina.

Era el doctor Crippen, susurrándole al oído.

-Está mal. -era Dillinger, que comentaba en tono frío y profesional-. Probablemente le inyectaron cuando le sacaron y ahora necesita otra. Seguro que sus nervios se revuelven como gusanos metálicos dentro de su piel.

Pop estaba de acuerdo. Había visto en su oficio demasiados casos para no reconocer los síntomas. Burke Morgan estaba sufriendo, pero Pop no podía hacer nada por él. Cerró los ojos; su respiración se hizo profunda y regular. A los pocos minutos estaba roncando.

El hombre alto, sentado en la silla, en la pequeña plataforma, oyó los ronquidos y se quedó malhumorado. El dolor del hombro se había transformado en un ardor continuo, interrumpido, a veces, por ramalazos de dolor agudo. Sentía que el sudor le bañaba la frente. Le temblaban las manos. Hubiera querido gritar, maldecir, intentar la huida, abrirse paso a tiros por entre los policías del exterior.

Pero no hizo nada. Así era como podía morir un hombre…, por obrar impulsivamente. Había matado a Pretty Boy Thomas impulsivamente y le habían cogido. Ahora se instaló bien en la silla, decidido a mantenerse quieto, y lo consiguió. Se concentró de lleno en la necesidad de pasar la noche.

Había estado aquí, en el museo de figuras de cera de Pop Dillon, infinidad de veces. Ahora, en la oscuridad solamente rota por la escasa luz procedente de un farol cercano a la ventana, podía percibir las figuras de bandidos, criminales, asesinos y sus víctimas. Podía percibirlos hasta el punto de casi oírles hablar y verles moverse. No era extraño que Pop, después de tantos años, pudiera creer que hablaban. En aquel silencio, Burke Morgan se encontró esperando que una voz lo rompiera.

-Morgan…

Hubiera jurado que oyó pronunciar su nombre.

-Burke Morgan…

Sí, lo había oído. Miró a Pop. A la escasa luz vio a Pop dormido en su mecedora, con la boca entreabierta por los ronquidos, con el pecho subiendo y bajando con cierta irregularidad.

Burke Morgan se pasó la lengua por los labios. Era la falta de polvos blancos. No hubiera debido aceptar el pinchazo cuando le sacaron de la furgoneta de la cárcel. Pero le había ayudado. Ahora iba a tener que parar su imaginación. Hacía falta imaginación para conseguir desbaratar una silla eléctrica gracias al soborno de un electricista, organizar su traslado, preparar su fuga y llevarla a cabo pese a que todo saliera mal. Pero ahora era preciso dominar su imaginación. Podía esperar. Otras veces lo había hecho.

El silencio parecía estirarse como una goma tensada al máximo que no se rompe. Apretó los dientes y agarró con fuerza los brazos de la silla para aquietar el temblor de sus manos.

-Burke Morgan…

Esta vez lo oyó con toda claridad, pero sabía que era una voz en su mente, no en sus oídos. El rostro fosforescente de Pretty Boy Thomas parecía sonreírle.

-¿Qué te parece esperar a que tiren de la clavija a medianoche? ¿Qué te parece saber que sólo te quedan un par de minutos de vida?

Estuvo a punto de contestar sin darse cuenta, pero apretó los labios. Así es como uno enloquecía, contestando a voces que no existían. Otra vez el silencio volvió a estirarse al máximo.

-No lo sabe.

Era la dulce voz de la muchacha. Miró hacia Alice Johnson y hubiera jurado que los labios de la muchacha se habían movido.

-Explicadle que está soñando, que está libre y lo entenderá.

-No es más que eso, Burke. -Y esta vez pudo oír bien la voz de Pretty Boy-. Estás soñando con nosotros. Es casi medianoche, necesitas desesperadamente el polvo blanco y estás amarrado a la silla eléctrica. No puedes soportar la idea de morir, así que sueñas que te has fugado, sueñas que vas a alejarte. Pero no es así.

Burke Morgan cerró la boca y cortó la respuesta que casi había formulado. Había oído hablar de toda esa historia fantástica que le hace a uno creer que está libre antes de bajar la clavija. "La mente huyendo de la realidad", lo llamaban. Pero esto era real. No era ningún sueño.

Se mordió los labios hasta que le sangraron y los rostros de Pretty Boy Thomas y de la muchacha dejaron de tener vida, se volvieron de nuevo simples caras de cera.

Silencio, largo y tenso silencio.

-Casi medianoche -dijo Alice Johnson, y Morgan pegó un salto.

-Dentro de un minuto te reunirás con nosotros -anunció Pretty Boy-. Fíjate, se puede oír el reloj que da las primeras campanadas de medianoche.

No tenía que fijarse. La primera campanada del reloj de la torre hizo vibrar el aire, y para él fue como el doblar a muerto.

-Pronto habrá terminado todo. -La voz de Pretty Boy era casi tierna-. A la sexta campanada bajarán la clavija y tres mil voltios se estrellarán en tu cuerpo, quemarán tus nervios y el cortocircuito deshará tu cerebro. Fíjate, ésta es la cuarta campanada…, la quinta…

Burke Morgan creyó oír un coro de voces contando juntas cuatro…, cinco…, seis…

Hizo un esfuerzo por no oírlas, por no oír el sonoro reloj, por no oír nada. Pero no pudo impedir el chasquido de la corriente eléctrica entrando en su carne. No pudo ignorar el enorme ramillete de chispas que surgió junto a su cabeza, junto a sus manos, junto a sus pies, ni el olor a quemado…

Burke Morgan dio un salto. Exhaló un grito y le pareció que cien gargantas le respondieron. Luego, silencio, oscuridad, nada.

Pop Dillon volvió a acomodarse en su mecedora porque pronto llegarían los fotógrafos y los reporteros y tenía que estar dispuesto. En los periódicos de mañana habría artículos sobre la cámara de los horrores. ¡Oh, sería un verano maravilloso! Ahora por fin se había ido la Policía, llevándose los cuerpos de Burke Morgan y del pobre oficial Hendryx al depósito, cuerpos que eventualmente serían inmortalizados, en cera, en la cámara de los horrores.

-Pop. -Era la voz de Pretty Boy Thomas…, sí, lo era-. Muy inteligente, Pop. Incluso a mí me pareció mi propia voz.

-Y también la mía me lo pareció. -Aquella dulce y tímida vocecita sólo podía ser la de Alice Johnson.

-Bueno, después de todo, yo fui un buen imitador -respondió Pop con modestia, pero encantado con las alabanzas-. Lo fui por espacio de diez años en una compañía de ferias. ¿Sabéis lo que es un imitador? Un ventrílocuo, sí. La gente de las giras los llama así.

-Lo manejaste muy bien. -Esta vez era Jack el Destripador. Las voces no eran más fuertes que el roce de los ratones en la madera, o el movimiento de las cortinas en las ventanas. A cualquiera, excepto a Pop, es lo que le hubieran parecido-. Me estuve preguntando si intentarías el chorro de chispas que inventaste para impresionar a la gente y sorprenderla, apretando con el pie un botón junto a la plataforma.

-Sí, pensé que le sorprendería el tiempo suficiente para dar lugar a llegar a la puerta y pedir auxilio.

-Lo que no sabías era que fue por el corazón por lo que fue al hospital de la cárcel -dijo el doctor Crippen, el envenenador, con indiferencia profesional-. Pero la necesidad de droga, la tremenda tensión, el sobresalto y el corazón en mal estado le mataron. Ahí mismo, en tu silla eléctrica.

-Recibió su merecido -refunfuñó Dillinger-. Deberías permitirme tener balas de verdad en mi pistola y te hubiera ahorrado todas esas molestias.

-Así ha sido mejor -afirmó Billy el Niño-. Tendremos un verano estupendo. La gente llegará en oleadas.

-Las oleadas serán para verme a mí y no a ti, viejo polvoriento y apolillado -rezongó una voz suave, y un silencio de asombro llenó la enorme estancia.

Los ojos de Pop Dillon se abrieron sorprendidos para mirar la figura de Burke Morgan que había subido del taller y la habían sentado en la silla eléctrica en honor a los fotógrafos.

-¿Es éste el modo de hablar, Morgan? -preguntó Pop, severamente-. Apenas acabas de morir y ya estás fanfarroneando.

-Es verdad, y lo sabes -protestó Burke Morgan-. Invadirán el lugar para ver la silla eléctrica donde morí, a medianoche, en el preciso momento en que la sentencia decía que debía morir.

Pop se disponía a contestar, cuando Jack el Destripador le interrumpió:

-Déjale que hable cuanto quiera. No le contestes y se cansará de que no se le haga caso. Es una tontería preocuparse por lo que más atrae a la gente, porque lo que es bueno para uno es bueno para todos. Pensemos únicamente en lo que ocurriría si Pop tuviera que dejar el negocio. Nos venderían, nos fundirían…, nos matarían.

Hubo un murmullo en la estancia, una agitación de ansiedad, un rumor como los crujidos de madera vieja.

-¡Oh!, todavía me queda tiempo -les tranquilizó Pop-. Pero deseo que este verano os portéis mejor que nunca, que la representación sea la mejor de todas.

-Lo haremos… Lo haremos… Ten la seguridad de que así lo haremos… -le aseguraron.

Cerró los ojos, satisfecho. Formaban un buen grupo de trabajo. Iba a ser un verano maravilloso.

Mientras iba adormeciéndose, pudo oír el susurro de voces menudas que departían en la oscuridad. Todas ahora discutían los acontecimientos de la noche.

Incluso Jesse James.

 

FIN

 

Fie4stas de España Moros y Cristianos 2024 {Portada de Fiestas}

 


Alma Española portada del 1903

 


MARCEL BERKOWITZ Pilar Adón


 


 

Bajo unos arcos de piedra iluminados con la única finalidad de crear en los clientes de las nutridas terrazas estivales la ilusión de que la luz, como la guerra, podía llegar a ser eterna, los muchachos advirtieron cómo Marcel Berkowitz saludaba con una mano al profesor Lerrin, y cómo comentaba casi en un susurro que aquel infeliz que se acercaba a ellos y al que miraba sin dejar de sonreír estaba gastando toda su fortuna en el hipódromo, cuando podía haberla invertido en algún interminable viaje a Grecia con esa encantadora mujer, Isabella, que había ido a encontrar en un hotel de lujo. Lerrin avanzaba pausadamente hacia él, ajustándose los puños de la camisa limpia y seca que parecía haberse puesto en ese mismo instante. Poco después pasaba un largo brazo por la espalda de Marcel Berkowitz, y se asombraba de la agotadora ola de calor que venía invadiendo la ciudad desde hacía tres semanas:

-Agotadora, sin duda, amigo Lerrin -afirmaba Marcel.

-Deberías inventar algún artilugio capaz de salvarnos de estos tormentos más propios de un infierno bíblico. Mi pobre Isabella se derrite poco a poco, y tanto sofoco está consiguiendo apagar la belleza que tanto me cautivó al principio.

Marcel Berkowitz reía y negaba con la cabeza:

-No nos engañas. Ni a estos pobres estudiantes, que todavía no conocen el verdadero sentido de la palabra matrimonio, ni a mí. No nos engañas… Sabemos que Isabella podría tener un paño de llagas sobre la cara y aun así…

-Aun así seguiría siendo el mayor consuelo para mi marchito espíritu.

Marcel Berkowitz volvía a reír, y su amigo Lerrin puso las dos manos sobre el respaldo de su silla para dejar caer todo el peso de su cuerpo sobre aquel apoyo y comenzar a respirar con dificultad. Parecía sentirse exhausto, triste y nervioso. Con ese nerviosismo que precede a las catástrofes y con esa tristeza impaciente que conduce a un estado de alarma insoportable y perpetua.

En una mesa próxima dos hombres jugaban al ajedrez y, un poco más allá, junto a la puerta de un ristorante muy pequeño y no demasiado limpio, cuatro o cinco puestos de fruta se protegían del sol del atardecer mediante grandes toldos que a veces eran de rayas y a veces de un único color mate, generalmente oscuro. Bajo esos toldos se cobijaban el tendero y también los compradores que, después de sortear los montones de cajas apiladas alrededor de los puestos, después de haber esquivado un coche de color verde con matrícula de Roma E22116, las jardineras de piedra pletóricas de frondosas plantas de flores rojas, los contenedores de basura y alguna bicicleta, llegaban por fin a la báscula donde el tendero pesaba sus piezas de fruta en el interior de unas bolsas azules de plástico.

-¿Qué te ocurre, Lerrin?

Marcel Berkowitz no obtuvo respuesta, y continuó preguntando:

-¿Aún sigues encontrándote así? ¿Todavía no has aceptado que a la gente le encanta hablar y le encanta que alguien escuche? Lo último que debemos hacer, mi querido amigo, es plantearnos si los demás van a juzgar lo que hacemos y lo que no hacemos.

-Yo ya no me planteo nada… No… Es cierto. No estoy hablando en broma.

-¿La joven Isabella ha obrado el milagro de quitarte de encima la sombría carga de tener que pensar?

-En cierto modo. Sí… Ya sabes que Isabella no puede comportarse como una persona normal. Es incapaz de hacerlo. Y yo he de asumirlo. He dejado de hacer planes o de sugerir cualquier propósito común.

-¡Por Dios, Lerrin! ¿A ese extremo has llegado?

-Nunca sabemos a qué extremos somos capaces de llegar.

-No todo el mundo soportaría vivir así, como tú -dijo Marcel.

-Tampoco sabemos en qué estado seremos capaces de vivir -casi repitió el profesor Lerrin.

-No tanto, mi estimado profesor. No tanto… Es sólo cuestión de no ceder.

-¿No ceder? ¿No ceder…? -Lerrin se quedó mirando el perfil irónico de su amigo, y sonrió-: Siempre hay que ceder. Al menos ante una criatura como Isabella.

-Pues entonces supongo que habrás de buscar una vía de escape. Algún alivio para esa dependencia.

-Sí. Ciertamente… Creo que lo tengo. Es algo básico, pero creo que lo tengo. Aunque pueda parecerte extraño, conservo una maleta junto a la puerta de nuestro apartamento. Al principio, durante los primeros días, estaba allí porque no sabíamos dónde meterla. No había sitio en los armarios. Pero, ahora, esa maleta en el recibidor, justo al lado de la puerta de la calle, me parece algo simbólico. La maleta ya está allí, dispuesta y siempre visible… Para cuando ella decida prescindir de mí.

-Tanta rendición… Tanta sumisión no puede ser sincera.

-De todas formas -continuó el profesor-, no creo que pueda considerarme un hombre desafortunado. Ya sabes que he procurado toda mi vida no atarme a ningún lugar.

-A pesar de que ahora no puedas evitar estar atado a una persona.

Desde la terraza en que se había sentado Marcel Berkowitz se veían las contraventanas marrones, casi siempre abiertas, de un Forno del que, de vez en cuando, surgía un joven con una camiseta de tirantes y unos pantalones manchados de blanco para fumar un cigarrillo. La delicadeza con que aquel chico bajaba los párpados sobre unos ojos insólitamente somnolientos, la prudencia con que estiraba la corta longitud de su cuello para expulsar el humo hacia arriba hacían que adquiriera una nobleza propia de los legítimos descendientes de alguna familia de antigua estirpe. A veces volvía la mirada con lentitud y, como si intentara descifrar la exacta composición del rostro de Marcel, le examinaba largamente, con un descaro y una morosidad que a él le parecían extraídos de algún libro del escritor francés Octave Mirbeau. ¿El suave énfasis que ponía en su mirada, como si quisiera decirle algo, como si acariciara la idea de preguntarle si querría adentrarse con él más allá de las contraventanas marrones y conocer el interior del Forno, sería intencionado?

Marcel Berkowitz comprendió la causa de su propio estremecimiento, de aquel temblor suyo, y luego, sin intentar siquiera detenerle, contempló cómo su amigo Lerrin se alejaba siguiendo su ritmo apacible, casi humilde.

-Ciertamente, debería inventar algo -comentó entonces en voz baja-. Algo que me ayudara a comprender… Por qué unos hombres descubren su significado y otros, sin embargo, los más retorcidos, entre los que yo me encuentro, no.

Los estudiantes observaron con curiosidad a Marcel, que ahora dejaba vagar la mirada por las portadas de unos libros desperdigados sobre la mesa, y que parecía no desear alzar o girar la cabeza y correr el riesgo de encontrarse con una sonrisa cuyos propósitos podría desconocer. Parecía querer recuperar su acostumbrado y amable estado de ánimo, tal vez quebrado tras la breve intervención de su amigo Lerrin, y reconquistar cierta sensación de alivio al descubrir que las cosas seguían funcionando como debían.

Finalmente, uno de los estudiantes se atrevió a preguntar:

-¿Comprender el significado de qué, señor Berkowitz? ¿A qué se refiere?

Marcel Berkowitz cerró los ojos, y murmuró:

-El significado de la renuncia, querido niño. La tan penosa pero balsámica renuncia a la propia dicha…

A lo lejos, el profesor Lerrin estaba a punto de internarse en un pasadizo mal ventilado y cubierto por un techo viejo y lleno de goteras, que daba a una galería de arte. Con las manos escondidas en los bolsillos del pantalón, el profesor Lerrin desaparecería por completo de la vista de Marcel Berkowitz sin volver la mirada hacia él. Entraría en aquel pasillo estrecho cuyas paredes presentaban una extraña e interesante forma, y después se dejaría atrapar por el orden pulcro y hermético de la galería de arte, con la obvia intención de perderse en su interior y poder olvidarse así de las palabras ingeniosas y de los comportamientos ejemplares.

 

Trabajé en el jardín esmeralda.

El sol me invadió los ojos.

 

¿Y si fuera necesario para volar

imitar el mimoso movimiento de los pájaros?

Recurrir a un elemento más ligero que el aire.

El humo…

 

FIN