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martes, 7 de abril de 2020

Secretos



Sandra Santana

[Cuento. Texto completo.]

Con él aprendiste a guardar secretos. Entraba a tu cuarto, ponía un dedo sobre sus labios y te extendía la mano para que lo siguieras.
Con él descubriste el escondite de la hormiga reina y el lugar donde los cucubanos fabricaban su luz. Te contaba historias fantásticas y regresaban muy tarde, cuando papá ya dormía.
El día de la tormenta entró a tu cuarto, te arropó con una manta y corrieron hasta la tormentera de un vecino. En el trayecto se empaparon y les cayeron muchas ramas encima. Los rayos partían el espacio y los truenos estremecían el barro del camino. En la tormentera se colaba el agua, y el viento, furioso, parecía querer levantar los cimientos. Tu hermano te abrazó y te prometió que nunca te abandonaría. Con él, tus miedos tenían de dónde asirse.
Días después le comenzaron los ataques. Se le viraban los ojos y convulsaba. Caía al suelo, como muerto. Le guardaste el secreto, y lo protegiste. Hasta que un adulto lo vio y dijo que estaba poseído.
Se lo llevaron y no lo volviste a ver. Supiste que había muerto cuando comenzó a visitarte. No le dijiste a nadie. Hablar con los muertos es cosa de brujas. Y a ellas también las desaparecían.
Fue un secreto feliz que te acompañó siempre. Él llegaba, ponía un dedo en sus labios, y te hacía compañía. Te contaba de mamá, de la abuela, y de lugares hermosos donde se respiraba paz.
Pasaste momentos muy duros, como cuando tu marido te abandonó, siendo muy joven aún, y tuviste que afrontar la crianza de tus hijos sin ningún apoyo. Cuando, ya adultos, tus vástagos se fueron y quedaste sola. Cuando te declararon vieja y te internaron en un asilo.
Tu hermano siempre te acompañó. Así, cumplía su promesa, y tú guardabas el secreto. A veces, las enfermeras te sorprendían hablando o riendo, y te miraban compasivas. Ellas no entenderían. Y tú no les ibas a explicar.
Hoy tampoco les dirás que a tus 92 años tu hermano ha venido a verte, como siempre. Solo que esta vez, luego de la señal convenida, te ha extendido su mano para que lo sigas.
FIN

Castigo sin venganza



Mara Daisy Cruz

[Cuento. Texto completo.]

Las llamas ardían con intensidad. Las páginas de un manuscrito se retorcían, como si lucharan por sobrevivir al fuego que las calcinaba. Algunas hojas, como en un intento por escapar, se elevaban en el aire, pero la lumbre las hacía descender hasta desaparecer entre las brasas.
En un oratorio frío en donde se imponía la imagen del crucificado, rodeado de ángeles y bajo la mirada de la bienaventurada Virgen María, se realizaba una liberación espiritual. El padre Ignacio de Olite, confesor del convento San Idelfonso de las Trinitarias Descalzas de Madrid, veía convertirse en cenizas los diarios de sor Marcela de San Félix. Para la monja desprenderse de sus manuscritos era como deshacerse de su vida. En ellos escribió sentimientos secretos que le desgastaban el alma. Por mandato del confesor, antes de su ordenamiento como priora del convento tenía que echar en la hoguera su tormentoso pasado. El sacerdote Olite, un anciano encorvado de cabello blanquecino, clavó la mirada en los ojos hinchados de la religiosa y le ordenó que se desprendiera de las últimas hojas de los escritos. Sor Marcela las protegía entre las manos, pegadas al pecho; las comenzó a escribir a los once años, cuando su propio padre la arrebató de la casa materna.
Arrastró como una columna de mármol la vergüenza de ser bautizada en 1606 en Toledo como Marcela del Carpio, hija de padre desconocido. Su madre, doña Micaela Luján, mientras estuvo casada con un comerciante le fue infiel con su progenitor, Lope de Vega. A los escasos seis años no entendía por qué ella, con ojos color miel, cabello rubio y la piel ligeramente salpicada de pecas, al igual que su padre, no llevaba el apellido De Vega, como fue inscrito su hermano menor.
El resentimiento contra su padre pareció haberse salido de los manuscritos que ardían en la hoguera; fue como un demonio que saltó sobre ella. Sintió el corazón agitado y le faltó la respiración. La cercanía al calor de la fogata la sofocaba. El hábito se le pegó al cuerpo bañado en sudor. Arrebatada, se desprendió del velo color marrón que le cubría la cabeza. Algo muy dentro de su ser la agitaba en busca de una salida. Las manos sudadas le temblaban sin poderlas controlar. Escuchaba a lo lejos las palabras del confesor: “Hija, reza para que seas liberada”. Intentó controlarse, pero una fuerza la obligó a gritar.
El silencio conventual se quebrantó por los chillidos de sor Marcela que retumbaron por los rincones del monasterio. Las hermanas en Cristo, cada una en su celda, arrodilladas sobre el reluciente suelo con los crucifijos entre las manos, realizaron una cadena de oración. Las santas mujeres rogaron para que los demonios que atormentaban a su compañera la dejaran en libertad. Los espíritus inmundos del odio, la rabia y amargura que la poseían se resistían a soltarla. El rostro bañado de lágrimas y saliva reflejaba su tormento.
Sor Isabel de Saavedra, de sesenta y seis años, arrastraba los pies entumecidos por el reuma de un lado a otro sintiéndose más presa que nunca en su pequeña celda. Los lamentos de sor Marcela le azotaban el cuerpo y le roían recuerdos que ella también se negaba a enterrar. Al igual que sor Marcela, tuvo una niñez inflamada de dolor. Su padre, Miguel de Cervantes, igualmente le había negado el apellido. Aunque se crió en el seno familiar de su padre, estos menospreciaron su existencia. En la medida en que Isabel crecía en estatura, su aversión hacía ellos aumentaba. Desde niña las tías se encargaron de recordarle que ella vino al mundo por una imprudencia de su padre. Aquellas palabras que le repitieron por tantos años la invadieron de una virulenta rebeldía que la llevaron a sublevarse en contra de la estirpe Cervantina. Cuando poco a poco vio con gozo apagarse la vida de todos ellos, optó por la clausura para retirarse del mundo en donde tanto sufrió.
Cuando el sacerdote intentó quitarle de las manos los últimos papeles, sor Marcela se sintió mareada, como si estuviera al borde de un precipicio y mirando hacia abajo. Deseó que el golpe de recuerdos no la hiriera tanto para poder terminar de una vez con aquel acto de obediencia. Fue el clérigo quien, con palabras de aliento, acabó convenciéndola para que cumpliera con el mandato de Dios. Despacio y mientras la consolaba le desprendió de las manos las páginas amarillas salpicadas de lágrimas. Como si hubiese soltado un fardo de trigo, sor Marcela cayó de rodillas frente a la hoguera. En ese momento lloraba la niña que desde los nueve años se escapaba de la casa para refugiarse en los brazos de sor Isabel de Saavedra. Con las Hermanas de la fe recibió el amor y la estabilidad negada en la casa del padre, quien vivía una incansable vorágine de amancebamientos.
Sor Isabel acogió a sor Marcela como a una hija, la convenció de que la mejor manera de castigar al padre era entrando en la vida de clausura, a la cual él se oponía. La decisión de Marcela sería un castigo sin venganza para Lope de Vega. La paternidad que los progenitores les negaron hizo que la confianza y complicidad aumentaran entre ellas. En su disfraz de mujer santa, llena sabiduría y discernimiento, Isabel le hizo creer a su protegida que no pecaba cuando reiteraban constantemente que sus padres no eran dignos de perdón. “Ellos nunca se arrepintieron ante Dios, arderán en el infierno por habernos vejado” -le repitió por años a sor Marcela.
La fogata ardía. Las páginas alimentaban las llamas, se movían como brazos de fuego queriendo alcanzar el hábito marrón de sor Marcela, quien se retorcía y gritaba en el suelo. El párroco intentó imponerle las manos a la atormentada para ungirla con agua bendita. De un manotazo lo rechazó. Cuando el clérigo Ignacio de Olite comenzó a rezar por la expulsión de los demonios, sor Marcela, con ojos ensangrentados y babeando, volvió a increpar “maldito, envidioso, ególatra, mujeriego”. El Santo Ministro le ordenó a los poderes del infierno que soltaran a la hija de Dios. Sor Marcela maldecía a voz en cuello el nombre de su padre muerto. Los gritos resonaban entre los pasillos del lugar santo y llegaban a oídos de las hermanas en Cristo. Un Padre Nuestro salía de las celdas al unísono, con devoción, para que el poder de las tinieblas liberara a la religiosa de su sufrimiento.
Sor Isabel cayó de rodillas con el crucifijo entre las manos. “Malditos, espero que los dos estén torturándose en las llamas del infierno”, chilló con voz ronca, también llena de ira y desprecio. El coraje y el rencor le endurecieron el corazón y la transformaron en un ser implacable que sutilmente encubrió con los años al ingresar en el convento.
El párroco rezaba y salpicaba a la atormentada con agua bendita. Sor Marcela se levantó, con ojos de animal furioso, clavó las uñas en su rostro y las gotas de sangre le rodaron por las mejillas. Con autoridad, y en el nombre de Jesucristo, el clérigo ordenó que fuera protegida contra las asechanzas del maligno. Entre los gritos estridentes de la atormentada comenzó a leer los salmos de las Sagradas Escrituras; exhausto, pidió la misericordia de Dios.
Cuando la religiosa comenzó a flagelarse el pecho con sus propias manos, el crucifijo de madera que llevaba colgado del cuello se quebró. La cruz golpeó en el suelo, rebotó y cayó dentro de la hoguera. La prenda sacra que le regaló su padre el día que tomó los hábitos ahora ardía en las llamas junto al manuscrito. Rendida, se fue de rodillas. El confesor aprovechó el cansancio, sacó del bolsillo de su sotana el agua bendita y la ungió. Le acercó la imagen del Señor para que la besara. El párroco persignó a la religiosa. El poder de Cristo había vencido a las tinieblas. Calmada, aún sollozando, sor Marcela observó cómo se extinguían las brasas.
Al otro día, todas las hermanas del convento San Idelfonso de las Trinitarias Descalzas de Madrid se preparaban al son de seis campanadas para hacer las alabanzas matutinas. Media hora después, cantaron en el coro. Después de haber concluido con las horas litúrgicas menores, asistieron a misa a recibir la comunión. Al terminar la ceremonia, sor Isabel de Saavedra le abrió los brazos a sor Marcela frente al altar. Mientras la arrullaba se propuso desde ese día abonar las pequeñas raíces de amargura que aún quedaban bajo la superficie del corazón de su protegida. Sabía que con el tiempo las vería multiplicarse hasta ver salir nuevos brotes.
Cuando se puso el sol, después del Ángelus, el sacerdote Olite le informó a sor Isabel que pondría a su cuidado una nueva novicia de diecisiete años: era la bastarda Catalina de Mendoza, hija de Francisco de Quevedo. Sor Isabel tomó la cruz de madera del crucifijo que le colgaba en el pecho y la besó. Dio las gracias al cielo, juntó las manos y elevó una oración. Una vez más Dios, en su infinita misericordia, le confirmaba que ella era la escogida del Señor para llevar a cabo aquel ministerio. Ese día volvió a abrir el corazón para liberar sus demonios.
FIN

Lamporecchio


[Cuento - Texto completo.]
Giovanni Boccaccio

Hermosas amigas, son muchos los hombres y mujeres majaderos que suponen que, por vestir a una moza con una blanca toca y una oscura vestidura, ha dejado de sentir apetitos femeninos, y de ser mujer, como si en roca la convirtieran al hacerla monja. Y si escuchan algo contrario a su convicción, se azoran como si algún gran y avieso mal se hubiese perpetrado contra la naturaleza, no pensando ni pretendiendo pensar en sí mismos, que poseen licencia completa para obrar como deseen hasta saciarse, ni reflexionando en el inmenso poder de la soledad y el ocio. Y muchos de aquellos también imaginan que el azadón y la pala, las comidas toscas y las fatigas, quitan por completo los deseos concupiscentes a los trabajadores del campo y les hacen de ingenio y sagacidad muy romos.
Y, como los que así creen se engañan mucho, deseo aclarárselo con un relato. Existía y aún subsiste en nuestro país un convento de religiosas muy famoso por su santidad, del cual su nombre no mencionaré para no mermar esa reputación. En el que, no hace mucho, residían ocho mujeres y una superiora, jóvenes todas, y vivía un hombre humilde que era hortelano de un hermosísimo jardín.
Y él, no contento con su paga, solicitó la cuenta a las mujeres y se regresó a Lamporecchio, de donde era originario. Y entre quienes con alegría le acogieron, había un labriego joven, corpulento, vigoroso y de buen semblante como de persona de aldea. Masetto se llamaba quien preguntó al recién llegado dónde había permanecido tanto tiempo. El hombre, que se llamaba Nuto, se lo contó, y Masetto le preguntó en qué servía en el convento. A lo cual Nuto respondió:
-Trabajaba yo en un amplio y hermoso jardín, y además iba a buscar leña por el bosque, y traía agua y realizaba oficios semejantes, pero me pagaban con tan poco jornal que ni para calzas me alcanzaba. Además, todas las monjas son jóvenes y parece que tienen el diablo en el cuerpo, de modo que nada se hace a su gusto, sino que, cuando en el plantío trabajaba yo, alguna llegaba y me decía: “Aquí coloca esto”, y otra: “Aquello ponlo aquí”, y otra, arrebatándome la azada, decía: “No está bien eso”; y tanto enfado me daba, que abandonando yo la faena me salí del huerto; así, entre una y otra cosa, no quise continuar más allí y me vine. Su administrador, en cuanto partí, me rogó que si a alguien conocía de este oficio, se lo mandara, y se lo prometí; pero así Dios le haga tan sano de los riñones no pienso enviarle a nadie.
Oyendo Masetto las palabras de Nuto, sintió vivo deseo de estar con aquellas monjas, suponiendo que él podría cumplir allí sus deseos. Y, presumiendo que ello no ocurriría si decía algo a Nuto, le dijo:
-Bien has hecho en venir. ¿Qué hace un hombre entre mujeres? Mejor estaría con diablos, porque ellas, seis veces de cada siete, ni lo que quieren saben.
Y, acabados estos razonamientos, empezó Masetto a pensar cómo debía presentarse a ellas. Entendía el oficio de que Nuto le habló, pero temió que no le recibieran al verle demasiado mozo y bien parecido. Y, figurándose entre sí muchas cosas, imaginó: “El lugar es harto lejano de aquí y nadie me conoce. Si finjo ser mudo, me recibirán”. Y, aferrándose a esta imaginación, echose la segur al hombro y, sin decir a nadie dónde iba, a guisa de pobre hombre entró en el convento, en el cual, al llegar, casualmente halló al administrador en el patio y, por señas, cual mudo, pidiole de comer por amor de Dios y ofreciole, si quería, partir leña.
El otro diole de comer de buen grado y le puso ante unos troncos que Nuto no había podido partir, pero que el joven, que muy robusto era, en pocas horas cortó. El mayordomo, que necesitaba ir al bosque, lo llevó consigo y, luego de hacerle cortar más leña, le puso el asno delante y por signos le indicó que lo llevara al monasterio.
Cumpliolo todo bien el joven, y el mayordomo, para que le sirviese en algunas cosas que le eran precisas, lo tuvo consigo más días. Y, viéndolo una vez la abadesa, preguntó quién era, y el otro repuso:
-Un pobre sordomudo, señora, que vino a pedir limosna y a quien he encargado algunas cosas que nos eran necesarias. Si supiese trabajar el huerto y quisiera quedarse, creo que nos prestaría buenos servicios, porque anda necesitado, y es fuerte, y podría hacer lo que quisiera. Y, además, no existiría peligro de que platicase con vuestras jóvenes.
A lo que dijo la abadesa:
-A fe de Dios que hablas en verdad. Mira si sabe labrar e ingéniate para retenerlo. Regálale un par de zapatos y algún vestido viejo, halágalo y dale bien de comer.
El hombre prometió hacerlo. Masetto, que estaba barriendo el patio, lo oyó todo y díjose, contento: “Si aquí me ponéis, yo os labraré el huerto como no os lo habrán labrado nunca”. Viendo el administrador que el mozo labraba óptimamente, por señas le preguntó si quería quedarse allí. Y con señas respondiole Masetto que haría lo que a él le pluguiese, y el hombre, aceptándolo, le impuso la tarea de cuidar el huerto y le mostró sus otras obligaciones, y luego, yendo a otras faenas del monasterio, le dejó.
Y, trabajando un día tras otro, comenzaron las monjas a molestarlo e importunarlo y, como a menudo pasa con los mudos, le decían, no creyendo ser atendidas, las más injuriosas palabras imaginables. De lo cual la abadesa se curaba poco o nada, creyéndolo privado de oído como de habla. Y una vez que él había trabajado mucho y descansaba, dos monjas jovenzuelas que andaban por el jardín llegáronse a donde estaba y, creyéndolo dormido, lo miraron. Una, que era más atrevida, dijo a la otra:
-Si pensase que callabas, te diría un pensamiento que muchas veces se me ha ocurrido y del que tú también podrías aprovecharte.
La otra respondió:
-Habla, que nada diré a nadie.
Y la arrojada comenzó:
-No sé si habrás parado mientes en lo estrictamente que vivimos, y en que aquí ningún hombre osa entrar, salvo el mayordomo, por viejo, y este, por mudo. Y yo muchas veces a mujeres que nos han visitado les he oído decir que todas las dulzuras del mundo son una burla por comparación a la que siente la mujer con el hombre. Por lo que muchas veces he determinado que, si con otros no puedo, con este mudo me he de ensayar, y más que es para el caso el mejor del mundo, puesto que nada puede ni sabría decir. Ya ves que es un mozallón estúpido, más crecido que sensato. Oiré tu parecer.
-¡Oh, lo que dices! -exclamó la otra-. ¿No sabes que hemos prometido a Dios nuestra virginidad?
-¡Oh -dijo la primera-, cuántas cosas que no se cumplen se le prometen todos los días! Si le hemos eso prometido, busca otra u otras que lo cumplan.
La compañera le dijo:
-¿Y si quedásemos embarazadas?
Su amiga alegó:
-Ya estás pensando en el mal antes de que llegue. Cuando se produzca, se podrá pensar. Mil modos habrá de arreglarse sin que nada se sepa, siempre que nosotras no lo digamos.
La otra, al oír esto, tuvo aún más ganas que la primera de probar qué animal es el hombre, y dijo:
-¿Y qué haremos?
La otra respondió:
-Ya ves que es sobre la nona. Creo que todas las monjas duermen menos nosotras. Miremos si hay alguien en el huerto y, si no, ¿qué otra cosa tenemos que hacer sino echar mano a este y llevarlo a esa cabaña junto al manantial? Una puede estar con él y la otra estar al cuidado. Y como él es necio se plegará a lo que queramos.
Masetto oía este razonamiento y, presto a obedecer, no esperaba sino que lo tomase una de ellas. Y habiendo las dos examinádolo todo y comprobado que de nadie podían ser vistas, la que había propuesto el lance fue a Masetto y lo despertó y él incorporose y ella, con obras lisonjeras, le tomó la mano, y mientras él reía neciamente, llevolo a la cabaña, donde Masetto, sin hacerse rogar mucho, accedió a lo que ella quería. Y la monja, como leal compañera, una vez satisfecha, llamó a la otra y también Masetto se plegó a lo que ella quiso, sin dejar de mostrarse un entero simple.
Y así, antes de partirse, otra vez cada una quiso saber cómo el mudo cabalgaba, y luego, departiendo entre sí, decíanse que aquello era tan dulce y más de lo que se hablaba. Y desde entonces, escogiendo horas adecuadas, iban a retozar con el mudo.
Ocurrió que, un día, una compañera suya las vio desde la ventanilla de su celda y se las mostró a dos compañeras más. Tuvieron ante todo razonamientos encaminados a acusarlas ante la abadesa, pero luego, cambiando de opinión, de consenso empezaron a participar también de Masetto, al cual, por diversos accidentes, las otras tres también hicieron compañía en varios casos.
Últimamente, la abadesa, andando un día de gran calor sola por el jardín, encontró a Masetto, el cual, durante el día, por la fatiga del mucho cabalgar por la noche, se había tendido a dormir a la sombra de un árbol. Y habiéndole el viento alzado las ropas, hallábase todo él descubierto. Lo que, mirándolo la mujer y hallándose sola, hízola caer en igual apetito que sus monjitas y, despertando a Masetto, se lo llevó a su recámara, donde lo tuvo varios días, con gran desolación de las monjas al ver que su hortelano no salía a labrarles el huerto.
Y la abadesa probó y reprobó aquella dulzura que usualmente ante las otras solía censurar. En fin, lo mandó a su aposento y lo buscó otras veces, y como las demás lo buscaban también, no pudiendo el hombre satisfacer a tantas, pensó que el seguir siendo mudo podría arrojarle gran daño, y una noche, estando con la abadesa, al separarse de ella, comenzó a decir:
-He oído, señora, que un gallo se basta para diez gallinas, pero que ni aun diez hombres se bastan para satisfacer a una mujer, de suerte que a mí no me conviene servir a nueve. Por nada del mundo podría perseverar en ello, y aun con lo hecho, he venido a tal extremo, que ya no puedo hacer ni poco ni mucho, por lo que, o me dejáis ir con Dios, o buscáis remedio a este caso.
La mujer, oyendo hablar al que tenía por mudo, pasmose y dijo:
-¿Cómo es esto? Te creía mudo.
-Señora -dijo Masetto-, lo era, pero no por naturaleza, sino por una enfermedad que me privó del habla, la cual solamente desde esta noche me ha sido restituida, por lo que alabo a Dios en cuanto puedo.
Creyolo la mujer y le preguntó qué significaba aquello de servir a nueve mujeres. Lo contó todo Masetto, y la abadesa, advirtiendo que no había monja que no fuera más experta que ella, como discreta, y aunque sin dejar partir a Masetto, convino buscar remedio al mal con sus monjas, para que por Masetto no fuese el monasterio vituperado.
Y como en aquellos días había muerto el administrador, ellas, de común acuerdo, y revelándose entre sí lo hasta entonces hecho a escondidas, convinieron, con placer de Masetto, en hacer creer a las gentes del contorno que sus oraciones y los méritos del santo bajo cuya advocación estaba el monasterio habían restituido a Masetto el habla tan largamente perdida: y le hicieron administrador, y tan hábilmente se distribuyeron entre todas las fatigas del hombre, que él pudo fácilmente soportarlas. Y entre ellas, aunque bastantes monjitos el buen hombre generó, tan diestramente se llevó la cosa que nada se supo hasta después de la muerte de la abadesa. Siendo ya Masetto viejo, padre y rico, sin el trabajo de nutrir a sus hijos y costear sus gastos, habiendo con su agudeza sabido manejarse bien en la mocedad, volvió al sitio de donde había salido con la segur al hombro, afirmando que así trataba Cristo a quien le ponía cuernos en la cabeza.
FIN

El decamerón, 1351
Tercera jornada, narración primera

viernes, 3 de abril de 2020

La América española y la América portuguesa

La América española y la América portuguesa

Por Revisar
Una historia de la América conquistada por españoles y portugueses que aborda desde un nuevo enfoque temas polémicos: ese nuevo enfoque, de características sociológicas, trata sobre todo de desentrañar la organización política que las metrópolis dieron a los nuevos territorios descubiertos y conquistados, así como a las instituciones administrativas del Nuevo Mundo.
El historiador francés Bartolomé Bennassar estudia especialmente el desarrollo económico, los problemas demográficos, las técnicas de producción agraria y de explotación minera de la sociedad colonial, para concluir en el análisis de los conflictos que dieron lugar, primero, a la resistencia indígena frente a los colonizadores, luego a la rebelión de los dominadores coloniales contra las metrópolis hasta desembocar en la independencia de las nuevas naciones.