El sabio que quiso gobernar
China es hoy la más importante de
las potencias mundiales emergentes, el
país más poblado del planeta y
uno de los más extensos y ricos en
recursos naturales. Además,
China, a diferencia del resto de las
civilizaciones del planeta, posee
una cultura de casi tres mil años, lo
que viene a ser como si en el
Egipto actual continuase viva la cultura
faraónica o la mesopotámica en
Irak. Esa cultura no puede comprenderse
sin tener en cuenta la aportación
fundamental que en ella supuso el
legado filosófico de Confucio.
Este hombre sencillo que consagró su vida
a la enseñanza creyó
profundamente en la capacidad de los hombres para
elevarse sobre sus propias
miserias y en la fuerza revolucionaria de la
educación para construir una
nueva sociedad. El siglo V a. C. en que
vivió fue uno de los momentos
esenciales para el desarrollo cultural de
las civilizaciones euroasiáticas,
pues en cada una de ellas surgirían
figuras que marcarían su
evolución posterior durante siglos. Buda en la
India, Sócrates en la antigua
Grecia y Confucio en China aportarían el
sustrato filosófico sobre el que
se desarrollarían las grandes líneas
del pensamiento de sus
respectivos entornos culturales. La vida de
Confucio se confunde entre la
leyenda y la historia, pero su pensamiento
continúa siendo hoy fuente de
inspiración espiritual para millones de
personas en el mundo.
Confucio nació hacia el año 551
a. C. en una época de profundas
convulsiones sociales y políticas
que con el tiempo terminarían dando
pie a la China imperial clásica.
La historia antigua de China se divide
tradicionalmente en períodos
dinásticos cuya denominación alude al
predominio político y cultural de
distintos pueblos. Así, tras las
dinastías Xia y Shang, se impuso
la llamada dinastía Zhou (1122-221 a.
C.), que sería la de más larga
duración de la historia china y bajo cuyo
dominio la cultura clásica china
alcanzó sus más altas cotas de
desarrollo. El cultivo de la
escritura (existente desde el tercer
milenio antes de Cristo), las
artes y especialmente la literatura
motivarían que la época de
esplendor cultural por excelencia fuese la
primera de las tres etapas en que
suele dividirse la dinastía Zhou, el
período Zhou del Oeste (1122-771
a. C.), que más adelante Confucio lo
consideraría como la edad de oro
de la política y cultura chinas y, por
tanto, el modelo a cuya
reposición se debía aspirar.
En el siglo VIII a. C. la
sociedad Zhou comenzó a reflejar una creciente
inestabilidad cuya manifestación
más notable sería la enorme
fragmentación política y la
multiplicación de pequeños estados feudales
que nominalmente reconocían la
soberanía de los reyes de la dinastía
Zhou. Daba así comienzo el
segundo período de esta dinastía, el llamado
período de Primavera y Otoño
(771-484 a. C.), al final del cual nació
Confucio, que moriría ya en la
última etapa de la dinastía, la
denominada de los Reinos
Combatientes. La vida de Confucio se desarrolló
por tanto en un tiempo de grandes
transformaciones políticas y sociales
pues, como recuerda la
historiadora Sue-Hee Kim, «desde el inicio del
período de Primavera y Otoño
varios estados feudales tributarios de
Luoyang [capital de la dinastía
Zhou] lucharon entre sí para obtener la
independencia. (…) En el
siguiente período de los Reinos Combatientes,
los siete estados feudales más
fuertes se disputaron la hegemonía hasta
que fueron conquistados y
subyugados por el Imperio Quin». En este
contexto de guerra constante
nació uno de los mayores defensores de la
paz, Confucio.
Un hijo en el ocaso de la vida
Pocos son los datos seguros que
se conocen acerca de la vida de
Confucio, pues la relevancia que
su figura llegó a alcanzar en el mundo
chino sería la causa de la
proliferación de biografías sobre el filósofo
de tintes claramente
hagiográficos y en las que, por tanto, lo
legendario se mezcla con lo real.
La mayor parte de ellos proceden de
los escritos en los que, con
posterioridad a su muerte, sus seguidores
recogieron su legado filosófico
(los llamados Cuatro libros) y de lo que
el primer gran historiador chino,
Sima Qian, relató en su obra Shi-Ji
(Crónica de la historia). Todos
estos datos se hallan en la tradición
popular china acerca de Confucio
mezclados con otros quizá menos fiables
pero fuertemente enraizados en el
imaginario común chino.
Confucio nació en el estado de
Lu, en la península de Shangdong, en el
seno de una familia perteneciente
a la pequeña nobleza pero venida a
menos. Según la tradición china,
su padre, Shu-Liang Ho, era un temible
guerrero que al final de su
carrera recibió como premio el gobierno del
pequeño territorio de Lu (a unos
560 kilómetros del actual Pekín) en el
que se afincó junto con su
familia. Shu-Liang Ho tenía dos esposas y era
padre de nueve niñas y un niño
que había nacido enfermo. El guerrero,
pese a lo avanzado de su edad,
pues tenía setenta años, deseaba ser
padre de un varón plenamente
sano. Por esta razón decidió tomar como
concubina a Cheng-Tsai, una joven
de dieciséis años con la que
finalmente vio cumplido su deseo.
Como recuerda la profesora Julia
Ching, una leyenda popular narra
la concepción de Confucio como un hecho
extraordinario: «Según esta
leyenda, la madre de Confucio salió un día
al campo y tuvo un sueño en el
que vio a un personaje llamado el
Emperador Negro. Parece que se
trataba de un figura divina, y que en su
sueño se unieron. Después de eso
ella despertó y supo que estaba
embarazada». Pero a decir verdad,
cuando se produjo el nacimiento de
Confucio su aspecto no recordaba
al de una divinidad, pues si hay algo
en lo que concuerdan todos los
relatos es en su escasa belleza.
El pequeño recibió el nombre de
Qiu, al que se unió el de familia que
llevaba su padre, Kong; por
tanto, su nombre completo según el orden
habitual chino era Kong Qiu.
Cuando muchos años después se convirtió en
maestro, se le conoció como Kong
Fuzi, que quiere decir «maestro Kong»;
a partir de esta denominación,
los misioneros jesuitas que llegaron a
China en el siglo XVII crearon la
forma latinizada Confucio. Pese a la
gran alegría con que recibió su
nacimiento Shu-Liang Ho, el viejo
guerrero apenas pudo disfrutar de
su hijo ya que falleció cuando
Confucio contaba sólo tres años.
Cheng-Tsai quedó entonces completamente
desamparada pues la pequeña
herencia de Shu-Liang Ho apenas si llegaba
para pagar las dotes de sus hijas
y el cuidado de su hijo enfermo.
Consciente de que en el mismo
lugar que residía la familia del difunto
guerrero poco podrían esperar
ella y su hijo, decidió buscar un sitio en
el que comenzar una nueva vida, y
así llegó a la ciudad de Chu Fu.
La vida en Chu Fu era dura, pues
a la escasez en que vivían las clases
más pobres había que sumar las
penalidades de criar a un hijo sola; así,
desde su infancia Confucio
conoció de cerca la pobreza y los problemas
sociales asociados a la convulsa
situación política china, algo que
marcaría su sensibilidad para
siempre. Su madre procuró pese a todo
ofrecerle una educación esmerada
y aunque Confucio pronto tuvo que
trabajar para que ambos pudiesen
salir adelante, Cheng-Tsai no permitió
que la necesidad le apartase de
los estudios. Como indica el director
del Instituto Yengching de
Harvard, «Confucio probablemente sirvió en
toda clase de trabajos mundanos,
como barrer el suelo, limpiar casas
ajenas, repartir comida del
mercado, y también todo tipo de trabajos
manuales, de forma que estaba en
contacto con la vida diaria de quienes
le rodeaban. Una cosa que le
diferenciaba era su increíble curiosidad
por aprender; su madre fue muy
perseverante en crear para él un entorno
en el que pudiera prosperar como
estudiante y, en el mejor de los casos,
que le permitiera llegar a
destacarse en el gobierno, de modo que tenía
grandes aspiraciones para su
hijo». El enorme deseo de saber, que el
propio Confucio reconocería como
principal rasgo de su carácter, creció
todavía más cuando a partir de
los quince años pudo empezar a leer los
grandes textos clásicos chinos.
Su formación hasta entonces debió de
centrarse en el necesario
aprendizaje de los caracteres de la escritura
china, pues como recuerda la
sinóloga Dolors Folch, «es a partir de los
quince años, con la comprensión
de unos cuatro mil caracteres que
permiten ya enfrentarse al
noventa y nueve por ciento de los textos,
cuando el joven puede iniciar el
estudio propiamente dicho».
El encuentro con los clásicos fue
para Confucio como una revelación,
pues a partir de su lectura y de
la observación de la realidad que le
rodeaba adquirió el firme
convencimiento de que en la antigüedad, y más
concretamente en el período Zhou
del Oeste, se encontraba el modelo
perfecto de cultura china en el
que debía inspirarse la educación de los
individuos y el gobierno de la
sociedad. Así, mientras devoraba con
avidez los libros de historia,
música, poesía y literatura, cristalizaba
en él un modo de ver el mundo en
que la educación surgía como el
instrumento más eficaz para el
ennoblecimiento espiritual y la
renovación social y política.
Confucio se convirtió en un joven
instruido, con un talento e
inteligencia extraordinarios que
progresivamente le hicieron ganar
el reconocimiento de sus vecinos. Sin
embargo su felicidad se vería
truncada por el fallecimiento de su madre.
Confucio tenía entonces
diecisiete años, pero a pesar de su juventud se
empeñó en cumplir con las
tradiciones chinas de culto familiar y
encargarse de que Cheng-Tsai
fuese enterrada junto a su padre. Muchos
relatos describen la
desesperación del joven al desconocer el lugar en
el que se había dado sepultura a
su padre, por lo que, ataviado con las
ropas de duelo, cargó con el
ataúd de su madre hasta un cruce de caminos
donde se arrodilló y, haciendo
reverencias a quienes pasaban, les
preguntaba si sabían dónde habían
enterrado al guerrero Shu-Liang Ho.
Finalmente, una anciana le
proporcionó la información que necesitaba y
de este modo Confucio pudo rendir
el homenaje merecido a su madre al
darle sepultura junto a su padre.
El joven filósofo se había quedado
solo por completo, pero cuando
aún lloraba la muerte de su madre su
fortuna cambió súbitamente.
El gran maestro del Estado de Lu
Chu Fu, la ciudad donde vivía
Confucio, era la capital del estado de Lu,
que por entonces estaba gobernado
por el duque de Lu. Sin embargo, las
largas luchas internas por el
poder entre los aspirantes al ducado de Lu
terminaron motivando que en la
práctica el gobierno del estado se
dividiese entre las tres grandes
familias que se disputaban el poder
aunque uno de sus miembros
ostentase el título de duque de Lu. Uno de
ellos, Ji Sun Shi, gobernaba en
Chu Fu en el tiempo en que Confucio
había quedado huérfano, y
preocupado como estaba por la necesidad de
administrar mejor los recursos
naturales del territorio que tenía a su
cargo, algunos de sus consejeros
le hicieron notar que en la ciudad
había un joven cuya inteligencia
era alabada por todos. Confucio fue
entonces llamado ante el
gobernador de Chu Fu, quien le ofreció el
puesto de inspector de graneros
de la ciudad, cargo que desempeñaría
durante varios años y en el que
daría muestras de su gran capacidad.
Poco tiempo después de haber
iniciado su nueva vida, cuando tenía
diecinueve años, Confucio
contrajo matrimonio. Nada se sabe sobre la
identidad de su esposa ni tampoco
sobre el número de hijos que tuvo, si
bien parece que su matrimonio no
resultó especialmente bien avenido y
que, en efecto, fue padre. En
palabras de la profesora Julia Ching,
«sabemos que Confucio además de
un hijo tuvo al menos una hija porque
encontramos referencias de que su
hija se casó con uno de sus
discípulos; hay quien considera
que incluso tuvo una segunda hija, pero
es muy poco lo que se sabe sobre
su relación con su esposa. De hecho una
leyenda cuya fiabilidad no
podemos contrastar cuenta que Confucio y su
mujer se divorciaron, de modo que
por lo que sabemos es posible que
Confucio y su mujer no se
llevaran bien». Sea como fuere, lo cierto es
que durante más de diez años
Confucio se entregó al desempeño de su
cargo de inspector de graneros y
a su vida familiar, aunque continuó
leyendo incesantemente las
grandes obras clásicas chinas. Conforme
avanzaba el tiempo y en la medida
en que por su empleo continuaba en
contacto con los grandes
problemas sociales de la época, fue creciendo
en él la necesidad de consagrar
su vida a la mejora del mundo en que
vivía. Convencido de la
decadencia social y política de su época,
comenzó a pensar que se imponía
la necesidad de renovación y que para
ello el mejor instrumento era la
educación sin distinciones de todos los
miembros de la sociedad,
independientemente de su origen o clase. Había
nacido su verdadera vocación, la
de ser maestro, y por ella terminaría
abandonando todos sus lazos
personales.
Guiado por sus ideas
revolucionarias, Confucio abrió una escuela en Chu
Fu en la que aceptaba a
discípulos de todas las clases sociales, sin
tener en cuenta si se trataba de
hijos de nobles o de familias pobres
pues estaba absolutamente
persuadido de que la educación era la única
base verdadera sobre la que
construir cambios y mejorar la sociedad. Sus
estudios y su experiencia le
habían dotado de una profunda comprensión
de los problemas derivados de la
actuación social del ser humano, de
forma que estaba convencido de
que la excelencia de una sociedad
dependía en buena medida de la de
sus individuos, de ahí la importancia
de hacer extensiva la educación a
todas las clases sociales. En
consecuencia, la educación de sus
alumnos no buscaba convertirlos en
eruditos, sino hacerlos cultivar
su espíritu, mejorarlos como seres
humanos para que mejorasen su
sociedad. Así, en su escuela se formaba a
los discípulos bajo el ideal
confuciano de «hombre noble» o junzi,
término chino equivalente a
«aristócrata» al que Confucio dio un nuevo
sentido: el hombre noble no era
el de alta cuna, sino el de noble moral.
La fama de Confucio creció al
compás que lo hacía el número de sus
discípulos. Nadie antes que él
había hecho nada parecido. Como señala
Dolors Folch, «la originalidad de
Confucio —que no era nada obvia ya que
en Occidente tardaría milenios en
introducirse— es haber proclamado que
era necesario enseñar a todo el
mundo. Se trata de una concepción
totalmente innovadora que incluye
la idea de que lo importante es la
capacidad intelectual y no el
árbol genealógico, y de que lo que
diferencia a los hombres entre sí
no es el nacimiento sino la
educación». Los planteamientos de
Confucio dieron pie a la formulación
de toda una filosofía educativa y
ética que se aplicaba rigurosamente en
su escuela. Esto suponía un alto
grado de exigencia para sus pupilos a
los que el maestro exigía
verdadero interés por el estudio y el cultivo
perseverante de las virtudes
confucianas: el amor filial (Xiao), la
humanidad (Ren) y el respeto y
práctica de las costumbres o ritos (Li).
Pero para Confucio la educación
era, ante todo, un instrumento de
cambio, de reforma social y
política, de tal suerte que formaba a sus
alumnos para convertirlos en
funcionarios públicos, es decir, en los
responsables de la administración
social y política y, por tanto, en
agentes del cambio. Él mismo
deseaba llegar a ser un alto funcionario de
algún estado chino ya que de ese
modo pensaba que podría cumplir su
sueño de cambiar la realidad para
recuperar los principios que se habían
perdido después del período Zhou
del Oeste. Por esa razón ofreció sus
servicios una y otra vez a los
gobernantes del estado de Lu, pero una y
otra vez fue rechazado. Sin
embargo, cuando creía que jamás tendría la
oportunidad de poner en práctica
sus ideas más allá del entorno de sus
discípulos, su suerte cambió
bruscamente. Corría el año 501 a. C. y
Confucio tenía ya cincuenta años.
Camino del desengaño
A finales del siglo VI a. C., el
estado de Lu estaba gobernado por un
nuevo y joven duque de nombre
Ting; deseoso de fortalecer su poder
frente a las familias dominantes,
pensó que si contaba con un ministro
sabio podría lograrlo. Así, hizo
llamar a Confucio cuya reputación de
hombre sabio y gran maestro era
conocida en todo el territorio y le
ofreció convertirle en su
consejero y gobernador de Lu. El filósofo
aceptó feliz de poder realizar
por fin su sueño reformador, y con tanta
diligencia como perseverancia
comenzó a aplicar sus ideas al gobierno de
Lu. Según la tradición popular
china, bajo su administración Lu alcanzó
una prosperidad que nunca antes
había conocido. Confucio puso en
práctica sus principios de
igualdad y justicia social, tomando medidas
tan avanzadas para su tiempo como
que la alimentación y bienestar de los
niños y ancianos más
desfavorecidos corriesen a cargo del estado.
Paralelamente aseguró la
educación inspirada en el modelo de hombre
noble para todos aquellos que
deseasen acceder a ella y procuró que
todas las medidas adoptadas para
la mejor administración de la sociedad
y el combate de sus grandes
problemas bebiesen en la aplicación práctica
de las virtudes confucianas, pues
como él mismo reconocería, «cualquiera
puede juzgar un caso criminal tan
bien como yo. Lo que deseo hacer es
enmendar las condiciones en las
que tales delitos aparecen».
Gracias a su buen hacer Confucio
comenzó a prosperar como funcionario
público, y el duque Ting, cuya
reputación crecía debido a la influencia
de su consejero en el gobierno,
fue confiándole de forma progresiva
mayores y más importantes
responsabilidades. Sin embargo, las ventajas
políticas que Ting estaba
obteniendo no pasaron desapercibidas para sus
rivales, que, según describen
diversas leyendas, decidieron tender una
trampa al joven duque para
socavar la influencia de Confucio: mandaron
reunir a las mujeres más bellas
de sus dominios y las enviaron como
regalo al duque Ting en una
espectacular comitiva de carruajes
ornamentados con todo cuidado.
Subyugado por la belleza de las jóvenes,
Ting se entregó a disfrutar de
los placeres que se le ofrecían de modo
tan tentador y así olvidó durante
varios días sus responsabilidades y
obligaciones de gobierno.
Confucio, decepcionado por su comportamiento,
pensó que el duque no poseía las
cualidades morales necesarias para ser
un buen gobernante y decidió
abandonar Lu seguido por sus discípulos. De
este modo el filósofo dio
comienzo a una vida itinerante que mantendría
durante trece años.
En el año 497 a. C., Confucio
dejó el estado de Lu pues no estaba
dispuesto a renunciar a sus
ideales ni a traicionarlos acomodándose a
una vida cortesana construida de
espaldas a éstos. El amor por el
estudio y el cultivo interior se
convertiría en la fuente de la que,
tanto él como los discípulos que
le siguieron, beberían para encontrar
la fuerza necesaria con que hacer
frente a las duras condiciones de vida
que desde entonces les rodearon.
Aspiraba a encontrar un príncipe o
gobernante digno al que ofrecer
sus servicios y por ello comenzó un
peregrinar constante por el
vastísimo territorio del este de China.
Durante todo ese tiempo Confucio
pudo entrar en contacto directo con el
sufrimiento y las privaciones que
miles de chinos padecían bajo la
opresión de unos gobernantes
ávidos de poder y más preocupados por
lograr imponerse sobre los
restantes estados feudales que por paliar las
duras condiciones de vida de sus
súbditos; esta nueva perspectiva
contribuyó a hacer aún más fuerte
su vocación de participar en el cambio
profundo de la política y la
sociedad de su tiempo. La experiencia de
Confucio y sus discípulos en
aquellos años queda perfectamente reflejada
en una de las leyendas más
conocidas sobre su vida errante. En cierta
ocasión, Confucio y aquellos que
le seguían se encontraron con una mujer
sentada en el camino que lloraba
desconsolada pues un tigre había
devorado a su esposo y a su hijo.
Sorprendidos por su actitud, le
preguntaron por qué continuaba en
un lugar en el que podía ser atacada
por la fiera, a lo que ella les
replicó: «¿Y a qué lugar podría ir? Si
me voy de aquí probablemente
encontraré un gobernante más cruel».
Entonces Confucio miró a sus
discípulos y les dijo: «Eso es cierto; un
gobernante tirano es mucho peor
que un tigre devorador de hombres».
Con esas profundas convicciones
sobre el modo en que debía conducirse
cualquiera que tuviese a su cargo
el gobierno de un lugar, Confucio fue
de corte en corte exponiendo sus
ideas, pero nadie parecía querer
escucharle. Éstas resultaban
incómodas pues para el filósofo la clave de
todo gobierno residía en el
ejemplo dado por los gobernantes, en su
capacidad para ser hombres
nobles. Sólo aquellos que mediante la
educación cultivaban las virtudes
estaban a su juicio capacitados para
regir sabiamente la sociedad.
Confucio defendía de este modo la creación
de un ideal ético-político que,
con el simple hecho de que un buen
gobernante se lo propusiera,
podría hacerse realidad. En palabras del
historiador Morris Rossabi, «los
ministros pondrían en práctica la
filosofía de Confucio en sus
propias vidas y así servirían de modelo
para la gente común. Se trataba
de una especie de teoría de la “virtud
de la gripe” en la que creía
Confucio: primero se tiene al gobernante
que pone en práctica los ideales,
después a sus ministros y luego a la
gente común. Es como contagiarse
la virtud, del mismo modo que uno se
contagia un resfriado».
En las ideas políticas y sociales
de Confucio había una potencia
revolucionaria que el filósofo no
se molestó en disimular y que,
obviamente, no debió de pasar
inadvertida para los muchos gobernantes
que rechazaron tomarlo a su
servicio. Con ellas no se abrían las puertas
de una revolución cruenta, sino
de una profunda y progresiva
transformación de la sociedad
china en la que el modelo impuesto por las
luchas de estados feudales no
tenía cabida. Por otra parte y como
recuerda el profesor de Filosofía
china Roger Ames, el propio carácter
de Confucio, su alto nivel de
exigencia personal y su inflexibilidad
ante la debilidad moral,
terminarían siendo factores que coadyuvaron a
su fracaso: «Confucio no contenía
fácilmente sus críticas. Se conoce una
anécdota según la cual vio a un
anciano tumbado desgarbadamente en una
esterilla y con la ropa a medio
poner de forma indecorosa. Confucio se
le acercó, le golpeó con su
bastón y le dijo: “Bien lo sabes, como
hombre joven no hiciste nada,
como hombre maduro fracasaste en sacar
adelante a tu familia, y como
anciano no sabes cuándo es el momento de
morir. Usted, señor mío, es una
vergüenza”, y lo volvió a golpear con su
bastón».
Trece años después de haber
abandonado Lu, Confucio no había logrado
encontrar ningún gobernante
dispuesto a ofrecerle un cargo en su
administración. La convulsa
situación de China en esa época se
convertiría en el caldo de
cultivo adecuado para el surgimiento de otras
grandes corrientes filosóficas
además del confucianismo, entre las que
ocuparon un lugar preeminente el
taoísmo y el legalismo, pero la
filosofía de Confucio, a
diferencia de éstas, puso el acento en la
búsqueda de un equilibrio entre
las necesidades de los individuos y las
de la sociedad de tal modo que,
frente a la exaltación de la libertad
individual que conducía al retiro
de la sociedad defendida por el
taoísmo, Confucio consagró el
ideal de hombre como ser social y en esa
medida su pensamiento se orientó
a la búsqueda de los parámetros en
torno a los que la sociedad y el
individuo dentro de ella debía
definirse y reformarse. El paso
de los años y la experiencia, lejos de
debilitarle en sus ideas le
hicieron más fuerte en ellas, pero el tiempo
no pasaba en balde y Confucio
sentía que el suyo finalizaba sin haber
logrado convencer de ellas a
quienes poseían suficiente poder como para
ponerlas en práctica. Justo
entonces recibió un mensaje procedente de Lu
que le hizo concebir una última
esperanza.
Los últimos años de un maestro
En el año 484 a. C., Confucio
recibió una inesperada invitación. Uno de
sus antiguos discípulos que, a la
sazón, trabajaba como funcionario del
gobierno de Lu había logrado
persuadir al nuevo gobernante del estado
para que le invitase a regresar.
El anciano filósofo creyó que por fin
sus sueños se iban a realizar y,
esperanzado, emprendió el regreso a Chu
Fu. Una vez allí fue convocado
por los hombres más poderosos del
gobierno de Lu y uno de ellos,
queriendo saber si era cierto que sus
consejos podrían ser de ayuda
para su tarea, le preguntó de qué forma
podía lograr que sus subalternos
fuesen honestos. Confucio, sin dudarlo,
respondió que el modo de
conseguirlo era siendo honesto él mismo. Una
vez más su sinceridad le había
condenado y sus ideas resultaban
demasiado peligrosas para quienes
aspiraban a detentar el poder a toda
costa.
Ante la imposibilidad de ocupar
un alto cargo del gobierno, el filósofo
decidió proseguir con sus
estudios y consagrar el resto de su vida a su
tarea de maestro. Algunos relatos
aseguran que llegó a tener más de tres
mil alumnos, aunque algo menos de
un centenar fueron los que siguieron
sus enseñanzas con auténtica
devoción. Entre ellos, Mencio y Xunzi
serían los más importantes en la
transmisión de la filosofía confuciana,
pero Yen Hui fue el favorito del
maestro. Yen Hui era un joven
perteneciente a una de las
familias más pobres de Chu Fu cuya pasión por
aprender y elevarse
espiritualmente motivó la admiración y el cariño de
Confucio. El hombre que había
roto con sus lazos familiares y había
consagrado su vida a la
consecución de un ideal, se encontraba en su
vejez con un muchacho que le
recordaba a sí mismo y renovaba sus
esperanzas en el ser humano. En
palabras de la profesora Ching,
«Confucio contaba con su
discípulo favorito Yen Hui que siempre estaba
alegre. Aun cuando era tan pobre
que apenas tenía qué comer y vivía en
una casa en un callejón, siempre
estaba contento. Las dos cosas que
caracterizaban a Yen Hui eran su
alegría en la pobreza y su amor por el
estudio». Sin embargo, el
consuelo que Yen Hui proporcionaba al maestro
se vio truncado por la muerte del
discípulo. Confucio lloró su pérdida
como la de un hijo, y
sobreponiéndose al dolor continuó con la tarea de
enseñar a sus demás alumnos.
Confucio nunca puso por escrito
sus enseñanzas. Serían algunos de sus
alumnos quienes, tras la muerte
del maestro, recogiesen las
conversaciones que mantenían con
él y que servían de vehículo a su
magisterio en una obra titulada
Lunyu, que en el siglo XVII los jesuitas
traducirían como Analectas. Como
apunta la sinóloga Dolors Folch, a
diferencia de otros textos que
sirven de pauta para el comportamiento
moral de los individuos como la
Biblia o los Upanishads (libros sagrados
del hinduismo), las Analectas «no
son en ningún caso un texto
carismático. Ni es un libro
revelado, ni rezuma ningún tipo de anhelo
místico». Se trata de un libro en
que se recogen los principios del
pensamiento de Confucio y el modo
sutil con que concibió su tarea como
maestro: «No descubro las
verdades a quien no tiene ganas de
descubrirlas, ni intento sacar de
nadie aquello que la propia persona no
sea capaz de exhalar. Yo levanto
uno de los lados del problema, pero si
el individuo con el que trato no
es capaz de descubrir los otros tres a
partir del primero, ya no se lo
vuelvo a repetir». Además de las largas
conversaciones con sus
discípulos, Confucio dedicó gran parte de su
tiempo a recopilar y editar
cuidadosamente las grandes obras clásicas de
la antigüedad china, los llamados
Libro de historia (Shu Ching), Libro
de canciones o de odas (Shih
Ching), Libro de las mutaciones (I Ching),
Libro de ritos (Li Ching) y los
Anales de primavera y verano (Ch’un
Ch’iu), lo que terminaría
convirtiendo a sus seguidores en los
principales depositarios y
conocedores de esta tradición.
Dedicado hasta su último aliento
al estudio, Confucio murió a los
setenta y tres años en el 479 a.
C. Estaba convencido de su fracaso
porque pese a sus muchos intentos
y desvelos no había logrado cambiar el
mundo en que vivía. Sin embargo,
su gran reputación como maestro y
hombre sabio habría de
sobrevivirle y la filosofía de Confucio difundida
por sus discípulos acabaría por
ser una de las corrientes dominantes del
pensamiento chino en el período
de los Reinos Combatientes. Más tarde,
durante la etapa imperial Han que
puso fin a las luchas entre estados
feudales que tanto habían
entristecido y preocupado a Confucio, su
legado filosófico se convirtió en
la referencia cultural del mundo
chino. Desde entonces y hasta
nuestros días, Confucio y su obra forman
parte indisoluble del imaginario
cultural chino y aún hoy sorprenden a
quienes encuentran en ellos ideas
que resulta difícil creer que las
formulara un hombre en el siglo
VI a. C. Su revolucionaria confianza en
el poder transformador de la
educación y su visión radicalmente
optimista de la capacidad humana
para mejorar, convierten el pensamiento
de Confucio en un legado de valor
incalculable para todo el género
humano. En la breve autobiografía
que legó por medio de sus discípulos
se condensa toda una forma de
entender la vida que aún marca el camino
para millones de personas: «A los
quince años me dediqué de todo corazón
al estudio. A los treinta años
tenía opiniones formadas. A los cuarenta
años ya no tenía incertidumbres.
A los cincuenta años sabía cuál era la
voluntad del cielo. A los sesenta
años mis oídos sabían escuchar la
verdad. A los setenta años puedo
seguir los deseos de mi corazón sin
dejar de hacer nunca lo que es
bueno».
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