El gran faraón.
Si hubiese que escoger un solo
personaje que representase el poder alcanzado por el antiguo Egipto ése sería
sin duda Ramsés II. Gobernador durante más de sesenta años, promotor de la
mayor extensión territorial y cultural de Egipto, protagonista de la mítica batalla
de Qadesh, constructor sin precedentes de colosales templos y monumentos, esposo
de la bella Nefertari, padre de más de noventa hijos… Los cuatro magníficos colosos
que le representan a la entrada de Abu-Simbel parecen contemplar la eternidad seguros
de su reconocimiento. Y no se equivocan pues el eco de su voz aún resuena en la
Historia tres mil años después de su muerte.
La historia de Ramsés II es la
del esplendor de la civilización egipcia, la que todos, mudos por la
grandiosidad del espectáculo, evocamos al contemplar los restos de una de las
más fascinantes culturas de la historia de la humanidad, la del Egipto de los faraones.
Ramsés II («nacido de Ra, querido
de Amón») fue el más importante de los faraones del llamado Imperio Nuevo.
Resulta difícil establecer con exactitud el momento en que se inició su
reinado, pues las fuentes existentes para determinarlo (fundamentalmente las listas
de faraones que se depositaban en los templos) son imprecisas. Aunque los egipcios
medían el tiempo a partir de un calendario solar de 365 días casi perfecto complementado
con otro lunar y con un tercero que tomaba como referencia el ciclo de la estrella
Sirio, su forma de concebir el tiempo, y en particular la historia, no era como
la nuestra. Las listas de reyes son sucesiones de nombres en las que se indica
el número de año de reinado (primero, segundo…) junto con algunas informaciones
consideradas relevantes en el mismo. Por esa misma razón tampoco los egipcios
sintieron la necesidad de escribir su historia en los términos en que hoy en
día lo hacemos. Lo esencial en su mentalidad era el concepto de continuidad y,
por tanto, no había por qué relatar los acontecimientos remontándose a un
origen sino continuarlos añadiendo los nuevos hechos. La primera historia del
antiguo Egipto escrita desde su origen fue la redactada por el sacerdote
Manetón, que en el siglo III a. C. recibió el encargo de hacerlo del sucesor de
Alejandro Magno, Ptolomeo II. A él se debe la división de la historia de Egipto
en dinastías que aún hoy manejamos. Ya en el siglo XIX, con el inicio de la egiptología,
la historia de Egipto se dividiría en tres grandes períodos Imperio Antiguo,
Medio y Nuevo— separados por varias etapas de inestabilidad denominadas
«períodos intermedios». Todos ellos engloban varias dinastías. Ramsés II accedió
al trono egipcio en algún momento entre 1304 a. C. y 1279 a. C. (fechas extremas
contempladas por los especialistas), es decir, durante el Imperio Nuevo, cuando
la cultura egipcia ya conocía casi dos mil años.
Toda la historia de Egipto está
marcada por el marco geográfico en el que se desarrolló, la llanura aluvial del
Nilo encajonada a ambos lados por el desierto. Esta situación determinó dos
cuestiones esenciales en la conformación de su cultura: por una parte, el aislamiento
respecto de otros pueblos y, por otra, la dependencia de las crecidas anuales del
río. El principal punto de contacto con otros pueblos fue la zona del delta del
Nilo, en el llamado Bajo Egipto, especialmente con los que habitaban en las actuales
Siria y Palestina siendo ésta el área fundamental de conflicto de intereses con
pueblos como los hititas.
Durante el Imperio Nuevo, Egipto
se abrió como nunca antes al contacto con las culturas del exterior, por
razones tanto bélicas como comerciales. El reinado de Ramsés II sería el
paradigma de ello y en buena medida son estos contactos los que explicarían el
bienestar material que caracterizó su imperio.
Las crecidas del río Nilo
permitieron el florecimiento de la cultura egipcia que de otro modo habría
estado condenada a desarrollarse en unas condiciones parecidas a la beduina. El
desbordamiento anual de las aguas del río favorecía el depósito de lodo en sus
márgenes fertilizando una tierra que, de no haber sido así, no podría haberse cultivado.
La importancia de estas crecidas era tal que en las listas de reyes se consignaba
anualmente el nivel de cada una de ellas. Este vínculo entre los faraones y las
crecidas estaba en la misma base de la concepción de la sociedad egipcia. Los antiguos
egipcios nunca conocieron una forma de gobierno diferente de la monarquía pues
en su concepción del mundo sólo la monarquía podía garantizar el orden de las cosas
tal y como se había dado en la creación. Cuando en época predinástica surgió la
realeza entre los caudillos territoriales, ésta se legitimó mediante la vinculación
de dicho surgimiento con el origen mítico de los dioses Osiris, Horus y Seth.
De este modo la realeza quedaba incluida en la misma creación y era parte
esencial de su religión. Según este entendimiento de las cosas, los dioses
habían establecido en la creación a los reyes (faraones) como medio
imprescindible para preservar el orden dado al mundo. El faraón creaba orden
con su sola presencia, y parte esencial del «orden» en el mundo egipcio era la
regularidad de las crecidas del Nilo.
Por otra parte, sólo los faraones
podían hacer de mediadores entre los múltiples dioses del panteón egipcio y los
hombres. Sólo ellos, o los sacerdotes en que delegaban sus funciones
religiosas, podían rendir culto a los dioses en el interior de los templos
puesto que únicamente ellos tenían la facultad de poder ponerse en contacto con
el mundo divino. Los faraones eran por tanto la cúspide de una sociedad que se concebía
a sí misma en términos religiosos. En palabras del profesor de Egiptología
Antonio Pérez Lagacha, «los egipcios necesitaban de algo que estuviera por
encima de sus fuerzas y conocimiento para sentirse seguros: unas divinidades
que velasen por sus intereses mediante un intermediario, el rey». De los
faraones dependía la protección del pueblo egipcio de todo aquello que
representaba el «caos» y el «desorden», es decir, todo lo que podía poner en
peligro el orden conocido, como la ausencia de crecidas o los ataques de otros
pueblos.
Pocos faraones mantuvieron tanto
a raya el «caos» como lo hizo Ramsés II en sus casi sesenta y siete años de
gobierno.
Una nueva dinastía.
A diferencia de muchos de sus
predecesores, Ramsés II procedía de una familia que no era de origen real.
Horemheb, el último faraón de la dinastía XVIII, hacia el final de su reinado
(1323-1295 a. C.), al carecer de descendencia, decidió nombrar príncipe regente
a un hombre de su confianza que pertenecía a la casta militar, el abuelo de
Ramsés II, Paramessu. Cuando Horemheb murió, Paramessu le sucedió en el trono
con el nombre de Ramsés I y con ello se inició la dinastía XIX, aquella que se
identifica con la época dorada de la cultura egipcia. Ramsés I no llegaría a
gobernar ni dos años; le sucedió su hijo
Seti I, al que antes de morir, y siguiendo los pasos de Horemheb, había
asociado al trono nombrándole corregente. Aunque las fuentes no permiten
establecerlo de forma inequívoca, todo parece indicar que incluso cuando Ramsés
I accedió al trono ya había nacido su nieto, por lo que cabe figurarse que el
futuro faraón debió de recibir una fuerte influencia de sus antecesores.
Seti I fue por encima de todo el
«faraón restaurador». Entre las muchas convulsiones sufridas por Egipto a lo
largo de su historia, la que supuso una mayor ruptura con el orden tradicional
tuvo lugar al final de la dinastía XVIII bajo el gobierno de Amenofis IV
durante la llamada «herejía amarniense». En su quinto año de reinado, Amenofis
IV decidió romper con la tradición religiosa egipcia que hacía de Amón el
centro de su culto y, en consecuencia, otorgaba a sus sacerdotes un papel predominante
en la vida política, para poner en su lugar al dios Atón (el disco solar). La
práctica proscripción d todos los dioses del panteón egipcio en favor de Atón
vino acompañada de toda una serie de cambios radicales en la vida egipcia. Para
empezar, el propio Amenofis IV cambió su nombre por el de Akhenatón («el que
actúa efectivamente en bien de Atón») y trasladó la capital de Menfis a una
nueva ciudad que llamó Akhetatón («horizonte de Atón»). Se cerraron los
antiguos templos, se confiscaron sus riquezas, se suprimió la clase sacerdotal
y la vieja oligarquía fue apartada del poder en favor de seguidores del dios
Atón. Además, Atón como dios único era considerado universal, creador de todos los
hombres y criaturas a las que iluminaba por igual y que, en consecuencia, eran iguales
ante él. Que estas consideraciones estuviesen acompañadas de una política exterior
pacifista no es por tanto extraño, y tampoco que esa política fuese aprovechada
militarmente por los eternos enemigos hititas para avanzar en el norte de
Egipto. Las consecuencias políticas, económicas y dinásticas del período
amarniense precipitaron el final de la dinastía XVIII. Cuando Seti I accedió al
trono tenía claro que la recuperación de la tradición se convertiría en la
principal fuente de legitimación de su poder y, por tanto, de su fortalecimiento
político.
Así, durante la infancia de
Ramsés, Seti I llevó a cabo una intensa política de reconstrucción de los
antiguos templos, para lo cual realizó varias incursiones en Nubia, al sur de
Egipto, con el fin de obtener recursos materiales —sobre todo oro— y mano de obra
barata. La carencia de los recursos que antiguamente llegaban por el norte
debido a la pérdida de los territorios egipcios en Siria y Palestina era otro
de los frentes que el faraón, en su faceta de recuperador del orden, debía atender.
Se hacía necesario reafirmar la autoridad egipcia en aquellas zonas y el
faraón, consciente de lo que eso significaba, encabezó una campaña en el sur de
Palestina ya en el primer año de su reinado. A esta campaña le seguirían varias
más en las que las tropas victoriosas de Seti I derrotaron a los libios en la
parte occidental del delta del Nilo y a los hititas avanzando hacia el norte,
incluso reconquistaron la ciudad de Qadesh, algo que su hijo no olvidaría aunque
posteriormente volviera a perderse. El significado simbólico de estas campañas tenía
una enorme trascendencia para la sociedad egipcia del momento, por lo que, como
indica el profesor Pérez Lagacha, durante el Imperio Nuevo todos los faraones reproducirían
este patrón: «En el Reino Nuevo una de sus primeras acciones de gobierno será
realizar una campaña militar en el exterior simbolizando que nada había cambiado,
que el orden seguía existiendo y que los enemigos de Egipto seguían siendo derrotados».
Ramsés creció sabiéndose futuro
faraón de Egipto y recibió una educación acorde a ello. Se le instruyó
cuidadosamente en lectura, escritura, religión y, por supuesto, en todo lo relativo
a disciplina y táctica militares, especialmente el manejo de los dos
instrumentos de guerra más avanzados del momento, el arco y el carro, con los
que los hititas eran auténticos maestros. La experiencia adquirida a través de
su abuelo y su padre le enseñaría además la importancia que para la estabilidad
interna de Egipto tenían el mantenimiento de un cuidadoso equilibrio con los miembros
del clero de Amón, el cultivo de la tradición en todo su esplendor y el control
de los hititas. La importancia de la faceta militar en su formación como futuro
gobernante de Egipto está directamente relacionada con su nombramiento como
«comandante en jefe del ejército» egipcio cuando se acercaba a la adolescencia,
aunque probablemente el cargo tendría sobre todo carácter honorífico ya que resulta
difícil imaginar a un niño tomando parte en un enfrentamiento armado con
guerreros adultos y específicamente formados para la guerra. Aun así, la
participación en acciones militares del heredero comenzaba muy temprano dada su
consideración como una de las tareas propias de la realeza más importantes en
la misión que como garante del orden debía desempeñar el faraón. Cuando contaba
unos quince años, Ramsés II acompañó a su padre en una de sus campañas contra
los libios del delta occidental y un año después conoció los enfrentamientos
armados de la zona de Siria. Debía rondar los veinte años cuando se embarcó en
su primera campaña militar en solitario, una acción destinada a sofocar una rebelión
en Nubia de la que regresaría victorioso. Parece lógico pues que, como apunta el
egiptólogo Ian Shaw, «casi sin excepciones, cada príncipe heredero ramésida
ostentó el título, honorífico o real, de “comandante en jefe del ejército”, que
vemos por primera vez en Horemheb, el fundador de la dinastía».
Cada paso, cada decisión que Seti
I tomaba en relación con su hijo Ramsés lo hacía pensando en que más tarde o
más temprano debería sucederle. Su designación como príncipe corregente aun
siendo sólo un niño, tal y como su propio padre Ramsés I había hecho con él,
formaba parte de ese programa. Por otro lado, la ramésida era una dinastía nueva
y como tal era natural que buscase afianzarse en el terreno sucesorio, más aún teniendo
en cuenta los importantes problemas que en ese ámbito se habían vivido en la fase
final de la dinastía XVIII. La designación de Ramsés como príncipe corregente
era una forma de asegurar que la sucesión en la realeza egipcia volvía a ser
hereditaria. La cuestión sucesoria era de la máxima relevancia en la
consolidación del poder real, de ahí la importancia dada a que el faraón
pudiese asegurarse de tener un heredero de su sangre. El abultado número de
esposas reales con las que contaban los faraones no era más que un mero reflejo
de ello. Cuantas más mujeres en edad fértil pasasen por el lecho del faraón,
más posibilidades había de garantizar su sucesión, especialmente en una sociedad
en la que la mortalidad infantil se situaba en torno a un tercio de los nacidos.
Por esta razón, Seti I le regaló un nutrido harén siendo todavía corregente. Tener
un heredero formaba parte de las obligaciones inherentes a la realeza y, según parece,
Ramsés II se encargó de cumplir holgadamente con este cometido.
Ya durante el reinado de Seti I
puede documentarse la existencia de al menos diez hijos varones y múltiples
hijas. Ramsés II llegó a tener seis esposas principales, varias secundarias e
innumerables concubinas, lo que le permitió alcanzar la increíble cifra de más
de noventa hijos. La preocupación por la sucesión durante el período ramésida también
encontró su reflejo en las expresiones artísticas de la época como atestiguan entre
otros muchos los relieves del templo de Beit-elWali en los que se representa la
primera campaña militar de Ramsés en solitario. En ellos puede contemplarse al
futuro faraón combatiendo a los enemigos que caen abatidos por una lluvia de
flechas bajo las ruedas de su carro en el que dos de sus hijos (Amunherwenemef,
el heredero, y Khaemwaset) disfrutan del espectáculo. Como ha indicado el
profesor Shaw, «durante todo el período ramésida los príncipes herederos, que
durante la dinastía XVIII sólo ocasionalmente aparecen representados en las
tumbas de sus profesores y niñeras, que no pertenecen a la familia real, aparecen
de forma destacada en los monumentos reales de sus progenitores, quizá con la
intención de enfatizar que la realeza de la nueva dinastía era completamente
hereditaria de nuevo». De este modo y conforme a lo previsto cuando hacia el
año 1279 a. C. falleció Seti I, Ramsés II le sucedió como faraón. Tenía poco
más de veinte años y lo habían preparado para desempeñar su papel antes incluso
de tener uso de razón. Era un joven culto, con inteligencia política, habilidad
militar y todo lo necesario para acometer la ingente tarea de garantizar el orden
del universo egipcio. El modo en que la llevó a cabo le garantizó un lugar en
la Historia.
Combatir el caos: la batalla de
Qadesh.
Durante los tres primeros años de
su reinado, Ramsés II no llevó a cabo ninguna campaña militar y centró todos
sus esfuerzos en asegurar su recién adquirida posición mediante el inicio de
una intensa política de construcción de templos y monumentos que se convertiría
en seña de su reinado. Pero entre esas medidas una revelaba las intenciones expansionistas
del nuevo faraón, el traslado de su residencia de Tebas, en el valle medio del
Nilo, a Avaris, en la frontera oriental del delta, que desde ese momento pasó a
denominarse Pi-Ramsés («casa de Ramsés»). Si bien es cierto que de allí procedían
sus antepasados, las razones fundamentales para decidir el traslado fueron de orden
político y táctico. Desde la zona oriental del delta Ramsés II podía controlar
de cerca el siempre preocupante escenario asiático y las campañas militares, en
caso de ser necesarias, podían llegar a sus objetivos con mucha más rapidez,
puesto que Pi-Ramsés se encontraba situada estratégicamente cerca del camino
que conducía tanto a la fortaleza fronteriza de Sile como a Siria y Palestina.
Por otra parte, al abandonar
Tebas Ramsés II hacía una inteligente apuesta económica, pues asegurando la
presencia egipcia en la zona favoreció el intercambio comercial y cultural con
los ricos pueblos de Próximo Oriente, lo que terminó haciendo del reinado del
tercer faraón de la dinastía XIX una de las épocas más prósperas y
culturalmente cosmopolitas de la historia de Egipto. Como afirma el egiptólogo
Ian Shaw, Pi-Ramsés «no tardó en convertirse en el centro comercial y base militar
más importante del país». La propia ciudad fue reflejo de la riqueza de este
intercambio pues, como explica el historiador Joaquín Muñiz, «se hallaba
dividida en dos grandes barrios, uno consagrado a la gran diosa madre del Asia
Anterior, Ishtar, y el otro dedicado y patrocinado a la antigua diosa madre del
delta, Uadjet».
Instalado en Pi-Ramsés, el nuevo
faraón no tardó en dejar claro al rey hitita Muwatali cuáles eran sus objetivos
como gobernante de Egipto. En el cuarto año de su reinado organizó una primera
campaña militar con el fin de recuperar el vasallaje del país de los amorritas
(Amurru) que estaba bajo control hitita y resultaba esencial para asegurar el control
de la costa de Siria y, en consecuencia, de la comunicación marítima de Egipto.
El regreso victorioso de las tropas del faraón apenas tuvo ocasión de celebrarse
pues rápidamente Muwatali respondió con una ofensiva que le permitió recuperar
las posiciones perdidas. La perspectiva de una respuesta egipcia en forma de
avance armado hacia el norte llevó a Muwatali a tomar las disposiciones
diplomáticas necesarias para formar una gran coalición de hasta veinte tribus y
pequeños estados aliados de Anatolia y Siria con la que hacer frente al faraón.
Las dos potencias políticas y militares más importantes del momento estaban listas
para tener un enfrentamiento definitivo por el dominio del Mediterráneo
oriental, y éste tuvo lugar en la batalla de Qadesh.
Al inicio del quinto año de su
reinado, Ramsés II comenzó a preparar un potente ejército con el que
enfrentarse a Muwatali. Cuatro grandes cuerpos armados de militares egipcios,
el de Amón procedente de Tebas y a cuyo frente iba el propio Ramsés II, y los de
Re, Ptah y Seth (de Heliópolis, Menfis y Pi-Ramsés, respectivamente)
acompañados de mercenarios shardanos y amorritas, se dirigieron al encuentro de
las tropas del rey hitita. Su número era cercano a los veinte mil hombres, pero
la coalición comandada por Muwatali no era menor. Como ha indicado el profesor
José María Santero, «en ambos bloques puede calcularse un equilibrio numérico
de fuerzas y un equilibrio de técnicas bélicas, porque el elemento guerrero más
decisivo del momento, el carro de guerra, era conocido y utilizado en los dos
bandos. La única diferencia era que el carro egipcio llevaba dos hombres —un
conductor y un guerrero—, mientras que el hitita llevaba tres un conductor y
dos guerreros».
Lo sucedido en el enfrentamiento
de ambos bandos en Qadesh constituye uno de los pasajes mejor conocidos y
documentados de la Antigüedad, en parte por la increíble labor de propaganda
emprendida por Ramsés II tras los hechos mediante inscripciones y relieves
relativos a la batalla en templos y monumentos, y en parte porque se ha conservado
un relato oficial de lo sucedido, el llamado Poema de Pentaur. Obviamente se
trata de fuentes que transmiten la versión oficial egipcia de los hechos, es decir,
aquella que convenía a sus intereses, por lo que presentan como una gran
victoria de Ramsés II lo que en realidad fue un enfrentamiento que finalizó en
tablas.
Hacia finales del mes de abril
del quinto año de su reinado, Ramsés II abandonó la fortaleza de Tharu al
frente de la división de Amón. Tras él iba la de Re y en la retaguardia las de
Ptah y Seth. Atravesaron Palestina hasta llegar a Amurru y, transcurrido un
mes, se hallaron en el valle del río Orontes desde el que se divisaba la ciudad
de Qadesh, el lugar en que el faraón suponía reunido el ejército de Muwatali. Según
las fuentes, que quizá de este modo justifican el posterior error táctico de
Ramsés II, dos beduinos shasu espías del rey hitita llegaron al campamento
egipcio haciéndose pasar por desertores y dieron información falsa al faraón
sobre la situación y las características de las supuestas tropas enemigas.
Aseguraron que Muwatali, impresionado por la magnitud del ejército egipcio,
había decidido retroceder por el norte hacia Alepo para evitar el
enfrentamiento. Pero la realidad era muy diferente. Las poderosas tropas de la
coalición asiático-hitita esperaban que el ardid surtiese efecto escondidas
tras la fortaleza de Qadesh, a buen recaudo de los ojos de su enemigo.
Ninguna noticia como la de la
retirada del enemigo aterrorizado podía disponer más para la batalla el ánimo
guerrero del joven Ramsés II. Sin pensarlo dos veces tomó el mando de la
división de Amón tras acordar con las restantes un punto de reunión cercano a
Qadesh y cruzó el Orontes para dar caza al ejército hitita. Pero cuando la división
de Re, sin sospechar peligro alguno, se encontraba en camino del punto acordado,
sufrió la carga devastadora de los carros del ejército hitita. Sin capacidad
para reaccionar por la sorpresa, las filas de la división de Re se quebraron y
sucumbieron irremediablemente bajo las flechas enemigas. Los que lograron
sobrevivir huyeron hacia el lugar donde se encontraba la división de Amón
perseguidos por los hititas.
Ramsés II no había podido reaccionar pues la
colina y la fortaleza de Qadesh le impedían ver la maniobra de las tropas
enemigas. Cuando tras capturar y apalear a unos espías logró hacerlos confesar
la verdad ya era demasiado tarde, las divisiones de Ptah y de Seth se
encontraban excesivamente lejos, pero los carros hititas estaban por todas partes.
Y entonces ocurrió el milagro. El
momento se describe así en el Poema de Pentaur: «Entonces apareció Su Majestad
[Ramsés II], parecido a su padre el dios Montu. Cogió sus armas y se ciñó la
coraza (…) se lanzó al galope, y se hundió en las entrañas de los ejércitos de
esos miserables hititas, completamente solo, sin nadie con él. Al dirigir la mirada
hacia atrás vio que dos mil quinientos carros le habían cortado toda salida,
con todos los guerreros del miserable país de los hititas, así como de los
numerosos países confederados (…)». En ese instante, según el Poema, Ramsés II
exclama: «¡Yo te imploro Amón, padre mío!», y con la fuerza sobrehumana de un
dios acaba con los enemigos: «Y entonces los dos mil quinientos carros en medio
de los cuales estaba son derribados en tierra ante mis caballos, ninguno de
ellos sabe batirse (…) los precipito al agua como si fuesen cocodrilos; caen
unos encima de otros, y los voy matando a mi antojo».
Más allá de la descripción mítica
de la batalla, lo cierto es que la valiente acción de Ramsés II permitió
contener el ataque hitita hasta que llegó la división de Ptah en su auxilio. No
es de extrañar que finalizado el combate Ramsés II hiciese comer pienso en su
presencia a los dos caballos que tiraban de su carro, Victoria de Tebas y Nut
la Satisfecha, en señal de agradecimiento. Aunque las fuentes atribuyen la intervención
egipcia a Ramsés II en solitario, sólo gracias a la llegada de refuerzos el
ejército egipcio pudo rechazar al hitita. Tanto Muwatali como Ramsés II
presentarían el conflicto como una gran victoria frente a sus enemigos, pero no
puede decirse que hubiese un vencedor claro de la batalla. Las pérdidas habían
sido terribles en ambos bandos y tanto egipcios como hititas renunciaron a
continuar avanzando. Los ejércitos se retiraron y el campo para la elaboración
de una interpretación a la medida de quien hacía el relato quedó abonado.
Una sola cosa había quedado clara
tras la batalla, tanto hititas como
egipcios eran poderosos enemigos,
por lo que se imponía la necesidad de
lograr una paz de equilibrio que
evitase un estallido bélico general de
gravísimas consecuencias para
todos los pueblos de Próximo Oriente. Por
esta razón, en los años que
siguieron a la batalla de Qadesh y pese a no
haberse firmado ningún acuerdo
formal de paz por las partes en
conflicto, egipcios e hititas
renunciaron a continuar con su política de
hostigamiento mutuo. Qadesh había
supuesto una lección que difícilmente
podrían olvidar. Así, cuando
tiempo después el hijo de Muwatali,
Mursilli III, se refugiase en
Egipto tras ser depuesto por su tío
Hattusilli III, el nuevo monarca
hitita en lugar de atacar a Egipto, por
negarse a entregarle al exiliado,
optaría por asegurar la situación de
paz. Fruto de ello, Ramsés II y
Hattusilli III firmaron un tratado de
paz dieciséis años después del
terrible encuentro de Qadesh.
Por fortuna han llegado hasta
nuestros días ejemplares del tratado de paz tanto egipcios como hititas lo
cual, a diferencia de lo que ocurre con Qadesh, permite hacerse una idea bastante
fidedigna de lo que en él se acordó. El contenido del acuerdo revela la madurez
política de Ramsés II y su visión de futuro como gobernante: se hacía una
declaración formal de paz que obligaba a las futuras generaciones, ambas partes
renunciaban a intervenir militarmente en la zona siria, se establecía una
alianza defensiva de ayuda mutua en caso de ataques extranjeros… Con todo ello
se fortalecía la base del crecimiento económico que para Egipto suponía el
desarrollo de la actividad comercial en condiciones pacíficas en la zona
nordeste del delta del Nilo. La prosperidad sin precedentes que alcanzó la
sociedad egipcia bajo el gobierno de Ramsés II fue sin duda consecuencia de la
hábil política exterior que éste desarrolló. En palabras de Ian Shaw, «la paz
trajo una nueva estabilidad en el frente norte y, con las fronteras abiertas al
Éufrates, el Mar Negro y el Egeo oriental, el comercio internacional no tardó
en florecer como no lo había hecho desde los tiempos de Amenhotep III».
Las relaciones pacíficas con los
hititas se convirtieron en una de las claves de la política exterior y
económica de todo el reinado de Ramsés II, de ahí que trece años después de la
firma del tratado de paz, y como símbolo de la continuidad de las intenciones
de las dos potencias, se concertase un matrimonio entre una de las hijas de
Hattusilli III y el faraón. Maa-Hor-Nefrure («Nefura quien completa a Horus»),
que así pasó a llamarse, fue entregada personalmente por su padre a Ramsés II
en Damasco y llegó a ser una de las siete mujeres que ostentó el título de «gran
esposa real».
Ramsés II se había revelado como
uno de los más grandes gobernantes de su tiempo y quizá el más brillante de la
historia egipcia. Otros faraones antes que él también habían logrado
importantes cotas de desarrollo para su pueblo, pero Ramsés II logró combinar con
acierto todas las facetas posibles del crecimiento. Estabilidad política y religiosa,
potencia militar, ampliación de los límites exteriores y prosperidad económica
de la mano de un creciente intercambio comercial y cultural, y todo ello
durante un larguísimo período de tiempo, pues Ramsés II gobernó casi sesenta y
siete años, algo que para la época constituía todo un récord. Nada tiene
entonces de raro que este faraón, consciente como pocos antes de la
trascendencia de su propia obra, quisiese dejar memoria de ello. A juzgar por
la imagen que aún hoy se conserva de él, logró su objetivo.
Gobernar para el presidente y
reinar para la eternidad.
Todos los especialistas coinciden
en señalar a Ramsés II como el mayor constructor de la historia de Egipto. La
costumbre faraónica de levantar grandes monumentos religiosos y funerarios como
forma de preservar la continuidad de las tradiciones egipcias y de exaltar los
más destacados logros de cada gobernante, llegó con Ramsés II a su más
esplendoroso apogeo. Tanto por el número como por el colosalismo de las construcciones
llevadas a cabo durante las casi siete décadas que ocupó el trono egipcio, puede
afirmarse sin miedo al error que ni antes ni después faraón alguno llegó a igualarle.
Ya en sus primeros años de gobierno dio muestras de hasta qué punto estaba dispuesto
a desarrollar una política propagandística de prestigio personal usurpando a sus
verdaderos promotores monumentos ya existentes. La apropiación de éstos era práctica
habitual entre los faraones, pero, una vez más, Ramsés II la practicó con una intensidad
verdaderamente frenética. Como indica el profesor Shaw, «apenas hay un lugar de
Egipto donde sus cartuchos (representación jeroglífica del nombre) no aparezcan
en los monumentos».
En sus muchas usurpaciones Ramsés
II mostró un especial gusto por las estatuas de reyes y dioses de época de
Amenofis III —último faraón antes del período amarniense— y los conjuntos
monumentales de la dinastía XII.
Estas expresiones artísticas se
caracterizaban por su marcado clasicismo y se las considera como algunas de las
mejores expresiones de la tradición cultural egipcia. Ramsés II buscaba con
ellas vincular su reinado con el período clásico frente a la ruptura con la
tradición que había supuesto la etapa amarniense. Desde que su abuelo iniciase
la dinastía XIX, la realeza del Imperio Nuevo encontraba sus modelos en todo aquello
que supusiese una afirmación de la tradición pues los peligros de hacer lo contrario
habían quedado a la vista tras el convulso período de Amenofis IV y sus sucesores.
Desde luego Ramsés II había aprendido bien sus lecciones de infancia.
La huella constructora del faraón
quedaría en innumerables lugares (Abydos, Luxor, Karnak, Heracleópolis, Menfis,
Saqqara…) en los que erigió un sinfín de templos dedicados a la veneración de
los dioses del panteón egipcio y a la propia. En ellos dejaría testimonio de
los hechos de su reinado y muy en especial de sus victorias militares entre las
que la batalla de Qadesh ocupó un lugar más que destacado. Largas inscripciones
jeroglíficas y maravillosos relieves profusos en detalles cubrieron sus paredes
dejando un legado de incalculable valor para la Historia y el Arte. Pero si una
de esas construcciones destaca entre todas las demás es sin lugar a dudas el
templo de Abu-Simbel. Como ha apuntado el catedrático de Historia Antigua
Francisco José Presedo, «de todos los templos de Nubia, y para algunos de todo
el Egipto antiguo, Abu-Simbel es la obra más extraordinaria».
En realidad fue Seti I quien
inició su construcción, aunque Ramsés II, que prosiguió con ella tras su
llegada al trono, no dejó memoria de ello en ninguna de sus numerosas inscripciones.
El templo, de unos 63 metros de profundidad, está completamente excavado en la
roca. En su interior las paredes de las salas sorprenden por una rica decoración
de relieves de temas militares y escenas de culto entre los que destaca por su grandiosidad
el que reproduce con todo lujo de detalles la batalla de Qadesh. Sin embargo es
en el exterior donde el templo ofrece su imagen más conocida, la de la inmensa
fachada a cuyo frente se sitúan cuatro colosales estatuas del propio Ramsés II de
veinte metros de altura. A sus pies pequeñas figuras retratan a su amada esposa
Nefertari y a algunos de sus hijos. En ningún templo como en éste la
deificación del faraón, que en el interior aparece prestándose culto a sí
mismo, ha resultado tan escandalosamente explícita. En Abu-Simbel, Ramsés II es
mediador entre los dioses y los hombres y un dios en sí mismo. El pasmo, la
admiración, la sorpresa y el temor que semejantes representaciones del faraón
debían de infundir tanto en el pueblo egipcio, que jamás tenía ocasión de
contemplarle directamente, como en cualquier visitante o representante
extranjero llegado a su corte, constituyeron un arma política que Ramsés II
manejó con habilidad de auténtico maestro.
Para la construcción de estos
fabulosos monumentos, Ramsés II empleó, además de arquitectos y obreros
especializados, una gran cantidad de mano de obra procedente en no pocos casos
de los prisioneros de sus campañas militares, razón por la que hasta los libros
bíblicos del Génesis y el Éxodo se hicieron eco de su reinado. Entre los muchos
obreros que trabajaron en las obras de construcción de Pi-Ramsés parece que
pudieron encontrarse los hebreos que habían sido deportados a Egipto. El
Génesis recoge su presencia en lo que denomina como «tierra de Ramsés» al este
del delta y que según los especialistas probablemente se trataría de Pi-Ramsés.
La imagen transmitida por el Éxodo del pueblo de Israel esclavizado por un
faraón tirano de cuyo yugo finalmente consiguió escapar también contribuiría a
inmortalizar la memoria de Ramsés II. Pero nada como los increíbles templos
funerarios levantados en su nombre contribuyó a proyectar en la Historia la
imagen de este faraón de leyenda.
Morir para seguir viviendo.
Todos los monumentos erigidos por
los faraones buscaban hacer perdurar su memoria para la eternidad, pero en el
caso de las grandes tumbas reales lo que se pretendía sobre todo era garantizar
la vida de sus ocupantes aun después de la muerte. Los egipcios creían
firmemente en la vida en el más allá, por lo que toda su religiosidad giraba en
torno a una cultura funeraria que hacía del culto a los muertos uno de sus principales
pilares. En la concepción egipcia el cuerpo humano no sólo poseía una dimensión
material sino que en él también se hallaba el «Ka» o elemento espiritual. Para
que una persona pudiese vivir en el más allá su «Ka» necesitaba continuar
teniendo un soporte físico, razón por la cual el cuerpo de momificaba. Pero al
igual que en vida, el cuerpo y su «Ka» debían seguir proveyéndose de cuidados y
comida. La presencia en las tumbas de ofrendas en forma de alimentos, joyas,
perfumes o vestidos se explica por esta razón, a la que también obedece la
representación de estos elementos mediante pinturas y relieves; es decir, lo
representado cobraba vida en el más allá. Cuanto más rica era una tumba, mejor
vida se garantizaba para el fallecido después de la muerte, de ahí los lujosísimos
ajuares funerarios de los faraones y miembros de la familia real y la magnificencia
de sus sepulturas.
Como no podía ser de otro modo,
Ramsés II ordenó construir fantásticas tumbas tanto para sí mismo como para sus
esposas e hijos. La devoción de Ramsés II por la primera de sus «grandes
esposas reales», Nefertari, resulta evidente con la sola contemplación de las
bellísimas pinturas murales que decoran la tumba que hizo excavar para ella a doce
metros bajo tierra en el Valle de las Reinas en Tebas. No cabe duda de que deseaba
que su vida en el más allá fuese inmejorable. Por lo que se refiere a la del
propio Ramsés II, ubicada en el Valle de los Reyes, responde a unas dimensiones
mucho mayores de las habituales en este tipo de monumentos aunque aún no se
conoce a fondo al haber sido parcialmente destruida por varias riadas. Por
fortuna, parece que la momia del faraón se extrajo de la tumba antes de que
esto sucediera. En 1881 se hallaron en una misma tumba varias momias reales
que, según parece, habrían sido depositadas en ella por sacerdotes que
intentaban protegerlas de los expolios que padecían las sepulturas dada la
riqueza de los ajuares funerarios. Aunque resulta difícil identificarlas con
total seguridad, todo parece indicar que la que aparecía bajo el nombre de
Ramsés II pudo efectivamente ser la del faraón. Se trata de un hombre de cerca
de noventa años (lo que corresponde con la edad a la que se supone murió) que
debió de padecer algún tipo de enfermedad reumática y que presenta una gran
infección en la mandíbula que pudo motivar su fallecimiento.
Desde luego Ramsés II sobrevivió
a buena parte de sus hijos por lo que no parece raro que quisiese construir
para ellos la que es a día de hoy la mayor tumba del Valle de los Reyes. Los
relieves del faraón ofreciendo a sus hijos muertos a los dioses para que los acojan
y protejan en el más allá hablan, como en el caso de la tumba de Nefertari, no sólo
del rey sino también del hombre.
Se sabe que Ramsés II gobernó
Egipto durante casi sesenta y siete años. De hecho llegaría a celebrar hasta
catorce fiestas «Sed» o jubileos reales, lo cual, teniendo en cuenta que
sucedió a su padre con más de veinte años, quiere decir que vivió mucho más de
lo que era frecuente en su época. A su muerte le sucedió su hijo Merenptah —el cuarto
de su segunda gran esposa Isisnefret— que por entonces debía de tener entre cincuenta
y sesenta años, pero ni él ni ningún otro faraón después pudo compararse con Ramsés
II, que ya en los últimos años de su reinado se había convertido para propios y
extraños en una auténtica leyenda viva.
Su habilidad administrativa, su
inteligencia y prudencia políticas, su gusto por la arquitectura y las artes en
general, pero, por encima de todo, su capacidad para dejar memoria de ello, no
volverían a igualarse.
Su muerte supuso el fin de una
época. El gran Egipto de los faraones se llamaría por siempre Ramsés II.
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